Cruz de Cristo

Ni la cruz puede separarse de  Jesucristo, ni Cristo puede contemplarse sin cruz. Para un creyente, hablar de la cruz es hablar de “la cruz del Esposo Cristo”, o del “camino de la cruz del Esposo Cristo” (CB 3,5). Y hablar de Cristo es hablar de Cristo “crucificado”: “no busque a Cristo sin cruz” (Ct a Luis de S. Angelo, 1590), pues no existe el Cristo “sin cruz”. La cruz no es un accidente –¡aunque accidente glorioso, para él y para nosotros! – que le llega al final de la vida y que “termina” con él, sino que es la existencia de Jesús de Nazaret: es el Crucificado. De este Crucificado somos seguidores los cristianos. Por eso, en la “espesura de la cruz” hay que adentrarse si queremos llegar a la “espesura” de la resurrección y de la vida. Todo esto quiere decir que la cruz no es algo sectorial de Cristo o del cristiano, sino algo envolvente, identificador, coextensivo, en extensión y profundidad, con la vida de Jesús y con la nuestra.

Si no hay “Cristo sin cruz”, tampoco hay cristiano sin ella. No hay seguimiento de Jesús que no esté marcado de principio a fin por “su” cruz, por la cruz del Esposo Cristo, por el  camino de la cruz del  Esposo Cristo. La cruz es coextensiva a la vida cristiana. No se trata de tal o cual cosa, con una identidad objetiva bien precisa. La cruz es el “espíritu” de quien asume la vida, toda la vida por unos motivos y unos objetivos bien determinados: los de Jesús de Nazaret.

I. “El camino de la cruz del Esposo Cristo”

Me parece muy oportuno empezar este apartado con una “definición” sanjuanista del cristiano que tiene como trasfondo justificatorio a Cristo, por lo tanto con fuerte apoyo evangélico. Escribe: “El que hace algún caso de sí no se niega ni sigue a Cristo” (S 3,23,2). La  “negación” evangélica, cristiana de sí es centramiento amoroso en Dios y su Reino, que comporta necesariamente, como reverso “no hacer caso de sí”. Esto es seguimiento de Cristo, y de Cristo crucificado, del hombre Jesús de Nazaret, “el dulcísimo Esposo de las fieles almas” (CB 40, 7).

Y puesto que Jesús es “el mensajero y los mensajes” (CB 6,7), el enseñante y lo enseñado, Persona y palabra, a su Persona y palabra recurrirá el Santo para “justificar” poderosamente su doctrina sobre “el camino de la cruz del Esposo Cristo” (CB 3,5). Todo en la vida de un cristiano es cuestión cristológica, confesión o negación de Jesús, conocimiento o desconocimiento de Quien se nos presenta como verdad y amor, amor de Dios al mundo, al mismo tiempo que como toda la verdad y amor, toda la respuesta de la criatura a Dios.

Lo comprendió bien J. de la Cruz y nos dejó explícita constancia de ello en tres pasajes, clara y decididamente cristológicos, recapituladores de su visión de la vida cristiana, los dos primeros presentados también como “puerta” de acceso a su personal visión del ser cristiano; y otro, el último que presentaré, como colofón de una confesión sostenida de amor, expresión también de la única manera de acceder a la realización de cristificación de su existencia. “Sólo le queda una cosa que desear, que es gozarle perfectamente en la vida eterna” (CB 36, 2): entrar con él “en la espesura de la cruz”.

II. Un solo apetito

Se trata, como reza el título del capítulo 13 (de S 1) “de la manera y modo que se ha de tener para entrar en esta noche del sentido”. Amigo de brevedad y concisión, comido también por la urgencia de llegar adonde quiere llegar, a una participación más honda y radical, envolvente en la cruz de Cristo, o en la existencia crucificada del amor humanado de Dios, y consciente de que tiene “grave palabra y doctrina” (N 1,13,3), comienza el autor de Subida diciendo que va a dar “algunos avisos” (n.1). Da la impresión de que, sin mucha gana y convencimiento, simplemente para “llenar” un poco la exposición: “porque parece quedaba muy corto y no de tanto provecho no dar luego algún remedio o aviso” (ib.). Se agranda esta impresión cuando el lector advierte que el grueso de los “avisos” nos llega por medio del trasvase de otro, breve, escrito: buena parte de la literatura que acompaña al dibujo de El Monte Carmelo. La brevedad, aumentada por la autocita, viene en cambio compensada sobre la conciencia que manifiesta el autor de su absoluta validez: “Estos avisos … aunque son breves y pocos, yo entiendo que son tan provechosos y eficaces como compendiosos”. Por eso no duda en afirmar que “el que se quisiese ejercitar en ellos, no le harán ningunos, antes en éstos los abraza todos” (n. 2).

