La teología es la ciencia de Dios. La teología cristiana es la ciencia de Dios que se ha revelado en Cristo Jesús. La teología, pues, no estudia el misterio de Dios para creer en él sino porque cree en él. La teología habla de Dios porque la fe tiene necesidad de justificarse a sí misma ante la razón humana. Razón por la cual el creyente profundiza su conocimiento de Dios ya que debe testimoniarlo, transmitirlo.
I. Perspectiva sanjuanista
Juan de la Cruz es un “buscador permanente de Dios”. A punto de morir, en la pobre y humilde celda de Úbeda (Jaén), el superior quiere leerle “la recomendación del alma”, él en cambio, pide que le lean el “Cantar de los Cantares”. Quien había buscado a Dios a lo largo de toda su vida no quiere vivir ese momento del tránsito sino como el momento del encuentro más bello en el amor. En ese gesto quedan englobadas todas las actitudes de su vida ante Dios. ¿Quién es para él? Es el gran interrogante de su existencia y se convierte, a la vez, en el valor o contravalor fundante de todo. J. de la Cruz lo afronta desde su convicción y desde su experiencia personal. No se pregunta “utrum Deus existat”, modo escolástico, para poder llegar a la respuesta ya prefijada. La pregunta tiene valor existencial: es desde el más profundo sentido de la propia vida desde donde brota la pregunta para J. de la Cruz. Es un creyente, un enamorado, un buscador, un buceador del misterio del amor, y es desde ahí desde donde brota el interrogante.
La primera constatación sobre Dios la intuye como “noche oscura para el alma en esta vida” (S 1,2,1). Y la razón no es otra sino sólo ésta: Dios trasciende toda la realidad sensible; sólo trascendiendo esta realidad mundana se llega a él. No te entretengas, repetirá constantemente el Santo, porque “mientras reparas en algo dejas de arrojarte al todo” (S 1,13,12). En la constatación de esta realidad es donde empieza la historia y aventura del alma enamorada y buscadora de Dios. Siente la necesidad de buscar a Dios, no para saber filosóficamente quién es Dios, sino para vivir experiencialmente la realidad de Dios. Por ello, la aventura empieza en la noche: “En una noche oscura, con ansias en amores inflamada” (N estrofa 1ª). Esto está obligando al alma a hacer, ya desde el principio, una opción totalitaria por Dios. El Evangelio recalca que no se puede servir a dos señores. Y J. de la Cruz dice: “El que quiera amar otra cosa, junto con Dios, sin duda es tener en poco a Dios, porque pone en una balanza con Dios lo que sumamente dista de Dios” (S 1,5,4). Para poder encontrarse con Dios, es necesario que el alma repita la experiencia de Moisés (Ex 20,24). Subir al monte, encontrarse con Dios, exige no sólo renunciar a todas las cosas que no son Dios y dejarlas abajo, sino también hacer cesar y mortificar todos los apetitos. Y hasta que no lo logre “no hay llegar aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas en perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito” (S 1,5,6).
Esta es para el Santo la vía de acceso a Dios. Para el encuentro con él se exige “arrojar todos los dioses ajenos, que son todas las extrañas aficiones y asimientos; purificarse del dejo que han dejado en el alma los dichos apetitos; tener las vestiduras mudadas, teniendo un nuevo ya entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender de hombre, y un nuevo amar a Dios en Dios, desnuda ya la voluntad de todos sus viejos quereres y gustos de hombre y metiendo el alma en una nueva noticia (y abisal deleite), echadas ya otras noticias y imágenes viejas aparte y haciendo cesar todo lo que es de hombre viejo, que es la habilidad del ser natural según todas sus potencias; de manera que su obrar, ya de humano se ha vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado de unión, en la cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar en que Dios es adorado y en alabanza y amor, y sólo Dios en ella está” (S 1,5,7).
