Antropología sanjuanista

Bajo el término “antropología” queremos acercarnos a la realidad del ser humano, descrita por J. de la Cruz en sus obras. El Santo no usa esta nomenclatura, de origen más bien reciente, ni dedica un capítulo especial a su exposición, pero los contenidos antropológicos –tanto filosóficos como teológicos– se hallan muy presentes en su pensamiento y son determinantes en su concepción de la vida mística.

Los estudios sanjuanistas, a la hora de fijar estos contenidos, han seguido dos caminos. Unos, fieles a las categorías antropológicas tradicionales usadas por él, tratan de verter en ellas los contenidos esenciales de la antropología filosófico-teológica de carácter aristotélico-tomista. Otros, apoyándose en las categorías antropológicas del pensamiento moderno, buscan la penetración directa en la realidad humana, descrita por J. de la Cruz, dentro de una perspectiva personalista y existencial.

Dentro de esta orientación, se advierte un desplazamiento de las estructuras psicológicas (potencias, hábitos, operaciones particulares) a los condicionamientos existenciales del ser humano, en su concepción integral, como ser abierto a las relaciones con Dios, con los hombres y con la naturaleza, que se halla en camino de realización. J. de la Cruz presta especial atención a este frente de relaciones y a este proceso de realización del ser humano. Lo hace, además, con un sentido de penetración y de novedad, que nos permite hablar de una “antropología sanjuanista”.

Cabe destacar en esta antropología dos series de elementos. Unos dicen relación a la fundamentación del ser humano; otros, al proyecto de su realización, que alcanza su plenitud en la cumbre de la unión mística. Los primeros son elementos fundantes; pertenecen al ámbito de la llamada antropología fundamental. Los segundos son elementos del dinamismo espiritual; se inscriben en el ámbito de la llamada antropología especial.

I. Elementos fundantes. Antropología fundamental

Entre los elementos fundantes cabe destacar los siguientes: la condición del hombre como ser creado y redimido (CB 1,1); su creación a imagen y semejanza de Dios (CB 39,4); la concepción unitaria de su ser ( cuerpo,  alma y espíritu) como un solo “supuesto” (N 2,1,1), dentro de su pluriformidad como hombre “sensual” y hombre “espiritual”; su predestinación a la gloria y a la “igualdad de amor” (CB 38,3.6).

Estos elementos son de orden filosófico y teológico, pero predominan los segundos sobre los primeros. Y es que la concepción sanjuanista del hombre está determinada primordialmente por el plan divino de salvación. Tiene su raíz en la revelación y en la experiencia del ser humano, a la luz del plan salvífico divino. Por eso, en el orden de exposición partimos de los elementos directamente teológicos y soteriológicos. Son también los que determinan la experiencia antropológica del Santo, expresada particularmente en Cántico y en Llama.

1. SER CREADO Y REDIMIDO. El primer dato de la antropología sanjuanista es de carácter estrictamente teológico: la condición creada y redimida del ser humano. Es el punto de arranque de su comentario al Cántico espiritual, donde de forma más completa describe el itinerario espiritual hacia la unión. Cuando el Santo trata de fijar las bases, lo primero que hace es tomar conciencia o “caer en la cuenta” de esta manifestación del amor de Dios: “conociendo … la gran deuda que a Dios debe en haberle creado solamente para sí… y en haberle redimido solamente por sí mismo” (CB 1,1).

La experiencia inicial del amor personal de Dios, actuado en la creación y redención del hombre, es lo que determina la firme decisión personal de salir en su búsqueda, clamando: ‘¿Adónde te escondiste, Amado?’ No sólo se trata de un dato antropológico fundamental, sino también de un hecho soteriológico, que define la salvación cristiana: es el hecho de la iniciativa divina y de la revelación de su amor en la creación y redención del hombre.

Una corroboración de la importancia que tiene para J. de la Cruz el ser creado y redimido y tomar conciencia de ello, es el consejo que da a una doncella en una de sus cartas de dirección espiritual: “Que toda en todo se emplee en su santo amor…, pues sólo para [esto la crió y redimió]” (Ct del 2.15.1589).

Creación y redención no son simplemente datos originarios de la revelación, sino la realidad que envuelve toda la existencia humana, confiriéndole una dignidad especial. El místico poeta descubre en la obra de la creación las huellas de Dios: “¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado!” (CB 4). Las criaturas son como el “rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza” (CB 5,3). La fuente de esta grandeza es el misterio de la Encarnación del Verbo, el Hijo de Dios, “resplandor de su gloria” (Heb 1,3), que “con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura” (CB 5), comunicándoles “el ser natural” y “el ser sobrenatural” (CB 5,4).

La redención es evocada por J. de la Cruz, junto con la Encarnación, como “una de las más altas obras de Dios” (CB 23,1). La interpreta como el desposorio de Cristo con la humanidad y con cada alma. Lo hace en los mismos términos paulinos, contraponiendo la obra de Cristo a la obra de Adán (Rom 5, 1220): “Así como por medio del árbol vedado en el paraíso fue perdida y estragada [el alma] en la naturaleza humana por Adán, así en el árbol de la cruz fue redimida y reparada, dándole allí la mano de su favor y misericordia por medio de su muerte y pasión” (CB 23,2).