Puede herir la sensibilidad de algunos el tono “dogmático”, hiriente, provocador que adopta el Santo en la redacción de estos apotegmas en “verso”. Aquí, como en el texto que estudiaré a continuación, más que el tono interesa la lectura que hace de la vida de Jesús de Nazaret. Pues es esto de lo que se trata. E, indudablemente, es aquí donde nos convoca Juan de la Cruz. Nos envía al Evangelio para ver si y en qué medida su lectura del mismo y la propuesta espiritual que nos propone se sostienen o no confrontadas con la existencia y la palabra de Jesús. La urgencia “añadida” es que, según él en esto está en juego el cristianismo, la forma de vida nueva que Jesús ha inaugurado y llevado a plenitud en la historia. Y con carácter definitivo: él es “una Palabra suya (del Padre), que no tiene otra…, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Tanto, “que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar” (ib. 4).

Vuelvo al texto sanjuanista, y a las palabras con que abre estos avisos “breves y cortos”. Escribe con fuerza incontenible: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar, y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (Av 159). Huelga cualquier comentario. El teólogo y artista del lenguaje ha logrado una formulación precisa. Centra nuestra atención en la persona de Jesús, una contemplación estable, contemplativa, amorosa. “Un ordinario apetito”. Más adelante nos dirá que “único”: “un solo deseo”.

Deseo fuerte, impetuoso, de enamorado.

Todavía no nos ha dicho nada de él. Pero ya nos adelanta que es “lo primero”, por lo tanto, lo más importante y decisivo, la perspectiva y el horizonte en que se ha de comprender todo lo que sigue, clave doctrinal y, por tratarse de una Persona que es el rostro humano de Dios, Tú entrañable y cálido. Por tanto, que baña de vida las duras, restallantes consignas que siguen, sin disminuir ni disimular su dureza, y, menos, su verdad. Nos apremia a considerar “su vida”. No quiere voluntarismos ciegos, tantas veces –¿o siempre? – suicidas, sino comportamientos alimentados racionalmente. Según su fórmula: “hay razón natural y ley y doctrina evangélica, por donde muy bastantemente se pueden regir” (S 2,21,4). La voluntad es buena cuando es racional.

Y “lo segundo”. Así introduce una serie escalonada de aplicaciones de “lo primero” para educar sentidos, pasiones y concupiscencia. Conexión que establece con seguridad y sin titubeos. “Para poder bien hacer esto, cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba él su comida y manjar” (Jn 4,34: S 1,13,4).

A quien vivió y aconsejó vivir a Cristo “desnudamente” (Ct 16), sin adornos que lo desfiguran y le quitan inmediatez y frescor, le basta ahora el recurso a la palabra del Maestro. Le sobran los comentarios sobre la comprensión de la misma. Por lo demás, no estamos ante un islote perdido en el océano de los escritos sanjuanistas. Sin ir más lejos, capítulos atrás, y también con el soporte del texto lucano 14,33 en el que se nos dice de renunciar a todo si queremos ser sus discípulos, ya había escrito con su contundencia y seguridad acostumbradas: “Y esto está claro, porque la doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas, para poder recibir el precio del espíritu de Dios; porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación” (S 1,5,2).

Y terminará este capítulo, denso y de sencilla contextura expositiva, con abundante soporte bíblico, con otra perentoria afirmación: “No consiente Dios a otra cosa morar consigo en uno”, que “sólo aquel apetito consiente y quiere que haya donde él está, que es guardar la ley de Dios perfectamente y llevar la cruz de Cristo sobre sí” (ib. 8).

