1. Antiguo Testamento
Aparece de diversas formas en la Biblia israelita, especialmente en los profetas del amor (como Oseas) y en el Cantar* de los Cantares, que ha desarrollado la antropología erótica más importante de la historia de Occidente. Del amor de Dios, entendido como misericordia* universal, que se expresa y expande en el amor entre los hombres, hablan de manera intensa algunos libros del Antiguo Testamento y de un modo muy intenso el libro de la Sabiduría*. Pero sólo el Nuevo Testamento ha desarrollado de un modo consecuente esa experiencia y exigencia creadora del amor (ágape), dirigido de un modo preferente, aunque no exclusivo, a los enemigos, como muestra el mensaje de Jesús y la teología de Pablo (Rom 12–14 y 1 Cor 13), que estudiaremos de un modo especial.
Los términos griegos del amor. Las mejores distinciones antiguas sobre el amor se han hecho en griego y por eso evocaremos las palabras que emplean la Biblia griega y el Nuevo Testamento: eros, ágape y philia: (a) Eros. Éste es el término básico para el pensamiento griego, que entiende al amor como deseo y tendencia del hombre hacia aquello que le falta y puede completarle. El Nuevo Testamento utiliza esa palabra en el sentido de «agradar». Así dice que el baile de la hija de Herodías agradó a Herodes (Mc 6,22; Mt 14,6). También dice que Cristo no buscó su propio agrado (ouk heautô êresen), sino que aceptó los sufrimientos que le impusieron los otros (Rom 15,3). (b) Ágape. La terminología vinculada al ágape constituye la mayor novedad del Nuevo Testamento en este campo. Ágape significa básicamente el amor desinteresado y creador, el amor del que no se busca a sí mismo, sino que ofrece su vida a los demás. Ciertamente, el ágape puede tener un sentido más neutro, de amor en general (como en Lc 7,5), pero en la mayoría de los casos se utiliza para expresar el sentimiento y gesto intensamente cristiano del amor de gratuidad, aplicado a los diversos campos de la vida. Así se habla del ágape en el amor a Dios (Mc 12,30) y en el amor al enemigo (Mt 5,44; Lc 6,27). Éste es el amor al que Pablo ha dedicado su canto (1 Cor 13), el amor que Dios nos ha mostrado, enviándonos a su propio Hijo como salvador (Jn 3,16), el amor que el mismo Jesús mostró al hombre que quería alcanzar la vida eterna (Jesús, mirándole, le amó: êgapêsen auton, Mc 10,21). Sólo este amor gratuito y creador libera a los pobres y hace posible el seguimiento mesiánico. Jesús no impone una ley, no acude al mandamiento. Más allá de la ley, desde la total libertad del amor, invita al hombre que quiere alcanzar la vida eterna, diciéndole que le siga. A pesar de eso, el hombre no acoge la mirada de amor de Jesús, no se deja transformar por él, no le responde con amor. Calcula sus bienes y se marcha, porque es rico. No se ha dejado transformar por el amor mesiánico. (c) Philia, amistad. Ciertamente, el amor mutuo es ágape, como dice Jesús cuando pide a los suyos «que os améis los unos a los otros, así como yo os he amado, pues nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos» (Jn 15,12-13). Les dice que se amen (con ágape) y habla del ágape como amor mutuo. Pero después al referirse a sus amigos les llama philoi, añadiendo que los discípulos serán «amigos suyos» (philoi mou) si escuchan y cumplen su palabra, viviendo en amor (Jn 15,14). Desde esa base añade la palabra clave del amor cristiano: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; yo os llamo amigos, porque os he dicho (= os he dado) todo lo que yo he recibido (= he escuchado) del Padre» (Jn 15,15). Los hombres no son siervos (douloi), sino libres porque son amados y pueden amarse en amistad (philia), siendo amigos los unos de los otros. En este contexto puede hablarse del amor entre el Padre y el Hijo (Jn 5,20; 16,27) y del amor que los hombres deben tener a Jesús (1 Cor 16,22). Llegando al final, el ágape (que es amor de donación y gratuidad) se identifica con la philia, que es el amor de amistad. En ese contexto se entiende el bellísimo juego de palabras del final del evangelio de Juan, donde Jesús le pregunta a Pedro por dos veces si le ama con amor de ágape (agapás me?: Jn 21,1516), pero la tercera vez le pregunta si le ama con amor de philia (philéis me?: Jn 21,17), ofreciéndole el encargo de apacentar las ovejas de Jesús.
