Obediencia

1. Teresa de Jesús y la problemática de hoy sobre la obediencia

Teresa de Jesús siempre ha tenido una palabra que decir sobre el tema de la obediencia. El Señor le dio luces para «conocer el gran tesoro que está encerrado en esta preciosa virtud» (F pról., 1). Se trata de una persona-testimonio. No teoriza cuando habla de ella. Ante la problemática que existe actualmente, por la desacralización de todo lo religioso, con peligro de contraponer obediencia y derechos de la persona (cf Instrumentum Laboris 18), iría directamente al grano: lo que importa es obedecer al estilo de Cristo. Incluso antes que hablar de crisis de obediencia, que tanto hoy se repite, señalaría que lo que falla es su fundamento, la fe. Presenta su vida, hecha obediencia, que la maduró en lo humano y la llevó a ser otro Cristo obediente. Si hoy es conflictiva la situación en cuanto a la práctica de esta virtud, mucho más lo fue para ella. Pero no le produjo crisis alguna, porque tuvo claros, desde un principio, los elementos base de los que debía partir en su obediencia y los objetivos que pretendía alcanzar.

Para su estudio los textos clave sobre la obediencia, a la que califica de «mina» (F 5,13), además de las frecuentes alusiones en Fundaciones (36 veces) y en Cartas (33), los tenemos en: Vida, 33 y 36; Camino, 18,7-8; Fundaciones: prólogo, cc. 1, 5 y 18 principalmente, y además, cc. 6, 12.18.20.22 y 7,8-9; Relación 4ª; Carta a Ana de Jesús, 30 mayo 1581.

2. Teresa obediente a Dios y a quienes están en su lugar

No es necesario conocer mucho a T para poderla definir como cristiana obediente y como monja que vive el voto de obediencia hasta las últimas consecuencias. El tema de la obediencia aparece repetidamente en sus escritos. Unas 133 usa esta palabra; 50 el verbo «obedecer» y 79 sus derivados. A través de sus escritos, sobre todo en algunos momentos, va desgranando lo que piensa de esta virtud y de este consejo evangélico. Se trata de algo que tuvo siempre delante: como cristiana obedece a la Iglesia; como monja a sus superiores; como llamada a hacer un determinado camino de vida espiritual a sus confesores. Y siendo fundadora de una nueva forma de seguimiento de Cristo para servicio de la Iglesia desde la oración y vida de soledad, enseña como maestra lo que es la obediencia. Y lo enseña doblemente: desde la experiencia, como persona que no sólo la ama, sino como quien ha tenido que poner en práctica la enseñanza de Cristo, que vino para hacer la voluntad del Padre y no la suya (Jn 4,34; 5,30). Y, segundo, como quien se siente obligada a decir una palabra, porque si se olvida o descuida, «cosa tan sabida e importante» (C 18,7), «es no ser monjas» (ib). Quien se consagra al Señor, si no obedece, «no sé para qué está en el monasterio…, yo le aseguro que mientras aquí faltare, que nunca llegue a ser contemplativa, ni aun buena activa, y esto tengo por muy cierto» (C 18,9). «Lo que me parece nos haría mucho provecho a las que por la bondad del Señor están en este estado (…), es estudiar mucho en la prontitud de la obediencia» (M 3,2,12).

Lo mejor de sus enseñanzas en materia de obediencia no está tanto en lo que dice cuanto en lo que enseña desde la vivencia, muy en concreto al sujetarse a los superiores y confesores en los conflictos a todos los niveles que fueron presentándose a través de su ajetreada vida, sobre todo a partir de las primeras gracias místicas. Una cosa tenía clara: que en obedecer estaba la mayor perfección (cf C 39,3) y que nunca sería engañada obedeciendo (cf F 4,2). Su oración, incluso las luces que en ella recibía, las hacía pasar por el discernimiento de los confesores y de los teólogos (cf V 33,4; R 1,8). Dirá que se le ha dado la gracia de obedecer a los confesores (cf V 23,18); que después que comenzó a obedecer, aprovechó más su alma (cf V 24); que «siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el Señor a decir que obedeciese» (V 26,5).