Esta exigencia, fijada por el Santo como presupuesto para poder encontrar y saber quién es Dios, deja bien claro cómo Dios no consiente que nada ni nadie que no sea él. En otras palabras, sólo podremos saber quién es Dios cuando estemos vacíos de todas las cosas. Y ello “porque el alma que otra cosa no pretendiere que guardar perfectamente la ley del Señor y llevar la Cruz de Cristo será arca verdadera, que tendrá en sí el verdadero maná, que es Dios, cuando venga a tener en sí esta ley y esta vara perfectamente, sin otra cosa alguna” (S 2,5,8). Y ello, porque así como un acto de virtud produce en el alma suavidad, paz, consuelo, luz, limpieza y fortaleza, todo lo que no es virtud produce lo contrario: tormento, fatiga, cansancio, ceguera y flaqueza. Evidentemente, quien anda metido en esos apetitos no anda en Dios y, por ello, no puede ver lo que le impide a Dios (S 1,12,5).
Si aquí es donde comienza la “aventura” de encontrar a Dios, sólo después de apaciguar todas estas apetencias es cuando se pone en marcha el segundo momento: “Salí sin ser notada, estando ya mi alma sosegada” (N estrofa 1). Quiere ello decir que, a partir de este momento “sólo Dios es el que se ha de buscar y granjear” (S 2,7,3). Y ello porque el alma sabe que si no busca sólo a Dios se busca a sí misma, lo cual implica buscar regalos y recreaciones. Y “buscar a Dios en sí es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, aho ra de Dios, ahora del mundo, y esto es amor de Dios” (S 2,7,5). Es claro que para J. de la Cruz la realidad de Dios se descubre por la vida más que por la razón. Sólo la fe ofrece a Dios tal como es.
II. Los caminos para llegar a Dios
Aunque el Doctor místico contemple toda la realidad desde la presencia sentida de Dios, desde su unión con él (S 3, 30,5; N 2,3,3; N 2,11,4), sabe que a la posesión ha precedido un largo camino de búsqueda por itinerarios diferentes. Dos movimientos convergentes en la meta: uno hacia fuera en pos del rastro divino en la creación; otro hacia dentro, ya que “el centro del alma es Dios” (LlB 1,12) y “Dios vive en el hondón del alma” (LlB 1,12.26; 3,2.78; 4,14). Todo el proceso espiritual comienza y termina en Dios por cuanto el hombre es ser para Dios. Según el Santo, la proyección hacia Dios, la apertura a Dios se encuentra en lo más íntimo del ser humano: “es su inclinación natural. Pero, para realizarla, necesita un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios” (CB 3,5).
POR LA RAZÓN. Recuerda insistentemente y canta bellamente J. de la Cruz que el mundo –kosmos– es obra de Dios. Más aún, es el reflejo de Dios y el trampolín para llegar a él (CA 4,1). Por ello, el “caminar” significa “hablar con las criaturas preguntándoles por su Amado” (ib. 4,1). La meta es altísima: llegar a Dios. Y en la búsqueda de Dios descubre que, de alguna manera, Dios está ya presente. Pero esa “presencia por inmensidad” no satisface a quien ama y busca al amado “herido por su amor” (CB 1,19). Es en esta tensión teleológica donde el alma busca los “medianeros”, los “mensajeros” (CB 2,1), aunque se reconozca que éstos son insuficientes (CB 3,1). De ahí que la búsqueda de Dios sea la fuerza que lleva a personalizar la creación y dar un protagonismo particular a sus personajes: ‘bosques y espesuras’ (CB 4,2), “prado de verduras” (CB 4,5) … “de flores esmaltado” (CB 4,6). Se trata, pues, de un orden jerarquizado entre los seres creados, a los que el hombre –“buscador de Dios”– pregunta: decid si por vosotros ha pasado; decid qué excelencias en vosotros ha creado (CB 4,7); decidme qué sabéis de Dios; decidme aquello que podáis decir para que yo conozca, reflejamente, lo que es Dios.
