Caridad, Teología y espiritualidad de la

La caridad, entendida como amor a Dios y al prójimo, es la «síntesis» de la vida cristiana. Así la presenta Juan Pablo II en su Carta Apostólica «Tertio Millennio Adveniente» (n. 50), destacando su importancia fundamental en la preparación del Gran Jubileo, orientada a dar un renovado impulso al cristianismo del siglo XXI.

Propone para ello la vuelta a las fuentes del amor cristiano, que es el Amor de Dios manifestado en Cristo, y la lucha por una «civilización del amor, fundada sobre valores universales de paz, solidaridad, justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización» (n. 52). Esta presentación constituye, sin duda, la mejor actualización del mandamiento nuevo de Jesús (Jn 13,34; 15,12) y la mejor corroboración de la excelencia de la caridad, encomiada por san Pablo (1Cor 13,4-7). Es «la mayor» de todas las virtudes (1Cor 13,13) y «el vínculo de la perfección» (Col 3,14).

Este es el horizonte teológico y pastoral en el que aparece la doctrina y la experiencia de Teresa de Jesús sobre la caridad cristiana. En ella adquiere una dimensión de totalidad y de plenitud. El amor –en su doble vertiente de amor a Dios y a los hermanos– lo es todo, como en el Apóstol, y nada se explica sin él. Representa además la cumbre de la santidad y la autentificación de la vida contemplativa.

Destacan en ella tres aspectos fundamentales: 1) El carácter fontal del amor de Dios, manifestado en Cristo, de manera que su vida entera está radicada en ese Amor, se sustenta y se alimenta de él. 2) El primado de la caridad, expresado en la oración como «amistad con Dios» y en la «comunión fraterna»; es la base de toda su espiritualidad. 3) El dinamismo del amor, en crecimiento constante, porque el que ama no puede estar ocioso, hasta alcanzar la plenitud de la unión, que se expresa en el radicalismo de su entrega.

En las fuentes del Amor

Teresa de Jesús, ricamente dotada para el trato y para la amistad, vive arraigada en las fuentes mismas del Amor, que descubre tempranamente en su vida y al que se entrega enteramente, después de haber librado una larga lucha con otros amores que esclavizaban su corazón. En el descubrimiento del «Dios amor» (1Jn 4,8.16) encuentra la libertad que buscaba y la fuerza para amar a Dios amando a los hombres. Llega así a una de las más admirables síntesis entre el amor a Dios y al prójimo, propuesta por Jesús como el mandamiento principal (Mt 22,34-40).

Conciencia de ser amada

En su vida hay un arranque fulgurante de amor de Dios, cuando, siendo niña, en compañía de su hermano Rodrigo decide ir a tierra de moros: «Concertábamos irnos, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen» (V 1,4). Ella se siente muy querida por sus padres y por sus hermanos, en cuyo amor ve un reflejo y prolongación del amor de Dios. Por eso cuando, secundando el amor de Dios («la ayudó el Señor para forzarse a sí misma para tomar hábito»), ingresa en la Encarnación, no puede menos de sentir el dolor de la separación: «Acuérdaseme, a todo mi parecer y con verdad, que cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera. Porque me parece cada hueso se me apartaba por sí, que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande que, si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra» (V 4,1).

Aunque este paso decisivo de su vida lo da guiada por el amor a Dios, confiesa que «aún no tenía –a [su] parecer– amor de Dios, como después que comencé a tener oración me parecía tenía» (V 5,2). Efectivamente, llega al descubrimiento del amor de Dios por el camino de la oración: «Gran cosa fue haberme hecho la merced en la oración que me había hecho, que ésta me hacía entender qué cosa era amarle» (V 6,3).

Pero el verdadero descubrimiento es la experiencia de la bondad y misericordia divina: «Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno. Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados luego los escondía. Aun en los ojos de quien los ha visto, permite Su Majestad se cieguen y los quita de su memoria. Dora las culpas. Hace que resplandezca una virtud que el mismo Señor pone en mí casi haciéndome fuerza para que la tenga» (V 4,10).

Teresa se esfuerza en responder a este amor que Dios le muestra, pero sin entender todavía «en qué está el amar de veras a Dios como lo había de entender después» (V 9,9). Llegará a entenderlo al descubrir el hecho central de la vida cristiana y de la salvación, que es la iniciativa del amor de Dios, como dice san Juan: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó y nos envió a su Hijo» (1Jn 4,10). «El nos amó primero» (1Jn 4,19).

