Iglesia

San Juan de la Cruz usa en sus escritos la palabra Iglesia 55 veces; dos de éstas se refieren a la iglesia material: “la iglesia mayor” de Córdoba (Ct a Ana de S. Alberto: jun. 1586). Al sustantivo simple “la Iglesia”, que es lo que más veces usa, añade, calificándolo, “santa madre Iglesia católica” (S pról. 2) o “nuestra madre la Iglesia católica romana” (LlB pról. 1), o simplemente “santa madre” (CB pról. 4) o sólo “católica” (S 3,15,2); “militante” (S 2,3,5; CB 33,8; CB 40,7; Ll B 1, 16); “triunfante” (Ll B 1,16).

El pronombre posesivo “su” lo aplica a la Iglesia, hablando de  Dios (CB 33,8; S 3,31,7); de  Cristo (S 2,22,7); del  Espíritu Santo (S 3,44,3), Iglesia de todos ellos: “su Iglesia”. También habla de la Iglesia “Cuerpo místico de Cristo” (CB 36,5).

El Santo, que conoce y maneja perfectamente esta terminología y sus contenidos, no escribió, sin embargo, ningún tratado sobre la Iglesia. Va nombrándola, nos va abriendo su mente eclesial, según le cuadra en su momento, teniendo en cuenta la intención práctico-práctica y pastoral, que lleva en sus escritos.

I. Configuración esponsal de la Iglesia

Si nos fijamos en la Lumen Gentium, cap. 1, en el que el Concilio trató de acercar lo más posible a los creyentes “el misterio de la Iglesia”, podemos asegurar que el símil nupcial o de los esponsales (LG 6), es el más consonante con la letra y el espíritu sanjuanistas. No desconoce la comparación de la casa (CB 33,8), de la Jerusalén de arriba (LlB, 1,16) y madre nuestra, pero la Iglesia Esposa lleva en él la primacía. La va configurando ante todo como un proyecto de Dios Padre, y que él va llevando a cumplimiento en los diversos tiempos marcados por su providencia.

1. ROMANCE “IN PRINCIPIO ERAT VERBUM”. De hecho en su gran Romance sobre el evangelio “in principio erat Verbum”, después de haber tratado de la vida íntima de la Santísima Trinidad, de la comunicación de las Tres Personas (versos 1-76), aparece ya el Padre hablando, con el Hijo, de la futura Esposa:

“Una esposa que te ame, mi Hijo, darte quería, que por tu valor merezca tener nuestra compañía, y comer pan a una mesa de el mismo que yo comía, porque conozca los bienes que en tal Hijo yo tenía, y se congracie conmigo de tu gracia y lozanía” (versos 77-86).

En esta propuesta y voluntad paterna ya se ve diseñada de algún modo la Iglesia esposa. Responde el Hijo, manifestando su querer, y adelantando las líneas de su futura misión a favor de la esposa prometida, lo que pondrá en ella, y cuál será su destino final y eterno, lo que nosotros llamaríamos la escatología eclesial:

“Mucho lo agradezco, Padre, el Hijo le respondía; a la esposa que me dieres yo mi claridad daría, para que por ella vea cuánto mi Padre valía, y cómo el ser que poseo de su ser le recibía. Reclinarla he yo en mi brazo, y en tu amor se abrasaría, y con eterno deleite tu bondad sublimaría” (versos 87-98).

La creación. Recibida la aquiescencia del Hijo, se pasa a la creación del mundo, como obra merecida por el amor del Hijo. El universo aparece como un palacio creado para la esposa, con dos pisos: arriba vivirán los ángeles; en el piso de abajo los hombres: unos y otros son el cuerpo de la esposa, “que el amor de un mismo Esposo / una esposa los hacía”. Y va describiendo la posesión del Esposo ya en alegría por parte de los del piso superior y en fe esperanzada de los de abajo que van recibiendo por las diversas entregas de la revelación noticia de cómo será y cómo actuará el Esposo prometido (versos 99-166).