Cuando aborde directamente el reordenamiento evangélico del amor, nos ofrece también el principio a cuya luz advierte que hay que entender todo lo que va a exponer a continuación. Con solemnidad, pero sin afectación, como una profesión de fe que le sale de sus entrañas de creyente, escribe: “Para todo ello conviene presuponer un fundamento, que será como un báculo en que nos debemos ir siempre arrimando. Y conviene llevarle entendido, porque es la luz por donde nos habemos de guiar en esta doctrina y enderezar en todos estos bienes el gozo a Dios, y es: que la voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios, y que la mayor honra que le podemos dar es servirle según la perfección evangélica; y lo que es fuera de esto, es de ningún valor y provecho para el hombre” (S 3,17,2).

“La honra y gloria de Dios” está en que el creyente viva “según la perfección evangélica”. Admitida esta premisa puede afrontarse con ánimo sereno la conclusión: lo que no es esto “es de ningún valor y provecho” para la persona. Para ser hay un camino. Y éste no es otro que Jesús, su buena nueva, el Evangelio.

Aplicará sin reservas estos principios en el acompañamiento espiritual de quienes se lo solicitan. Marcando bien la “cronología” y el contenido de la relación Dios-persona, escribe a una carmelita descalza: “Por eso la quiere Dios, porque la quiere bien, bien sola, con gana de hacerle él toda compañía”. Es Dios quien pone en movimiento el reloj de la relación amistosa con cada uno de nosotros: “nos quiere bien”. Y quien define bien el contenido y alcance: él quiere ser “toda compañía”. El único amor, todo el amor. Con esta insondable gracia por delante, y todavía hablando de Dios, la conclusión, que es también enorme gracia, no pesado, externo mandamiento, “porque la quiere Dios, la quiere bien sola”. Y continúa, ahora ya cambiando de sujeto, diciendo: “Será menester … en poner ánimo en contentarse sólo con ella [la compañía del Dios]” (Ct a Leonor de S. Gabriel: 8.7.1589). Como Dios, en res-puesta a su pro-puesta, hay que ser personas de un solo, totalitario amor. Qué duda cabe que se trata de un amor incluyente, no excluyente, amando todo lo que quiere Dios y como lo quiere Dios. En suma, un amor que nace y se alimenta de la fuente de la verdad y del amor.

Por aquí, por la verdad, conecto ya con el segundo texto en el que J. de la Cruz nos entrega una exposición más amplia, dentro de su natural sobriedad, de su inteligencia del misterio de Cristo, que es tanto como decir, de la “ciencia de la cruz” de Cristo.

III. Cristo, amor crucificado

El capítulo cristológico (el 7 de S 2), que merecería estar en cualquier antología del género, es paralelo y juega el mismo papel clarificador que el que escribió poco antes –el 5º– sobre la unión: “entendido esto [qué es unión del alma con Dios] se dará mucha luz en lo que de aquí adelante diremos (4,8). Aquí, en el capítulo siete del libro segundo de Subida, apenas iniciada la exposición de la purificación que se requiere para la unión, J. va a explicar su radicalidad y, sobre todo, su fundamento, apelando a la doctrina y a la misma persona de Jesús. Unión y purificación son las dos caras de una misma moneda: la una incluye, exige y requiere la otra. Es éste el planteamiento que hizo en el capítulo anterior, el sexto, presentando las virtudes teologales, en las que consiste la unión y el “vacío” “de todo lo que no es Dios” (S 2, 6,1-2; N 2,21), dimensión mística y ascética de la vida cristiana, en unidad indisociable.

Y porque ahora va a hablar prevalentemente, por no decir exclusivamente, de la  “desnudez”, de “cuán angosto sea el camino que dijo nuestro Salvador que guía a la vida” (ib. 7,1), le urge poner al lector frente a frente con la palabra de Jesús y con él mismo. Nadie podrá dudar razonablemente de la preocupación sanjuanista por bus car en Cristo el apoyo y “justificación” de su doctrina sobre la necesaria purificación para la unión con Dios. En estas páginas, densas y apretadas, viene a decirnos, como Pablo de Tarso, su comprensión del misterio de Cristo, de un Cristo crucificado, fundamento único de todo edificio que se bautice cristiano.

Al final del capítulo, terminando, “aunque no quisiera acabar de hablar en ello”, nos sorprende con una durísima afirmación: “Veo que es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos”. Y nos ofrece, a renglón seguido, unas brevísimas palabras, síntesis de toda su exposición. Nos dice: “Pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes, amándole mucho a él” (12). De nuevo Cristo viene contemplado y presentado como la única clave de verificación de una propuesta espiritual cristiana. Pues Jesús es la respuesta de la criatura al amor que el Padre le otorga como gracia absoluta, que es absolutamente capacitadora de respuesta: un amor que lleva a la muerte “de todo lo que no es Dios”, muerte a sí y a sus cosas.