La Santa habla particularmente de esta iniciativa absoluta del amor de Dios en el capítulo 10 de Vida, que hace de eslabón entre el hecho de su conversión y el pequeño tratado sobre los grados de oración. De esta forma, quiere dar a entender cuál es la raíz del verdadero amor y el camino para afianzarse en él. Comienza diciendo lo «mucho que importa que entendamos las mercedes que el Señor nos hace» (V 10, tít). Y especifica: «Lo mucho que hizo por nosotros, su Pasión con tan graves dolores, su vida tan afligida; …sus obras, su grandeza, lo que nos ama» (V 10,2). «Es cosa muy clara que amamos más a una persona cuando mucho se nos acuerda las buenas obras que nos hace… [Así] es lícito y tan meritorio que siempre tengamos memoria que tenemos de Dios el ser y que nos crió de nonada y que nos sustenta y todos los demás beneficios de su muerte y trabajos, que mucho antes que nos criase los tenía hechos por cada uno de los que ahora viven» (V 10,5).

Esta es la realidad teológica de la vida cristiana, en la que se fundamenta la vida espiritual y que Teresa resume en esta expresión: estamos ricos. «Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar» (V 10,4). Es la norma suprema de la pedagogía cristiana, porque «es imposible –conforme a nuestra naturaleza, a mi parecer– tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios» y quien «no tiene alguna prenda del amor que Dios le tiene» (V 10,6).

Este es el punto de arranque para comenzar «a ser siervos del amor» (V 11,1) y también el punto de referencia de cualquier otro amor: «Nunca más yo he podido asentar amistad ni tener consolación ni amor particular sino a personas que entiendo le tienen a Dios y le procuran servir» (V 24,6). Y es que «cuando una persona ha llegádola Dios a claro conocimiento de qué cosa es amar al Criador o a la criatura…, aman muy diferentemente de los que no hemos llegado aquí» (C 6,3).

Mediación cristológica del Amor

El amor de Dios en la vida de Teresa, como en la revelación, está mediado cristológicamente; tanto el amor que el Señor le muestra a ella como el que ella le tiene al Señor. Cristo es el centro de su vida espiritual (V 22; M 6,7), hasta que aparece el misterio trinitario (R 16; M 7,1,6-7).

La centralidad del amor de Cristo aparece inicialmente en el hecho de la propia conversión personal, ante la contemplación de una imagen de Cristo: «Era de Cristo muy llagado y tan devota que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (V 9,1).

Esta centralidad del amor de Cristo está en relación con su humanidad. Es conocida su postura acerca de su función en la vida espiritual. En este sentido exhorta vivamente a acordarse del amor de Cristo, como despertador de todo amor:

«Siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle Su Majestad –pues sabe lo mucho que nos conviene– por el que El nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró» (V 22,14).

Pero para que este amor se comunique, hay que hacerle sitio en el propio corazón, liberándole de toda afección: «¡Donosa manera de buscar amor de Dios!… Tenemos nuestras afecciones y luego le queremos a manos llenas» (V 11,3). «No plega a Vuestra Majestad que cosa de tanto precio como vuestro amor se dé a gente que os sirve sólo por gustos» (V 11,12). Se requiere, en definitiva, verdadera pobreza de espíritu, «que es no buscar consuelo ni gusto en la oración –que los de la tierra ya están dejados–, sino consolación en los trabajos por amor de El que siempre vivió en ellos, y estar en ellos y en las sequedades quieta» (V 22,11).

En los primeros capítulos del Camino de perfección, donde hace el planteamiento del camino de oración como ejercicio de amor, se lamenta –ante los males de la cristiandad– de que el amor de Dios «sea tenido en tan poco». Y hace esta encendida oración al Padre: «¡Oh Padre eterno! mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo y por más contentaros a Vos (que mandasteis nos amase) sea tenido en tan poco como hoy día tienen esos herejes el Santísimo Sacramento, que le quitan sus posadas deshaciendo las iglesias? ¡Si le faltara algo por hacer para contentaros! Mas todo lo hizo cumplido. ¿No bastaba, Padre eterno, que no tuvo adonde reclinar la cabeza mientras vivió, y siempre en tantos trabajos, sino que ahora las que tiene para convidar sus amigos (por vernos flacos y saber que es menester que los que han de trabajar se sustenten de tal manjar) se las quiten? ¿Ya no había pagado bastantísimamente por el pecado de Adán? ¿Siempre que tornamos a pecar lo ha de pagar este amantísimo Cordero? No lo permitáis, Emperador mío. Apláquese ya Vuestra Majestad. No miréis a los pecados nuestros, sino a que nos redimió vuestro sacratísimo Hijo, y a los merecimientos suyos y de su Madre gloriosa y de tantos santos y mártires como han muerto por Vos» (C 3,8).