Por parte de Dios, la redención está siempre “hecha”: “hácese de una vez”. Por parte del hombre, es necesario recorrer un largo camino: “no se hace sino muy poco a poco por sus términos…, al paso del alma” (CB 23.6). Es el camino hacia la unión, por el que J. de la Cruz guía al hombre creado y redimido. A la luz de este primer dato antropológico, aparece uno de los rasgos más destacados de la antropología sanjuanista: es su carácter cristológico.

2. CREADO A IMAGEN DE DIOS. El Doctor místico emplea pocas veces la expresión bíblica del Génesis, según la cual el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gén 1,26). Esta parquedad contrasta con el frecuente uso que hace de ella la antropología teológica actual, remitiéndose a este pasaje del Génesis y también a la tradición paulina y patrística, en las que precisamente el Santo se hallaba profundamente enraizado.

La teología bíblica y patrística de la imagen es de gran riqueza antropológica. Como exponente de ello, basta señalar la importancia que adquiere en los escritos de la que fue fiel discípula del Santo,  Edith Stein, para quien la creación del hombre “a imagen y semejanza de Dios” es uno de los postulados fundamentales de su antropología.

Pero, aunque J. de la Cruz no use tanto esta expresión, su contenido pertenece al substrato más hondo de su pensamiento. Así se refleja en su doctrina sobre la presencia íntima de Dios en el hombre (S 2,5,3-4; LlB 4,7; CB 11,3) y en la idea de Dios como “engrandecedor” del hombre (CB 27,1; LlB 2,3).

No obstante, los pasajes en que el Santo afirma explícitamente que el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (S 1,9,1; CB 39,4; Po 9,230;), adquieren en la antropología sanjuanista un peso específico. Están colocados al principio y al final del itinerario espiritual, como determinando todo su desarrollo. El primero está referido a esa etapa inicial de purificación de los apetitos desordenados, que “afean y ensucian” el alma, “la cual en sí es una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1). Aquí radica –en la recuperación de esta imagen– la exigencia de  mortificación de todos los  apetitos, propuesta por el místico doctor en el libro primero de la Subida.

El segundo pasaje pertenece al ámbito de la  unión mística en su grado más alto, donde el alma “aspira en Dios como Dios aspira en ella por modo participado”. Así llega a ser semejante a Dios: “Y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (CB 39,4). La teología de la imagen es, pues, la disposición más radical para la unión; al mismo tiempo, ésta es la expresión más acabada de la imagen. Pues “está como la imagen de la primera mano y  dibujo, clamando al que la dibujó para que la acabe de pintar y formar” (CB 12,1).

En la doctrina del Santo hay otro rasgo antropológico, relacionado con la teología de la imagen, que parece estar en contradicción con los planteamientos anteriores. Es la afirmación reiterada de la “desemejanza” o desproporcion entre las criaturas y Dios (S 1,4,2; S 2,8,3; 12,5; 16,7). Sin embargo, la contradicción es sólo aparente. Esta “desemejanza” se refiere al estado en que se encuentra el hombre que pone su afición en las criaturas; se siente esclavo de ellas y alejado de Dios. La perspectiva antropológica que aquí predomina es la determinada por la situación de pecado, que niega y oscurece la imagen de Dios en el hombre.

Es una perspectiva moral, que contrasta con la perspectiva ontológica del ser humano. Por tanto, no es una negación de la teología de la imagen, sino una ratificación de la misma, por vía de contraste. Se trata, en definitiva, de dos planos antroplógicos, en los que frecuentemente se sitúa el pensamiento del Doctor místico: el ontológico, basado en el ser del hombre, y el moral, basado en el obrar. No siempre coinciden, pero están llamados a converger armónicamente, “para que echando todo lo que es disímil y disconforme a Dios, venga a recibir semejanza de Dios” (S 2,5,4). La tarea que emprende en sus escritos es precisamente guiar al hombre, conforme a la naturaleza de su ser creado a imagen de Dios, hasta el perfecto acabamiento de esta imagen, esto es, hasta la plena semejanza de Dios.

3. SER PLURIFORME. Si las categorías antropológicas, de que se sirve J. de la Cruz para definir al hombre en su relación con Dios, son de signo teológico, las que emplea para describir al ser humano en sí mismo son más bien de carácter filosófico; son concretamente las de la filosofía aristotélico-tomista. A la luz de estas categorías, aparece el hombre como un ser unitario en cuerpo y alma, en contra de toda concepción dualista, de cuño neoplatónico o agustiniano. Es al mismo tiempo un ser pluriforme, que para el Doctor místico tiene dos expresiones fundamentales: el hombre “sensual” y el hombre “espiritual”. El tema ha sido ya bastante estudiado. Tratamos sólo de exponer la relación interna entre unidad y pluriformidad, como uno de los aspectos esenciales del proceso de integración del ser humano, descrito por él.

La dimensión unitaria del hombre la describe el Santo en términos de relación y de comunicación entre las distintas partes de su ser: entre la parte inferior-sensitiva y la parte superior-espiritual (S 1,14,2; N 2,3,1), entre los sentidos y la razón (CB 18,7; 19,5), entre conocimiento y amor (CB 2,6; 6,2). Si hay iterdependencia y comunicación entre todas estas partes, es porque constituyen una unidad inescindible, “por razón de ser un solo supuesto” (N 2,1,1). Para expresar esta unidad se sirve de tres alegorías: “el caudal del alma”, “la montiña”, “la ciudad y sus arrabales” (E. Pacho, La antropología sanjuanista, 53-60).