He aquí algunos casos conflictivos con los que se encontró. Lo suyo no era disputar con los superiores, sino obedecer (cf M 3,2,11).

2.1. Obediencia al confesor. – Las gracias que recibe en la oración, –que el Señor se le hacía presente, con fuerza, que la hacía crecer en el amor– (cf V 29,4), las somete al juicio del confesor. Este dictamina sin dudar: es cosa del demonio. Y la ordena que para combatirlo, se santigüe, le oponga la cruz y que le «diese higas», es decir, haga gestos de desprecio. Obedece sin más, aunque «no podía creer sino que era Dios» (V 29,5-6). Por una parte siente que Cristo la está transformando por dentro y por otra, ella, queriendo obedecer, pretendía rechazar, quitarle de delante, a quien sentía muy dentro. Dar higas le daba pena, repugnancia, y mantiene de ello un recuerdo dolorido en Fundaciones (8,3) y Moradas (6,12-13).

2.2. No hacía cosa que no fuese con parecer de letrados. – Cuando la fundación de San José de Ávila se encuentra en una encrucijada. Ya no entra sólo el confesor. Intervienen la superiora del monasterio de la Encarnación, su comunidad, el Provincial, pues se había guardado de que no lo supiesen sus prelados. Entra también el obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza. Todo lo había hecho «con parecer de letrados, para no ir un punto contra obediencia» (V 36,5). Sin embargo no se libra de plantearse el problema: ¿Está a salvo la obediencia? Porque mil monasterios dejaría sin hacer, cuánto más uno, si su modo de proceder fuese contra la obediencia. Pasa por una de las crisis más fuertes de su vida. Nada menos que la obediencia, una de las virtudes grandes, tan defendida por ella, estaba en juego. Y cuando había superado la crisis interior, le llega la orden tajante: inmediatamente se presente en el monasterio de la Encarnación para rendir cuentas a su prelada. Obedece al instante, segura de no haber obrado contra obediencia (cf V 36,7-12).

2.3. Con precepto de obediencia. – También para T fueron los preceptos de obediencia. No lo cuenta ella. Sí hace alusión discretamente en la carta que escribe al P. Gracián a fines de noviembre de 1575, desde Sevilla. Sucedió en Medina del Campo, 1571. Y lo narra detalladamente el P. Ribera (Vida de la Madre Teresa de Jesús, Lib. I, 1, 222, 1590). Teresa había nombrado primera priora del recién monasterio de Medina del Campo a la hermana Inés de Jesús, pero pronto la destina a Alba como priora de esta fundación. Esto no agradó al P. Alonso González, superior suyo en Castilla, aparte haberse sentido ofendido porque la fundadora no estaba de acuerdo con el modo de proceder en la admisión –cuestión de dinero– de una novicia en Medina. Aquí llegan, procedentes de Alba, la madre Teresa y la hermana Inés. Enterado el P. Alonso, les ordena con graves censuras que salgan el mismo día de Medina. Las dos acatan la orden. Pero sin duda la obediencia, en este caso, costó a la madre Teresa amargas lágrimas. Dejaba a la comunidad de Medina bajo la dirección de Teresa de Quesada, procedente de la Encarnación, impuesta por el Provincial, y que había llegado para hacer la experiencia de descalza. Tiene que marcharse de prisa, como si fuera peligrosa. Lo que cuenta para ella es obedecer. Pero esta postura obediente no excluye el abuso de poder del que era su superior provincial.