Dios, un amor: Amarás a Yahvé tu Dios… Una religión como la del Antiguo Testamento consta de muchos elementos sacrificiales y sociales, legales y festivos. En el centro de la fe israelita está la confesión* del shemá, que ha seguido marcando hasta hoy la religión de los judíos y de los cristianos. Éstas son las palabras centrales de la Biblia israelita: «Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es Yahvé (Dios) Único. Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas palabras que yo te mando estarán en tu corazón. Las repetirás a tus hijos y las dirás sentado en casa o haciendo camino, cuando te acuestes y cuando te levantes…» (Dt 6,4-7). Israel ha sido un pueblo de leyes que han ido fijando su identidad, desde el dodecálogo* de Siquem (en torno al siglo IX a.C.) hasta la Misná* (siglos II-III d.C.). Pues bien, en el fondo de todas ellas emerge esta ley del shemá, como la más importante. Más que ley coactiva, ésta es una experiencia gozosa de llamada (¡escucha!) y de invitación al amor (¡amarás!). El Dios que aparece en este mandamiento originario no necesita nombres o adjetivos especiales (padre o madre, hijo o esposo…), sino que se presenta simplemente como Yahvé, manifestándose como Amor total que llama (escoge) de un modo gratuito y de esa forma suscita y fundamenta la vida de los hombres. Ciertamente, ese Dios sigue siendo el misterioso Señor de la experiencia de la zarza ardiente (El que Es: Ex 3,14), pero aquí aparece más bien como el que ama y pide amor. Este Yahvé Amor, a quien Israel ha descubierto y reconocido sobre todas las cosas, es Unidad suprema, fuente de vida que se expresa y expande en el corazón (afecto), en la mente (pensamiento) y en la acción (vida entera) de sus fieles, por encima de todas las restantes distinciones nacionales o sociales. Éste es el Dios de la experiencia liberadora, que se expresa a través de los restantes mandamientos: «Yo soy Yahvé, que te saqué de Egipto» (cf. Ex 20,2; Dt 5,6), pero en el fondo de todos ellos se expresa y despliega como amor. Así lo ha sabido y ratificado Jesús, judío entre judíos (cf. Mc 12,28-34). Éste es el Dios a quien la tradición israelita ha visto como «Dios compasivo y clemente, lento a la ira y rico en misericordia y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado…» (Ex 34,6-7). Éste es el Dios del amor para los israelitas, Dios que ellos han querido testimoniar ante todos los pueblos.
Dios y el prójimo: dos amores (confesión de fe*). Cuando le preguntan por el mandamiento más importante de la Ley, Jesús, con buena parte de la tradición judía, cita el shemá*, pero añade el mandato de Lv 19,18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12,28-34). La novedad de Jesús está en su insistencia en el término común amarás (en griego agapêseis, en hebreo ‘ahabta) de Dt 6,5 y Lv 19,18, uniendo los dos mandamientos (amores) y diciendo que no hay otro mayor que ellos. Los dos forman un solo mandamiento: son aquello que el escriba llamaba el primero de todos (prôte pantôn de Mc 12,28). Quizá pudiéramos decir que en el principio está la dualidad: la relación con Dios se vuelve relación con el prójimo, es decir, de persona con persona. Se vinculan de modo profundo mi yo y el yo del otro, de modo que no pueden separarse. Éste es el lugar de la genealogía radical de la existencia humana: Dios mismo suscita el yo del hombre, como ser capaz de amarle; pero, al lado de Dios y con Dios, emerge el otro (el prójimo), de manera que la dimensión vertical del amor recibido (¡escucha!) se vuelve relación horizontal del amor compartido. En el lugar donde estaba el amor previo de Dios, y para confirmarlo, viene ahora a expresarse el amor al otro, es decir, al hombre concreto, hombre o mujer, que está a nuestro lado. En el Levítico, ese prójimo es el hermano o miembro del propio pueblo israelita; pero, en un sentido más extenso, es también el pobre y extranjero, es decir, el que rompe las fronteras resguardadas de la propia comunidad (cf. Lv 19,10 y en especial Dt 10,19), como verá el Jesús de Lucas cuando cuenta en ese contexto la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37). Entre el amor a Dios y al prójimo hay una relación que todo el Nuevo Testamento se esforzará por explicitar, desde el anuncio del Reino de Jesús y la experiencia eclesial de la pascua.