La respuesta se convierte en un verdadero diálogo, que testifica la grandeza y excelencia de Dios (CB 5,1). La teología enseña que Dios Creador imprimió en la creación una huella de su ser. De ahí que las criaturas sean los “vestigia Dei”, que con su grandeza y belleza responden a cuanto se les ha preguntado. La creación no es, pues, un libro sino un conjunto de personajes que hablan y testifican el paso de Dios. Un paso de Dios veloz, “con presura” (CB 5,3). El buscador de Dios reconoce que esta respuesta es limitada. Conoce los efectos, no la causa. Cierto que en los efectos conoce los atributos de Dios: grandeza, poder, sabiduría … pero los atributos son signos no conocimiento íntimo del ser (CB 6,5). Las criaturas no pueden dar ese conocimiento esencial, aun cuando sirvan de estímulo para seguir buscando (CB 6,2; 6,4; S 2,8,3; 3,12,1).
POR LA FE. La aventura, a través de la creación, lleva al hombre a encontrarse consigo mismo. Y en ese encuentro existencial se descubre guiado por la mano de Dios. Y Dios se le comunica, en Cristo, como Verdad y como Vida, ya que Cristo es el esplendor y la belleza de la creación, siendo la “palabra definitiva” de Dios y la “plenitud” de la revelación (N 2,22,5ss; CB 37,4-5). Este Cristo es el que lleva a la comunión de vida con la Trinidad, al quedar envueltos, por el amor y participación, en el flujo vital trinitario (CB 39,5). La búsqueda y el conocimiento de Dios quedan también iluminados y guiados por la fe. Bajo la luz de la fe queda el camino a recorrer para llegar al conocimiento de Dios. Y es que para llegar a la “unión con Dios” es imprescindible atravesar “la noche oscura por la cual pasa el alma” (S pról. 1), como camino de purificación sensitiva y espiritualmente (S 1,1,2). Se trata de un camino oscuro, “como noche” (S 1,2,1; 2,1,3; 2,2,1), pero que es generador de luz para conocer a Dios (N 1,12,6). Es un medio de conocimiento que supone al alma libre “de todas las cosas de fuera, y de los apetitos e imperfecciones que hay en la parte sensitiva del hombre” (S 1,1,1), y al corazón purificado “para comenzar a ir a Dios” (S 1,2,2). Así, pues, el entendimiento conoce y la voluntad ama. Pero conocen y aman un objeto superior a sus fuerzas naturales, y ello quiere decir que, sin perder el propio modo de entender y amar, renunciando a sus objetos directos y a la ayuda de los sentidos, quedan potenciados y actuados por una fuerza sobrenatural. El contacto con Dios es una “noticia amorosa” (N 2,5,1), es luz que ilumina (N 2,9,1.3.5; 2,13,10), es llama (N 2,12,1; 2,13,9). Es, además, don gratuito, inalcanzable por las solas fuerzas naturales y que requiere una pasividad o disponibilidad para que Dios haga lo que el hombre no puede por sus propias fuerzas (N 2,16,4). Fruto de esa apertura en fe es un conocimiento de Dios más allá de la razón; conocimiento imperfecto y limitado pero ajustado a la verdad: Dios uno y trino (S 2,9,1).
POR CRISTO. El destino del hombre es llegar a Dios; el camino es Dios mismo. Para recorrer ese camino, con la certeza y la seguridad, Dios envió a Cristo. Cristo es, así, la única Palabra que aún hoy Dios pronuncia: “En darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Por eso, buscar otra palabra, es agraviar a Dios: “Por lo cual, el que ahora quisiere preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna cosa o novedad” (S 2,22,5). De ahí que Cristo se convierta en la respuesta auténtica a los deseos más profundos del alma o del corazón (S 2,22,6).
