Siempre atento a la persona, Juan de la Cruz no sólo se preocupa de la dimensión teologal de su camino espiritual, sino también de la vivencia subjetiva del mismo. El Santo es un maestro consumado en el arte de describir la amplia gama de resonancias personales que el proceso espiritual va despertando en el sujeto que lo recorre. Así, entre otros muchos matices, nos ofrece uno al que se muestra muy sensible: el “penar” del alma a lo largo de su itinerario, no siempre fácil, hacia la plena comunión con Dios.
Entre los motivos y causas de este “penar” destaca el Santo el efecto negativo de los apetitos (S 1,1,4; 3,20,3-4; 3, 27,2; CB 25,11), o la pena que producen las “cosas y casos adversos” (S 3,6,3), o las propias imperfecciones y flaquezas personales (N 1,4,5; 1,7,1; 1,13,8; 1,14,1; LlB 1,36), también el conocimiento de la propia miseria (S pról. 5; N 2,5,6; 2,9,7; LlB 1,19) y del propio vacío y pobreza (N 2,6,4-5).
Pero donde se acumula la experiencia del “penar”, de mil maneras, y donde abundan las penas profundamente sentidas es en medio de las sequedades de la “noche oscura”, por la que necesariamente ha de pasar el alma para ir a Dios (N 1,10,1; 2,5,6; 2,6; 2,2,7; 2,9,5; 2,11,6; 2,23,5; LlB 2,25). Quizá en este tiempo de purificación la mayor pena le venga al alma de pensar si no sirve a Dios con la perfección que debiera (N 1,2,7; 1,9,3; 1,11,2; 2, 19,3), e, incluso, del temor de haber sido dejada o abandonada por él (N 2,5,5; 2,6,2).
El sentimiento de la “ausencia” del Amado, cuya presencia aún permanece encubierta al alma que, por lo mismo, no le puede gozar, es una de las fuentes del más hondo penar humano de quien ya se siente y se sabe enamorado. J. de la Cruz es un maestro en cantar este “penar en la ausencia” (CB 1,16; 1,2122; 12,9; 17,1), que es penar por el Amado, con un amor impaciente por verle y poseerle (N 2,13,4; CB 1,18-21; 6,2; 9,2; 12,9; LlB 3,18; 3,22).
Este penar del hombre toca el corazón de Dios, siempre pronto a dejarse sentir. El Santo es aquí tajante: “El inmenso amor del Verbo Cristo no puede sufrir penas de su amante sin acudirle” (N 2,19,4), y lo hace con presteza (CB 10,6), pues el penar del hombre le toca a Dios “en las niñetas de sus ojos” (CB 11,1), y así “no puede el amoroso Esposo de las almas verlas penar mucho tiempo a solas” (ib.). De hecho, el penar del hombre está llamado a quedar atrás en la medida en que avanza en su camino hacia Dios. Llegado a la meta, a la posesión de Dios, cesa toda pena y queda pagada y recompensada (N 2,9,11; 2,10,5; CB 14,2; 14,10; 20,11; 20,16; 22,4; 35,2; 39,14; LlB 1,28; 3,23; 4,12).
Mientras se llega a este término, bueno es experimentar estas penas de amor, que no son sino la prueba de que se permanece en el amor de Dios, pues “el que anda penado por Dios, señal es que se ha dado a Dios y que le ama” (CA 1,22). A partir de ahí, perseverando en el amor, no dejará el Señor, como dice el Santo, de “acudirle” (N 2,19,4). De esta certeza nace la seguridad y la confianza teologal del hombre aun en medio de su hondo penar.
Alfonso Baldeón-Santiago