Fe esperanzada y oración. Los deseos del Padre, que se van desvelando cada vez más, encienden la mente y el corazón de la esposa: la humanidad, en oraciones, suspiros y agonías, lágrimas y gemidos. El poeta recrea este mundo oracional, desiderativo y esperanzado, con textos bíblicos, particularmente del profeta Isaías (versos 167202), y perfila la figura del viejo Simeón entrado también en esta ola de deseos y de cumplimiento de ellos, en su caso, ya que tendrá en sus brazos al deseado de los collados eternos, una vez llegado a la tierra (versos 203-221).

Nuevo diálogo. Venido el tiempo de emprender el rescate de la esposa de la Ley de Moisés y de otras ataduras, asistimos a otro diálogo dirigido “con amor tierno” por el Padre al Hijo: “Ya ves, Hijo, que a tu esposa a tu imagen hecho había, y en lo que a ti se parece contigo bien convenía; pero difiere en la carne que en tu simple ser no había. En los amores perfectos esta ley se requería: que se haga semejante el amante a quien quería; que la mayor semejanza más deleite contenía; el cual, sin duda, en tu esposa grandemente crecería si te viere semejante en la carne que tenía” (versos 229-244).

Esta es la propuesta definitiva y éstas las motivaciones que han de sustentar el amor esponsal. Habla de nuevo el Hijo: “Mi voluntad es la tuya, el Hijo le respondía, y la gloria que yo tengo es tu voluntad ser mía; y a mí me conviene, Padre, lo que tu alteza decía porque por esta manera tu bondad más se vería; veráse tu gran potencia, justicia y sabiduría; irélo a decir al mundo, y noticia le daría de tu belleza y dulzura y de tu soberanía” (versos 245-258).

Con esta voluntad y propósitos del Hijo de dar noticia al mundo de la potencia, justicia, sabiduría, belleza, dulzura y soberanía, o señorío del Padre, se va configurando delicadamente no sólo el rostro de Dios Padre sino la revelación de los atributos divinos de que se beneficiará la Esposa.

A continuación, habla de la obra redentiva, de la muerte del Esposo por la esposa, para que tenga vida y todo con el propósito de volverla, de llevarla al Padre, e introducirla en su casa (versos 259-266).

La plenitud de los tiempos. “Entonces”, es decir, en el tiempo señalado para la plenitud es enviado el arcángel Gabriel “a una doncella / que se llamaba María”, y añade estos dos versos divinos: “de cuyo consentimiento / el misterio se hacía”. El misterio de la encarnación del Esposo en el seno de María por obra de toda la Santísima Trinidad supone “que de las entrañas de ella / él su carne recibía; / por lo cual Hijo de Dios / y de el hombre se decía” (versos 267-286).

El Nacimiento. El nuevo tiempo que llega es el del Nacimiento, y describe la aparición del Esposo en el mundo: “Así como desposado de su tálamo salía abrazado con su esposa, que en sus brazos la traía; al cual la graciosa Madre en un pesebre ponía, entre unos animales que a la sazón allí había” (versos 289-296).

Los hombres con cantares, los ángeles con sus melodías (Lc 2,8-14) festejaban aquel desposorio del Hijo de Dios con su Humanidad, con la humanidad entera (versos 297-304); y allí estaba María, la Madre del Esposo y de la Iglesia llena de asombro por lo que contemplaba: por el gran trueque que veía (versos 305-310).

Hay que advertir que en este romance lleno del misterio de la Iglesia en sus raíces y en sus comienzos y en su proyección escatológica, no aparece ni una sola vez la palabra Iglesia: todo se anuncia y contempla bajo el símil del Esposo y la esposa.

2. DRAMATISMO ECLESIAL EN EL CÁNTICO. Este que aquí aparece como proyecto amoroso eclesial se llena de vida y de dramatismo en el comentario del Cántico Espiritual, cuyas canciones “tratan del ejercicio de amor entre el alma y el Esposo Cristo”. Al ser la Iglesia la Esposa, y Cristo el Esposo, toda la obra queda orientada a la realidad eclesial, ya que el alma enamorada que anda por sus libros, muy en especial por este del Cántico, no puede estar ni enamorada ni ser esposa sino desde su condición de miembro del Cuerpo de Cristo, como en visión anticipada lo propone en el gran Romance: “Porque él era la cabeza de la esposa que tenía, a la cual todos los miembros de los justos juntaría, que son cuerpo de la esposa” (versos 149-153).