Inevitablemente, como no podía ser de otro modo, J. hará derivar el discurso hacia el amor “que es pasar de sí al Amado” (CB 26,14), que “es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7). Sólo que aquí, en este capítulo séptimo, tiene un sabor más poderosa y cálidamente cristológico, es decir, un sabor con raíz biográfica de Quien “no buscó su propio agrado”.

Una tesis, con dos convergentes, complementarias expresiones, una realidad con dos caras, que cada una de las cuales puede expresar por sí sola, y que en la realidad no pueden darse por separado. Aunque aplace para otro momento la expresión positiva del amor, la afirmación de la persona a la que se entrega incondicionalmente, con totalidad, no puede silenciar que éste es el suelo y la raíz del que se alimenta, y en la que cobra validez la dimensión negativa de “desnudez” y  negación, de cruz. En definitiva, entrar por la puerta angosta de Cristo significa “amar a Dios sobre todas” las cosas (ib. 2). En “esta senda de la perfección” “sólo Dios se busca y se granjea, sólo Dios es el que se ha de buscar y granjear” (ib. 3). Pero lo fuerte de su discurso va ahora en la dirección de lo que implica y exige esta opción por “solo Dios”. Y esto lo hace apoyándose en la palabra evangélica y contemplando la persona misma de Jesús.

Estos son los textos evangélicos de los que se sirve: Mc 8,34-35 (4), Jn 12,25 (6), 14,6 y 10,9 (8), Mt 20,22 y 11,30 (7). Apuntala en ellos su pensamiento, su visión personal del camino espiritual, y critica con fuerza la postura de algunos espirituales “que se tienen por amigos de Cristo”, pero que, según él, “huyen de ello [de la cruz de Cristo] como de la muerte” (5). Empiezo por esta critica y continúo luego por la exposición de su doctrina.

Jesús habla a sus seguidores en el texto de Mc de “negarse a sí mismo” y de “tomar la cruz”. Los espirituales a los que se refiere J. “entienden que basta” para vivir este consejo de Jesús con “cualquiera manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir la mortificación”. (5; cf. 8). Ya en S 1,8,4 había hablado también de quienes “se cargan de extraordinarias penitencias y otros muchos voluntarios ejercicios”, añadiendo también la coletilla “y piensan que les bastará para llegar a la unión. En Dichos sentenció: “Aunque obres muchas cosas, si no aprendes a negar tu voluntad y sujetarte, perdiendo cuidado de ti y de tus cosas, no aprovecharás en la perfección” (Av 7).

Aparecen en esta sentencia dos propuestas netamente diferenciadas: la primera, la de “algunos espirituales”, habla de “muchas cosas”, de “extraordinarias penitencias”. Piensan que esto basta. El Doctor místico dice que esto “es andar por las ramas” (S 2,7,8), “huir de imitar a Cristo” (ib.), y que, por lo tanto, “no aprovecharán en la perfección”. Y la segunda propuesta es la del santo carmelita, que ha sintetizado con estas palabras: “negar tu voluntad … perdiendo cuidado de ti y de tus cosas” (Av 71). Es sobre lo que abunda en el capítulo que estudiamos. El camino cristiano es “desnudez y pobreza, o enajenación o pureza espiritual” (ib. 5), o “suma desnudez y vacío de espíritu” (3), o “viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, esto es, interior y exterior” (ib. 11). Contrapone las dos propuestas ayudándonos así a una comprensión mejor de cada una. La primera es puro egoísmo; la segunda es amor. Aquélla hace a sus seguidores “enemigos de la cruz de Cristo”; ésta “es seguir a Cristo”.

Una lectura atenta del densísimo número cinco llevará al lector a una comprensión, como mínimo, de la fuerte convicción del Santo sobre lo que está en juego. Después podrá juzgar, y desde la luz que proyectan los textos bíblicos aducidos, sobre la validez de una y otra postura con relación a la “cruz de Cristo” en la vida cristiana.

Escribe el maestro que “la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre por Cristo” es “la aniquilación de toda suavidad en Dios”; y que “buscar a Dios en sí mismo es no sólo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo; y esto es amor de Dios”. Mientras que “andar dulzuras y comunicaciones sabrosas en Dios” “no es negación de sí mismos y desnudez de espíritu”, antes es “buscarse a sí mismos en Dios, lo que es harto contrario al amor”.

