Palabra/s

Juan de la Cruz, hombre de pocas palabras, según sus coetáneos, nos introduce desde su “silencio” contemplativo (CB 39,11) en el verdadero sentido de la Palabra divina y humana, de la eterna y de las temporales. Sólo en Dios el  silencio se hace Palabra y viceversa. Nosotros, en cambio, tenemos que distinguir ambas cosas y en varias acepciones: Palabra eterna, Palabra inspirada, palabras espirituales, palabras humanas.

1. PALABRA COMO “PRINCIPIO”. El Padre es la “eterna fonte”, “originante” de las dos “corrientes” personales de la Trinidad (Po 8). “Que el Principio se decía” por carecer de él y del cual procede “el Verbo eterno” y “aquese Amor que les une” infinitamente (Romance 1º). Y en esa vida intratrinitaria, “en aquel Amor inmenso que de los dos procedía”, “palabras de gran regalo/ el Padre al Hijo decía” (Romance 2º). En este coloquio eterno, que puede ser llamado también “eterno silencio” (Av 99), se inicia toda la historia de la salvación: la creación (“hágase: Romance 4º), la Encarnación del Hijo (“y que Dios sería hombre/ y que el hombre Dios sería”: Romance 4º), la redención (ib. y Romance 7º: “yo por ella moriría”), y la acción de su Espíritu (Romance 2º) que sostiene la esperanza histórica (Romance 6º), fecunda a  María en la “plenitud de los tiempos” (Romance 8º) y bautiza como  “Esposa de Cristo” a la creación entera: al “mundo” como palacio, a los ángeles y al hombre “para que conozca la esposa el Esposo que tenía” (Romance 4º).

El Verbo divino, encarnado y resucitado, es la Palabra única (“una”, “que no tiene otra”) y “total” que el Padre dirige a los hombres: “Todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Es la Palabra definitiva de Dios-Padre, que “ha quedado ya como mudo y no tiene más que hablar…dándonos al  Todo, que es su Hijo” (ib 4). En Cristo tenemos el “todo” del Padre, “porque él es mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación…: míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más en él” (ib. 5).

Como “Amado Dios” y “mano de Dios”, a la Palabra eficaz se le atribuye también la acción “creadora”, pues “ésta, que es criar, nunca la hizo ni hace por otra [mano] que por la suya propia” (CB 4,3); y así “Dios crió todas las cosas…y esto haciéndolo por la Sabiduría suya por quien las crió, que es el Verbo, su Unigénito Hijo” (CB 5,1: cf. Col 1,16). Principio y fin de todo lo creado, arquetipo eterno de ángeles y hombres, deja su “huella en las criaturas” (CB 4,1.3), para que el alma rastree la presencia de su Amado a través de las “mil gracias” reflejadas en ellas y de la “excelencia” del hombre sobre las irracionales (CB 5,3.6). En Cristo su palabra humana estaba poseída de “poder” divino para sanar, resucitar, etc. “solamente con decirlo” (S 2,31,1).

Cuando el alma pretenda unirse a él por amor y ser transformada en  “la hermosura de su sabiduría creada e increada” (CB 38,1), tendrá que creer a ciegas en este atractivo del Esposo. Si es dócil a la búsqueda activa-pasiva comprenderá para qué fue “predestinada en Cristo” (C 36,8) y vislumbrará qué significa ser creada “a su imagen y semejanza” (CB 39,4). Es decir, llegará a “conocer por Dios las criaturas y no por las criaturas a Dios” (LlB 4,5).

2. PALABRA “INSPIRADA”. Es por antonomasia “la Palabra de Dios” en la Escritura (S 2,7,12; S 3,45,2), dirigida a los hombres por sus profetas y hagiógrafos. Es multiforme y difícil a veces de entender (S 2,14,14; 16,8); y hasta el mismo hagiógrafo algunas veces “alucina…viendo los conceptos de las palabras de Dios tan diferentes del común sentido de los hombres” (S 2,19,7). Ni ellos ni nosotros podemos entenderlas “a la letra” (ib. 6) porque trascienden nuestro entendimiento “carnal”: “No hay poder comprehender las verdades ocultas de Dios que hay en sus dichos y multitud de sentidos. Él está sobre el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos, sobre la tierra, y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (S 2,20,5).

Lo que Dios quiere transmitirnos por sus profetas y hagiógrafos se cumple siempre, aunque los primeros no lo entiendan o les contraríe anunciarlo (S 2,16,5: 2 Pe 1,9), o no se cumpla cómo y cuando ellos pensaban (S 2,20,6). Por eso el lector de la Escritura santa ha de saber que “Dios siempre habla en sus palabras en sentido más principal y provechoso, y el hombre pudiera entender a su modo y a su propósito el menos principal, y así, quedar engañado” (S 2,19,12.14). Esto lo sabían muy bien los profetas “en cuyas manos andaba la Palabra de Dios” (S 2,20,6). Por la trascendencia del concepto divino sobre la inteligencia humana, ésta tiene que usar palabras “rebosantes” para trasmitir lo que conocen “en una sola noticia” (S 2,26,4).

