Simbología sanjuanista

La crítica literaria ha advertido en los poemas líricos de San Juan de la Cruz el uso clásico de términos como la noche, la llama, la fuente, la luz, las cavernas, las lámparas, y ha advertido también que tales términos además de desarrollar las relaciones que atañen a su uso simbólico tienen en el discurso poético el significado que les es propio como unidades codificadas en el léxicon de la lengua española; tales términos tienen, por tanto, en el discurso de los poemas sanjuanistas un doble valor: uno en el mundo referencial de los campos semánticos textuales, es decir, el que el contexto les da a partir de su significado habitual, y otro en el mundo imaginario de los campos simbólicos que ellos mismos crean, es decir, en su dimensión de símbolos literarios.

Los símbolos aparecen en todos los poemas, con amplitud e intensidad variadas, junto con otros recursos literarios: metáforas, metonimias, alegorías, símiles, y configuran el conjunto de la lírica de J. de la Cruz como un universo ficcional en el que las relaciones de significado, de espacio y tiempo son interpretadas a partir de unos temas y unas anécdotas ( búsqueda y encuentro en la naturaleza, búsqueda y encuentro en una noche oscura; la pasión amorosa, la llama del amor a Dios), en un sentido simbólico que, según dice el poeta en las Declaraciones a las estrofas, corresponde a las distintas fases del  camino místico. Y así, las relaciones que el término “noche” establece mediante adjetivos (oscura / dichosa, amable, sosegada, serena) en los campos semánticos de la luz del día y del tiempo astronómico, se desdoblan en el ficcional como etapa de dolor o de sosiego del alma en el camino hacia la  unión mística con Dios, manteniendo siempre la concordancia con el símbolo inicial (noche oscura = noche con sufrimiento; noche dichosa = estado de felicidad porque avanza hacia la luz, etc.).

I. Los grandes símbolos sanjuanistas

Esto significa que una vez que un término se propone como símbolo, todas las relaciones que establece en el discurso se proyectan en dos direcciones, la referencial y la simbólica, aunque no siempre lo hacen del mismo modo. La Llama de amor viva y la Noche oscura son poemas estructurados en torno a un solo símbolo general; el Cántico espiritual, bastante más extenso, se organiza a partir de un símbolo total, el amor de los esposos, y se desgrana en multitud de símbolos parciales que estructuran los distintos momentos de la historia de amor entre Dios y el alma, articulación general del poema, apoyada en el uso de un símbolo envolvente o de una secuencia de símbolos encadenados, el poeta suele romper el equilibrio y se inclina hacia uno de los mundos representados, y con frecuencia hace prevalecer el simbólico, en el que queda preterida la lógica de la expresión lingüística, de manera que si el lector atiende sólo a ésta y se remite al mundo de la experiencia sensible, se encontrará con sin-sentidos, con frases absurdas, con contradicciones, etc., que podría considerar errores de la expresión, si no las traslada al nivel simbólico, donde transcienden la lógica y adquieren una riqueza de sentido asombrosa. Esto ocurre con expresiones fuera de toda lógica: muerte que das vida; saber no sabiendo; apaga mis enojos, pues eres lumbre; regalada llaga; música callada; ¿por qué no tomas el robo que robaste?… El oxímoron, la antonimia, la paradoja, la unión de términos contrarios, las frecuentes expresiones antitéticas (Mª J. Mancho, 1993, p. 107) nos sorprenden una y otra vez en el discurso de los poemas sanjuanistas, y comprendemos que no son precisamente errores o imprecisiones de la expresión debidas al azar o a un descuido del poeta, sino recursos literarios de una lírica simbólica, que se apoya casi siempre en una tradición de uso literario religioso y también en una teoría del conocimiento científico, filosófico y místico.

Una anécdota, a veces referencialmente incomprensible, sirve de fábula o de urdimbre para acceder a un universo en el que el símbolo se amplía en círculos y en redes semánticas complejas, hasta llenar todo un poema o extenderse incluso al conjunto de la obra de J. de la Cruz: todos los poemas mayores y cualquiera de los poemas menores participa en sus expresiones de ese mundo donde el símbolo es la llama y lo simbolizado es el amor de Dios, en el que el símbolo es la noche y lo simbolizado es el difícil y gozoso camino hacia Dios, en el que el símbolo es la ciencia y lo simbolizado es la intuición mística… y donde pierde pertinencia la lógica expresiva para dejar paso a una “inteligencia mística” en la que se aclaran sin-sentidos, contradicciones, antinomias… Estos son los hechos: términos simbólicos, redes semánticas simbólicas, universo de ficción organizado en torno a símbolos que invaden toda la obra, ¿cómo pueden ser explicados por una semiología literaria?

