La frecuencia con que aparecen en los escritos sanjuanistas el verbo “desear” (276) y el sustantivo deseo (154), dan una idea de su importancia. Con todo, el Santo no ofrece una definición técnica del deseo. En ocasiones junta el vocablo deseos al de apetitos y afectos (CB 2,1-2; 20,7; 28, 5; LlB 1,28.33).
Forman una tríada inseparable. Todos brotan de la voluntad, pero no son lo mismo. El Santo, en algunos textos, utiliza el término deseos como sinónimo de apetitos. Para distinguirlos podemos decir que el deseo tiene unas connotaciones positivas: concentración, unificación, integración, que se ponen de manifiesto en Noche, Cántico y Llama. El apetito, en torno al cual gira más la Subida, hace referencia a desorden y dispersión. Ambos –apetitos y deseos– necesitan de la purificación: unos, de su desorden; los otros, de sus ilusiones.
En el proceso de la unión del alma con Dios los deseos tienen un papel determinante. El deseo es capital en la búsqueda de Dios, “porque el deseo de Dios es disposición para unirse con Dios” (LlB 3,26). Se alcanza cuanto se desea, porque “cuando el alma desea a Dios con entera verdad tiene ya al que ama … cuanto mayor es el deseo, pues tanto más tiene a Dios” (LlB 3,23), por eso “ha de desear el alma con todo deseo venir a aquello que en esta vida no puede saber ni caer en su corazón y, dejando atrás todo lo que temporal y espiritualmente gusta y siente y puede gustar y sentir en esta vida, ha de desear con todo deseo venir a aquello que excede todo sentimiento y gusto” (S 2,4,6). Con todo, para SJC es fundamental verificar la objetividad y validez de los deseos que nos guían e impulsan en el proceso espiritual. La clave de tal verificación reside en el amor: “porque no todos los afectos y deseos van hasta él, sino los que salen de verdadero amor” (CB 2,2). En efecto, solamente cuando el deseo espiritual nace del amor teologal auténtico, y lo expresa fielmente, puede conducirnos hasta el encuentro personal con el Dios de Amor.
El proceso de la vida espiritual va de la dispersión de los apetitos, pasiones, afectos y deseos a la unificación de todos en una voluntad que se manifiesta en pura ansia y deseo de Dios. Por eso el Santo distingue entre “deseo” y “deseos”: “Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón” (Av 15). Hay un deseo esencial, abisal en el ser humano; una fuerza infinita que tiende y lo arrastra hacia su destino último y plenificante, pero para ello hay que acallar los “deseos”, que dispersan y desparraman a la persona, y así poder percibir ese deseo único, verdadero y sobre todo unificante para el hombre. Un deseo originario y originante que tiene su orientación y destino: Dios, y que el alma “con grande deseo desea” (CB 17,8; cf. CB 12,2; 13,3).
I. El hombre, ser de deseos
El hombre, tal como lo describe J. de la Cruz, es un ser abierto a Dios, al Infinito, por naturaleza y por gracia. Es “una hermosísima y acabada imagen de Dios” (S 1,9,1); capaz de comunicación con el Dios que “está siempre en el alma dándole y conservándole el ser” (S 2,5,4). El hombre sanjuanista está total y radicalmente orientado hacia Dios pues en Él “tiene su vida y raíz” (CB 39,11; cf. CB 38; LlB 4, 5-6); el ser humano tiene “su vida radical y naturalmente … en Dios, según aquello de san Pablo que dice: en él nos movemos y somos; es decir: en Dios tenemos nuestra vida y nuestro movimiento y nuestro ser” (CB 3, 8). Desde esta perspectiva Dios es el objeto de los deseos del “alma enamorada del Verbo Hijo de Dios, su Esposo, deseando unirse con él por clara y esencial visión, propone sus ansias de amor” (CB 1,2). El Cántico espiritual es ardiente tensión deseante y ansia infinita de conquistar a “Aquel que yo más quiero”, de ver su esencia, que será lo único que apague sus deseos.