Esta Palabra fue pronunciada por el Padre en eterno silencio (Av 21), razón por la cual “Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, que es su Hijo” (S 2,22,4). Por ello, el hombre, si de veras quiere llegar a la comunión con Dios por amor, ha de pasar necesariamente por Cristo, ya que “esta puerta de Cristo … es el principio del camino” (S 2,7,2). Porque en él reside toda la divinidad, encierra todos los tesoros de Dios. Es el misterio insondable que cuanto más se ahonda mayores maravillas manifiesta a partir de la unión hipostática con la naturaleza humana, como escribe magníficamente J. de la Cruz (CB 37).
III. La experiencia de Dios
La experiencia de Dios en sus varias formas y diversos grados de intensidad, constituye la trama unificadora y profunda de toda su doctrina sanjuanista. El Santo describe la preparación ascética, con sus exigencias de purificación radical; su lenta evolución, a través de los varios estados de la contemplación mística; su plena actuación en la fruición del misterio de Dios, la cual anticipa, en una cierta manera, lo que será nuestra eterna bienaventuranza. A través de la dura y maravillosa aventura de la “noche oscura” el alma puede llegar a la pura experiencia en la cual se desarrolla el diálogo con el Amado.
En sus poemas, especialmente en el Cántico, traduce líricamente J. de la Cruz su experiencia de lo divino “con figuras, comparaciones y semejanzas” (CB pról. 1), tratando de hacer comprender algo de lo que siente, declarando con razones los misterios y secretos que de la abundancia del espíritu rebosan y se vierten los versos (ib.).
En los comentarios en prosa la experiencia personal del Santo se despoja de la carga emocional y se presenta como paradigma de lo que es presencia viva de Dios en las almas y las diversas percepciones de la misma a lo largo del itinerario espiritual, culminando en la unión transformante, que se resuelve en auténtica “divinización”, por cuanto el alma se siente “endiosada” o “endivinada”, en expresiones del Santo (CB 26,10; 27,7; LlA 2,18; LlB 1,35).
Dejando a un lado el problema global de la experiencia mística tal como se plantea en los escritos sanjuanistas, conviene recordar que, para el autor, la experiencia mística, por muy alta y profunda que sea, no alcanza nunca a desvelar por completo el insondable ser de Dios. Permanece siempre inaccesible, incomprehensible e inexpresable (CB 1,11-12). De ahí el obligado recurso a lo figurado en el momento de traducir las íntimas experiencias.
Esto no significa que la experiencia mística no aporte novedad en el conocimiento de Dios. Su carácter inmediato y global implica una percepción a la vez noética y afectiva a semejanza de la que se realiza en el conocimiento por contacto en el ámbito natural. Se resuelve en percepción, penetración o compenetración más profunda y global de lo que ha podido conocerse anteriormente por el proceso normal de la mente. Las expresiones gráficas de J. de la Cruz revelan bien claramente el sentido del conocimiento místico como un “beso”, un “abrazo”, un “toque” del alma que se gusta, se siente y se goza (CA 13-14,13, etc.). En la Llama el alma habla de “un rastro de vida eterna” (LlB 1,6), de un “sabor que sabe a vida eterna” (LlB 1,6). Es repetirse de este vocabulario sensible: “gusto, sabor, toque”, precisamente para expresar la proximidad, la presencia inmediata, el aspecto afectivo de la realidad que se experimenta. J. de la Cruz menciona expresamente esta presencia o inhabitación que se desvela experimentalmente al alma cristiana (Ll pról. 2; 1,15; CB pról. 1). Como todo conocimiento experimental, también la experiencia de Dios es conocimiento directo, inmediato y total. Y, a pesar de permanecer siempre en la esfera de la fe teologal oscura, el místico experimenta a Dios presente y operante: Dios-amor; Dios-persona; Dios-inefable.