Dios Sabiduría, esposa amada. La tradición israelita (cf. Prov 8; Eclo 24) ha presentado a Dios como Dama Sabiduría*, mujer amante que se sitúa en la puerta de su casa, tocando su música, invitando con amor a los que pasan. El libro de la Sabiduría contiene la respuesta positiva de Salomón, rey sabio y signo de todos los verdaderos israelitas que escuchan su llamada y la desean, emocionados: «A ella la quise y la busqué desde muchacho, intentando hacerla mi esposa, convirtiéndome en enamorado de su hermosura. Al estar unida (symbiôsis) con Dios, ella muestra su nobleza, porque el dueño de todo la ama… Por eso decidí unirme con ella, seguro de que sería mi compañera en los bienes, mi alivio en la pesadumbre y en la tristeza» (Sab 8,1–2,9). La vida entera se define, según esto, como proceso afectivo. Está en el fondo el simbolismo del Banquete de Platón, con el ascenso amoroso hacia las fuentes de toda realidad (el Bien Supremo). Pero hay una diferencia: el entusiasmo divino parece que lleva a los platónicos más allá del mundo; por el contrario, Salomón enamorado se introduce dentro de este mundo. Pero no se debe exagerar la diferencia. El sabio de la República platónica, transformado por la sabiduría del amor, puede gobernar con justicia a los humanos. El Rey israelita, enamorado desde joven de la sabiduría superior, descubre en ella su gozo (disfruta) y gobierna con su ayuda. El varón/mujer perfecto no es aquel que se clausura en un ejercicio contemplativo, aislado de este mundo. El verdadero amante de la Sabiduría sale al mundo, escucha el misterio de la realidad y deja que ella le emocione, le dé fuerza, le transforme. Al llegar aquí reciben su sentido los rasgos filosóficos con los que se describe a la Sabiduría en Sab 7,22-28: ella es efluvio del poder divino, emanación de la gloria de Dios… Descubrimos así que ella es el mismo Dios en cuanto amable; hay en nuestro corazón un gran vacío: estamos hechos para Dios, a él buscamos en camino amoroso. Desde ahí se puede entender el tema del amor en el Nuevo Testamento.
Cf. W. EICHRODT, Teología del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; D. PREUSS, Teología del Antiguo Testamento III, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; C. SPICQ, Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid 1977; P. VAN IMSCHOOT, Teología del Antiguo Testamento, Fax, Madrid 1969.
2. Pablo: 1 Cor 13
(gracia, perdón, juicio, Pablo). El amor constituye el tema central del Nuevo Testamento, que podemos interpretar como revelación del ser de Dios en Cristo: «Tanto amó Dios al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito, para que no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,13-17). Tratar del amor es tratar de todo el Nuevo Testamento, partiendo del Sermón de la Montaña (Mt 5–7; Lc 6,20-45) hasta el Apocalipsis (Ap 21–22). Por eso hemos introducido el tema en diversas entradas: gracia, perdón, juicio, etc. Aquí, de forma unitaria, trataremos de las falacias, cualidades y permanencia del amor, tal como ha sido evocado por Pablo en 1 Cor 13, que ha partido, sin duda, de unos motivos anteriores, que él ha encontrado y desarrollado dentro de su Iglesia.