Para el Santo el hombre es un ser deficitario, incompleto, aún por hallar su plena realización. Eso hace que lleve inscrito en sí mismo un dinamismo de apertura, de tensión, de anhelo, que lo proyecta más allá de sí mismo, autotrascendiéndose continuamente y buscando con todo su ser la plena realización de sí mismo, el cumplimiento de su perfección.
El deseo, como dinamismo radicado en la entraña de lo humano, se inscribe en el núcleo mismo de esta apertura y tensión del hombre, y las expresa fielmente.
Pero los deseos concretos que el hombre vive no siempre son expresión auténtica y genuina de su apertura radical y de su tensión ontológica. A veces el hombre cultiva deseos que contradicen abiertamente lo que debería ser su apertura y su orientación. De ahí la necesidad permanente de discernir y purificar. La purificación de la noche oscura lleva al ser humano al encuentro de sus deseos más verdaderos y auténticos.
II. Dios, inspirador de los deseos
Según el Cántico espiritual, los deseos se encienden en el alma, con toda su ansia y ardor, cuando ésta cae “en cuenta” (CB 1,1) de lo que es Dios para ella. Es el primer encuentro con el Amado que suscita su atracción y búsqueda como sumo bien del alma al que tiende con un deseo irreprimible de poseerle y gozarle. Los deseos del alma giran en torno al Dios que la ha dejado “herida de amor” y al que ha descubierto como razón única y última de su existencia. Para el Santo, Dios está a la base de los deseos del alma, siendo Él mismo el inspirador, el que se los suscita y el que se los fomenta; la persona tiene la responsabilidad de poner de su parte el realizarlos: “Huélgome de que Dios le haya dado tan santos deseos, y mucho más me holgaré que los ponga en ejecución” (Ct a un carmelita descalzo: Segovia 14.4.1589).
Dios es el que hace entender, sentir y desear a las almas enamoradas hasta un nivel que raya con la inefabilidad: “Porque, ¿quién podrá escribir lo que a las almas amorosas donde él mora, hace entender? Y, ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y, ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede” (CB pról. 1).
La pedagogía de Dios consiste en dar más para acrecentar los deseos del alma para conseguir mayores provechos: “Lo ha hecho Su Majestad para aprovecharla más; porque, cuando más quiere dar, tanto más hace desear” (Ct a Leonor de San Gabriel: 8.7.1589). El alma que pena por verle pide al Amado que le descubra su presencia, “en la cual le mostró algunos profundos visos de su divinidad y hermosura, con la que la aumentó mucho más el deseo de verle y fervor” (CB 11,1). Estas comunicaciones de “ciertos visos entreoscuros de su divina hermosura … hacen tal efecto en el alma, que la hace codiciar y desfallecer en deseo de aquello que siente encubierto allí en aquella presencia” (CB 11, 4).
III. Dimensión teologal del deseo
Aunque recurre con frecuencia en todos los escritos sanjuanistas el vocablo en cuestión, resulta algo predominante en el Cántico espiritual. Esta obra gira constantemente en torno a los deseos como el gran resorte que mueve al alma en todo el proceso de búsqueda del Amado. Los deseos en el Cántico son expresión de una necesidad, de una carencia, de una ausencia; todo se desarrolla entre el alma deseante y el Dios deseado, como tensión dialéctica entre las ansias de la ausencia y la posesión o satisfacción.