Pero esta unidad constitutiva sufre profundas alteraciones, a causa de las pasiones, “así sensitivas como espirituales”. Y también, a causa de la misma tensión natural entre sentido y espíritu, los dos polos en torno a los cuales gira toda la trama de la obra espiritual del hombre. Fácilmente el armónico equilibrio de la persona humana se quiebra y cae en una especie de desorden moral. Será necesaria, por tanto, una purgación sensitiva y espiritual, que restablezca la armonía perdida: “Se han de purgar cumplidamente estas dos partes del alma, espiritual y sensitiva, porque una nunca se purga bien sin la otra, porque la purgación válida para el sentido es cuando de propósito comienza la del espíritu” (N 2,3,1). Esta doble realidad sensitiva y espiritual la describe como dos formas de comportamiento, que dan lugar a dos tipos de hombre: el hombre “sensual” y el hombre “espiritual”.

El hombre “sensual” se caracteriza por la concentración de su vida en la sensibilidad; es un modo de ser y actuar dominado por los impulsos: “El hombre que busca el gusto de las cosas sensuales y en ellas pone su gozo no merece ni se de debe otro nombre que estos que habemos dicho, a saber: sensual, animal, temporal, etc.” (S 3,26,3).

El hombre “espiritual”, por el contrario, tiende a concentrar su vida en el espíritu, que es la parte que “tiene respecto y comunicación con Dios” (S 3,26,4) y “a lo que es espiritual” (S 2,4,2). Pero no se circunscribe a la parte puramente espiritual, sino que engloba toda la persona. Es la capacidad de orientarse con todo su ser hacia los valores superiores del espíritu, incorporando los valores del sentido en una síntesis vital. El hombre espiritual, “recogiendo su gozo de las cosas sensibles, se restaura… recogiéndose en Dios” (S 3,26,2) y adquiere la “verdadera libertad y riqueza, que trae consigo bienes inestimables” (N 2,14,3).

Por eso la tarea primordial que propone J. de la Cruz es transformar el hombre de “sensual” en “espiritual”. No es sólo una exigencia de la unión del hombre con Dios, sino también de la plena maduración humana. Pues el hombre sensual carece tanto de capacidad para penetrar en la sustancia de las cosas (S 3,20,2) como de sensibilidad para los valores superiores (S 2,11,2).

En la raíz de este planteamiento está la contraposición que hace el Doctor místico entre la armonía natural y el desorden o desequilibrio moral, fijando así el punto de arranque del proceso purificativo. Su meta final será la unión y en ella la plena integración del ser humano, la armonía de “potencias y sentidos” (CB 18,3; 25,11). Aquí radica la aportación más original de su pensamiento sobre su visión unitaria del hombre. Es como el retorno a la armonía de los orígenes, por cuanto así de conjuntado salió el hombre de las manos del creador (CA 33,3).

4. PREDESTINADO A LA “IGUALDAD DE AMOR”. La expresión “igualdad de amor” es la que mejor define, en términos sanjuanistas, el destino del hombre a la comunión con Dios, que según el Concilio Vaticano II constituye la “raíz más honda de la dignidad humana” (GS 19). Este es “el fin para que fuimos creados” y la fuente de la “pretensión” del alma, esto es, de su deseo natural y sobrenatural: “Esta pretensión del alma es la igualdad de amor con Dios, que siempre natural y sobrenaturalmente apetece, porque el amante no puede estar satisfecho si no siente que ama cuanto es amado” (CB 38,3). En términos teológicos, se trata sustancialmente de la predestinación a la gloria (CB 38,9).

J. de la Cruz describe esta predestinación como un movimiento hacia Dios, que constituye “el más profundo centro” del alma. Y trata de esclarecerlo con el símil de la piedra, que por su ley de la gravedad tiende siempre al centro de la tierra (LlB 1,11-12). No se puede afirmar con más fuerza la ordenación intrínseca del ser humano a la comunión personal con Dios. Por eso no reposará “hasta que llegue el tiempo en que salga de la esfera del aire de esta vida de carne y pueda entrar en el centro del espíritu de la vida perfecta en Cristo” (LlB 3,10).

El fundamento de esta predestinación es el misterio de Cristo. Por eso el movimiento hacia Dios, como el de la piedra hacia el centro de la tierra, es paralelo al movimiento hacia Cristo. El Santo lo propone también bajo la imagen de la piedra, que es Cristo (1 Cor 10,4). Y la completa con la de las “subidas cavernas”, que son los misterios de Cristo (CB 37,3). Para ir a Dios, hay que entrar en las “subidas cavernas de la piedra”, que son “profundas y de muchos senos”, donde se descubren los “profundos misterios de sabiduría de Dios que hay en Cristo” (CB 37,4).

Pero el  alma no se satisface con este descubrimiento y desea poder morir para estar con Cristo: “Una de las cosas más principales por qué desea el alma ‘ser desatada y verse con Cristo’ (Flp 1,23) es por verle allá cara a cara, y entender allí de raíz las profundas vías y misterios eternos de su Encarnación” (CB 37,1). Es la dimensión escatológica de la antropología teológica.