En la experiencia mística cristiana el dato de la fe tiene referencia fundamental, no sólo a Cristo, Verbo encarnado, sino también a la Trinidad. La inhabitación trinitaria no es algo estático, inerte, recibido de una vez para siempre. La presencia de Dios en el alma es una realidad dinámica, destinada a desarrollarse en el conocimiento mismo de la gracia (CB 11,3). A todo progreso del alma en el camino espiritual corresponde una “nueva” visión de las divinas personas. El místico cuando recibe las comunicaciones o infusiones divinas toma conciencia de esta presencia operante en su alma, siente que una fuerza que no es suya irrumpe en su mundo interior y frente a esta fuerza divina irrumpente se siente pasivo, receptivo, sintiendo sus facultades como renovadas, potenciadas por esta fuerza divinamente infusa, que la mueve (LlB 4,6; 3,44; 3,29; 3,33).
Esta presencia divina de Dios queda percibida en lo más profundo del centro del alma, en la intimidad de la persona humana, en las raíces mismas de sus facultades espirituales de conocimiento y amor donde quedan insertas las virtudes teologales. Por ello, J. de la Cruz habla de “toque sustancial” de Dios en el alma (LlB 2,19-21) para expresar la inmediatez y la profundidad de esta percepción de la acción de Dios que penetra sus facultades espirituales y penetrándolas en su moción eficiente le da el “sentimiento” de Dios presente y operante (LlB 3,69). En un determinado momento, esta acción divina de tal forma percibida por el alma, le da la impresión de que es el mismo Dios quien está en su intimidad (LlB 4,3). Y este movimiento es “un movimiento que hace el Verbo en la substancia del alma, de tanta grandeza y señorío y gloria y de tan íntima suavidad que le parece al alma que todos los bálsamos y especies odoríficas y flores del mundo se trabucan y menean revolviéndose para dar su suavidad” (LlB 4,4.6).
Cuando el Espíritu Santo penetra tan a fondo, con su presencia operante, las raíces mismas de las facultades humanas, las actúa y eleva para hacerlas producir una actividad superior a su capacidad normal: el alma percibe una cierta fruición intelectivo-afectiva e inmediata del misterio de Dios, donde quedan comprometidas las potencias operativas (LlB 2,34). Por medio de la unión con Dios, Dios comunica al alma ‘muchas y grandes noticias de sí mismo’ (LlB 3,1.77-82; CB 19,4). “Ve el alma y gusta en esta divina unión abundancia, riquezas inestimables, y halla todo el descanso y recreación que ella desea, y entiende secretos e inteligencias de Dios extrañas, que es otro manjar de los que mejor le saben, y siente en Dios un terrible poder y fuerza que todo otro poder y fuerza priva, y gusta allí admirable suavidad y deleite de espíritu, halla verdadero sosiego y luz divina, y gusta altamente de la sabiduría de Dios que en la armonía de las criaturas y hechos de Dios relucen, y siéntese llena de bienes y ajena y vacía de males, y, sobre todo, entiende y goza de inestimable refección de amor, que la confirma en amor” (CB 14-15,4).
Es Dios en sí mismo a quien el alma experimenta de manera inmediata “porque ésta es toque sólo de la divinidad en el alma, sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria” (LlB 2,8; CB 39,12). Esto nos lleva a ver cómo incluso la voluntad experimenta a Dios en sí mismo: “Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que le tiene consumida y transformada en suave amor, sino como fuego que además de eso, arde en ella y echa llama, como dije; y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (LlB 1,3; 3,79-80). J. de la Cruz habla, a propósito de la experiencia de Dios, de “enlace”, “casamiento”, “matrimonio espiritual”, “comunicación de personas” entre Dios y el alma, del don de Dios al alma y del don del alma a Dios y distingue dos momentos o etapas en esta mutua donación entre Dios y el alma en la experiencia mística: “En esta cuestión viene bien notar la diferencia que hay en tener a Dios por gracia en sí solamente y en tenerle también por unión; que lo uno es bien quererse y la otra es también comunicarse; que es tanta la diferencia como hay entre el desposorio y el matrimonio” (LlB 3,24). Todo ello se realiza en la esfera de la fe teologal, confín con la visión de Dios: las personas divinas se dan, se comunican al alma, no ya como un objeto inerte, sino como una persona que se abre, se manifiesta, se ofrece a otra persona, la cual, a su vez, la comprende y la ama con igual apertura, amor y transparencia espiritual. Es el culmen de la comunión interpersonal, realizada entre el alma y su Amado en el conocimiento experimental de Dios.