Desde la primera estrofa del CE, los deseos están en estrecha relación con la búsqueda del Amado. Después de haber sido “herida de amor”, comienza un proceso de búsqueda impulsado y orientado por el deseo de “unirse con la divinidad del Verbo” (CB 1,5). El término u objeto deseado por el alma enamorada se presenta con diversidad de nombres y matices, pero siempre en clave teologal. Las referencias más frecuentes y destacadas son las siguientes: Dios. A menudo la meta teologal del deseo humano se expresa con el término genérico de “Dios” (N 1,11,1; 2,7,7; 2,11,5; 2,20,1; CB 7,6; 12,9; 20,11; 25,5; 28,5; LlB 3,19; 3,23. 26). Cristo-Amado Esposo. El deseo de Dios se realiza en Cristo, única mediación plena del encuentro con Dios. De ahí la frecuencia con que nos habla del deseo que el alma tiene con respecto a Cristo, el Amado, el Esposo (CB 1,8.10; 11,12; 13,3; 36,3). Variación de la misma expresión es la de “padecer por el Amado” (CB 25,7; 36,12-13). Unión con Dios. El deseo teologal se concreta en un anhelo intenso de encuentro personal, de comunión plena, de unión con el Amado (CB 1,2.5; 12,2; 17,1; 20,3.11; N 2,21,2; LlB 3,26). A la misma categoría puede reducirse el deseo del “matrimonio espiritual” (CB 22,2; 4,7). Cumplimiento y perfección del amor. Si el único medio de realizar esa comunión plena que es la unión con el Amado es el amor (LB 1,13), es lógico que el deseo espiritual se exprese genuinamente como un deseo del amor más perfecto y consumado, (CB 9,6.7; 20,3; 38,2.3; N 2,9-10; 2,19,4; LlB 1,36; 3,28; Ct 13).
Los bienes espirituales auténticos. Encontramos aquí una amplia gama de términos y expresiones que expresan en su esencia lo mismo: “aquello” (S 2,4.6; CB 11,4; 38,6); “vida de Dios” (CB 8,2); “aire del Espíritu Santo” (CB 17,9); “comunicación de Dios” (CB 19,1.5); “sabiduría divina” (CB 36,13); “salud espiritual” (CB 10,1); “gracia” (CB 11,5); “paz y consuelo” (Av 79). Libertad auténtica (N 2,9,2; 22,1, i.). La muerte, como condición de paso indispensable para la consumación plena del encuentro con el Amado (CB 11,7.9.10; 36,2; LlB 1,2; 1,31; Ct. 21). En el fondo, todas las fórmulas y realidades pueden sintetizarse en ésta: deseo de la plena transformación en Cristo, como meta y fruto logrado del encuentro decisivo con él (CB 12,12; 13, 2; 36, entera; 37,1; 40,1; LlB 1,1).
IV. Deseo infinito: “profundas cavernas”
El camino hacia la unión con Dios, como proceso de armonización del caudal y fortaleza del alma, lleva a tal reordenación de los deseos, apetitos, pasiones, aficiones y potencias, que la tensión ansiosa de Dios se vuelve totalizante e infinita, pues “hacia el cielo se ha de abrir la boca del deseo, vacía de cualquiera llenura”. El deseo se va concentrando en un único objeto, cuando se halla vacío de todo, y se vuelve deseo infinito de Dios, como anhelo de la totalidad. El comentario a la estrofa 17 del Cántico comienza hablando de lo aflictivas y penosas que son al alma las ausencias de su Amado; la razón es que “como ella está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios, cualquiera entretenimiento le es gravísimo y molesto; bien así como a la piedra cuando con grande ímpetu y velocidad va llegando hacia su centro, cualquiera cosa en que topase y la entretuviese en aquel vacío le sería muy violenta” (CB 17,1). Un deseo abisal, infinito, lleva al alma con gran fuerza y velocidad hacia su centro que es Dios.
Con la imagen de las profundas cavernas, que son memoria, entendimiento y voluntad, presenta el Santo la capacidad infinita de desear y de recibir que tiene el ser humano. Estas cavernas son capaces de grandes bienes, “pues no se llenan con menos que el infinito” (LlB 3,18). Cuando están vacías y purgadas de toda afección de criatura, el entendimiento es sed de Dios; la voluntad es hambre de Dios, de la purgación de amor que ella desea; y el vacío de la memoria es “deshacimiento y derretimiento del alma por la posesión de Dios” (LlB 3,21). Las profundas cavernas, vacías y limpias, son ansia, sed, hambre, deseo vehemente, intolerable e infinito de Dios (LlB 3,19-22).