De esta forma, la antropología sanjuanista cubre el arco completo de la antropología cristiana: va de la condición creada y redimida del hombre a su plenitud escatológica. Asimismo, comprende los elementos esenciales que definen la antropología teológica. Estos elementos son tanto de carácter filosófico como teológico; y estos últimos son primordialmente cristológicos y soteriológicos.

II. Elementos del proyecto espiritual. Antropología especial

Los elementos que constituyen el proyecto espiritual sanjuanista, apuntan al dinamismo del ser humano, en búsqueda de su identidad y de su plena realización; destacan los siguientes: el proceso de integración entre el sentido y el espíritu por la  purificación de la noche (S 1,1,2); el paso del hombre “sensual” al hombre “espiritual” (S 3,26,3) y del hombre viejo al hombre nuevo (S 1,5,7; N 2,3,3); el camino hacia la libertad de espíritu (S 1,4,6; N 2,14,3); el marco trascendental y teologal de la plenitud del espíritu, que llega a su cumbre en la  unión (CB 26,4; LlB 3,78).

Con ser importante la fundamentación antropológica que ofrece J. de la Cruz, no es su aportación más específica. Esta estriba más bien en la descripción del proyecto de realización del ser humano, que se identifica con el proyecto espiritual, descrito en todas sus obras. Lo que al Santo le interesa realmente es trazar el camino que lleva a la plenitud humana y espiritual del hombre, esto es, a la unión con Dios. Por eso lo más importante para él no es el sistema o los elementos que lo integran, sino el proceso y camino de maduración espiritual.

Toda su preocupación desde el comienzo del camino es cómo llegar a la meta, a través de la “desnudez y libertad de espíritu, cual se quiere para la divina unión”. Estas palabras, que escribe en el mismo título del prólogo a la Subida del Monte Carmelo, indican la peculiaridad del proyecto espiritual sanjuanista, en el que destaca la prioridad del proceso sobre el sistema. Y aun dentro del proceso, le interesan sólo aquellos aspectos más peculiares, como son la “desnudez y libertad de espíritu”.

El conjunto de estos aspectos constituye la denominada antropología especial. Abarca la totalidad de elementos que integran el proceso espiritual. Aquí nos limitamos a señalar su articulación interna, remitiendo para una exposición más completa a otras voces de este mismo diccionario.

1. DEL SENTIDO AL ESPÍRITU. J. de la Cruz describe el proceso espiritual como el paso del sentido al espíritu o de la vida sensitiva a la vida espiritual. Pero este paso no se da por exclusión de uno de los elementos sino por la integración de ambos en una unidad existencial. Entre los principios que rigen esta integración, destaca el modo infinito y trascendente del ser de Dios frente al modo finito y limitado del ser del hombre (S 1,4). De ahí la necesidad de un proceso ascendente de trascendencia, en el que la misma gracia de Dios y el Espíritu divino salen a su encuentro. El Santo describe este proceso particularmente en el primer libro de Subida y de Noche.

Otro de los principios que rige este proceso es la tendencia del sentido a dictar su ley al espíritu, haciendo al hombre puramente sensitivo, incapaz de penetrar la verdad de las cosas. Respecto a las instancias espirituales, es tan ignorante como un jumento para las cosas racionales, y aún más (S 2,11,2). Respecto a Dios, su incapacidad es total: “El sentido de la parte inferior del hombre… no es ni puede ser capaz de conocer ni comprehender a Dios como Dios es” (S 3,24,2). “Dios no cae en el sentido” (LlB 3,73).

La tendencia del sentido a imponer su ley al espíritu es mayor en los comienzos de la vida espiritual, debido a los apetitos que obstaculizan el proceso de maduración. Pero persiste también en las etapas superiores: “Estas operaciones y movimientos [imaginaciones, fantasías y afecciones] de la sensualidad sabrosa y porfiadamente procuran atraer a sí la voluntad de la parte racional, para sacarla de lo interior a que quiera lo exterior que ellos quieren y apetecen; moviendo también al entendimiento y atrayéndole a que se case y junte con ellas en su bajo modo de sentido, procurando conformar y aunar la parte racional con la sensual” (CB 18,4).

Partiendo de estos principios, J. de la Cruz traza el proceso de  purificación, a través de la  noche sensitiva y espiritual. De la primera trata en S 1 y N 1; de la segunda en S 2-3 y N 2. Estos son los términos en que las describe el Santo: “La una noche o purgación será sensitiva, con que se purga el alma según el sentido, acomodándolo al espíritu; y la otra es noche o purgación espiritual, con que se purga y desnuda el alma según el espíritu, acomodándole y disponiéndole para la unión de amor con Dios” (N 1,8,1).

Hace hincapié en la íntima relación entre las dos formas de purgación, de manera que no puede darse la una sin la otra: “En ella se han de purgar cumplidamente estas dos partes del alma, espiritual y sensitiva, porque la una nunca se purga bien sin la otra, porque la purgación válida para el sentido es cuando de propósito comienza la del espíritu” (N 2,3,1).