Falacias o riesgos del amor. El amor es lo más grande, lo más fuerte. Pero es también lo más frágil, de forma que puede convertirse en principio de engaño. En esa línea, en la primera parte de su canto al amor (1 Cor 13), Pablo desarrolla los tres posibles engaños de un amor aparente, que toma en la Iglesia «formas de bondad» o de grandeza para engañar mejor a los hombres. (a) Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles (1 Cor 13,1). La primera ideología o falsedad del amor está vinculada a una perfección mística, que se autodeclara importante, pero que es sólo palabra vacía, propia de aquellos que dicen conocer y hablar las lenguas de los hombres (en plano de mundo) y de los ángeles (en plano de perfección espiritual), pero sin amar a los demás. Éstos son los que todo lo hablan, dominando lenguajes, con apariencia de verdad más alta, para sentirse perfectos e imponerse sobre los demás, pobres hombres de la baja tierra. Estos hablantes de lenguas son hombres y mujeres «poderosos», en línea individual o social. Pablo no niega ni discute sus capacidades, pero diría que ellas pueden alcanzarse con medios psicológicos o parapsicológicos (de penetración mental), poniéndose al servicio de la destrucción humana (diabólica). En nuestro tiempo se podría decir que esos hombres que todo lo hablan controlan las redes informáticas y los grandes canales de propaganda, como si fueran dueños de la palabra universal, y en algún sentido lo son: la voz de sus falsas campanas parece la única que tañe en el mundo. Pero en realidad están vacíos, son como metal que suena sin contenido humano, o con el contenido de la violencia dominadora (del bronce de campana hecho cañón para la guerra). (b) Y si yo tuviera profecía… (1 Cor 13,2). Posiblemente, esta segunda unidad trataba, en principio, sólo de la profecía, pues de ella y de las lenguas en la Iglesia se ocupa todo el capítulo siguiente de la carta (1 Cor 14), pero el texto actual distingue y vincula profecía, gnosis y fe posesiva. (1) «Si yo tuviera profecía…». En sentido externo, la profecía es algo que se tiene, como cualidad que se posee, sin que ella se identifique con la propia persona. Por eso, se puede afirmar que aquellos que tienen profecía y no aman están vacíos, son como una simple voz ambulante, pura máscara sin interioridad. (2) «Y si yo viera todos los misterios y toda la gnosis…». La profecía, especialmente en los apocalípticos (como en los libros de Daniel* o Henoc), está llena de visiones y revelaciones, de tal forma que, en tiempos de Jesús, se tomaba a los profetas como videntes que penetraban en los misterios (del fin de los tiempos) y en la gnosis (conocimiento del Dios escondido). Pues bien, Pablo se considera vidente y gnóstico, pues ha visto a Jesús resucitado (cf. 1 Cor 15,3-7) y ha sido raptado al tercer cielo, donde ha contemplado y escuchado cosas indecibles (2 Cor 2,1-11). Pero, al mismo tiempo, sabe que una visión sin amor es nada o menos que nada, es mentira. (3) «Si yo tuviera fe hasta para trasladar montañas…». Esta fe que «se tiene» y de la que uno puede estar orgulloso (cf. también 1 Cor 12,9), entendida como capacidad de hacer cosas milagrosas (mover montañas: cf. Mt 17,20 par), puede vaciarse de sí misma, convirtiéndose en máscara externa sin amor, como sabe el mismo Evangelio (cf. Mt 7,22); la verdadera fe como experiencia de gratuidad en el amor es para Pablo una cosa distinta (cf. Rom 1,17; 5,1; Gal 2,16). (c) Y si yo repartiera todos mis bienes… (1 Cor 13,3). De las lenguas (mística) y de la profecía (visiones, gnosis, milagros) pasamos al nivel de la comunicación económico-personal. Muchos piensan que las cosas se arreglan con dinero y en parte tienen razón, como la misma Biblia sabe cuando pide que demos a los pobres aquello que tenemos, para que así puedan saciar sus necesidades (cf. Mc 10,17-22; Mt 25,31-46). Pero el simple «dar» material no es suficiente, como matiza, por ejemplo, el relato de las tentaciones de Jesús (Mt 4; Lc 4). En esa línea se sitúa este pasaje, cuando habla de un engaño de los que sólo dan dinero, pues se buscan a sí mismos al hacerlo, y de un engaño del martirio de aquellos que convierten su entrega en un medio de imposición sobre los otros. Éste es el lugar de la patología del amor, el lugar del engaño supremo de los que parecen emplear medios mejores y más desprendidos (costosos) para imponerse sobre los otros.