Los grados de amor que el Santo comenta en N 2,19-20, son una tensión deseante y progresiva del alma, hasta llevarla a su meta, que es la asimilación a Dios. El amor inflama al alma y la enciende en tales deseos de Dios, que la hace “apetecer y codiciar a Dios impacientemente … y, cuando se ve frustrado su deseo, lo cual es casi a cada paso, desfallece en su codicia” (N 2,19,5).
V. Los “deseos” de Dios
No sólo el hombre es un ser de deseos, también Dios tiene sus deseos con respecto al ser humano. El único deseo de Dios coincide con lo que “el alma pretende, que es el matrimonio espiritual … Por lo cual, para venir a él, ha menester ella estar en el punto de pureza, fortaleza y amor competente”. El Espíritu Santo, que es el que interviene y hace esta junta espiritual” (CB 20,1; cf. 22,2), interviene para que el alma tenga las virtudes fuertes y la fe necesaria para tan alto estado. Para esto la esposa ha de ser rescatada de la sensualidad y el demonio. Deseo del Esposo, que es directamente proporcional al gozo de verla liberada: “Tanto era el deseo que el Esposo tenía de acabar de libertar y rescatar esta su esposa de las manos de la sensualidad y del demonio, que ya que lo ha hecho, como lo ha hecho aquí, de la manera que el buen Pastor se goza con la oveja sobre sus hombres… así este amoroso Pastor y Esposo del alma es admirable cosa de ver el placer que tiene y gozo de ver al alma ya así ganada y perfeccionada, puesta en sus hombros y asida con sus manos en esta deseada junta y unión” (CB 22,1).
Los deseos de Dios respecto al hombre no brotan, sin embargo, de su necesidad sino del amor y la gratuidad: “Todas nuestras obras y todos nuestros trabajos, aunque sea lo más que pueda ser, no son nada delante de Dios; porque en ellas no le podemos dar nada ni cumplir su deseo, el cual sólo es de engrandecer al alma. Para sí nada de esto desea, pues no lo ha menester, y así, si de algo se sirve, es de que el alma se engrandezca; y como no hay otra cosa en que más la pueda engrandecer que igualándola consigo, por eso, solamente se sirve de que le ame” (CB 28,1).
El gran deseo de Dios es engrandecer al alma, llevarla a la igualdad de amor, al “aspirar del aire” del que nace en el alma “la dulce voz de su Amado a ella” (CB 39,8), es decir, el “canto de la dulce filomena”, que es la voz del Esposo que ella siente en su interior y también la suya como “canto de jubilación a Dios … Que por eso, él da su voz a ella, para que ella en uno le dé junto con él a Dios, porque esa es la pretensión y deseo de él, que el alma entone su voz espiritual en jubilación de Dios … Los oídos de Dios significan aquí los deseos de Dios de que el alma le dé esta voz de jubilación perfecta” (CB 39,9). No sólo desea el Esposo esta voz del alma sino también permanecer como un dibujo grabado en su interior, “porque con eso se contenta grandemente el Amado; que, por eso, deseando él que le pusiese la Esposa en su alma como dibujo, le dijo en los Cantares: Ponme como señal sobre tu corazón, como señal sobre tu brazo” (8,6: CB 12,8).
Los grandes deseos que Dios tiene de engrandecer y regalar al alma se manifiestan en las muchas mercedes, divinas inspiraciones y toques que de él recibe. Entre estas gracias está la llaga regalada que hace el Espíritu Santo “sólo a fin de regalar, y como su deseo y voluntad de regalar el alma es grande, grande será la llaga, porque grandemente sea regalada” (LlB 2,7). Pero ¿cuál es el deseo de Dios con estas mercedes? Disponerla para engrandecerla más: “Y así, ha de entender el alma que el deseo de Dios en todas estas mercedes que le hace en las unciones y olores de sus ungüentos es disponerla para otros más subidos y delicados ungüentos, más hechos al temple de Dios, hasta que venga en tan delicada y pura disposición, que merezca la unión de Dios y transformación sustancial en todas sus potencias” (LlB 3,28).