La purificación del espíritu afecta a las potencias superiores: entendimiento, memoria y voluntad. El hombre entero en su totalidad es transformado. Esta transformación se lleva a término por medio de las virtudes teologales: fe (S 2), esperanza y caridad (S 3). Constituyen la noche activa del espíritu. Pero la verdadera transformación no se da sino en la noche pasiva del espíritu. Es la noche sanjuanista por antonomasia, descrita en el libro segundo de Noche.

El  “espíritu” y el  “alma espiritual” en la antropología sanjuanista no es una sustancia espiritual que se distingue del  cuerpo, sino la realidad divina o dimensión sobrenatural, por medio de la cual Dios se comunica el hombre y le hace partícipe de su misma vida. Coincide con la antropología bíblica, descrita por J. Ratzinger en estos términos: “Tener un alma espiritual significa ser querido, conocido y amado especialmente por Dios; tener un alma espiritual es ser llamado por Dios a un diálogo eterno, ser capaz de conocer a Dios y responderle. Lo que en un lenguaje sustancialista llamamos ‘tener un alma’, lo podemos expresar con palabras más históricas y actuales diciendo ‘ser interlocutores de Dios’” (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, p. 314).

El “espíritu” o el “alma espiritual” es la disposición y capacitación intrínseca del hombre para acoger a Dios. Por eso el camino para llegar a la comunicación divina: no es el camino del sentido, sino el del espíritu; no el de la posesión, sino el de la pobreza y desnudez de espíritu; no el del gozo o consuelo de los bienes, sino el de la purgación tanto del sentido como del espíritu.

La negación del sentido, como medio para ir a Dios, no obedece al rechazo de la dimensión sensitiva y corporal del hombre, sino a la necesidad de su integración en la dimensión “espiritual”, donde se realiza la comunicación de Dios. El hombre ha de ir a su encuentro –dice el Santo– con “toda su  fortaleza”, esto es, “potencias, pasiones y apetitos” (S 3,16,2), y con “todo su caudal”, esto es, “todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma” y “parte racional y espiritual” (CB 28,4).

2. DEL HOMBRE VIEJO AL HOMBRE NUEVO. El paso del sentido al espíritu culmina en el despojo del hombre viejo y el revestimiento del hombre nuevo. Esta renovación no es la simple regeneración bautismal, descrita por el Apóstol (Col 2,11-12; 3,1-15); comprende, además, una transformación espiritual por la negación de “todas las extrañas aficiones y asimientos”, por la purificación “del dejo que han dejado en el alma los dichos apetitos” y por el cambio de sus vestiduras “de viejas en nuevas”. Para llegar a “este alto monte” de la perfección, el alma ha de tener “las vestiduras mudadas. Las cuales… se las mudará Dios de viejas en nuevas, poniendo en el alma un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre, y metiendo al alma en una nueva noticia, echadas ya otras noticias e imágenes viejas aparte, haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo (cf. Col 3,9), que es la habilidad del ser natural, y vistiéndose de nueva habilidad sobrenatural según todas sus potencias. De manera que su obrar ya de humano se haya vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en la cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está” (S 1,5,7).

No se trata en realidad de una nueva etapa del proceso, sino de una nueva perspectiva, que es la participación en la muerte y resurrección de Cristo: “Porque en este sepulcro de oscura muerte la conviene estar para la espiritual resurrección que espera” (N 2,6,1). Se produce así un acercamiento entre la noche sanjuanista y el misterio pascual cristiano. Esta es la interpretación que hace Edith Stein de la doctrina sanjuanista en su obra Ciencia de la Cruz.

En el fondo de esta interpretación, como observa P. Cerezo Galán, está la concepción antropológica del Santo, que es esencialmente escriturística y más específicamente paulina, polarizada por el dinamismo del hombre nuevo. Toda su preocupación es la restauración interior del hombre en una nueva criatura. Siguiendo el esquema paulino, contrapone el hombre psíquico al hombre pneumático, como dos orientaciones o modalidades de existencia: “la una, vuelta y proyectada hacia el mundo como el horizonte propio y exclusivo de su dinamismo natural; la otra, vuelta, por el contrario, hacia Dios y radicada en El, como en su principio inspirador” (La antropología del espíritu, 132).

La primera de estas modalidades responde al viejo Adán, “hombre animal… que todavía vive con apetitos y gustos naturales” (LlB 3,74). La segunda, en cambio, participa del misterio de Cristo como “espíritu vivificante”, al que no llega sin que “el sentido corporal con su operación [sea] negado y dejado aparte” (LlB 2,14). El paso de una a la otra se da por la muerte al hombre viejo, que describe en estos términos: “Muerte es todo el hombre viejo, que es todo uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos y gustos de criaturas. Todo lo cual es ejercicio de vida vieja, la cual es muerte de la nueva, que es la espiritual. En la cual no podrá vivir el alma si no muere perfectamente el hombre viejo, como el Apóstol lo amonesta (Ef 4,2224), diciendo ‘que desnuden el hombre viejo y se vistan del hombre nuevo, que según el omnipotente Dios es criado en justicia y santidad’” (LlB 2,33).