En parecidos términos se expresa a propósito del comentario a la primera petición del Padrenuestro, como un grito de clamor, no al Padre, sino a Jesús que nos ha hecho posible esta invocación de llamar a Dios Padre nuestro: «¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra?» (C 27,2).

Su oración, como grito de amor, adquiere un tono dramático en el comentario a la petición: Panem nostrum cotidianum. Es la experiencia eucarística del amor, que brota de la presencia dramática de Jesús-Eucaristía en la historia de los hombres:

«¡Oh, válgame Dios, qué gran amor del Hijo, y qué gran amor del Padre! Aun no me espanto tanto del buen Jesús, porque como había ya dicho ‘fiat voluntas tua’, habíalo de cumplir como quien es. ¡Sí, que no es como nosotros! Pues como sabe la cumple con amarnos como a Sí, así andaba a buscar cómo cumplir con mayor cumplimiento, aunque fuese a su costa, este mandamiento. Mas Vos, Padre Eterno, ¿cómo lo consentisteis? ¿Por qué queréis cada día ver en tan ruines manos a vuestro Hijo? Ya que una vez quisisteis lo estuviese y lo consentisteis, ya veis cómo le pararon. ¿Cómo puede vuestra piedad cada día, cada día, verle hacer injurias? ¡Y cuántas se deben hoy hacer a este Santísimo Sacramento! ¡En qué de manos enemigas suyas le debe de ver el Padre! ¡Qué de desacatos de estos herejes!» (C 33,3).

Del amor eucarístico Teresa pasa al amor nupcial de las sextas moradas, «adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo» (M 6,1,1), recibiendo «muestras de amor tan preciosas, [que] son vivas centellas para encenderla más en el que tiene a nuestro Señor» (M 6,7,11). Es una compañía continua de Cristo, de la que «nace un amor ternísimo con su Majestad» (M 6,8,4), que lleva a «no querer sino lo que quiere Dios, que nos conoce más que nosotros mismos y nos ama» (M 6,9,16). Es llegar a ser «una cosa con el Padre y con Él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en Él. ¡No sé qué mayor amor puede ser que éste!» (M 7,2,7). Este amor, en fin, se ha de manifestar no solo en palabras, sino en obras –como el de Cristo– y en «hacerse esclavos» suyos, para que él nos pueda «vender por esclavos de todo el mundo» (M 7,4,8). El amor a Dios se hace entrega y servicio al hermano.

El primado de la caridad: Amor a Dios y al prójimo

El primado de la caridad es una tesis paulina (1Cor 13,13), que Teresa hace suya. En ella fundamenta el camino de la oración y el edificio de toda su espiritualidad. Esta es esencialmente «amistad con Dios» y «amor al prójimo». La admirable síntesis que logra entre las dos vertientes de la caridad, le otorgan una soberana libertad interior, que pone de manifiesto su asombrosa capacidad para la entrega y para la amistad humana (C. García, Santa Teresa de Jesús: nuevas claves de lectura, pp. 124-129). Ella estaba ya ricamente dotada para la amistad, pero una gracia interior va purificando y ensanchando los espacios de la caridad hasta límites insospechados.

Teresa de Jesús capta perfectamente el precepto del amor a Dios y al prójimo, promulgado por el Señor (Mt 22,34-40). Es su consigna fundamental, que repite en todos sus escritos y que sintetiza admirablemente en Moradas: «La perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardásemos estos dos mandamientos, seremos más perfectas» (M 1,2,17). «Acá solas estas dos [cosas] que nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con Él» (M 5,3,7).