En la Llama de amor viva, al hablar de los directores espirituales, que por no entender meten su “tosca mano donde Dios obra” estorbando la acción de Dios, el Santo presenta otro de los deseos de Dios que es “poderles hablar al corazón, que es lo que él siempre desea, tomando ya él la mano, siendo ya él el que en el alma reina con abundancia de paz y sosiego” (LlB 3,54).
VI. Dios, cumplidor de los deseos humanos
En dos sentidos puede entenderse este enunciado: en cuanto Dios es el que cumple, el que lleva a consumación los deseos del alma; en cuanto Dios es, en sí mismo, el cumplimiento o realización de los deseos, el objeto que satisface y colma con creces los deseos del ser humano.
Como ser de deseos que es, el hombre está ante Dios “como vaso vacío que espera su lleno” (CB 9,6). Su larga y fatigosa aventura existencial le va demostrando cómo con las criaturas “nunca se satisface” (S 1,6, 6; cf. CB 6,4), antes al contrario, crece su desventura. Por eso, podrá confesar, ya rendido ante la evidencia, “nada podrá satisfacerme” (CB 6, 3). Desde esta convicción, la apertura teologal hacia Dios aparece como el único camino posible hacia la plena realización humana, pues sólo Dios “basta a satisfacer su necesidad”, y así ya “no pretende otra satisfacción y consuelo fuera de él” (CB 10,6). El hombre no se satisface con menos que de infinito. Las potencias del alma “son profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito” (LlB 3,18). Por eso los deseos del alma no se colman más que con Dios, pues fuera de Él todo le resulta estrecho (Ct. a un carmelita descalzo: Segovia, 14.4.1589). Dios en sí mismo es el único que puede satisfacer plenamente los deseos del alma y darle hartura: “Y así parece que, si el alma cuanto más desea a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura al alma… tanto más de hartura y deleite había el alma de sentir aquí en este deseo cuanto mayor es el deseo” (LlB 3, 23). Hartura que causa el Espíritu Santo que es “como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu que él desea” (LlB 3,8).
En la canción 34 del Cántico aparecen dos textos en los que se ve con claridad cómo en su Esposo el alma ve cumplidos sus deseos y puede cantar “la buena dicha que ha tenido en hallar a su Esposo en esta unión, y le da a entender el cumplimiento de los deseos suyos y deleite y refrigerio que en él posee” (CB 34,2). Pero no sólo el alma canta la dicha de hallar en su Esposo cumplida satisfacción de sus deseos, también lo hace el Esposo cantando “el fin de sus fatigas y el cumplimiento de los deseos de ella, diciendo que ya la tortolica, / al socio deseado, / en las riberas verdes ha hallado” (CB 34,6). Al final de su aventura espiritual, le queda el convencimiento profundo, basado en la propia experiencia, de que el corazón humano “no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1), pues Dios es para él “la fuente que solamente le podía hartar” (S 3,19,7).