Cualidades del amor. En contra de las falacias (1 Cor 13,1-3), eleva luego Pablo (1 Cor 13,4-7) un canto al amor (ágape), como experiencia de gratuidad y comunión de Dios que vincula a los hombres de un modo interior (en la comunidad eclesial) y exterior (en apertura hacia los demás). Pablo no habla aquí de una pura emoción sentimental, ni de un poder de unidad erótico-filosófica (como Platón en su Banquete), ni de la vinculación legal de un grupo de personas (como en cierto judaísmo), sino de la experiencia radical de Dios en la vida de los hombres que se aman simplemente como humanos. Éstos son sus rasgos: (a) El amor tiene gran ánimo, el amor es bondadoso (1 Cor 13,4). En griego se dice makro-thymei, es decir, tiene un gran thymos o ánimo. Algunas traducciones prefieren decir que es paciente, en el sentido de capaz de aguantar y mantenerse. Ambos matices, el más activo (animoso, longánime) y el más receptivo (paciente), son apropiados y expresan la capacidad de aguante y la potencia creadora del amor, que permanecen firmes allí donde todas las restantes cualidades fallan o se acaban. En ese sentido se añade que es bondadoso (khrêsteuetai), con el matiz de útil: aquello que siempre sirve y siempre vale. (b) No tiene envidia, no se jacta, no es engríe (1 Cor 13,4). De las notas positivas (es animoso, bondadoso) pasa el canto a las negativas, que nos irán acompañando desde ahora, pues del amor decimos mejor lo que no es que lo que es. La primera dificultad que el amor debe superar es la envidia (zelos), aquella actitud o vicio que nos lleva a enfrentarnos a los otros para destruirles (pues sentimos que nos impiden ser) o para utilizarles, poniéndoles bajo nuestro dominio. Frente a la envidia está el descubrimiento gozoso del otro en cuanto distinto, el gozo de que el otro sea, de que viva, de que triunfe. En este sentido, el amor nos capacita para salir de nosotros mismos, transformando la envidia mimética (que es vivir a costa de los otros, dependiendo de ellos o luchando contra ellos) en comunión gratuita. Por eso, el que ama no se jacta ni engríe, es decir, no se encierra en sí mismo, para imponerse a los demás, en actitud de miedo perpetuo (tengo que elevarme sobre los demás para sentirme seguro), sino que al gozarse en los otros descubre también su propio valor y no tiene que luchar por conseguirlo ni imponerse. (c) No se porta sin decoro, no busca su propio provecho (1 Cor 13,5). Portarse indecorosamente se dice en griego a-skhêmonein, romper el skhêma o forma apropiada de existencia, quebrar el equilibrio de la vida, romper una armonía que nos permite convivir. Eso significa que el amor vincula, traza puentes, de manera que ofrece a cada uno un lugar en la vida, un espacio decoroso y digno, en humanidad, distinto para cada uno, apropiado para todos. El skhêma (= esquema o decoro) del amor puede resultar diverso en las diversas circunstancias, de manera que lo que en un momento o contexto parece decoroso (que las mujeres vayan veladas: cf. 1 Cor 10,1-16) resulta indecoroso en otros. Hay, sin embargo, un decoro fundamental, que se expresa en la segunda parte del texto: «el amor no busca su provecho propio». Ésta es la melodía firme, ésta es la base del amor: que cada uno busque el bien de los otros, no el propio; que piense, sin cesar, en lo que al otro le conviene, no según el esquema del que ama, sino según el del amado. Para eso es necesario que el amor dialogue, que dialoguemos en igualdad, escuchándonos unos a los otros, para así conocer lo que nos piden