No existe en los escritos sanjuanistas una exposición directa y sistemática de esta virtud, al estilo de los maestros de ascética. Las enseñanzas dispersas a lo largo y ancho de sus páginas demuestran la importancia concedida a este valor evangélico y cristiano. Consecuente con el principio metodológico tan recordado por él, la contraposición a la soberbia espiritual (N 1,2) le sirve para iluminar el sentido de la humildad, que es “la virtud contraria al primer vicio capital, que es la soberbia” (N 1,12,7). A las ideas comunes y generales sobre la humildad, J. de la Cruz aporta detalles muy interesantes al tratar de la correcta actitud espiritual frente a las gracias y favores concedidos por Dios. Tres son los aspectos a destacar en su magisterio sobre la humildad: noción general, valor y aplicaciones concretas.
a) Humildad y conocimiento propio. Según el Santo, la humildad comienza y termina en el conocimiento de la propia realidad existencial o antropológica. Su valor dimana, sin embargo, de la palabra y del ejemplo de Cristo (S 1,13,2-4; 2,7), que “es la suma humildad” (LlB 3,6). Además, está siempre “empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño” (CB 27,1). Es más: “Aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma … que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si él fuese su siervo y ella su señor … como si el fuese su esclavo y ella fuese su Dios: ¡tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!” (ib.).
La verdadera humildad está íntimamente vinculada al propio conocimiento y tiene su expresión concreta en la desnudez espiritual, que lleva derechamente al ejercicio de la caridad (S 3,23,1). En la desnudez –asegura el Santo– “halla el espiritual su quietud y descanso, porque, no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad” (S 1,13,13).
La humildad alcanza plenitud y autenticidad cuando desaparece radicalmente el propio egoísmo y se realiza la configuración a Cristo; entonces se alcanza la verdadera unión con él: “Cuando –el hombre– viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, podrá unirse con Cristo” (S 2,7,11). Escalar esa cima es cosa de tiempo y esfuerzo, como lo es adquirir la virtud o hábito. El modo concreto de proceder –avisa el Santo– es asumir la nada del propio ser frente a Dios (S 2,4), es decir, “no sólo el tener sus propias cosas en nada, mas con muy poca satisfacción de sí” (N 1,2,6). Brota de ahí el sincero deseo de ser enseñados y guiados por los demás (ib. 7). Señal cierta de verdadera humildad es el aceptar las propias limitaciones e imperfecciones. Las almas humildes “en las imperfecciones que se ven caer, con humildad se sufren, y con blandura de espíritu y temor amoroso de Dios” esperan en él (N 1,2,8).
b) Necesidad de la humildad evangélica. A la motivación suprema de su valor evangélico, como imitación de Cristo, J. de la Cruz añade otras razones para destacar la necesidad de esta virtud fundamental. Una de ellas es su valor para descubrir y superar las insidias del demonio. Asumiendo la doctrina de Cristo repite que nadie podrá entender sus engaños “sin oración, mortificación y humildad” (CB 3,9). Las armas más eficaces para luchar contra los enemigos del alma son de hecho: “la oración y la cruz de Cristo, en que está la verdadera humildad y mortificación” (ib.).
En esa dirección van algunos de sus avisos espirituales: “Eso que pretendes y lo que más deseas no lo hallarás por esa vía tuya ni por la alta contemplación, sino en la mucha humildad y rendimiento de corazón” (Av 1,40). Se atreva a decir J. de la Cruz que “quien de sí propio se fía, peor es que el demonio” (ib. 5,8). El conjunto de las Cautelas y los Avisos a un religioso (en especial el n.4) recogen la síntesis del pensamiento sanjuanista en torno a la humildad. En la misma línea discurre su enseñanza en las cartas de dirección espiritual. Su pensamiento al respecto podría resumirse en lo que escribe a una dirigida: “Dios nos libre de nosotros. Dénos lo que él se agradare, y nunca nos lo muestre hasta que él quiera … y nosotros ni verlo de los ojos, ni gozarlo, porque no desfloremos a Dios el gusto que tiene en la humildad y desnudez de nuestro corazón y desprecio de las cosas del siglo por él” (Ct a una dirigida espiritual, n. 23).
c) Aplicaciones prácticas. El Santo, lo mismo que en otros puntos, tiene presente a personas espirituales seriamente empeñados en la lucha ascética y que han superado los primeros pasos. Los que él considera principiantes están todavía muy apegados a sí mismos y dominados por ímpetus de soberbia. Los aprovechados, en cambio, se creen ya libres de ese lastre, al verse favorecidos con gracias especiales de Dios. Cuando al alma le suceden cosas un tanto extraordinarias, “muchas veces se le ingiere secretamente cierta opinión de sí, de que ya es algo delante de Dios, lo cual es contra humildad” (S 2,11,5). Son sutiles resabios de soberbia, que han de purificarse por la noche pasiva del sentido (N 1,2).