2.4. Por obediencia quema el libro «Conceptos de amor de Dios». – Lo había compuesto la Santa para dar rienda suelta a los sentimientos que producían en ella las palabras del «Cantar de los Cantares». Pero no se conserva el original, por un mandato del confesor y la pronta obediencia de T. Lo cuenta María de San José en el Proceso de Beatificación de la Santa: «El padre fray Diego de Yanguas dijo a esta testigo, que la dicha Madre había escrito un libro sobre los «Cantares», y él, pareciéndole que no era justo que mujer escribiese sobre la Escritura, se lo dijo, y ella fue tan pronta en la obediencia y parecer de su confesor, que lo quemó al punto» (BMC 18, 320). Por obediencia lo quema y por suerte este escrito, nacido de la contemplación de la Palabra, se salva porque alguna de las más cercanas a ella había ido copiando los cuadernillos. Lo copiado, se cree que retazos, se salvó; el original se convirtió en ceniza y humo como canto de alabanza a la obediencia.

e) Obediencia al P. Gracián. Este pone a prueba, en más de una ocasión, la obediencia de Teresa. Hasta procura mortificarla desde su condición de superior de ella, cuando estaba de Comisario Apostólico. El hecho tiene lugar en Beas. La Santa andaba ya por los sesenta y Gracián no tenía la mitad. Este le dijo que encomendase al Señor qué fundación se haría primero, si la de Madrid o la de Sevilla. T creyó que el Señor le indicaba que la de Madrid. A lo que el P. Gracián respondió: «que a él le parecía que se hiciese la fundación de Sevilla, a lo cual la dicha Madre no respondió, sino dispuso las cosas para ir a la fundación de Sevilla». (María de san José, BMC 18, p. 320-321. Sobre el «Voto de obediencia» al P. Gracián, véase: R 40 y también T. Álvarez, en: Estudios Teresianos, II, 229-247, Burgos, 1996).

3. El estilo de obediencia teresiana

Todos estos casos nos hablan de una obediencia sangrante, purificadora, liberadora, en una persona que dejaba de lado sus razonamientos cuando se trataba de obedecer en todo lo que viniese directamente de la autoridad de la Iglesia. Puede ser que hoy no se acabe de entender esta forma de proceder o se considere parte de su doctrina como desfasada y contraria a la cultura actual. T se siente muy libre, como expresión de una madurez humana y espiritual y no menor responsabilidad en el momento de actuar la obediencia, empleando las fuerzas de su inteligencia y voluntad, así como los dones de la naturaleza y de la gracia, al ejecutar los mandatos de sus superiores y al cumplir lo que se le decía o confiaba (cf PC 14). Ella obedecía a la Iglesia para servicio de la Iglesia. Acepta su discernimiento, como pone de manifiesto en la Relación 4ª. Por encima del carisma personal está la Iglesia jerárquica e institucional. Su mejor título, ser hija de la hija (cf Dichos, 217; VC 46b. Ver: T. Álvarez, «Carisma y obediencia en una Relación de santa Teresa», en Estudios Teresianos, II, 167-187).

La obediencia le supuso un sacrificio permanente, que ofrecía para asemejarse a Cristo. Este le había hecho saber «que no era obedecer, si no estaba determinada a padecer» (V 26,3). Experimentó repetidamente lo que cuesta obedecer. El hacer la voluntad de otro, incluso la de Dios, nunca agrada a la naturaleza, que se resiste a renunciar a la propia o a hacer el propio gusto. Reconoce que se opone a obedecer su poca virtud, «porque para algunas cosas que me mandan entiendo que no llega» (F pról. 1). Califica de «recia obediencia» (M 3,1,3) el tener que escribir para quienes la pueden enseñar. Aunque la canse y acreciente el dolor de cabeza, se pone a escribir las Moradas porque se lo han ordenado (M pról., 2). Le parece imposible y hasta se siente angustiada, por negocios, cartas y ocupaciones forzosas, mandadas por los superiores, tener que ponerse a escribir el libro de las Fundaciones. Y cuando le parecía no poder sufrir el trabajo por su decaimiento, el Señor le hace ver que «la obediencia da fuerzas» (F pról., 2).