Juntamente con este pasaje de Llama, uno de los más importantes para el esclarecimiento de la antropología sanjuanista sobre el hombre nuevo, hay que citar el segundo libro de Noche, donde son frecuentes las alusiones a la antítesis paulina: “hombre viejo-hombre nuevo” (N 2,3,3; 9,4), “carne-espíritu” (N 2,23,9), “luz-tinieblas” (N 2,8,5), “vida en la carne-vida en el espíritu” (N 2,5,4; 7,5).

Estos textos ponen fundamentalmente de relieve el cambio que obra Dios en el ser humano: “Queriendo Dios desnudarlos de hecho de este viejo hombre y vestirlos del nuevo, que según Dios es criado en la novedad del sentido, que dice el Apóstol (Col 3,10), desnudándoles las potencias y afecciones y sentidos, así espirituales como sensitivos, así exteriores como interiores, dejando a oscuras el entendimiento, y la voluntad a secas, y vacía la memoria, y las afecciones del alma en suma aflicción, amargura y aprieto, privándolo del sentido y gusto que antes sentía de los bienes espirituales, para que esta privación sea uno de los principios que se requiere en el espíritu para que se introduzca y una con él la forma espiritual del espíritu, que es la unión de amor” (N 2,3,3).

El “hombre viejo”, en la antropología sanjuanista, no es simplemente el hombre en pecado (condición que San Juan considera ya superada en los principiantes), sino todo el psiquismo espiritualmente imperfecto que aún arrastran los que han emprendido ya la reforma de sus hábitos, pero que aún conservan “las manchas y raíces” del hombre viejo (“hábitos imperfectos”), que sólo “salen por el jabón y la fuerte lejía de la purgación de esta noche” (N 2,2,1).

El Santo destaca la eficacia de la acción renovadora de Dios a través de la purgación de la noche: “Dios hace aquí merced al alma de limpiarla y curarla con esta fuerte lejía y amarga purga, según la parte sensitiva y la espiritual, de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía acerca de lo temporal y de lo natural, sensitivo y especulativo y espiritual, oscureciéndole las potencias interiores y vaciándoselas acerca de todo esto, y apretándole y enjugándole las afecciones sensitivas y espirituales, y debilitándole y adelgazándole las fuerzas naturales del alma acerca de todo ello…, haciéndola Dios desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnuda y desollada ya de su antiguo pellejo” (N 2,13,11).

Queda así “vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol (Ef 4, 24), según Dios”. El “hombre nuevo” es el nuevo modo de entender, amar y recordar; es decir, el modo nuevo teologal de relacionarse con Dios en fe, esperanza y amor: “Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina…; y la memoria, ni más ni menos; y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11).

Esta es la nueva criatura salida del crisol de la Noche, que aparece en Cántico revestida de virtudes fuertes y sólidas, como ha menester para el matrimonio espiritual: “Limpia y purificada de todas las imperfecciones y rebeliones y hábitos imperfectos de la parte inferior, en que, desnudado el viejo hombre, está ya sujeta y rendida a la superior…, ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo de Dios” (CB 20,1). El alma está aquí ya “vestida de Dios y bañada en divinidad” (CB 26,1); mudada “según todos sus apetitos y operaciones en Dios en una nueva manera de vida, deshecha ya y aniquilada de todo lo viejo que antes usaba…; porque no sólo se aniquila todo su saber primero, pareciéndole todo nada, mas también toda su vida vieja e imperfecciones se aniquilan, y ‘se renueva en nuevo hombre’” (Col 3,10: CB 26,17).

La nueva criatura salida del crisol de la Noche y ataviada con la nueva vestidura de Cántico, es la misma realidad descrita en la Llama, que contempla al hombre radicalmente sanado, muerto “perfectamente el hombre viejo “, trocada “su muerte en vida, que es vida animal en vida espiritual” (LlB 2,34).

3. DINAMISMO DE LA LIBERTAD. El paso del sentido al espíritu y del hombre viejo al hombre nuevo, a través de la purgación de la noche, es descrito por J. de la Cruz como un camino de libertad. Y es que la vocación cristiana del hombre nuevo es una vocación a la libertad: “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gál 5,1). El proyecto sanjuanista está dirigido enteramente a la conquista de esta libertad, superando toda servidumbre, propia de un corazón de esclavo y no de hijo: “No podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en su divina unión, porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo” (S 1,4,6).

La fuente de libertad para el Santo es la unión con Dios. Por eso es camino de libertad todo lo que conduce a la unión. Así interpreta el proceso de purificación de la noche, descrito en la Subida del Monte Carmelo. Comienza dando “avisos y doctrina… para que sepan… quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión” (S tít.). Pues “no podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en su divina unión”, si vive apegada a las cosas (S 1,4,6). “El alma que tiene asimiento en alguna cosa…, no llegará a la libertad de la divina unión” (S 1,11,4). Y basta para ello cualquier “asimientillo de afición”, para que se vaya por ahí vaciando el espíritu.

La condición, pues, para llegar a la verdadera libertad de espíritu es vencer la servidumbre a que someten los apetitos al que se deja guiar por ellos: “Hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ‘ya sosegada de ellos’, de manera que ninguna guerra haga al espíritu, no sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión de su Amado” (S 1,15,2).