En la formulación de este precepto del Señor se advierte una progresiva evolución, que va del encarecimiento del amor a Dios (Vida), pasando por la exhortación al amor fraterno (Camino), hasta llegar a la síntesis del amor a Dios y al hermano (Moradas). Esto no quiere decir que la Santa no viva, desde el principio, el amor cristiano en todas sus dimensiones. Las distintas formulaciones que encontramos en sus escritos principales significan sólo diversidad de acentos y de perspectivas del único precepto del Señor. Expresan también un hecho importante; es el progresivo descubrimiento de la caridad, que alcanza su cima en la vida mística, narrada en el libro de Moradas.

No hay que olvidar, a este propósito, que Teresa del Niño Jesús –hija de la gran Teresa– alcanzará la gracia de la caridad sólo unos meses antes de morir, como ella misma nos narra en sus manuscritos (Ms C 11v).

Amor a Dios (Vida)

Teresa de Jesús experimenta el precepto de la caridad ante todo como la respuesta de amor a Dios; es un amor-amistad, una entrega total, un amor «de verdad». Este amor define la esencia de la oración: «tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (V 8,5). «La oración… me hacía entender qué cosa era amarle» (V 6,3). «Quédase sola con Él, ¿qué ha de hacer sino amarle?» (V 19,2). Su amor «tiene al nuestro tan atado que no deja libertad para amar en aquel punto otra cosa sino a Vos» (V 14,2). «Seamos todos locos por amor de quien por nosotros se lo llamaron» (V 16,6). El amor es el camino real que lleva a Dios: «El que os ama de verdad, Bien mío, seguro va, por ancho camino y real» (V 35,14). «Es hermoso trueque dar nuestro amor por el suyo» (C 16,10).

Pero el amor de Teresa está lejos de encerrarse en un mundo aparte con Dios o de caer en un falso intimismo: «No está el amor de Dios en tener lágrimas ni estos gustos y ternura, que por la mayor parte los deseamos y consolamos con ellos, sino en servir con justicia y fortaleza de ánimo y humildad» (V 11,13). Si de veras es amor, tiene que manifestarse, es imposible que se esconda:

«Quien[es] de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible quien muy de veras ama a Dios amar vanidades? Ni puede, ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras; ni tiene contiendas ni envidias. Todo porque no pretende otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más. ¿Esconderse? ¡Oh, que el amor de Dios –si de veras es amor– es imposible!» (C 40,3).

Ella experimenta el amor de Dios como fuente de entrega: «¡Oh, Jesús mío, qué hace un alma abrasada en vuestro amor!» (V 34,15); igualmente, como fuente de renovación interior: «Este fuego, que parece viene de arriba, de verdadero amor de Dios…, parece que consume el hombre viejo de faltas y tibieza y miseria; y a manera de como hace el ave fénix –según he leído– y de la misma ceniza, después que se quema, sale otra, así queda hecha otra el alma después con diferentes deseos y fortaleza grande» (V 39,23).

Amor al prójimo (Camino)

Enraizado en el amor a Dios e inseparable de él está el amor al prójimo. Nuestra escritora dedica los cc. 4-7 de Camino a exponer sus verdaderas dimensiones, previniendo contra falsas manifestaciones y precisando en qué consiste el amor perfecto del prójimo. Lo hace desde su honda concepción de la amistad, para la que se sentía ricamente dotada; una amistad profundamente humana, pero vuelta a lo divino, esto es, inspirada en el amor de Dios y que tiene como punto de referencia el amor oblativo de Cristo. Su exposición constituye además una pedagogía del verdadero amor.

Distingue dos clases de amor: el amor puro o perfecto, que llama también «espiritual», y el amor sensible o imperfecto: «De dos maneras de amor es lo que trato: una es espiritual, porque ninguna cosa parece toca a la sensualidad ni la ternura de nuestra naturaleza, de manera que quite su puridad; otra es espiritual, y junto con ella nuestra sensualidad y flaqueza o buen amor, que parece lícito, como el de los deudos y amigos» (C 4,13).