A las reservas que pudiera poner una lectura equivocada de tipo individualista o personalista, como si J. de la Cruz propiciase no más que la unión del alma con Dios, sin visión eclesial ninguna, contesta el Santo, asegurándonos que sus comentarios encuentran la más plena aplicación en el caso de la Iglesia, en cuanto tal. En CB 30 da a “entender cómo, por el entretenimiento de estas guirnaldas y asiento de ellas en el alma, quiere dar a entender esta alma esposa la divina unión de amor que hay entre ella y Dios” en el matrimonio espiritual (CB 31,1). Hecha esta afirmación, al comentar el verso haremos las guirnaldas, escribe: “Este versillo se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en el cual la Iglesia, Esposa suya, habla con él, diciendo: haremos las guirnaldas; entendiendo por guirnaldas todas las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia, que cada una de ellas es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del Esposo Cristo” (CB 30,7).

Se trata de un texto explicativo perfecto que no necesita mayores comentarios, sino acentuar el tono eclesial que tiene el Cántico, desde estos criterios de lectura. Subrayo igualmente la frase fuerte y exacta de “las almas santas engendradas por Cristo en la Iglesia”.

Esas guirnaldas, las llama asimismo “laureolas, hechas también en Cristo y la Iglesia” y, dejando a un lado las comparaciones, se refiere a las vírgenes, a los doctores, a los mártires, guirnaldas que hermosearán y adornarán a Cristo Esposo, devolviéndole así el honor y la hermosura de la santidad recibida de él.

II. La Iglesia guía y depositaria de la revelación cumplida

A esta Iglesia-Esposa se ha confiado la revelación de los misterios de Dios. Después de haber pulverizado las pretensiones de quienes buscan más revelación fuera o al margen o más allá de Cristo (S 2,22) concluye su gran requisitoria enseñando “que en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre y de su Iglesia y ministros humana y visiblemente” (S 2,22,7). En cuestiones tan serias y profundas, como es el mundo de la revelación, remacha la misma doctrina “por cuanto no hay más artículos que revelar acerca de la sustancia de nuestra fe que los que ya están revelados a la Iglesia” (S 2,27,4). No contento con todo lo dicho, como quiera que Dios puede revelar lo que quiera y a quien quiera y por lo que él quiera, aun en este supuesto, aunque revele verdades ya reveladas, no hay que “creerlas porque entonces se revelen de nuevo, sino porque ya están reveladas bastantemente a la Iglesia”… y con sencillez se han de arrimar tales personas “a la doctrina de la Iglesia y su fe” (ib.), contentándose con “saber los misterios y verdades con la sencillez y verdad que nos les propone la Iglesia” (S 2,29,12).

En todo esto y cuando enseña que “no quiere Dios que ninguno a solas … se confirme ni afirme en ellas (en las cosas que tiene por de Dios) sin la Iglesia o sus ministros, porque con éste sólo no estará él aclarándole y confirmándole la verdad en el corazón, y así quedará en ella flaco y frío” (S 2,22,11), está resonando, el caso personal de santa  Teresa y su comportamiento correcto frente a su mundo interior, tan poblado de favores y revelaciones divinas. De este modo la doctrina eclesial sanjuanista en este tema tan delicado es algo así como la interpretación teológico-espiritual, o la lectura, que hace J. del alma de la Santa y de su conducta irreprochable en este mundo de cosas, cuando había tanta afición a visiones, revelaciones, etc.

Tratando todavía del mismo objeto de la  fe, y de su entrega a la Iglesia, ilustra de un modo genial la figura de la nube tenebrosa y alumbradora a la noche tomada de la Biblia (Ex 14, 20) e ilumina el contenido de la misma comentado el texto del Salmo 18, 3: “El día rebosa y respira palabra al día, y la noche muestra ciencia a la noche” (S 2,3,4-5).