La conquista de esta libertad es fuente de señorío sobre todas las cosas. El Santo contrapone este señorío al de cualquier reino o señorío del mundo: “Y todo el señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia, y cautiverio” (S 1,4,6). “Porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad” (ib.). El señorío temporal y libertad temporal “delante de Dios ni es reino ni libertad” (S 2,19,8).

La libertad que proclama aquí J. de la Cruz es la libertad interior. Desde el punto de vista negativo, es la liberación del pecado y de los apetitos, que esclavizan al hombre. Positivamente, es la capacidad de dominio y de decisión en orden a la propia realización personal, tal como la describe el Concilio Vaticano II (GS 17). Esta realización se da en la comunión con Dios, para la que ha sido creado y positivamente ordenado. En ella funda el Doctor místico la libertad de espíritu, haciéndola coincidir con la divina unión. En la cumbre del Monte de la perfección, donde se alcanza esta unión, escribe estas significativas palabras: “Ya por aquí no hay camino. Que para el justo no hay ley”.

La interpretación de esta libertad no es, como comúnmente se entiende, una independencia autártica, por la que uno puede hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el bien; o mejor, como dice San Pablo, es liberación del mal para hacer el bien (Rom 6,17-18). Tiene un sentido eminentemente dinámico y positivo: no es sólo “libertas a malo”, sino fundamentalmente “libertas ad bonum”. Es pasar de la servidumbre del pecado al servicio de Dios, del hombre viejo al hombre nuevo. Aunque se define como el paso de una servidumbre a otra (a servitute ad servitium: Rom 6,13 y 22), paradójicamente en ella está la verdadera libertad.

J. de la Cruz habla de ella como término del proceso liberador de la Noche. Aquí, purgada el alma “de las afecciones y apetitos sensitivos, consigue la libertad de espíritu, en que se van granjeando los doce frutos del Espíritu Santo” (N 1,13,11). Así, pues, la libertad está relacionada esencialmente con el don del Espíritu Santo, como enseña san Pablo: “Donde está el Espíritu del Señor, ahí está la libertad” (2 Cor 3,17). Por eso, “la vida de espíritu es verdadera libertad y riqueza y trae consigo bienes inestimables” (N 2,14,3).

La conquista de esta libertad devuelve al hombre el señorío y posesión de todos los bienes, de que se había desposeído: “En tanto que ‘ninguna [cosa] tiene en el corazón, las tiene’, como dice San Pablo (2 Cor 6,10), ‘todas’ en su corazón” (S 3,20,3). Es fruto de la purgación interior de la noche: “Esta es la propiedad del espíritu purgado y aniquilado acerca de todas particulares afecciones e inteligencias, que…, morando en su vacío y tiniebla, lo abraza todo con grande disposición, para que se verifique en él lo de San Pablo (2 Cor 6,10): ‘Nihil habentes, et omnia possidentes’. Porque tal bienaventuranza se debe a tal pobreza de espíritu” (N 2,8,5).

De esta manera, el camino de la libertad es el camino de la “nada” que conduce al  “todo”: “Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada” (S 1,13,11). Después de la renuncia a todas las cosas, las tiene todas consigo y disfruta de ellas con libertad de espíritu: “Desnudo de todas maneras de afecciones naturales”, puede ahora “comunicar con libertad con la anchura del espíritu con divina Sabiduría, en que por su limpieza gusta todos los sabores de todas las cosas con cierta eminencia de excelencia” (N 2,9,1). Y todo esto, sin que la parte sensitiva llegue a impedirlo (N 2,23,12).

La misma realidad es expresada poéticamente en Cántico, cuando ya la Esposa ha alcanzado la unión con el divino Esposo y escucha su dulce voz, sin que nadie les estorbe, en anchura de espíritu: “Libre de todas las turbaciones y variedades temporales, y desnuda y purgada de las imperfecciones, penalidades y nieblas, así del sentido como del espíritu, siente nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu” (CB 39,8).

La libertad en Llama aparece, lo mismo que en Noche, como fruto de una “purgación interior”. Es como una “noticia amorosa”, que “para recibirla ha de estar [el] alma muy aniquilada en sus operaciones naturales, desembarazada, ociosa, quieta, pacífica y serena al modo de Dios… y el espíritu tan libre y aniquilado acerca de todo” (LlB 3,34). Su actitud propia es “el silencio y la escucha”, esto es, la actitud contemplativa, pues no se puede recibir sino “en espíritu callado y desarrimado de sabores y noticias discursivas” (LlB 3,37). El Santo relaciona esta actitud con la soledad del desierto, donde florece la libertad, propia de los hijos de Dios, como enseña San Pablo (Rom 8,17; Gál 4,6). “Mira que para esa libertad y ociosidad santa de hijos de Dios llámala Dios al desierto” (LlB 3,38).

4. PLENITUD DEL ESPÍRITU. En el origen de la concepción sanjuanista de la libertad está su antropología del espíritu, concebida como interioridad y como referencia esencial al abosoluto, en la que alcanza el hombre su plenitud. No es pura interioridad, expresada en la autonomía de su acto, como en el subjetivismo moderno (pura presencia de sí), sino apertura a la trascendencia (presencia del Otro).