En su deseo de configurarse con Cristo por las mortificaciones, y como envidiando la gran penitencia que hacía Catalina de Cardona, le cuesta aceptar que los confesores, dada su limitada salud, le prohíban hacer las que ella deseaba. Duda de «si no sería mejor no les obedecer de aquí adelante en eso». Pero siente que el Señor le dice: «Eso no, hija; buen camino llevas y seguro. ¿Ves toda la penitencia que hace? En más tengo tu obediencia» (R 23). Y como último gesto de aceptación de la voluntad de otro, que la lleva a la muerte, acepta viajar de Medina a Alba, con precepto de obediencia impuesto por el P. Antonio de Jesús. Ella se dirigía a Ávila, para recibir la profesión de su sobrina Teresita y consciente de que sus días estaban contados. Pero deja los razonamientos a parte y obedece. Estaba convencida de lo que había escrito al principio de las Fundaciones: «Por experiencia he visto, dejando lo que en muchas partes he leído, el gran bien que es para un alma no salir de la obediencia» (Pról., 1).

Importa ahora entrar en contacto con ella, con su estilo de obedecer, para preguntarle cuáles son los elementos esenciales y siempre válidos en materia de obediencia, los que siempre permanecen, aunque los tiempos cambien y la cultura modifique el modo de pensar sobre ciertos valores humanos y espirituales.

Pero antes hay que preguntarse dónde se encuentra expuesta con más precisión su doctrina. ¿Es en el c. 1º de las Fundaciones? ¿Cómo hay que interpretar los episodios que relata? ¿Se refleja en este c. el pensamiento teresiano sobre la obediencia? Este c. exige una explicación. Tomás Álvarez dice que la Santa presenta la vida de los cinco primeros años en San José de Ávila como un idilio. Ha comenzado a escribir las Fundaciones con el tema de la obediencia y lo prosigue en el c. 1º. «Ciertamente la teología de la obediencia de santa T no queda reflejada en este capítulo. Representa sólo un punto de partida. Se trata de hechos vividos en el momento inicial, cuando la Santa se está entrenando, por decirlo así, en el gobierno y comenzando además un nuevo estilo de vida. Tiene lugar en un momento en que está bajo la dirección del P. Baltasar Álvarez, jesuita. Escribe esas páginas por orden del P. Ripalda. Se sabe que la Santa recibe consignas de los jesuitas y que el P. Baltasar le pasa un ramillete de consejos espirituales, entre ellos, A 25, procedentes de los maestros de novicios de la Compañía. Se trata de Avisos pseudoteresianos, que ciertamente no reflejan la ascética teresiana. Sabemos que la obediencia ignaciana tiene un corte muy determinado y que en aquellos momentos la viven con un ascetismo militar. La ascética teresiana tiene otro tono, y la obediencia otro corte» (cf T. Álvarez, «Semana de Teresianismo», Burgos 1973, f. 115-116).

Como contraste, veamos la doctrina teresiana en otros capítulos. La obediencia para Teresa se apoya sobre tres columnas:

3.1. Adhesión plena a la voluntad de Dios. Es el primer elemento esencial. En toda obediencia hay una voluntad de Dios por medio. Olvidarla es desfondar la obediencia. En una breve definición de esta virtud, T nos dice que obedecer es «determinarse a poner la propia voluntad en la de Dios» (F pról., 1). Lo que importa es «cómo hacer más la voluntad del Señor. Y así es la obediencia» (F 5,5). Su argumentación es sólida. La obediencia no es fin, sino medio. Eso sí, medio certero, seguro para vivir el proyecto que Dios pone delante de quien ha sido llamado a hacer su voluntad y caminar por donde su Hijo caminó. Habla de perfección, o como hoy diríamos de santidad.