El Santo identifica la “cruz” y el “amor”. Y una y otro con el seguimiento de Jesús. El amor es negación de sí, por cuanto es afirmación de otro como razón y centro de la propia vida. Y esta negación, “en que consiste la cruz pura espiritual”, “ha de ser una muerte y aniquilación” “en la estimación de la voluntad, en la que se halla toda negación”. Parafraseando los dos textos joaneos que cita, dice que “el que quiere poseer algo o buscarlo para sí, ése la perderá [su vida, su alma]”. Mientras que “el que renunciare por Cristo a todo lo que puede apetecer y gustar, escogiendo lo que más se parece a la cruz … ése la ganará” (ib. 6).

Beber del cáliz del Señor, del que habla Mt 20,22, “es morir a su naturaleza, desnudándola y aniquilándola”, para poder caminar el camino de Jesús, “en el que no cabe más que la negación … y la cruz, que es el báculo para poder arribar, por el cual grandemente se aligera y facilita” (ib. 7). Y continúa apoyándose en el texto del mismo evangelista, 11,30, que el yugo suave y ligero “es la cruz, que es determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las cosas por Dios” (ib).

Todo esto que nos dice con el soporte de la palabra evangélica, lo refuerza presentándonos la Persona misma de Jesús: su vida es una muerte a lo sensitivo, “espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte”, en la que quedó “aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno”. Pero en este momento “del mayor desamparo”, “hizo la mayor obra que en toda su vida”, que fue “reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (ib. 11).

De este modo, su tesis de “que Cristo es el camino, y que este camino es morir” (ib. 9), adquiere un refrendo absoluto en la palabra y en la vida de Jesús, y, por eso, un alcance universal. Lo grita, más que lo dice: “Para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios … tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace”. Y líneas más abajo culmina su discurso con esta afirmación: “no consiste, pues, (el camino de Cristo) en recreaciones y gustos, y sentimientos espirituales, sino en una vida muerte de cruz” (ib. 11). El Santo emplea “aniquilación”, “aniquilar” once veces en este capítulo, cuatro de ellas referidas a Cristo (todas en el n. 11) y siete para designar la “cruz”, el “camino” del cristiano (cf. CB 26,17).

Pienso que podemos concluir que este capítulo siete es el manifiesto más radical del estatuto del cristiano, porque antes de su Maestro: la cruz. Lo que está aquí en juego es una lectura en profundidad, radical de la vida y de la palabra de Jesús. Si J. de la Cruz acierta o se equivoca todo su sistema doctrinal, y su misma vida, se sostiene o se hunde. Es clara su intención a la hora de escribir este capítulo, como lo advierte en el primer número: “que no se maravillen del vacío y desnudez” de la que hablará como camino de la  unión.

IV. Espesura de la cruz, espesura de la vida

  1. de la Cruz es consciente y sabedor de las resistencias inmensas que hay en nosotros a la “cruz”, es decir, al “amor” (CB 36, 10-13). Dios comienza a probar a quienes andan “crecidillos” en la vida espiritual. De estos dice el Santo que “están inclinados a estos gustos … y son muy flojos y remisos en ir por el camino áspero de la cruz” (N 1,6,7); y que, “en ofreciéndoseles algo de esto sólido y perfecto … huyen de ello como de la muerte” (S 2,7,5). Son personas que “se ofenden de la cruz”, “en que está el deleite del espíritu” (N 1,7,4).

En la Llama se pregunta por qué hay “tan pocos que lleguen a tan alto estado de perfección de unión con Dios”. Y la respuesta es escueta, nítida: porque “hay pocos vasos que sufran tan alta y subida obra”. Por ello, Dios, “no hallándolos fuertes y fieles en aquello poco … no va adelante en purificarlos”. Pues para esto “era menester mayor constancia y fortaleza” (2,27).