II. Naturaleza y aspectos del símbolo

El símbolo ha sido estudiado directamente, en los términos léxicos básicos: “noche”, “llama”, “cavernas”, “llaga”, “fonte”, etc., para determinar los sentidos que puede tener como unidad lingüística en las expresiones del poema; así lo ha estudiado la llamada “crítica simbólica”, tanto en su dimensión histórica, buscando los antecedentes, como en sus relaciones con los usos que se encuentran en otros poetas de la época renacentista. También puede ser analizado, cuando alcanza mayor complejidad porque se repite y se amplía con conexiones sucesivas, en el conjunto de la obra de un autor, de un tipo de lírica (amorosa, heroica, mística, etc.), o mediante la superposición de poemas, para comprobar cómo se constituyen las redes asociativas, sus derivaciones y sus reiteraciones en diferentes campos semánticos. Estos análisis pueden determinar qué mundos, qué figuras, qué mitos inconscientes pueden caracterizar a una obra, un autor, un estilo poético; es lo que ha hecho la psicocrítica, y particularmente Ch. Mauron a través de algunas figuras concretas, como las metáforas obsesivas, y puede hacerse también a partir de los símbolos.

Los estudios sobre el símbolo, o sobre las redes de símbolos, tienen un carácter interdisciplinar; el símbolo se constituye como objeto de estudio de la teoría literaria en varias de sus orientaciones actuales (la Estilística, la Psicocrítica…) y también es objeto central o marginal de otras investigaciones: la Hermenéutica (P. Ricoeur), la Poética del Espacio (Bachelard, Durand), el Psicoanálisis (Freud, Jung, Latan), la Ciencia de los Símbolos (Chevalier, Champeaux), la Antropología cultural (LevyStrauss), la Mitocrítica (Dumézil, Frye, etc.). Todos ellos aportan explicaciones desde distintos puntos de vista y permiten que hoy se tenga del símbolo un mayor conocimiento.

Algunos autores, como E. Cassirer, hablan de símbolo y de la capacidad simbolizante del ser humano a partir de las unidades del sistema lingüístico, pero no es lo habitual, la mayoría de los autores diferencian el signo –verbal o no verbal– del símbolo. Es evidente que el signo tiene aspectos comunes con el símbolo: ambos son formas materiales, empíricas, significantes, que remiten a contenidos no sensibles, mentales, significados; pero tienen distinta naturaleza y generan procesos semióticos diferentes: el signo mantiene una relación inmotivada entre sus dos componentes, significante y significado, en una relación necesaria, en cuanto que la concurrencia de ambos aspectos es imprescindible para que exista el signo como tal; el símbolo es motivado, pues siempre se basa en una relación determinable por el lector, que puede tener una base metonímica, pragmática, psíquica, o de otro tipo (llama=consumir; agua= purificación; noche=miedo) y no necesaria, pues puede establecerse con cualquiera de los términos del mundo simbolizado (llama=calor, daño, consumir, dar luz, purificar, etc.) y además el término simbólico ya tiene una existencia anterior como signo de un sistema lingüístico, pues no puede, o no suele, utilizarse como símbolo una secuencia de fonemas sin significado.

El signo es estable, al menos relativamente, y suele formar parte de un sistema, es decir, está codificado, mientras que el símbolo no es estable y no está codificado, de modo que puede simbolizar una cosa en un poema y otra muy diferente en otro, o incluso en el mismo poema en dos pasajes. El símbolo es más bien un “formante de signo literario” que no está ligado a un contenido preciso, a un significado, sino que adquiere un sentido en un discurso, en una lectura, no sólo diferente de un texto a otro, sino incluso diferente en dos lecturas de un mismo texto. Por esto, para interpretar al signo es necesario conocer el sistema al que pertenece, y si no se conoce el código no podrá interpretarse el texto; el símbolo pertenece a lo que Lotman llama un sistema modelizante de segundo grado y para interpretarlo, el lector no tiene que acudir a la memoria y a su competencia lingüística, sino que, supuesta ésta, debe descubrir, a partir de ella, intuitivamente, unas nuevas posibilidades en el contenido simbolizado, que nunca es unívoco, ni necesario.