El amor perfecto es el que la teología de la caridad describe como amor teologal, gratuito, que tiene su fuente en Dios, que ama el bien de Dios en el otro y desea el verdadero bien sobrenatural para la persona amada. Así lo entiende la Santa:

«Cuando una persona ha llegádola Dios a claro conocimiento [de su amor]…, aman muy diferentemente de los que no hemos llegado aquí» (C 6,3). «Son estas personas que Dios las llega a este estado almas generosas, almas reales»; aman a la persona por ella misma, no por sus cualidades: «no se contentan con amar cosa tan ruin como estos cuerpos, por hermosos que sean» (Ib. 4). No se aman a sí mismas; «dáseles poco de que les tengan voluntad» o de «querer que las quieran», que es una «gran ceguedad»; «quieren porque las quiere Dios, y dejan a Su Majestad lo pague y se lo suplican, y con esto quedan libres (ib 5). «Estas personas perfectas ya todos los tienen debajo de los pies los bienes que en el mundo les pueden hacer y regalos» (ib 6). «De sí mismos se ríen de la pena que algún tiempo les ha dado si era pagada o no su voluntad»; buscan el provecho de las almas y «no se les da más ser queridas que no» (ib 7). «Todo lo que desean y quieren es ver rica aquella alma de bienes del cielo» (C 7,1).

Para la Santa ésta es la expresión auténtica del amor. Y no «esotras aficiones bajas le tienen usurpado el nombre» (C 6,7). Y menos «estos quereres de por acá desastrados» (C 7,2). Aunque parezca que son insensibles al amor humano, en absoluto lo vacían de contenido; aman con más pasión, en otro plano afectivo: «Pareceros ha que estos tales no quieren a nadie, ni saben, sino a Dios. Digo que sí aman, y mucho más, y con más verdadero amor, y con más pasión y más provechoso amor: en fin, es amor. Y estas tales almas son siempre aficionadas a dar, mucho más que no a recibir; aun con el mismo Criador les acaece esto. Digo que merece éste nombre de amor, que esotras aficiones bajas le tienen usurpado el nombre» (C 6,7).

Este amor perfecto, sin perder nada de humano, tiende a su verdadero objetivo, que es el crecimiento en el amor de Dios, y se manifiesta en actitudes auténticas de caridad cristiana, que promueven el bien, la verdad, lo que dura y no pasa; es un amor duradero, no caduco o perecedero: «Verdad es que lo que ven aman y a lo que oyen se aficionan; mas es a cosas que ven son estables. Luego éstos, si aman, pasan por los cuerpos y ponen los ojos en las almas y miran si hay qué amar…, ninguna cosa se les pone delante que de buena gana no la hiciesen por el bien de aquel alma, porque desean durar en amarla» (C 6,8).

El amor de por sí es estable y eterno; no «es amor que se ha de acabar con la vida». Tiende a trascender sus manifestaciones pasajeras, sujetas a mudanzas o encerradas en la caducidad de todo lo de acá: «Este amor que sólo acá dura, alma de éstas a quien el Señor ya ha infundido verdadera sabiduría, no le estima en más de lo que vale, ni en tanto» (C 6,9). Tal amor no puede ser sino un amor oblativo, hasta dar la vida, como Cristo: «Perdería mil vidas por un pequeño bien suyo. ¡Oh precioso amor, que va imitando al capitán del amor, Jesús, nuestro bien!» (C 6,9).

Finalmente, la Santa da una serie de consignas pedagógicas para madurar en el camino de la caridad: amar en la verdad y sin exclusivismos, saber compadecerse y alegrarse con los demás, no escandalizarse de sus defectos, «sabernos condoler de los trabajos de los prójimos» (C 7,6), imitando así el amor «que nos tuvo el buen amador Jesús» (C 7,4).

Amor a Dios y al prójimo (Moradas)

La comprensión y formulación del precepto de la caridad, en sintonía con la primera carta de San Juan (1Jn 4,20), llegan a su cúspide en el libro del Castillo interior o Moradas, exponente de madurez espiritual de la Santa. Destaca el capítulo 3 de las quintas moradas, que habla de «otra manera de unión» y de «lo que importa para esto el amor del prójimo» (M 5,3,tít). Amor del prójimo y unión aparecen así inseparablemente unidos.

Esta «otra manera de unión» está relacionada con la oración de unión, que comenzó a tratar en los capítulos anteriores. Se caracteriza por el cumplimiento de la voluntad de Dios. Es expresión de madurez cristiana y, en cuanto tal, ha de traducirse en servicio de amor al prójimo: «Ha de procurar ir adelante en el servicio de nuestro Señor y en el conocimiento propio… Quiere Dios que no sea dada en balde una merced tan grande; sino que ya que no se aproveche de ella para sí, aproveche a otros» (M 5,3,1).