Una constancia y fortaleza que Dios, condescendiente, con paciente amor se empeña en engendrar en nosotros, para que podamos comer el manjar “más fuerte y sólido de los trabajos de la cruz de su Hijo, a que él querría echasen mano más que a otra alguna cosa” (S 2,21,3). En Llama, en una exclamación vibrante, sale al paso de quienes andan detrás de sus gustos diciéndoles que, “si supiereis cuánto os conviene padecer … en ninguna manera buscaríais consuelo, ni en Dios ni en las criaturas; mas antes llevaríais la cruz, y, puestos en ella, querríais beber allí la miel y el vinagre puro … viendo cómo, muriendo así al mundo y a vosotros mismos, viviríais a Dios en deleites de espíritu” (2,28). Y habla de la “paciencia y fidelidad” y “constancia” para sufrir “en lo exterior” para que “pusiese Dios los ojos en vosotros para purgaros y limpiaros más adentro con algunos trabajos espirituales más de adentro, para daros bienes más adentro”, que es “una señalada merced de tentarlos más adentro, para aventajarlos en dones y merecimientos” (ib. 28), y “para levantarlos todo lo que puede ser” (ib. 29).

Hacer el camino de la cruz del Esposo Cristo es antes que nada gracia, “aventajada merced”. Pero también empeño fiel de quien percibe esa gracia. Así lo expresa el Santo en CB 3. “El alma que de veras a Dios ama, no empereza hacer cuanto puede por hallar al Hijo de Dios, su Amado” (3,5); y hace esto “confiada del amor y favor de él”, para liberarse de todo lo que impide “el camino de la cruz del Esposo Cristo” (5). Con el mismo lenguaje y con la misma fuerza se expresa en CB 29: “que, estando enamorada / me hice perdidiza, y fui ganada”: “El que anda de veras enamorado, luego se deja perder a todo lo demás … A sí mismo, no haciendo caso de sí en ninguna cosa sino del Amado”, y “a todas las cosas, no haciendo caso de todas sus cosas sino de las que tocan al Amado” (ib. 10). Una vez más J. de la Cruz contrasta su planteamiento con el de “algunos espirituales” que “se tienen por los de muy allá”, pero que “nunca se acaban de perder en algunos puntos … para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo”, “pues no están perdidos a sí mismo en el obrar”. Sentencia: “no viven en Cristo de veras” (ib. 8).

Pero el amor, que es siempre el que redime el dolor y levanta la cruz como trofeo de victoria, y convierte todo en gracia, en “ganancia” para sí y para todos, necesita él mismo purificarse, redimirse del egoísmo, hasta en sus raíces más profundas. El amor es un grito callado y denso, impetuoso de “entrar más adentro”. De entrar con el mismo Cristo. “Entremos más adentro en la espesura”. Una cruz compartida por un “nosotros” solidario. Es lo que canta y cuenta el poeta y teólogo en Cántico 36, con la que empieza la última etapa del proceso místico, la aspiración de glorificación, cuando la vida se concentra en un deseo, como anota: “Sólo le queda una cosa que desear, que es gozarle perfectamente en la vida eterna” (Ib. 2). Deseo que traduce: “transfórmame y aseméjame en la hermosura de la Sabiduría divina” (7). Un deseo que se acelera por momentos: “cuanto más ama, más adentro de ellas (las maravillas del Verbo encarnado) apetece entrar” (CB 36.9). Insiste en que “muere en el deseo de entrar” (CB 36,11) y en que “se olgaría de morir muchas veces por satisfacerle” (N 2,13,4). Movimiento que va en aumento, “porque esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que … siempre puede entrar más adentro”.

En esta estrofa 36 dice más todavía: que, con tal de entrar más adentro en ese conocimiento amoroso de Dios, “le sería grande consuelo y alegría entrar por todos los aprietos y trabajos del mundo … y por las angustias y trances de la muerte, por verse más adentro en su Dios” (11). Esto no es teoría. Es historia “pasada”. Es lo que cuenta e interpreta en el libro segundo de Noche. Escribe: “Se anda siempre tras su Dios con espíritu de padecer por él” (19,4). Camino que “es más seguro y aún más provechoso” (16,9), “porque le es medio para entrar más adentro en la espesura del deleite” (CB 36,12).

Y así lo explica en los últimos números de la declaración del quinto verso de esta estrofa: “Por esta espesura… se entiende harto propiamente la espesura y multitud de trabajos y tribulaciones en que desea el alma entrar”. Y termina con una exclamación que le arranca de lo más hondo de su conciencia cristiana, de su visión del “misterio de Cristo”: “¡Oh, si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios … si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina, desea primero el padecer, para entrar en ella, en la espesura de la cruz”. Y después de citar Ef 3,17-19, termina: “Porque, para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la cruz” (13).