El símbolo es, pues, un término del discurso, que sin perder su significado referencial (noche=tiempo físico que no es de día) adquiere una nueva dimensión, la simbólica, que remite a un sentido circunstancial (noche = camino hacia la fuente que mana, tiempo de miedo y oscuridad, preludio del encuentro deseado), determinado por el contexto. Su sentido se encuentra más que con el discurso mental, con la intuición, con la sugerencia, con la imaginación.

Los términos lingüísticos utilizados como símbolos pueden proceder de cualquier campo semántico; en los textos de J. de la Cruz, suelen ser los denominados “símbolos primordiales” que remiten referencialmente a hechos naturales y a experiencias cósmicas del hombre: la noche, la llama y la luz, el agua y la fuente… con sus constelaciones en la expresión de contrarios, de sinónimos, de términos homólogos y con todas sus posibilidades de incrementación por medio de adjetivos, de determinantes, y de predicados positivos y negativos.

El significado concreto de los términos simbólicos y las derivaciones contextuales en cada poema, son el punto de partida para sus posibles interpretaciones, que pueden ser muchas, dado el carácter polivalente y ambiguo del texto artístico. Las lecturas literarias, y las simbólicas lo son, pueden ser muy diversas, pues se trata de sentidos no limitados por un código, sino sólo por el contexto y pueden ser todas las que el texto no rechace de un modo directo.

III. Interpretaciones del simbolismo sanjuanista

La crítica ha tomado posiciones muy distanciadas a la hora de determinar el origen y la finalidad del símbolo en los poemas de J. de la Cruz, y de ellas derivan lecturas que son aceptables o rechazables, según el enfoque inicial. Podemos adelantar que, después de repasar las lecturas propuestas hasta el presente, las interpretaciones generales que se han dado a los símbolos pueden reducirse fundamentalmente a dos, una que responde a una lógica de necesidad y remite a las posibilidades y limitaciones del idioma, y otra que responde a una lógica de disimulo y remite a una disposición del sujeto emisor. La primera es la que declara el mismo Juan al explicar sus símbolos y es la que sigue la mayoría de la crítica textual, la segunda es la que, con matices en diferentes autores, se apoya en la teoría psicoanalítica que parte de Freud.

1. LÓGICA DE LA NECESIDAD. Según esta interpretación, el uso del símbolo está motivado necesariamente por la naturaleza de los contenidos que se pretende expresar y por la naturaleza del sistema verbal de signos. Los contenidos que se quiere manifestar son experiencias inefables, o demasiado ricas, y el idioma no puede expresarlas porque la lengua carece de palabras para manifestar los contenidos místicos. De los dos aspectos (contenidos en sí inefables; limitación de los recursos expresivos) habla J. de la Cruz; de uno u otro han hablado los más destacados críticos: Menéndez Pelayo, Dámaso Alonso, Baruzi.

San Juan, en el prólogo al comentario en prosa al poema del Cántico espiritual, afirma claramente que “sería ignorancia pensar que los dichos de amor en inteligencia mística … con alguna manera de palabras se puedan bien explicar”. Ni el entendimiento, ni el sentimiento, ni el deseo de amor a Dios, puede ser expresado por nadie, y “ésta es la causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo … que con razones lo declaran”, pues “no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas” (CB pról.1-2).

Farrés Buisán (1990) ha hecho una relación de las citas en las que el Santo habla directamente de la inefabilidad, que son muchas. San Juan declara que utiliza los símbolos como un recurso necesario para superar de algún modo la inefabilidad de algunos conceptos, de algunas experiencias, consciente de lo que hace, y no por una presión del inconsciente que le lleve a usar expresiones no queridas. Pero además cuando Juan utiliza el símbolo está respaldado en la práctica por una tradición pragmática, amplia e intensa en el discurso poético religioso y por una filosofía formulada explícitamente por autores de los siglos XV y XVI.