IV. Conceptualización de Dios
A pesar de su lapidaria afirmación de que “Dios … es noche oscura para el alma en esta vida” (S 1,2,1; 2,2,19), para J. de la Cruz la meta a conquistar es fascinante: “la gloria es poseer a Dios” (S 1,12,3). Dos son las pautas señaladas por el Santo para definir conceptualmente a Dios: por una parte, el ser de Dios, lo que Dios es; por otra, el obrar de Dios, lo que hace. Recorriendo estos caminos es posible acercarse a Dios y comprender cómo es “noche” en esta vida y por qué la “gloria” del hombre radica en su posesión.
EL SER DE DIOS. Arrancando de la afirmación bíblica de que Dios es “lo que es” (S 1,4,4), J. de la Cruz le atribuye una serie tradicional de calificativos o atributos: es “puro espiritual” (S 2,16,11), “luz pura y sencilla” (S 1,4,1; 2,16,7), “Dios es infinito” (S 2,9,1), es “inmenso y profundo” (S 2,19,1), es “incomprensible” (S 2,24,9) y también “inaccesible” (CB 1,12), es “Uno y Trino Dios” (2,9,1). La multiplicidad de atribuciones no es capaz de abarcar su ser, ya que es totalmente trascendente y, por tanto, inabarcable para el lenguaje y la capacidad humana, porque “dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S 2,4,4). Por esta razón se habla de Dios de una manera negativa en relación a las propiedades y cualidades de las criaturas: “ni el ojo vio, ni oyó oído, ni cayó en el corazón de hombre en carne” (S 2,4,4) y “no puede ver ni sentir en esta vida” (S 2,4,9). Dios “excede todo sentimiento y gusto” (S 2,14,4) y, por tanto, “la sabiduría de Dios … ningún modo ni manera tiene, ni cae debajo de algún límite ni inteligencia distinta y particular” (S 2,16,7). Es la reafirmación insistente de la transcendencia divina (cf. S 1,4).
Ello no es obstáculo para que tenga sentido y valor la atribución de las perfecciones reconocidas en la creación, aunque “Dios es de otro ser que sus criaturas, en que infinitamente dista de todas ellas” (S 3,12,2), pero permaneciendo “en sí siempre de una manera, todas las cosas innova” (LlB 2,36) y “todas las perfecciones” atesora ((LlB 1,23), sobresaliendo en grado eminente la libertad como “una de las principales condiciones de Dios” (S 3,12,2). Repite con deleite el Santo que “Dios, en su único y simple ser, es todas las virtudes y grandezas de sus atributos; porque es omnipotente, es sabio, es bueno, es misericordioso, es justo, es fuerte y amoroso” (LlB 3,2). Todo eso y cuanto puede atribuírsele lo posee de modo superlativo: “Dios es en sí todas esas hermosuras y gracias eminentísimamente” (S 3,21,2).
Pero frente a esa transcendencia y eminencia, J. de la Cruz recuerda la presencia e inmanencia de Dios, tanto que “mora en las almas y las asiste sustancialmente” (S 2,5,3; 16,4). “Dios, en cualquier alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste sustancialmente” (S 2,5,3), “dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia” (S 2,5,4); “si esta presencia esencial les faltase, todas se aniquilarían y dejarían de ser” (CB 11,3). Por ello, se afirma también que “Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso” (S 2,21,2). Como Dios está presente en todos los seres prolongando la creación y actuando en ella (CB 11,3), así también obra misteriosamente en las almas en las que se halla presente.