Teresa vive su propia unión con Dios como una llamada a este servicio y así lo propone a sus lectores. No es ésta una unión difícil de alcanzar. Antes al contrario, «la verdadera unión se puede muy bien alcanzar, con el favor de nuestro Señor, si nosotros nos esforzamos a procurarla, con no tener voluntad sino atada con lo que fuere la voluntad de Dios» (M 5,3,3).

La Santa considera esta unión de voluntades más importante que «estotra unión regalada», que es la oración de unión y cuyo mayor precio es precisamente proceder de «esta otra unión», que es «estar resignada nuestra voluntad en la de Dios» (Ib). «Esta es la unión que toda mi vida he deseado; ésta es la que pido siempre a nuestro Señor y la que está más clara y segura» (M 5,3,5). Esta unión consiste, en definitiva, en el amor a Dios y al prójimo: «Acá solas estas dos [cosas] que nos pide el Señor: amor de Su Majestad y del prójimo, es en lo que hemos de trabajar. Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con El. Mas ¡qué lejos estamos de hacer, como debemos a tan gran Dios, estas dos cosas, como tengo dicho! Plega a Su Majestad nos dé gracia para que merezcamos llegar a este estado, que en nuestra mano está, si queremos» (M 5,3,7).

Pero el verdadero criterio discernidor para saber si hacemos estas dos cosas es el amor al prójimo: «La más cierta señal que, a mi parecer, hay de si guardamos estas dos cosas, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que Su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al prójimo hará que crezca el que tenemos a Su Majestad por mil maneras. En esto yo no puedo dudar» (M 5,3,8).

En este texto están resonando las palabras de la primera carta de san Juan, que hablan del amor al hermano como la prueba más concluyente del amor a Dios (1Jn 4,19-20). Dios quiere que le amemos amando al hermano. Esta es la prueba del amor de Dios. Así concluye indefectiblemente san Juan su discurso sobre Dios Amor: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1Jn 4,11).

Esta relación entre el amor de Dios y del prójimo, si por una parte presenta a éste como expresión necesaria del primero, por otra, señala la fuente del amor al prójimo: el amor de Dios. Esto quiere decir que el amor de caridad es un hecho de gracia y de salvación, que hunde sus raíces en el amor de Dios, derramado en nuestros corazones (Rom 5,5). Representa, en definitiva, un nuevo nacimiento, del que habla el mismo evangelio de San Juan (Jn 1,12-13; 3,3-8). Teresa de Jesús capta admirablemente este hecho de gracia, que significa el nacimiento del amor de Dios: «Creo yo que según es malo nuestro natural, que si no es naciendo de raíz del amor de Dios, que no llegaremos a tener con perfección el del prójimo» (M 5,3,9).

Teresa encarece a sus hijas lo mucho que importa la práctica de esta virtud de la caridad, repitiendo alguna de las consignas del Camino de perfección. Las resume el P. Tomás Álvarez en estos términos: «Que el amor no es sentimiento ni emoción; que no hay amor sin obras; que, como había explicado en el capítulo séptimo del Camino, el amor verdadero es oblativo, sacrificado, realista, en profunda simbiosis con el amigo y con el Amado» (T. Álvarez en Guía al interior del Castillo, Burgos, 2000, p. 123.

En este contexto se halla el famoso texto teresiano, que urge las obras de amor al hermano, como expresión de la unión con Dios: «Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella, como porque sabes que tu Señor quiere aquello. Esta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona te alegres más mucho que si te loasen a ti… Y cuando viéremos alguna falta en alguna, sentirla como si fuera en nosotras y encubrirla» (M 5,3,11).

Este es el amor que hay que pedir al Señor y el criterio discernidor de la verdadera unión con él. Así obró Jesús, así fue el amor que el nos mostró:

«Pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor del prójimo, y dejad hacer a Su Majestad, que El os dará más que sepáis desear, como vosotras os esforcéis y procuréis en todo lo que pudiereis esto; y forzar vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas, aunque perdáis de vuestro derecho, y olvidar vuestro bien por el suyo, aunque más contradicción os haga el natural; y procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho. Mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz» (M 5,3,12).

