Lc 7, 24-30 – JMC

Cuando se marcharon los mensajeros de Juan, Jesús se puso a hablar a la gente acerca de Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?, ¿una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver?, ¿un hombre vestido con lujo? Los que se visten fastuosamente y viven entre placeres están en los palacios. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Él es de quien está escrito: «Yo envío mi mensa­jero delante de ti para que prepare el camino ante ti». Os digo que entre los nacidos de mujer nadie es más grande que Juan. Aunque el más pequeño en el Reino de Dios es más grande que él». Al oírlo toda la gen­ te, incluso los publicanos, que habían recibido el bautismo de Juan, ben­dijeron a Dios. Pero los fariseos y los letrados, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el designio de Dios para con ellos.

  1. La primera pregunta, que hace Jesús a la gente, no pretende que sus oyentes tomen conciencia de «quién» era Juan Bautista, sino de que cai­gan en la cuenta de «qué relación» mantenían con aquella figura ejem­plar, aquel hombre extraordinario que fue Juan. En definitiva, lo que Je­sús le pregunta a aquella gente es lo que realmente representaba para ellos el Bautista. Por tanto, mediante estas preguntas, lo que pretende Jesús es que sus oyentes piensen en serio si estaban preparados para en­ tender y aceptar el mensaje que el mismo Jesús les estaba presentando. No olvidemos que la misión de Juan fue preparar el camino del Señor, ser el precursor de Jesús. Los que habían rechazado a Juan, con más razón rechazarían a Jesús. Este es el problema que Jesús le plantea al público que tenía delante en aquel momento.
  2. Juan no fue «una caña agitada por el viento». Es decir, Juan no fue un hombre débil, vacilante, inestable. Tal era el sentido que se le daba a la metáfora de la caña agitada en la literatura de entonces (F. Bovon). Tam­poco fue un individuo que vivió con lujo y entre comodidades. A eso, sin duda, se refieren las indicaciones relativas a la forma de vestir y a la vi­vienda. Llevar vestimentas refinadas y vivir en un palacio son signos que descubren un tipo de persona que no vive  en condiciones  de entender  lo que enseñaba Juan Bautista. Y mucho menos, lo que enseñó Jesús. La forma de vivir condiciona la forma de pensar. El «desde dónde» se vive determina el «cómo se ve» la vida. Quien vive con comodidad y con se­guridad no está en condiciones de darse cuenta de lo que pienso cómo piensa la gente que pasa la vida entre problemas, inseguridades y dificul­tades. Todo esto es capital para poder estar en condiciones de entender el Evangelio.
  3. Juan fue un profeta eminente. El más grande de los profetas. Pero el más grande entre los profetas que vivieron antes de la venida del Reinado de Dios que anunció Jesús y que se hizo presente en este mundo con el Evangelio. Por eso Jesús afirma que los hijos del Reino son más grandes que Juan. No porque sean más religiosos, más santos o más eminentes que Juan Bautista. El Reino de Dios no consiste en santidades, religiosi­dades o eminencias. El Reino de Dios es la fuerza que nos humaniza, es decir, que nos hace más humanos y más sensibles a todo lo humano. En este sentido, los «hijos del Reino» son más que Juan el Bautista. Y por esto se comprende que hasta los publicanos aceptaron el camino que llevaba al Reino, mientras que los fariseos y los letrados no lo aceptaron. ¿Por qué? Porque, como sabemos por experiencia, la «religiosidad» se suele anteponer a la «humanidad». Y el que se deshumaniza, aunque lo haga por ser muy religioso, ése se incapacita para entender el Evangelio.

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