La vocación del hombre es llegar a la unión con Dios. Para ella «no hay camino que más presto lleve a la suma perfección que el de la obediencia» (F 5,10). Reconoce que van a darse «disgustos y dificultades debajo de color de bien» (ib), que atribuye al demonio. Lo que importa es jugárselo todo por conseguir la perfección a la que Dios llama. «¡Y cómo de un alma que está determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa sino que obedezca y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee!» (F 5,6). Como para comprender mejor la importancia de la obediencia a la voluntad de Dios, de cualquier forma que se presente, dirá que la perfección no está «en regalos interiores ni en grandes arrobamientos ni visiones ni espíritu de profecía; sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios» (F 5,10).

3.2. Realizar la obediencia de Cristo. Es el segundo puntal sobre el que asienta la obediencia. Sólo se entiende partiendo de Cristo, que «vino del seno del Padre por obediencia para hacerse nuestro esclavo» (F 5,17). Es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de aquel que lo ha enviado (cf Jn 6,38; Heb 10,5-7). Pero obedecer es algo más que imitar a Cristo. El consagrado está llamado a ser una realización del mismo Cristo en la vida. En el caso de la obediencia religiosa, aceptada porque la voluntad de Dios anda por medio para hacer el camino del seguimiento de Cristo, antes que renuncia tiene el sentido de ofrecimiento. El que obedece, antes que renunciar, ofrece, porque ha hecho una opción: vivir al estilo de Cristo. Y cuando opta, elige. Y en toda elección hay siempre algo que se deja. Además, la obediencia «manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca» (VC 21d). La dependencia filial nace de la elección, del ofrecimiento, nunca de la renuncia, que sería más bien servil. Si esto no se da, se podrá hablar de obediencia, pero no será obediencia religiosa.

T en este sentido se siente hija, de Dios y de la Iglesia. Y como hija, al estilo de Cristo, está dispuesta a hacer en todo la voluntad de Dios. Se dejará hacer pedazos, como Cristo (cf C 33,4). Lo que importa es ejercitar las virtudes y rendir la voluntad a la de Dios. En esto consiste toda la perfección (cf M 2,1,8). Considera la obediencia como imprescindible para entrar en la intimidad de la amistad de Dios. No se trata de un comportamiento moral; es la nueva condición de hija de Dios lo que la lleva a dejarse conducir toda la vida por una voluntad de Dios que en tantos momentos se la presenta como contradictoria. En la teología de hoy sobre la obediencia se resalta el «crear» dependencia filial, como en el caso Cristo; en partir de la fidelidad, para aceptar con sentido auténtico la ascesis que conlleva vivir en obediencia. No se trata de un servilismo, sino de un amor. En la obediencia religiosa existe siempre una relación entre el que obedece y quien presenta una voluntad que hay que aceptar, sea Dios directamente por medio de su Espíritu o por las mediaciones humanas.

3.3. Voluntad de Dios en las mediaciones humanas.

a) La representatividad de Dios. Particular importancia tiene para T el texto de Lucas «a quien a vosotros oye, a mí me oye» (10,16; cf F 5,12). La tercera columna sobre la que basa la obediencia la hace partir de este texto bíblico. Para captar su argumentación se impone comprender que si alguien obedece a otro, sin partir de que representa a Dios, como mediación, la obediencia no será virtud, sino aberración; en todo caso, un acto de prudencia o una aceptación razonable. Venir a conformarse con lo que otro manda, es penoso; pero sujetando la voluntad y razón por El, el consagrado consigue ser dueño de sí mismo. De esta forma «nos podemos con perfección em¬plear en Dios, dándole la voluntad limpia para que la junte con la suya» (F 5,12). La Iglesia es una mediación, y los que están representando a la Iglesia, como el caso de la autoridad en cualquier comunidad, son también medianeros. «De un alma que está determinada a amaros y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa sino que obedezca y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee. No ha menester ella buscar los caminos ni escogerlos, que ya su voluntad es vuestra» (F 5,6).

b) La autoridad como mediadora. Una de las primeras características que Teresa tiene delante al hablar de quien ejerce las veces de Dios en la comunidad es que facilite la obediencia. No está para mandar o imponer. Enseña a la priora que está para promover la vida y ayudar a secundar la voluntad de Dios. Nunca debe olvidar que no es más obediente la que siempre dice amén a todo lo que se indica o determina, sino la que ofrece la propia voluntad porque ha descubierto que está la de Dios por medio. Obedecen las personas adultas, maduras, liberadas de sí mismas y de coacciones o temores, no las infantilizadas. Ha de ayudar siempre a la persona a ser responsable, libre y confiada. Crear relación se impone siempre que de obediencia se trata. Sin relación se pierde o dificulta.