o quieren de nosotros. (d) No se irrita, no piensa en el mal (1 Cor 13,5). En el caso anterior se supone que hay un orden o decoro, que se expresa allí donde cada uno busca el bien ajeno. Ahora se supone que la vida de los hombres se encuentra amenazada por una gran irritación o paroxismo de violencia, para la que sólo existe un remedio: el amor que se expresa y mantiene en forma de concordia (el amor que lleva al gozo y la paz: Gal 5,22). Sólo en este contexto se puede añadir: «no piensa en el mal», no toma en cuenta el mal que le hacen. Esta formulación nos lleva al centro del Sermón de la Montaña, donde Jesús pedía a los suyos que no respondieran al mal con lo malo, sino que perdonaran a los enemigos (Lc 7,27-36). Así lo ha dicho el mismo Pablo en Rom 12,17, al proclamar el perdón que nace del amor y que supera la violencia con la paz interior (no se irrita), renunciando a responder a la violencia con violencia. (e) No se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad (1 Cor 13,6). Al lado de la envidia, con la falta de decoro y la irritación anterior, se eleva ahora la injusticia, como riesgo básico de un mundo amenazado por la mentira y por la lucha de todos contra todos. Injusticia (a-dikia) es aquello que va en contra de la dikaiosyne, tanto en el sentido griego (orden social), como en el bíblico (acción salvadora y gratuita de Dios). Alegrarse en la injusticia significa asumir la maldad de los hombres y aprovecharse de ella, para provecho propio. Frente a eso está la alegría por la verdad, entendida como gozo más alto del amor. Lo opuesto a la injusticia no es sin más la justicia, sino la verdad o fidelidad de Dios, que se muestra divino al amar, fundando así la más alta alegría. (f) Todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera (1 Cor 13,7). Igual que un tejado cubre la casa y permite que sus habitantes vivan al resguardo de viento y lluvia, así el amor resguarda y cubre a los amantes de un modo total y para siempre. El amor es esa cobertura de Dios que mantiene protegida nuestra vida, libre de la irritación y la tormenta de los tiempos, en fe y en esperanza. Por eso se añade que el mismo amor «lo cree todo, todo lo espera». Fe y esperanza son aquí expansiones del amor, porque sólo el amor es capaz de confiar siempre (de ponerse en manos de Dios, estando en manos de los otros) y de mantenerse a la espera, sabiendo que la vida es camino de Dios. (g) Siempre permanece (1 Cor 13,7). Al decir que permanece (hypomenei) no se quiere indicar que aguanta simplemente de un modo pasivo, sino que se mantiene firme, de manera activa, en todo tiempo y lugar (en el doble sentido de la palabra panta). Quizá pudiéramos añadir que el mismo amor es paciencia creadora, dando a esa palabra el sentido que recibe en el Apocalipsis (cf. hypomonê: Ap 1,9; 13,10; 14,12): en medio de la gran lucha de la historia permanece y triunfa la paciencia del amor que es Dios y que se revela en los creyentes, es decir, en aquellos que son fieles al Cordero sacrificado. Pero en 1 Cor 13 Pablo no habla del Cordero-Cristo, ni de otros motivos confesionales cristianos, sino de amor universal, abierto a la humanidad en cuanto tal, un amor que siempre permanece. Las realidades del mundo cambian, todas se acaban y mueren. Sólo la paciencia activa queda, como presencia y permanencia de un amor que todo lo cubre, lo cree y lo espera, superando así el desgaste del tiempo y revelando en medio de esta vida de engaños el rostro verdadero del hombre (es decir, el mismo ser divino).