Un texto sanjuanista, referido a Dios, como cumplidor de los deseos humanos que no puede faltar; resulta curioso e interesante en su formulación. Viene a decir que Dios cumple los deseos del ser humano, pero no lo hace al modo formal que el hombre piensa o entiende, pero sí al modo “formal que él deseaba”. Dios le cumple los deseos mucho más satisfactoriamente de lo que él mismo puede esperar, pero a su modo y por formas insospechadas. Es larga la cita, pero vale la pena: “Está un alma con grandes deseos de ser mártir. Acaecerá que Dios le responda diciendo: ‘Tú serás mártir’, y le dé interiormente gran consuelo y confianza que lo ha de ser. Y, con todo acaecerá, que no muera mártir y será la promesa verdadera. Pues, ¿cómo no se cumplió así? Porque se cumplirá y podrá cumplir según lo principal y esencial de ella, que será dándole el amor y premio de mártir esencialmente; y así, le da verdaderamente al alma lo que ella formalmente deseaba y lo que él la prometió. Porque el deseo formal del alma era, no aquella manera de muerte, sino hacer a Dios aquel servicio de mártir y ejercitar el amor por él como mártir. Porque aquella manera de morir, por sí no vale nada sin este amor, el cual amor y ejercicio y premio de mártir le da por otros medios muy perfectamente; de manera que, aunque no muera como mártir, queda el alma muy satisfecha en que le dio lo que ella deseaba. Porque tales deseos, cuando nacen de vivo amor y otros semejantes, aunque no se les cumpla de aquella manera que ellos los pintan y los entienden, cúmpleseles de otra y muy mejor y más a honra de Dios que ellos sabían pedir” (S 2,19,13).
En una carta a doña Ana de Peñalosa, La Peñuela, 21.9.1591, hace también alusión a Dios como el que cumple los deseos del alma: “Heme holgado mucho que el señor don Luis sea ya sacerdote del Señor. Ello sea por muchos años, y Su Majestad le cumpla los deseos de su alma”.
Con todo, para J. de la Cruz el cumplimiento pleno de los deseos del corazón humano, en esta vida, es solamente relativo. Mientras vivamos de este lado de la realidad se puede vivir solamente “con alguna satisfacción, aunque no con hartura” (CB 1,14). Sólo en el cielo, cuando el ser humano alcance su plenitud total en Dios, alcanzará la hartura plena y el cumplimiento perfecto de todos sus deseos. Sólo allí, “todos están contentos, porque tienen satisfecha su capacidad” (S 2,5,10). Y así puede el Santo hacer suya la exclamación del Salmista: “Cuando pareciere tu gloria me hartaré” (CB 1,14; cf. LB 1, 27). Es de notar la gama de verbos que, en una sola cita, acumula el Santo para describir la acción de Dios en el corazón humano: henchir, hartar, acompañar, sanar, dar asiento y reposo cumplido (cf. CB 9,7).
Y es que, como él mismo se complace en recordar para el alma ansiosa, sólo el Amado es “tu hartura” (CB 9,7).
Conclusión
El deseo en la obra sanjuanista es clave para entender todo el proceso espiritual del alma. Los deseos son vislumbres de las posibilidades múltiples que yacen en nuestro ser. La propuesta sanjuanista es la de una orientación radical de todo el ser humano, y sus dinamismos hacia la búsqueda de Dios y el encuentro plenificante con él.
Podríamos concluir, pues, con este sugerente texto del Santo: “Pero, ¡válgame Dios!, pues que es verdad que, cuando el alma desea a Dios con entera verdad, tiene ya al que ama … y así parece que, si el alma cuanto más desea a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura al alma, … tanto más de hartura y deleite había el alma de sentir aquí en este deseo, cuanto mayor es el deseo” (LlB 3,23).
La mística sanjuanista, es la del deseo aguijoneado por la esperanza que le hace capaz de infinito, “porque esperanza de cielo/ tanto alcanza cuanto espera;/ esperé solo este lance, / y en esperar no fui falto, / pues fui tan alto tan alto, / que le di a la caza alcance” (Po 10, 31-36). Arde el deseo del alma en ansias de posesión de Dios que le llevan a cantar: “¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados/ formases de repente/ los ojos deseados/ que tengo en mis entrañas dibujados” (CB 12). No se puede expresar mejor la infinita tensión deseante que quedará plenamente saciada cuando el alma vea la gloria de Dios, su “presencia y figura”, mientras tanto su deseo vive entre la satisfacción sin hartura y la frustración de lo deseado (CB 11,4).
BIBL. — MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN ROLLÁN, Éxtasis y purificación del deseo, Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1991.
Miguel F. de Haro Iglesias