Todo esto lo sintetiza T en una sola frase, que resume todo un programa de actuación entre el animador de la comunidad, ejerciendo la autoridad, y los hermanos o hermanas que la forman. La priora, en un monasterio de las carmelitas descalzas, es ante todo madre. Su forma de actuar será: «Procure ser amada, para ser obedecida» (Cons XI,1). Sin el amor, la dependencia filial no existe. La confianza recíproca se pierde. La relación será de mera apariencia. La libertad, que distingue a toda persona obediente, será coaccionada. La responsabilidad se aminora. El amor ofrecido para facilitar la obediencia, por el contrario, acerca, hace que el religioso madure y obre como persona adulta.

T quería en sus monasterios a monjas obedientes, es decir: liberadas de sí mismas, de profunda vida de fe para no quedarse en razonamientos humanos, libres de temores, capaces de descubrir la voluntad de Dios a través de las mediaciones humanas. La monja obediente es vista por ella en continuo crecimiento: camina hacia una santidad (cf F 5,11). Hoy se dice que la obediencia debe vivirse «creativamente». Todo lo que signifique pasividad o falta de responsabilidad es un contrasentido (IL 54).

Ofrece además estos sabios consejos a la priora:

1 – No imponga a las demás las mortificaciones que a ella le parezcan fáciles. 2 – Lo que a ella se le haga áspero no lo ha de mandar. 3 – La discreción es gran cosa para el gobierno. 4 – Ha de tener en cuenta que no ha sido elegida para escoger el camino a su gusto, sino para llevar a las súbditas por el camino de la Regla y Constitución. 5 – No exigir cosas para las cuales la persona todavía no está preparada. 6 – «Procure llevar a cada uno por donde Su Majestad la lleva». 7 – «Aunque sea para probar la obediencia, no mandéis cosa que pueda ser, haciéndola, pecado, ni venial» (cf F 18,6-13).

Sintetizando, tres serían los criterios teresianos a tener en cuenta: 1º) pedagógico, adaptándose a las exigencias del súbdito, para que el ejercicio de la obediencia produzca el desarrollo teológico del que obedece. 2º) humano, no llevando la obediencia a fuerza de brazos. Humanismo teresiano. 3º) basado en el amor, ayudando a construir una vida de amistad con Dios y de fraternidad entre todos los miembros de la comunidad.

Desde esta visión de la autoridad puede interpretarse con más exactitud la carta (30 mayo 1581), que escribe desde Burgos a Ana de Jesús, priora de Granada. La reprocha la autonomía con que ha procedido, la falta de información, siguiendo la táctica de hechos consumados, el autoritarismo de ordeno y mando, la acepción de personas y finalmente la falta de delicadeza con las pobres monjas indefensas. Le viene a decir todo lo que nunca debe hacer la autoridad, porque rompe toda dependencia filial y toda relación desde el amor.

Conclusión

La obediencia es una actitud de fondo, indispensable para hacer el camino del seguimiento de Cristo. Postura interior, abierta a la Palabra. Acogida de la voluntad de Dios para llevar a término una misión. Es docilidad, disponibilidad de fondo a la voluntad de otro más que a la propia, que habla de desasimiento, de despojo interior. Para T no hay desarrollo de la vida contemplativa si falta la obediencia. Esta es la expresión de la fe que ayuda a descubrir la presencia de Dios en todas las cosas y en todos los acontecimientos. «La obediencia todo lo puede» (Ve 1).

E. Renedo

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