El dinamismo y crecimiento de la caridad

El amor no puede estar ocioso; es fuente de dinamismo interior, que se traduce en obras: «Obras quiere el Señor» (M 5,3,11). «Que nazcan siempre obras, obras» (M 7,4,6). El amor no puede estar oculto, sino que ha de manifestarse: «El amor de Dios –si de veras es amor– es imposible» que se esconda (C 40,3). El mensaje de Teresa conecta de lleno con las exigencias intrínsecas del amor cristiano. Estas son fundamentalmente dos. En primer lugar, es un amor que hay que alimentar incesantemente. En segundo lugar, es un amor que ha de ir creciendo en comunión y en servicio apostólico.

Alimentar el amor

Para Teresa de Jesús alimentar el amor es «meditar en el amor», esto es, hacer oración. Sabido es cómo ella propone la oración como ejercicio de amor y camino para progresar en él. Este fue el camino que a ella le granjeó este supremo bien: «Yo me veía crecer en amarle muy mucho» (V 29,4). En la oración «era crecer el amor… al Señor» (ib 7). Iba «creciendo en mí un amor tan grande de Dios que no sabía quién me le ponía» (ib 8). Crece el amor, «mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor» (M 6,11,1).

Son numerosos los textos que proclaman esta verdad fundamental del conocimiento y del amor de Dios, destacando la relación que existe entre ambos. En ella se fundamenta la enseñanza teresiana sobre el sentido de la meditación (conocimiento) y de la contemplación (amor) en la vida espiritual.

Responde además a una exigencia intrínseca de la caridad teologal. Sólo puede ser amado el amor que es conocido. No olvidemos que éste es el punto de arranque de todos los poemas del otro gran místico del Carmelo, san Juan de la Cruz, que sale en búsqueda del Amado, habiendo conocido previamente el amor que le ha mostrado en crearlo y redimirlo.

Como afirma el gran moralista, B. Häring, «todo amor puede morir si se pierde la contemplación del objeto amado. Por eso es imposible cumplir con el precepto del amor a Dios sin renovarse siempre en la contemplación de los motivos que nos asisten para amarlo, o sea, sin la meditación del amor de Dios y de la dicha de vivir en su amor» (B. Häring, La ley de Cristo I, p. 671).

Pero no basta conocer el amor de Dios, sino que es necesaria la entrega de la propia voluntad y la donación personal, como hemos visto ya en el apartado anterior. En esto consiste propiamente la caridad. Es la «dilectio», como explica santo Tomás. Entraña una unión afectiva entre el amante y el amado, una unión de mente y corazón, una identificación de voluntades. Cuanto más crece el amor de Dios, más crece también el deseo de comunión con él. Este es el dinamismo del amor, enseñado por santa Teresa en el camino espiritual, hasta su culminación en el matrimonio místico. Y este es el sentido de las gracias místicas que recibe: avivar en ella el amor. Se da entonces, en el estado místico, un amor que desborda todo conocimiento, como explica san Juan de la Cruz.

No es suficiente, sin embargo, el conocimiento del amor de Dios para crecer en él. Entra también en juego la purificación interior, que desempeña una función dispositiva absolutamente imprescindible. Hay que hacer hueco al amor de Dios en el propio corazón, purificándolo de toda afección humana. Este es el sentido de la lucha que la Santa libra en su vida, hasta su conversión definitiva al Señor. Pero en ella tiene una connotación no solamente purificadora sino cristológica. Se trata de la total identificación con Cristo crucificado. De esta manera se entienden sus continuas exhortaciones a poner los ojos en el Crucificado y a imitarle en sus padecimientos. Es la total identificación con Cristo, fuente del «amor loco», según su consigna: «Seamos todos locos por amor de quien por nosotros se lo llamaron» (V 16,6).

Crear comunión

Una de las exigencias evangélicas de la caridad es crear comunión, pues el Evangelio es para vivirlo en comunidad. Teresa de Jesús se siente impulsada –desde su rica experiencia de amistad– a crear comunidad, a hacer grupo, en cuyo centro esté el amor de Dios compartido. Los que comienzan a ser «siervos del amor» (V 11,1) tienen que ayudarse a superar las dificultades y a comunicarse los gozos y las penas de su experiencia. Además, «crece la caridad con ser comunicada, y hay mil bienes que no los osaría decir, si no tuviese gran experiencia de lo mucho que va en esto» (V 7,22).

