Lc 1, 46-56 – JMC

«En aquel tiempo, María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humilla­ción de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo. Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres-, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre. María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa».

  1. Sea cual sea el origen histórico de este himno, lo que interesa es saber que el evangelio pone en boca de María el sentimiento de alabanza a Dios. Sólo ese sentimiento, aunque ella se veía como una «esclava hu­millada». Mucha gente, cuando se ve así, se desespera y hasta maldice la hora en que nació. María era una mujer en la que no había ni desespera­ción, ni amargura, ni resentimiento. ¿Por qué?
  2. Porque María no cree en el Dios terrible, amenazante y violento que aparece muchas veces en la Biblia. María sólo cree en el Dios de la mise­ricordia. Según es el Dios que da sentido a nuestra vida, así son los senti­mientos que cada cual alimenta y contagia a los demás. La gente religio­sa, que juzga, rechaza y desprecia, demuestra así que cree en un Dios que nada tiene que ver con el Evangelio.
  3. El problema preocupante, que plantea el Magníficat, está en que nuestro comportamiento en la vida no coincide con el proyecto de Dios. Dios quiere cambiar por completo las situaciones (sociales y económicas) establecidas. Pero nosotros no colaboramos con su proyecto, sino que hacemos (con demasiada frecuencia) lo contrario. Por eso los soberbios, poderosos y ricos siguen en sus tronos, mientras que los humildes y ham­brientos aumentan cada día. La Navidad es así una invitación, un reclamo, una voz que grita en el desierto, entre tanto consumismo y deseos de disfrute, para que aceptemos que el sistema de este «orden» es un profundo «desorden».

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