Es sabido que el uso del símbolo y de la alegoría es uno de los rasgos más destacados del arte medieval, y no sólo del literario, por unas motivaciones en las que ahora no vamos a entrar, pero de las que la más general es, sin duda, la teoría de que Dios se manifiesta simbólicamente en la naturaleza, de modo que la belleza de ésta trasluce de algún modo la de Dios. Sobre todo, a partir de la segunda mitad del siglo XV, el uso del símbolo tiene un respaldo teórico muy consistente, que puede ofrecer razones para entender las formas que adoptan los poemas sanjuanistas.

Nicolás de Cusa (1401-1464) publica en 1445 dos obras, La búsqueda de Dios y La filiación de Dios, en las que, como en el resto de su producción filosófica, desde una perspectiva neoplatónica y en la línea de la mística alemana, expone un método de conocimiento analógico-alusivo (la docta ignorancia), que pretende aproximarse a lo desconocido desde lo conocido, a lo incierto desde lo cierto, a lo infinito desde lo finito, partiendo de la idea de que las cosas finitas no tienen con lo infinito una relación antitética, sino simbólica. Si las cosas inmediatas nos son conocidas, a través de ellas podemos inducir las lejanas en el conocimiento. Por otra parte, en el mundo del conocimiento empírico se dan oposiciones entre las cosas o entre los conceptos que quedan anuladas en lo infinito, donde se superan los contrarios. El principio de contradicción, que es la base de la coherencia del discurso científico, pierde su pertinencia respecto a lo infinito. A través de los tres grados de conocimiento se puede seguir el proceso por el que el hombre puede llegar a saber de modos distintos: la percepción sensorial, que nos permite acceder a las cosas reales en su variedad existencial; la razón discursiva, que distingue los términos opuestos y los excluye porque se niegan entre sí; y el intelecto que capta la coincidencia de los opuestos mediante una intuición superior. Percepción, razón, intuición, son grados del saber que pueden explicar el uso del símbolo y de las expresiones antitéticas que se dan en los poemas sanjuanistas: la percepción del mundo sensible donde se refleja el Amado que lo viste de hermosura; el discurso que lleva al diálogo con las criaturas y la intuición que permite el acceso al mundo del símbolo y por él a lo simbolizado.

El símbolo parte de una relación con lo simbolizado; tiene un poder evocador que busca la armonía entre los extremos (en San Juan lo divino y lo humano), es decir, el símbolo se mueve en el nivel de la percepción sensorial (en su materialidad: naturaleza, noche, sentimientos) y de la razón discursiva en su expresión, donde las antítesis, las contradicciones, el absurdo (soledad sonora, música callada, muerte que da vida) son posibles, y remite a un mundo simbólico donde todo es infinito, donde no persisten ni la materia ni la contradicción: ni la llama es la llama, ni hay contradicción entre los opuestos: muerte / vida; música / silencio; llaga / regalada; lumbre que apaga.

Las teorías del Cusano encuentran intenso eco en el neoplatonismo italiano del siglo XVI, que renueva la antigua “metafísica de la luz”. La luz eterna, original, purísima, inmaterial, causa primera del ser y de la vida, principio activo y formativo de la naturaleza (Patrizzi, 1529-1597), es el símbolo de la divinidad, de la vida; y siguiendo el ciclo de la naturaleza, el camino hacia la luz es la noche; lo finito es una prolongación de lo infinito y conocemos lo infinito por analogía con lo finito; los contrarios se anulan en lo infinito y la noche se hace luz en esa dimensión simbólica a la que el alma accede intuitivamente, aunque en la expresión lingüística lógica se formule como un sin-sentido.

El uso del símbolo se mantiene en el Renacimiento, aunque con otro valor y por motivaciones distintas de las medievales, y lo usan sobre todo los autores neoplatónicos como elemento mediador entre una realidad sensible (su referencia) y un sentido profundo, indefinible, indecible, infinito. El símbolo tiene la función de llevar al hombre de lo finito conocido a lo infinito desconocido, a lo que por su propia naturaleza es inefable de un modo directo y, por ello, debe encontrar una forma indirecta de manifestación por caminos distintos de los habituales.

Desde esta perspectiva, el símbolo alcanza una indudable función gnoseológica: es el camino para un conocimiento no racional, sino intuitivo. En el mundo literario un poema simbólico se convierte en un proceso de conocimiento de una realidad que, discursivamente inalcanzable e inefable para los medios ordinarios de expresión, se hace palabra en los símbolos de J. de la Cruz.

