Quietud

El término ha tenido amplia resonancia en la historia de la espiritualidad, sobre todo a raíz de la dudosa interpretación dada por el quietismo. Entendido tradicionalmente como una actitud análoga al reposo corporal, recibió entre las diversas tendencias iluministas y quietistas interpretaciones extremas, hasta identificarse a veces con la pasividad absoluta. Entre las acepciones más corrientes hay que recordar la actitud general de sosiego, tranquilidad o calma de ánimo; la progresiva disminución de la iniciativa personal, dando mayor espacio a la acción divina; la postura receptiva más que la activa. En un ámbito más delimitado la quietud se enmarca en la  contemplación, en cuanto ésta supone un avance decisivo respecto a la  meditación, que representa precisamente el esfuerzo discursivo. Es ahí en ese marco donde se ha identificado una forma peculiar de contemplación caracterizada como quietud.  Santa Teresa ha sido quien mejor ha descrito su tipología (V 14-15; C 28; M 4, cap. 1) dentro de la llamada contemplación infusa. La mayoría de los autores de la época identifican sin más la contemplación llamada infusa con la quietud.

La postura sanjuanista es bastante indefinida y aporta pocas novedades importantes al respecto. Recuerda de pasada la contemplación de quietud, pero no se detiene en su descripción ni caracterización. Usa el término en diversas acepciones y con muchos matices. En su sentido más amplio quietud es para él lo mismo que serenidad, tranquilidad o paz interior (S pról. 7; S 1,13,13; LlB 53, etc.). Con significado más limitado y concreto equivale a la actitud de escucha, de receptividad y sosiego ante la acción divina en el alma (N 1,10,1.4; 2,23,4; CB 35,1; LlB 3,51.66-67; Ct 20, etc.). En un plano más corriente y natural la quietud es efecto de la  soledad o de la amenidad y belleza de los lugares apacibles (S 2,42,1; CB 15, etc.). También es fruto o efecto que dejan en el alma ciertas mercedes o gracias divinas (S 2,24,6; CB 14-15, 22-25; 20-21,5.19; 39, 12, etc.).

En la pluma sanjuanista la quietud por antonomasia es la actitud que el espiritual ha de adoptar frente a la  advertencia o noticia amorosa en cualquiera de sus grados o niveles. La  asistencia amorosa en Dios es en sí misma situación de quietud; cuanto más se mantiene y desarrolla más aumenta la sensación de receptividad. Una vez llegado el espiritual a ese estado debe procurar no alterar su quietud tratando de obrar al estilo de la  meditación. Es punto capital en el magisterio sanjuanista. Vuelve sobre él con insistencia machacona. Las numerosas referencias aisladas (S 3,13,1; N 1,9,6; 1,10,1.4; CB 14-15,23, etc.) son simple eco o repetición de los lugares escogidos para abordar esta materia (S 2,1214 y LlB 3, 33-67). Tranquiliza a directores inexpertos aclarando que quietud no equivale a ociosidad o  pasividad de  alumbrados.

Lo que no aclara suficientemente es si la fenomenología íntima de ese tipo de contemplación tan elevada, que vincula a la quietud (N 2,24,3; CB 1415,23-25; 39,12; LlB 3,53.63.66-67, etc.), se corresponde, o no, con la típica oración de quietud, tan bien caracterizada por S. Teresa. El único texto en que parece escucharse la resonancia teresiana es en el que intenta demostrar cómo no es posible la  unión con Dios si primero no se mortifican todos los  apetitos voluntarios, ya que los involuntarios es imposible en esta vida dominarlos todos: “Porque bien los puede tener el natural, y estar el alma, según el espíritu racional, muy libre de ellos, porque acaecerá a veces que esté el alma en harta unión de oración de quietud en la voluntad, y que actualmente moren estos en la parte sensitiva del hombre, no teniendo en ellos parte la parte superior que está en oración” (S 1,11,2; ver la nota 1 en la ed. seguida en este diccionario). Confrontados atentamente los textos teresianos que presentan la “quietud” como ingreso en la vida mística y grado de oración ya “sobrenatural” (V 14-15), la correspondencia con la “noticia amorosa” de J. de la Cruz (S 2.12-15) parece bastante segura.

Si se tiene en cuenta el pensamiento sanjuanista sobre el apaciguamiento o dominio de la parte inferior, como requisito para llegar a la unión perfecta del  matrimonio espiritual (CB 1415,30), la “oración de quietud” aquí mencionada correspondería a un grado inferior, lo que corroboraría al especificar que la quietud es de la voluntad. En cualquier caso, lo cierto es que a J. de la Cruz lo que le interesa es el valor de la quietud ante la presencia actuante de Dios, no encasillarla en categorías difíciles de perfilar. Insiste en que el momento de la actividad y del esfuerzo en la comunicación con Dios ha de sustituirse por el de la receptividad y la postura de quietud.

Eulogio Pacho