En este contexto suenan sus palabras del libro de la Vida, exhortando a unirse en la vida espiritual: «Gran mal es un alma sola entre tantos peligros… Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con sus oraciones, ¡cuánto más que hay muchas más ganancias! Y no sé yo por qué… no se ha de permitir que quien comenzare de veras a amar a Dios y a servirle, deje de tratar con algunas personas sus placeres y trabajos, que de todo tienen los que tienen oración… Pues es tan importantísimo esto para almas que no están fortalecidas en virtud –como tienen tantos contrarios, y amigos para incitar al mal– que no sé cómo lo encarecer» (V 7,20-21).

Teresa, que había pasado por la prueba de la soledad en su camino hacia Dios, comienza a formar un grupo a su alrededor para ayudarse espiritualmente: «Este concierto querría hiciésemos los cinco que al presente nos amamos en Cristo, que como otros en estos tiempos se juntaban en secreto para contra Su Majestad y ordenar maldades y herejías, procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos a otros, y decir en lo que podríamos enmendarnos y contentar más a Dios» (V 16,7).

Este es el objetivo que guía también a Teresa en el monasterio de la Encarnación, donde tiene su pequeño grupo espiritual que participa de su vida interior y comparte su experiencia de oración. Es lo que, en fin, la lleva a pensar en la fundación de un nuevo monasterio – el Carmelo de San José – en el que lo importante será compartir la vida espiritual en grupo. Será éste el distintivo de sus monasterios, presididos por la «fraternidad» (C 4,7). Es conocida su definición del Carmelo como «pequeño Colegio de Cristo» (CE 20,1). Y será la consigna apostólica que deja a sus hijas en la cumbre del matrimonio espiritual, como primer fruto de la unión: «Dejado que en la oración ayudaréis mucho [a allegar almas a Dios], no queráis aprovechar a todo el mundo, sino a las que están en vuestra compañía, y así será mayor la obra, porque estáis a ellas más obligadas… Y servir a todas, y una gran caridad con ellas…» (M 7,4,14).

Amor apostólico

La caridad cristiana es esencialmente apostólica; busca siempre las obras: «Obras quiere el Señor» (M 5,3,11). Las obras, a su vez, alimentan la caridad. Como dice B. Häring, «el precepto de la caridad impone las obras de la caridad… Es imposible que sin las obras de la caridad pueda ésta existir largo tiempo, ni mucho menos crecer, si ha de ser verdadera complacencia en el bien y entrega de la voluntad… El sentimiento del amor tiene que encender el entusiasmo para la acción; a su vez, la acción provocada por el amor debe hacer más profundo y operante el sentimiento del amor» (B. Häring, La ley de Cristo I, p. 672).

Como afirma Juan Pablo II, Teresa fue «aquella hoguera de amor eclesial que iluminaba y enfervorizaba a teólogos y misioneros» (Homilía del 1.11.1982). El fuego de amor que ardía en su corazón hizo prender en ella las ansias por la salvación de los hombres. Como la samaritana, es consciente de su llamada a anunciar a Jesús (Conc 3,6). Como el apóstol Pablo (2Cor 5,14), se siente apremiada por el amor de Cristo (R 6,9). Sabido es cómo el móvil de su obra de reforma fue siempre la salvación de las almas (C 1,2; F 1,7).

Esta preocupación apostólica nace de su amor a Cristo y a la Iglesia. Quiere «ayudar al Señor» sirviendo a la Iglesia. Y es que para ella Cristo e Iglesia se identifican. Esta es el cuerpo de Cristo, al que hay que defender. De ahí sus vivos deseos apostólicos de que, juntamente con la honra de Cristo, vaya adelante su Iglesia. En esto cifra el verdadero amor:

«Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar, en cuanto pudiéremos, no le ofender, y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia Católica. Estas son las señales del amor» (M 4,1,7).

Por eso la mayor fecundidad apostólica se da precisamente en la cumbre del matrimonio espiritual, donde el amor cristiano alcanza su máxima expresión, como identificación plena con el misterio redentor de Jesús. Esta merced no es para regalar al alma sino «para darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado» (M 7,4,4). Entonces no importa tanto «la grandeza de las obras como el amor con que se hacen» (M 7,4,15).

BIBL. – J. Baudry, L’amitié divine chez Thérèse d’Ávila, en «Carmel» 1970, pp. 65-73; T. Álvarez, “Poned los ojos en el Crucificado” (M 7,4,8), en «MteCarm.» 100 (1992), 139-148.

Ciro García