El símbolo y su uso respondería, en primer lugar, a una necesidad lingüística: suplir la falta de términos que expresen directamente los estados místicos, las relaciones y las experiencias; tendría una segunda dimensión como signo literario: confiere belleza al texto, pues es un recurso de ornato del discurso, y alcanzaría, también por su naturaleza de signo literario no codificado, la polivalencia semántica propia de los signos artísticos; y finalmente habría que considerar su valor gnoseológico, pues genera un proceso de conocimiento de carácter intuitivo que permite comprender lo que de otro modo no es racionalmente asequible ni comunicable.

Así quedaría explicado el símbolo desde la lógica de la necesidad a través de todos estos pasos no perdidos en la lírica simbólica de san Juan y así es como él lo ha explicado en las Declaraciones que añadió a sus poemas mayores. Pero en ellas dice que su explicación no excluye otras lecturas e interpretaciones, dada la riqueza del contenido, que apenas rebosa un poco.

2. LÓGICA DEL DISIMULO. Puede llamarse también “del ocultamiento” y corresponde a las interpretaciones del símbolo sanjuanista, desde una perspectiva psicoanalítica. El símbolo, en general, es el lenguaje del inconsciente y el hombre lo utiliza como un recurso para ocultar unas experiencias que, por alguna razón, no quiere manifestar directamente, en sus propios términos. Los poemas serían procesos de figuración, de desplazamiento o de condensación, de experiencias eróticas, a las que un interdicto personal y social impide presentar en un lenguaje directo. El hombre acoge en su inconsciente aquellos impulsos, sentimientos y conductas que reprime, porque los considera censurables desde su control psíquico, y los convierte en contenido simbólico de formas expresivas que escapan a ese control, mediante alguno de los procedimientos de manifestación del inconsciente, que conoce el psicoanálisis.

Según tal interpretación, san Juan utiliza en sus poemas símbolos que remiten al amor humano y como tales hay que leerlos, a pesar de lo que él diga en sus Declaraciones, pues puede el autor creer que hace una cosa y estar en realidad haciendo otra. Desde esta actitud metodológica, el sentido de los poemas es sencillo y directo: son canciones de amor, cuyas expresiones resultan fuertemente eróticas. Lo que dicen los poemas es directo, es el lenguaje habitual de la lírica amorosa y como tal hay que entenderlo, y sus símbolos son los normales en este tipo de poemas. Las afirmaciones de que se trata de amor divino están hechas desde el interdicto que el inconsciente pone a la expresión amorosa.

J. Guillén (1969), refiriéndose al Cántico espiritual, cree que los poemas “si se leen como poemas –y eso es lo que son– no significan más que amor, embriaguez de amor, y sus términos se afirman sin cesar como humanos […] Nada abstracto se mezcla a la historia, reducida a los pasos y emociones de una pareja de enamorados”. Aparte de que la expresión mística es humana, fuertemente humana, y, por tanto, el argumento de la humanidad de los poemas no parece decisivo para excluir esta faceta, el mismo Guillén reconoce que “una resonancia valiosa se añade al canto de amor” y “se insinúa entre los versos que los dota de una transcendencia a la vez humana y divina”.

Así lee también los poemas J. L. L. Aranguren (1969), que afirma rotundamente que “si sin gazmoñería alguna aceptamos leer el Cántico … pronto veremos en qué tremenda medida es un poema erótico … cuya acción es la unión amorosa enteramente narrada … y cuyo clímax, el éxtasis erótico, se alcanza al comienzo de la estrofa doce de la versión primera”.

Es evidente que el Cántico espiritual, al que se refieren las afirmaciones de Guillén y de Aranguren, no utiliza el lenguaje en una forma narrativa, como un relato directo de una historia amorosa; es indudable que desde los primeros versos incluye términos que rechazan una lectura referencial; y por muy directamente que se lean, sin gazmoñería, pero también sin condicionamientos ideológicos, los versos del Cántico no relatan la historia de ningún ciervo que hiere y huye, no son la historia de una mujer que anda preguntando a las criaturas si han visto a su amado, el poema desarrolla esas anécdotas como símbolo de algo más; y el dilema está en determinar si esos símbolos se refieren a un amor humano o a un amor divino. Y lo mismo diremos respecto de las lecturas de otros autores que interpretan los poemas la Noche oscura y la Llama de amor viva, como poemas eróticos.