El espíritu sanjuanista dice esencialmente relación a Dios; es la apertura al misterio divino. Como afirma H. Sanson, “el espíritu es a la vez el movimiento del alma que busca a Dios y el movimiento que Dios infunde en el alma” (El espíritu humano, 146). Coincide esta interpretación con la visión bíblica del hombre como ser “pneumático”, que no sólo tiene cuerpo (soma) y alma (psijé), sino también espíritu (pneuma).

Según P. Cerezo Galán, la antropología sanjuanista, aunque tiene elementos agustiniano/tomistas, es primordialmente “pneumática”. Quiere decir que “su referencia ontológica constitutiva no es hacia el mundo, sino hacia lo absoluto”; que el espíritu es capaz de Dios. En términos sanjuanistas, que “el espíritu es el sentido de lo divino, al igual que el sentido ordinario o común lo es de lo mundano” (La antropología del espíritu, 140). Esta tesis constituye la clave del horizonte trascendente, donde radica lo propio del espíritu. En este sentido J. de la Cruz dice que el espíritu “excede al sentido”. Quiere significar fundamentalmente “su referencia a lo que trasciende toda particularidad y determinación, todo modo y manera” (ib.).

La mejor expresión de esta concepción pneumática es la “capacidad infinita” del espíritu humano, de que habla el Santo, al comentar “las profundas cavernas del sentido”: Son las potencias del alma, “las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito” (LlB 3,18). “Lo que en ellas puede caber, que es Dios, es profundo de infinita bondad; y así será en cierta manera su capacidad infinita” (LlB 3,22).

La vocación existencial del ser humano aparece, según esto, como un proyecto de infinitud, de “salida de sí”, de descentramiento de sí mismo y de impulso hacia el “centro del alma”, que es Dios: “Al cual cuando ella hubiere llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios” (LlB 1,12). Como dice H. Sanson, “la experiencia del centro es la experiencia de una interiorización indefinida, que sólo con la muerte cumplirá sus posibilidades de profundización” (El espíritu humano, 129). Tiene, pues, un sentido escatológico. Pero en nuestra condición de peregrinos, la plena realización del ser pneumático del hombre se da en la vida teologal:

a) En la fe: Esta no sólo es “el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios” (S 2,9,1), sino también principio de purificación de todo lo que pretenda hacerse pasar por Dios.

b) En la esperanza: Esta despoja a la memoria del tener y la pone en trance de ser, pasando de la “memoria de sí” a la “memoria de Dios”, pues “cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para llenar de él el lleno de su memoria” (S 3,15,1). “La esperanza vacía y aparta la memoria de toda la posesión de criatura, porque como dice San Pablo (Rom 8,24), ‘la esperanza es de lo que no se posee’; y así aparta la memoria de lo que se puede poseer, y pónela en lo que espera” (N 2 21,11).

c) En la caridad: Es la forma propia de totalidad del espíritu, que es el encuentro con Dios y el gozo de todas las cosas en él: “En tanto que ‘ninguna [cosa] tiene en el corazón, las tiene’, como dice San Pablo (2 Cor 6,10), ‘todas’ en su corazón” (S 3,20,3). En el amor a Dios no sólo encuentra el gusto por todas las cosas, sino que experimenta la plenitud de su ser. Por eso declara el Santo que “la forma espiritual del espíritu es la unión de amor” (N 2,3,3). El espíritu (el hombre pneumático) alcanza aquí su cumbre más alta. Pero para llegar a esta cima, es preciso pasar por la renuncia y el transcendimiento de sí mismo, “saliendo de sí mismo por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios” (CB 1,20).

Al concluir la exposición de la antropología sanjuanista, cabe hacer dos consideraciones: 1ª) La visión que nos da del hombre no está determinada por sistema alguno, sino por la condición existencial y la penetración mística del centro sustancial del alma, al que no tienen acceso las ciencias del espíritu. 2ª) Partiendo de la identidad más profunda del hombre, como ser creado por Dios a su imagen y llamado a la comunión con Él, le interesa particularmente su dinamismo interior, hasta alcanzar la plenitud de su ser.

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Madrid 1962; EULOGIO PACHO, “La antropología sanjuanista”, en MteCarm 69 (1961) 47-90; PAUL GILBERT, “Une anthropologie à partir de Saint Jean de la Croix. A propos d’ouvrage récent”, en NouvRevThéolog 113 (1981) 55-562; FEDERICO RUIZ, “Metodo e strutture di antropologia sanjuanista”, en AA. VV., Temi di antropologia teologica, Roma 1983, pp. 403-437; AA. VV., Antropología de san Juan de la Cruz, Avila 1988; GIUSEPPE MOIOLI, “Capisaldi della teologia e antropologia di San Giovanni della Croce”, en Rivista di Vita Spirtituale 43 (1989) 291-313; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos 1990; ANTONIO BENEITEZ, “La antropología teológica fundamental de San Juan de la Cruz”, en Comunidades 20 (1991) 39-51; H. BLOMMESTIJN K. WAAIJMAN, “L’homme spirituel a l’image de Dieu selon Jean de la Croix”, en Juan de la Cruz, espíritu de llama, Roma 1991, p. 623-656; PEDRO CEREZO GALÁN, “La antropología del espíritu en Juan de la Cruz”, en AA. VV., Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, vol. 3, Salamanca 1993, p. 127-154.

Ciro García