Permanencia del amor. El canto de 1 Cor 13,4-7 terminaba diciendo que el amor lo cubre todo (como tejado firme que cobija lo que está bajo su amparo) y siempre permanece (porque tiene el poder de la paciencia duradera). El nuevo pasaje (1 Cor 13,8-13) retoma ese motivo, para desarrollarlo de un modo aclaratorio. Por eso empieza con una frase programática, que condensa lo anterior e inicia lo que sigue: el amor nunca cae (1 Cor 13,8). Las realidades de este mundo se derrumban, todas caen con el tiempo (por ser tiempo), como sabe la tradición apocalíptica cuando anuncia la catástrofe del fin del mundo (Mc 13,25: «los astros del cielo caerán…»). Mueren las culturas, acaban los estados, perecen las personas. Pues bien, en este trance de gran acabamiento en el que muchos repiten el dicho popular de «comamos y bebamos que mañana moriremos» (cf. 1 Cor 15,32), se eleva nuestro texto y dice: el amor nunca cae. Esta permanencia define la antropología escatológica de Pablo (1 Cor 15) y se expresa aquí en cuatro partes. (a) De la profecía imperfecta al conocimiento pleno: «La profecía desaparecerá, las lenguas cesarán, la gnosis desaparecerá. Pues sólo conocemos en parte y sólo en parte profetizamos; pero cuando llegue lo perfecto desaparecerá lo que es parcial» (1 Cor 13,8-10). Don de lenguas, gnosis y profecía expresan un conocimiento inicial y parcial, son signo de un mundo tanteante que busca la plenitud (lo que es teleion). Pues bien, esa perfección, a la que aspira el cosmos (cf. Rom 8,8-25), se identifica en el fondo con el amor; por eso, cuando llegue el amor pleno, cesará todo lo restante. (b) El niño y el adulto: «Cuando era niño hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como un niño. Pero cuando me hice adulto abandoné lo que era de niño» (1 Cor 13,11). Los evangelios sinópticos han dado al niño un valor y estatuto religioso, haciéndolo signo del reino de Dios (cf. Mc 9,33-37; 10,13-16). Pablo, en cambio, le mira aquí de otra manera: el niño es heredero de los bienes del padre, pero mientras sea menor de edad se encuentra sometido a los poderes de este mundo, que son como administradores y ayos, que organizan y resuelven los asuntos en su nombre; sólo cuando alcance la mayoría de edad el niño podrá ser dueño de sí mismo y decir ¡padre!, en libertad de amor (Gal 4,1-7). Profecía, don de lenguas y gnosis son experiencia y tanteo de niños que aún no han crecido y no viven del todo, porque están bajo la ilusión de su conocimiento parcial, bajo el dominio de los mayores. El amor, en cambio, se interpreta como expresión de edad adulta, descubrimiento y cultivo de la libertad al servicio de la vida. (c) El espejo y la realidad: «Ahora vemos por un espejo, en enigma, entonces, en cambio, veremos cara a cara. Ahora conozco parcialmente, entonces conoceré como he sido conocido» (1 Cor 13,12-13). El ahora, tiempo de este mundo (que antes se hallaba definido por la profecía y el don de lenguas, con un conocimiento imperfecto), aparece aquí simbolizado por la imagen de un espejo borroso, que no nos permite descubrir el sentido más hondo de la realidad, de manera que sólo vemos imágenes confusas, enigmáticas, que nos obligan a ir adivinando la verdad más honda. Parecemos así condenados a un conocimiento parcial, como niños que quieren ser grandes un día y conocer lo que ha sido y será, para volverse dueños de sí mismos. Pues bien, en medio de este mundo enigmático tenemos una seguridad superior, algo que es firme, la certeza del amor, que es anticipo del futuro, comienzo de paraíso. El amor abre, por tanto, la puerta del cielo, anunciándonos la llegada de un tiempo en que veremos cara a cara, conoceremos como somos conocidos… «Veremos cara a cara», «conoceremos como somos conocidos», es decir, veremos a Dios como él nos ve, penetraremos en el misterio de su entendimiento total, que es comunión de amor. Ésta es la experiencia y esperanza del amor completo de las bodas finales de Ap 21–22.
Cf. A. NYGREN, Eros y Ágape. La idea cristiana del amor y sus transformaciones, Sagitario, Barcelona 1969; R. SCHNACKENBURG, Mensaje moral del Nuevo Testamento, Herder, Barcelona 1989; W. SCHRAGE, Ética del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1987; X. PIKAZA, Palabras de amor, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006; C. SPICQ, Teología moral del Nuevo Testamento I-II, Eunsa, Pamplona 1970-1973; Agapé en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid 1977.
Todos los derechos: Diccionario de la Biblia, historia y palabra, X. Pikaza