Estamos ante lecturas reductoras y, sin duda, desviadas por una ideología o por una postura personal, que se quedan en la superficie, pues el título (Canciones entre el alma y el Esposo) y la Declaración de las canciones entre el alma y el Esposo apuntan a otro sentido, y el mismo texto permite otras lecturas y alcanza otros sentidos, aunque el título no fuese significativo o el autor no lo hubiese aclarado. Sabemos que no es decisiva, ni condicionante siquiera, la intención del autor a la hora de interpretar el texto literario, pero sabemos también que la obra artística es polivalente y admite, según indicios textuales, multitud de lecturas. Con las interpretaciones eróticas estamos también ante una lectura con pretensiones de exclusividad: la descalificación de otras, considerándolas “gazmoñas”, es contraria a los más elementales principios de la teoría literaria actual, que ha señalado desde varias orientaciones metodológicas (New Criticism, Estética de la Recepción, etc.) la polivalencia del signo literario: no puede ser excluida una lectura mediante un juicio de valor de un crítico, pues sólo el texto puede rechazarla, si no responde su sentido al discurso verbal del poema.

Partiendo de la posibilidad de varias lecturas, vamos a comprobar las que se han propuesto desde una metodología psicocrítica y cómo pueden contribuir a explicar algunos aspectos del uso de los símbolos para poner en claro las orientaciones sémicas que crean. Según el psicoanálisis, el símbolo responde a una tónica de disimulo y de ocultación, es decir, es un recurso no consciente utilizado por el poeta para esconder los sentimientos, las experiencias, los deseos y las pulsiones cuya manifestación directa sufre un interdicto por parte de su conciencia.

Freud asigna al símbolo una primera función comunicativa, como expresión de un significado que ha sido codificado en el inconsciente. Para este autor, los símbolos remiten figurada o traslaticiamente, también condensadamente, a un mundo de deseos, de pulsiones que en sí no son inefables, pero que el sujeto, por razones sociales (tabú) o personales (censura inconsciente), no puede decir de un modo directo. Los símbolos son el lenguaje del inconsciente, que son leídos más allá de su referencia lingüística inmediata. No se trata de que su contenido sea inefable o de que no haya términos en el lenguaje ordinario para expresarlo, se trata de soslayar un interdicto mediante una expresión simbólica, no consciente para el autor, que descubre el psicoanalista o el psicocrítico mediante el análisis de los términos del discurso y de sus redes asociativas.

Jung desde la idea freudiana de que el símbolo oculta un sentido, rechaza la hipótesis de que esa forma sea siempre el enmascaramiento de deseos censurados por el individuo. El símbolo sería una expresión de la psique cuando se adentra en una realidad desconocida y sin expresión directa; su función primera consiste en “la revelación existencial del hombre a sí mismo, a través de una experiencia cosmológica”. En los poemas simbólicos de san Juan la revelación a sí mismo se hará a través del reconocimiento de la presencia del Amado en la naturaleza (mi Amado, las montañas…) y a partir de un símbolo general: el amor de los esposos, y la búsqueda inquieta hasta el encuentro gozoso.

La interacción entre el consciente y el inconsciente es posible por medio del símbolo: “El símbolo no encierra nada, ni explica, remite más allá de sí mismo hacia un sentido aún inasible, oscuramente presentido, que ninguna palabra de la lengua que hablamos podría expresar de forma satisfactoria” (Jung). Cuando los símbolos son sociales, generales, forman conjuntos que actúan como modelos o arquetipos de conocimiento y de conducta y se convierten en “elementos estructurales de la psique”. Los símbolos arquetípicos provocan “imágenes primordiales” en diferentes culturas, son casi signos codificados, aunque sin la precisión que alcanzan los signos de un sistema semiótico; así podemos pensar en la universalidad de los símbolos sanjuanistas de la noche, de la llama y de la luz, del agua y de la fuente, del aire, cuyo sentido religioso general parece identificarse en todas las culturas.

La aplicación de los conceptos psicoanalíticos al estudio de los textos literarios da lugar en la teoría de la literatura al método psicocrítico de Charles Mauron. El análisis desde esta perspectiva se realiza partiendo del presupuesto general de que el texto poético se estructura en dos niveles: el externo, cuyas expresiones son determinables mediante un análisis de las formas (fonético, morfológico, sintáctico, métrico) y el interno, constituido por asociaciones semánticas de metáforas y símbolos que manifiestan el mundo emocional e inconsciente del autor.