Así se juntan, en la experiencia del deseo, y en la realidad, el entrar más adentro en el conocimiento amoroso, vivencial del misterio de Dios manifestado en Cristo, y el entrar más adentro en el misterio de la cruz, dos “espesuras” que se unen en la Persona de Jesús, que el Padre nos ha dado “por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (S 2,22,5). Y así se unen necesariamente en cada persona.

No es un principio “ideológico” del que parte. Es una conclusión a la que llega, y no desde unas premisas más o menos fundamentadas, sino desde la lectura que hace de la vida de Jesús. Participar en la cruz de Cristo, “pasar por esta puerta de la cruz”, no es una opción entre otras que puede tomar un cristiano; es una gracia que se nos otorga para poder participar en la “misma hermosura del Verbo” (ib. 5). “La espesura de la cruz” es uno de esos bienes que tenemos en común con Jesús por vocación, y que llega de hecho a ser realidad, en todo el esplendor de realización, en la culminación del proceso: “De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios” (CB 39,6). “Iguales y compañeros”, también en el camino conduce a esa explosión de gloria: la cruz.

Conclusión

A mediados de 1589 J. de la Cruz escribe a la priora de la nueva comunidad de Córdoba: “Den a entender lo que profesan, que es a Cristo desnudamente”. Y exhortándoles a que tomen “muy de nuevo el camino de la perfección… con voluntad robusta”, les concretiza este camino: “Sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo, y no siendo como los que buscan su acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él; sino el padecer en Dios, y fuera de él en silencio y esperanza y amorosa memoria” (Ct a María de Jesús: 18.7.1589). El Santo sabe muy bien que “esta vida, si no es para imitarle, no es buena”. Y que “imitarle” es desear “hacerse en el padecer algo semejante a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado; pues que esta vida, si no es para imitarle, no es buena” (Ct a Ana de Jesús: 6.7.1591). Por eso, cualquiera que “le persuadiere … alguna doctrina de anchura, aunque la confirme con milagros, no la crea ni abrace … no busque a Cristo sin cruz” (Ct a Luis de S. Angelo, 1590).

De su preocupación por pautar el comportamiento propio y ajeno, de “medirse” siempre con Jesús da buen testimonio también el consejo que ofrece a una comunidad de descalzas: “Sirvan a Dios…, siguiendo sus pisadas de mortificación en toda paciencia, en todo silencio y en todas ganas de padecer, hechas verdugos de sus contentos, mortificándose si por ventura algo ha quedado por morir que estorbe la resurrección interior del espíritu” (Ct del 18.11.1586). Cristo tiene que “costar algo” (Ct del 18.7.1589).

¿No es ésta su “doctrina sustancial y sólida”, la del misterio y ciencia de la cruz, frente a la de los “espirituales que gustan ir por cosas dulces y sabrosas a Dios?” (S pról. 8). Si esto es así, como lo pienso, ¿no nos sitúa J. de la Cruz, no sitúa todo el mensaje cristiano en el centro de la pasión-muerte-resurrección de Jesús, paradigma y parábola de la de toda persona? “Ame mucho los trabajos y téngalos en poco por caer en gracia al Esposo, que por ella no dudó en morir” (Av 93) “¿Qué sabe quien no sabe padecer por Cristo?” (Av 186). Y como Cristo.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “La ‘croce’ nella mistica di san Giovanni della Croce e di san Paolo della Croce, en AA.VV., La sapienza della Croce, II, Torino, 1976, p. 181-196; ALFONSO BALDEÓN, “El camino de la cruz del Esposo Cristo (La otra cara del Cántico Espiritual)”, en MteCarm 97 (1989) 1737; SECUNDINO CASTRO, “Cristo vivo en san Juan de la Cruz”, en RevEsp 49 (1990) 439-474; GIUSEPPE FURONI, “S. Giovanni e il mistero della Croce”, en Quaderni Carmelitani 7 (1990) 161-185; J. DAMIÁN GAITÁN, “El camino de la cruz. Transfiguración del hombre sanjuanista”, en RevEsp 53 (1994) 43-118; LUCINIO RUANO, El misterio de la Cruz. Comentario al poema de san Juan de la Cruz ‘Un pastorcico’, Madrid, BAC, 1994.

Maximiliano Herráiz