La actitud que esas personas espirituales deben de mantener siempre es someter todas sus cosas al maestro o director espiritual (S 2,22,16), entre otras razones, “porque para la humildad y sujeción y mortificación del alma conviene dar parte de todo, aunque todo ello no haga caso ni lo tenga en nada.
Porque hay algunas almas que sienten mucho en decir las tales cosas, por parecerles que no son nada, y no saben cómo las tomará la persona con quien las han de tratar, lo cual es poca humildad y, por lo mismo, es menester sujetarse a decirlo” (S 2,22,18).
Merecen especial atención al Santo las visiones y revelaciones, por cuanto suelen ser motivo de vanidad y cierta complacencia, cosas contrarias a la verdadera humildad. La norma sanjuanista es clara y contundente: “No las ha el alma de querer admitir” (S 2,17,7), entre otras razones, porque “en renunciar estas cosas con humildad y recelo, ninguna imperfección ni propiedad hay” (ib.). Todavía más: aunque “parece soberbia desechar estas cosas si son buenas, digo que antes es humildad prudente aprovecharse de ellas en el mejor modo y guiarse por lo más seguro” (S 3,13,9).
Aunque abundan los directores y maestros espirituales que embarazan a las almas no llevándolas “por camino de humildad” y “no las edifican en fe” (S 2,18,2). Asegura J. de la Cruz que de ahí “salen muchas imperfecciones, por lo menos, porque el alma ya no queda humilde, pensando que aquello es algo y que tiene algo bueno, y que Dios hace caso de ella, y anda contenta y algo satisfecha de sí, lo cual es contra humildad” (ib. 3).
Admite el Santo que se dan algunas visiones sobrenaturales que producen en el alma “quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, suavidad, limpieza y amor, humildad e inclinación o elevación del espíritu en Dios” (S 2,24,6), pero no es menos cierto que el demonio puede causar o fingir tales manifestaciones con efectos totalmente contrarios. Por ello se impone cautela y discreción. El criterio básico para un discernimiento seguro es “desnudarse y desasirse de ellas lo mismo que de las otras. El medio para que Dios las haga, “ha de ser humildad y padecer por amor de Dios con resignación de toda retribución; porque estas mercedes no se hacen al alma propietaria” (S 2,26,10).
La conclusión del Santo, aplicable a todas las gracias extraordinarias, queda formulada así: “Por tanto, el alma pura, cauta, y sencilla y humilde, con tanta fuerza y cuidado ha de resistir y desechar las revelaciones y otras visiones, como las muy peligrosas, porque no hay necesidad de quererlas, sino de no quererlas para ir a la unión de amor” (S 2,28,6; cf. 2,29,12). Lo que importa es el amor humilde: “Cuando en las palabras y conceptos juntamente el alma va amando y sintiendo con humildad y reverencia de Dios, es señal que anda por allí el Espíritu Santo, el cual siempre que hace algunas mercedes, las hace envueltas en esto” (S 2,29,11).
Mientras persiste esta actitud es posible desenmascarar las tretas del demonio que “pone a veces en el ánimo falsa humildad … que a veces es menester que la persona sea harto espiritual para que lo entienda” (ib.). El remedio es siempre el mismo: “Quedemos, pues, en esta necesaria cautela … que no hagamos caudal de nada de ellas, sino sólo de saber enderezar la voluntad con fortaleza a Dios, obrando con perfección su ley y sus santos consejos, que es la sabiduría de los santos, contentándonos de saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos las propone la Iglesia” (S 2,29,12).
Pese a los esfuerzos personales, no es posible limpiarse de todo resabio de soberbia hasta que la obra purificadora de la noche pasiva no acaba con todas las escorias a través de la sequedad y el verdadero conocimiento de la propia miseria. Sólo entonces se adquiere auténtica humildad (N 1,12,7; 1,13,1).
Cuando es así, pura y auténtica, se convierte en caridad exquisita; de ahí su incomparable valor: “Visiones y revelaciones y sentimientos del cielo … no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad, que no estima sus cosas ni las procura, ni piensa mal sino de sí, y de sí ningún bien piensa, sino de los demás” (1 Cor 13,4-7: S 3,9,4).
Eulogio Pacho