Jn 5, 33-36 – JMC

«En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Vosotros enviasteis mensaje­ros a Juan, y él ha dado testimonio a la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan este testimonio de mí: que el Padre me ha enviado».

  1. En este pasaje del evangelio de Juan, la Iglesia primitiva dejó patente, una vez más, la superioridad de Jesús sobre Juan. Pero esta superioridad no se demuestra, ni se pretende argumentar, a partir de títulos, dignidades, car­gos o distinciones. A nada de eso se refiere Jesús. Ni siquiera se fundamenta en el testimonio de un hombre tan extraordinario y tan autorizado como era Juan Bautista. Con esto, Jesús deja claro que lo determinante para él no son ni los títulos, ni los cargos, ni las dignidades, ni los testimonios de hombres, por más eminentes que sean. Jesús destroza así nuestros criterios relativos a la categoría y valor de una persona.
  2. Los testigos en favor de Jesús son sus «obras» (erga). La palabra ergon sig­nifica, tanto en el N.T. como en el griego profano, la «actividad», la «tarea», los «hechos» que realiza y lleva a cabo una persona (R. Heiligenthal). Lo cual quiere decir que, en la mentalidad de Jesús, la autenticidad de una persona, su calidad, su valor, su categoría, se mide por un solo criterio: los hechos que realiza, su actuación, sus tareas en la vida. Jesús lo afirmó con toda claridad. Con fórmulas distintas vino a decir esto: «si no creéis en mí, creed en mis obras» (Jn 5, 20. 36; 9, 3 ss; 10, 25. 32. 37 s; 14, 10-17). Jesús había sido un pobre artesano de una humilde aldea de Galilea. No había hecho estudios, no tenía títulos, carecía de carrera, de cargos y de dignidades. ¿Qué podía exhibir? ¿De qué argumentos podía echar mano?
  3. El argumento de Jesús es muy claro: el argumento en favor mío no es lo que sé, ni lo que digo, ni los papeles que puedo enseñar. Nada de eso vale de verdad. Lo único que vale en la vida es lo que uno hace. Hay gente que se pasa la vida ocultando «lo que hacen» y enseñando «lo que saben». Por eso tenemos en la cabeza tantas verdades y en el corazón tan pocas conviccio­nes. Y sin embargo, lo que cambia el mundo y transforma la vida, no son las verdades, sino las convicciones. Y las convicciones se demuestran por una sola cosa: lo que uno hace. Cada cual hace aquello de lo que está convenci­do. Y si no lo hace, es que no está convencido de que tiene que hacerlo.

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