EL OBRAR DE DIOS. Dando por supuesta la vida de Dios y, en consecuencia, su obrar, J. de la Cruz apunta con claridad la raíz de toda actuación divina: “No hace Dios cosa sin causa y verdad” (S 2,20,6). Al ser infinito y absoluto no puede moverle nada condicionante fuera de sí: “Así como no ama cosa fuera de sí, así ninguna cosa ama más bajamente que a sí, porque todo lo ama por sí, y así el amor tiene la razón del fin” (CB 32,6). La obra de Dios se identifica así con su amor: creación, encarnación, redención, como cantan los Romances. Aunque se sirve a veces de mediaciones –ángeles, hombres– estas son obras exclusivas suyas. Refiriéndose a la creación escribe el Santo que “nunca la hizo ni hace Dios por otra mano que la suya propia” (CB 4,3). Pese a ser tan maravillosa la creación es “obra menor de Dios”, hecha con presura y “como de paso”, porque las obras mayores. “en que más se mostró y en que él más reparaba, eran las de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe cristiana, en cuya comparación todas las demás eran hechas como de paso, con apresuramiento” (ib.).
Las maravillas de la creación las presenta poéticamente el Santo como fruto de la “mirada de Dios”, símbolo utilizado constantemente para referirse al actuar divino en las almas. El obrar de Dios es amar; el mirar de Dios es amar a las almas e imprimir en ellas su gracia y amor (CB 32,3-5). Por ahí comienza la obra de Dios en cada uno. Esa acción inicial confiere la capacidad de respuesta (ib. 7-9 y 33 íntegra), respuesta y correspondencia humana que halla su culminación en la “igualdad de amor”, cuando el alma llega a participar de la vida trinitaria (CB 38,3-4).
La acción divina en el alma que se inicia con la “mirada amorosa” se prolonga durante toda la existencia pautando el desarrollo espiritual. La expresión más amplia de ese obrar divino en la pluma sanjuanista es la de comunicación. La actuación de Dios es comunicarse. Hasta lo que parece iniciativa personal es fruto de la intervención divina: “Cuando el alma hace todo lo que es de su parte, Dios hace lo que es la suya en comunicársele” (LlB 3,46). Por esto, el encuentro con Dios, vida, amor, esperanza, entra dentro de la ordenación normal de Dios mismo. Dios quiere darse a conocer. Por ello se comunica. Y sólo después de esta comunicación se puede encontrar respuesta al gran interrogante. Dios es el gran enamorado del alma: “Si el alma busca a Dios, mucho más le busca su Amado a ella” (LlB 3,28). Y esto conlleva la doble dimensión: Dios es totalmente Otro, el inefable, indecible, al que hay que buscar más allá de las cosas; y Dios es el que acoge, recibe, busca y envuelve con su presencia y amor todo lo que es obra de sus manos.
El discurso de J. de la Cruz sobre Dios es consecuencia de su vida en Dios. De ahí que el teólogo de Dios, se convierta en “buscador” permanente de Dios, que testifica su lucha y su ansiedad humana, pero que sigue afirmando la realidad divina. Todo ello porque se ha sentido alcanzado por Dios. Se ha dicho que J. de la Cruz es el hombre de la plenitud, de los valores, de la vida. El ha demostrado que la búsqueda de un Dios hace feliz al hombre, no lo condena al vacío y a la soledad, le da la fuerza de su presencia y de su amor. Por ello, su vida, toda entera, se convierte en afirmación absoluta de Dios. Y el testimonio sobre Dios de J. de la Cruz es, al mismo tiempo, afirmación paradigmática para los demás hombres. El no puede callar. El Dios de quien se siente poseído debe ser comunicado a los demás para que se dejen también poseer. El teólogo, el poeta, el juglar, el místico, el testigo, el creyente del Dios de la vida y del Amor da fe de que “nada hay bueno sino solo Dios” (S 1,4,4).
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Aniano Álvarez-Suárez