Pero si J. de la Cruz usa tal hermenéutica ¿cómo acertar nosotros con lo que Dios quiere decirnos a través de tantas palabras humanas que él inspira? Por la Escritura divina “habla el Espíritu Santo” (S pról. 2; S 2, 17,3; CB 14,27) tanto en el AT (Romance 6º) como en el NT (S 2,16,8; 20,3). Él es el “enseñador” de la verdad revelada (S 2,29,1), aunque “habla misterios en extrañas figuras” para hacernos entender la “abundancia de su sentido” (CB pról. 1). Lo que más importa, en todo caso, es captar bien el “sentido espiritual” contrapuesto en sentido paulino a la mera “letra que mata”.

Por otra parte, la  Iglesia garantiza la verdad de la Palabra inspirada por “su” Espíritu Santo (S pról. 2; S 2,22,11; 44,3; CB pról. 4; LlB pról. 1, etc.). Ella es la destinataria de toda la revelación (S 2, 27,4) y por lo tanto tiene “autoridad” para proponernos las verdades sobre Dios y sus planes de salvación de los hombres.

3. PALABRAS ESPIRITUALES “EXTRAORDINARIAS”. Pueden ser, como las anteriores, no sólo por “palabras” sino también por “visiones y revelaciones, figuras y semejanzas” (S 2,22,3), “de muchos modos y maneras” (S 2,27,1). Las hay “divinos toques”, provenientes de algunas frases bíblicas o de otra fuente (S 2,26,9), que son como “inteligencia de verdades desnudas” (S 2,26,1) y cuyo “conocimiento espiritual” le llega al hombre –aunque no sepa latín– de modo inefable, salvo que se tenga el carisma de “declaración de palabras” (S 2,26,12: 1 Cor 12,10).

Y las hay más genéricas o comunes y de distintas clases por sus efectos espirituales: “palabras sucesivas, formales y sustanciales”, de las que habla profusamente el Santo en S 2,28,2-29,12; 30, tít. 6; 31 tít. 32,4. Tampoco es fácil el discernimiento de las primeras, porque en algunas de estas locuciones “puede el demonio muy bien fingir otro tanto” (S 2,27,3). Generalmente proceden del discurso “meditativo”, cuando está el “espíritu recogido y embebido en alguna consideración”. Puede intervenir también el Espíritu Santo, pero es mejor desechar esos discursos y no admitirlos sin más como “de terceros”, porque “en este género de palabras interiores sucesivas mete mucho el demonio la mano” (S 2,29,10). Hay que desechar cuantas se opongan o distancien de la verdad “inspirada” por Dios en la Biblia (ib. 5). Las segundas (“formales”) pueden ser asimismo falaces y es preciso consultarlas a peritos. Las terceras (“sustanciales”) son más eficaces y aprovechan mucho al alma para su unión con Dios (S 2,31,2).

4. PALABRAS “HUMANAS”. La Regla carmelitana le recordaba al Santo el dicho evangélico de que “hay que dar cuenta a Dios de toda palabra ociosa” (Mt 12,36: S 3,20,4; Av 73.84). Así considera el santo el “mucho hablar” como una imperfección espiritual (S 1,11,4). Personalmente era más bien comedido en sus palabras, con tendencia a la taciturnidad, hasta ser motejado por su carácter reflexivo desde joven estudiante como “lima sorda”. Y no es que no hablara, sino que hablaba siempre en propio “desprecio” (S 1,13,9; Av 162) y especialmente de asuntos espirituales. Sus escritos reflejan también esta característica, pues cuando usa la pluma, no se alarga más allá de lo que considera suficiente (S 2,7,12; 11,1).

A todos recomienda que hablen “con sosiego y paz” (Av 81); “hable poco y en cosas que no es preguntado no se meta” (Av 140); “en ninguna manera hable palabras que no vayan limpias” (Av 149), “de manera que nadie sea ofendido” (Av 150). “Ahora coma ahora beba o hable con seglares o haga cualquier otra cosa, siempre ande deseando a Dios y aficionado a él su corazón” (Av 4.9). En este sentido hay que recibir la apología del “silencio fecundo” que escribe a las Carmelitas de  Beas: “Lo que falta, si algo falta, no es el escribir o hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el callar y el obrar. Porque, demás de esto, el hablar distrae, y el callar y obrar recoge y da fuerza al espíritu… Esto entiendo, hijas, que el alma que presto advierte en hablar y tratar, muy poco advertida está en Dios; porque cuando lo está, luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de cualquiera conversación” (Ct del 22.11.1587). Lo mismo aconseja a toda alma que busca a su Amado (cf. CA 3,1).

La conclusión de todo es que la  fe basta como disposición suficiente y necesaria para acoger los planes de Dios. El trato con él, por nuestra parte, radica en “poner todas las potencias en silencio y callando, para que hable Dios” (S 3,3,4). La misma  oración cristiana, según Jesús, no precisa de muchas palabras (Mt 6,7-8: S 3,44,4). El exceso en hablar de algunos espirituales principiantes lo purifica la noche pasiva humillando “su boca en el polvo” hasta que sufran con paciencia a Dios (N 2,3,3; 8,1).  Escritura, Evangelio, Iglesia, Jesucristo, locuciones, Pablo.

BIBL. — MAURICIO MARTÍN DEL BLANCO, “Fenomenología mística extraordinaria en San Juan de la Cruz”, en MteCarm 107 (1999) 93-134; MIGUEL ÁNGEL DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz, Burgos, Ed. Monte Carmelo, 1990, p. 53-65.

Miguel Ángel Díez