La diferencia entre la lógica del ocultamiento y la lógica de la necesidad está en que la primera no es consciente: el autor no sabe que lo que dice tiene una referencia al mundo del inconsciente donde forma redes asociativas que construyen figuras por su cuenta; elige temas y símbolos, incluso cuadros de personajes, para estructurar en el nivel de la consciencia anécdotas, fábulas, relatos, etc., pero lo hace movido por su inconsciente, sin penetrar en otro sentido más que el anecdótico, y es el crítico quien interpretará esos símbolos, identificándolos y relacionándolos en toda la obra; por el contrario, la lógica de la necesidad mantiene que el autor es consciente, tanto de la inefabilidad del objeto que quiere tratar, como de la insuficiencia del sistema de signos verbales en que lo quiere expresar, de modo que busca conscientemente la expresión simbólica, que le permite dar forma de alguna manera a esos contenidos, y además él mismo puede explicar los símbolos y sus relaciones.

Nos parece que, sin duda, la actitud de san Juan, que añade a las Canciones, las Declaraciones, se sitúa decididamente en la segunda forma de entender la función del símbolo como signo literario. Además, la modernidad del Santo es sorprendente en este punto porque admite la polivalencia del símbolo, al decir que su lectura y sus explicaciones no agotan las posibilidades del sentido de sus poemas y que otros lectores podrán interpretarlos de otro modo.

Los estudios de G. Bachelard y de G. Durand buscan una interpretación simbólica del espacio humano (subida, ascensión / caída, bajada) y del tiempo (diurno / nocturno) como coordenadas en las que el hombre sitúa su experiencia y se sitúa él directamente en los límites que le ofrece la realidad inmediata o en el mundo ficcional que construye con los símbolos y con el imaginario espacio temporal. Las funciones del símbolo en estos espacios y tiempos imaginarios pueden entenderse también como puente entre lo conocido y lo desconocido, entre lo finito natural y lo infinito espiritual, entre el cronotopo del mundo empírico y la semiotización de espacio y tiempo en el mundo imaginario.

En este sentido, una de las funciones atribuibles al símbolo sería la unificación de la experiencia total del hombre (la religiosa, la científica, la cósmica, la empírica y la imaginaria…), en niveles preconscientes o supraconscientes, que le permiten integrarse mediante la experiencia religiosa en un vasto conjunto, a partir de lo que llama Bachelard la inmensidad íntima, que abarca toda la creación, donde se manifiesta simbólicamente el mismo Creador (mi Amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos).

Otra de las funciones, ésta desde la experiencia del saber, sería la gnoseológica, que permite al hombre transcender el conocimiento racional que a partir de la experiencia puede darle la ciencia y la especulación, y alcanzar otro modo de sabiduría, el sumo saber en la intuición de la divinidad (un entender no entendiendo … / Y es de tan alta excelencia / aqueste sumo saber, / que no hay facultad ni ciencia / que le puedan emprender). El símbolo siempre como intermediario entre dos mundos, el de la fe y el empírico, el de la ciencia y el de la experiencia, con funciones que lo hacen necesario.

Los poemas de san Juan acogen todas las formas de transcendencia y utilizan todas las funciones que son asequibles a los símbolos. El símbolo respondería a necesidades de seguridad psíquica, pues permite al hombre centrarse en la creación, y de conocimiento intuitivo, que le permite transcender el saber racional. La realidad que expresa el símbolo pertenece a un mundo en el que el hombre está situado en otras dimensiones espacio-temporales y de conocimiento, y que traduce al mundo de la experiencia mediante términos que sugieren, que figuran, que connotan de algún modo esa otra realidad transcendente.

El símbolo, perteneciente a un lenguaje no codificado en un sistema sémico, pero de un valor general a toda la humanidad, sirve también de cohesión entre los hombres. El simbolismo religioso se convierte en una forma de lenguaje válido en una tradición que se remonta a la Biblia y da forma a la mística española en tanto que escuela de experiencias espirituales y de expresión literaria. San Juan sería, en su lírica, y en los comentarios en prosa, la más alta expresión de las posibilidades que el lenguaje simbólico ha conseguido.  Comparaciones, figuras, formas, imágenes, metáforas, semejanzas.

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María del Carmen Bobes Naves