Es enorme el partido que saca de este paso bíblico, como se ve por esta alineación sinóptica del texto de su comentario (sin alterar para nada el orden del paso):

El día = y la noche,
que es Dios = que es la fe,
en la bienaventuranza = en la Iglesia militante,
donde ya es de día:, = donde aún es de noche
a los bienaventurados = a la Iglesia y, ángeles y almas, = por consiguiente, a
cualquiera alma que ya son día,
les comunica = muestra y pronuncia
LA PALABRA = ciencia, la cual le es noche,
que es su Hijo, pues está privada de la clara
para que le sepan sabiduría beatífica; y en presencia
y le gocen de la fe, de su luz natural está ciega (n. 5).

Por este paralelismo establecido entre la Iglesia del cielo y la de la tierra se percibe nítidamente la situación diversa entre unos y otros, que se viene a resolver en que “es tanta la semejanza que hay entre ella (la fe) y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído” (S 2,9,1). Que sea de día o de noche no altera ni cambia los tesoros idénticos de la fe en la oscuridad y las riquezas de la visión en la claridad del cielo. Una sola es la Iglesia: militante o triunfante, aunque se encuentren en situaciones diversas o estadios distintos.

Lo que aconseja acerca de guiarse por la Iglesia y atender al legítimo legado de la revelación a ella confiada, lleva personalmente al autor a profesar que en lo que escribe “no es mi intención apartarme del sano sentido y doctrina de la santa Madre Iglesia católica” (S pról. 2), “lo que dijere, lo cual quiero sujetar al mejor juicio y totalmente al de la santa Madre Iglesia” (CB pról. 4).

III. Corrigiendo órbitas y orientando

Enjuiciando desvíos de fe o simplemente exageraciones o no pocas distorsiones devocionales, a veces, se referirá también a la autoridad, criterios y praxis de la Iglesia, como en el caso de la devoción y uso de las  imágenes de los santos que “son tan importantes para el culto divino y tan necesarias para mover la voluntad a devoción, como la aprobación y uso que tiene de ellas nuestra Madre la Iglesia” lo demuestra (S 3,35,2), habiéndolas la misma Iglesia ordenado para dos fines principales: “para reverenciar a los santos en ellas y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos” (S 3,35,3) y “enderezar el alma a Dios, que es el intento que en el uso de ellas tiene la Iglesia” (S 3,37,2); apuntando a los iconoclastas de su tiempo, reafirma que acerca de la memoria, reverencia, “y estimación de las imágenes, que naturalmente la Iglesia católica nos propone, ningún engaño ni peligro puede haber” (S 3,15,2). Adviértase la insistencia en la autoridad de la Iglesia en este punto tan importante para la piedad y devoción.

En la devoción o más bien “devociones” de los fieles con respecto a oratorios, santuarios o diferencias de lugares devotos, variedad de ceremonias, adorno cuasi-profano de imágenes, etc., de la que trata largamente en S 3, cc. 35-44, puntualiza con toda precisión cómo hay que comportarse “no curando de estribar en las invenciones de ceremonias que no usa ni tiene probadas la Iglesia católica” (S 3,44,3), “dejando el modo y manera de decir la misa al sacerdote que allí la Iglesia tiene en su lugar, que él tiene orden de ella cómo lo ha de hacer” (ib.), y no quieran esos devotos impertinentes y medio supersticiosos “usar nuevos modos, como si supiesen más que el Espíritu Santo y su Iglesia” (ib.). En el trato oracional con Dios también denuncia los modos extraños de portarse de algunas personas y los desautoriza, insistiendo en que no “hay para qué usar otros modos ni retruécanos de palabras ni oraciones, sino sólo las que usa la Iglesia y como las usa, porque todas se reducen a las que habemos dicho del Pater noster” (S 3,44,4). Acaba, efectivamente, de hacer un elogio estupendo de la oración dominical, conforme a toda la tradición patrístico-teológica de la Iglesia.

En la mejor de sus cartas, deshaciendo los temores de una de sus dirigidas y proponiéndole un itinerario teologal, integra en él los mandamientos de la Iglesia, diciéndole: “¿Qué hay que acertar sino ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta, y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo?” (Ct a Juana de Pedraza: 12.10.1589). Ese “acá” se refiere a la que otras veces llama Iglesia militante; y el “allá” apunta a la Iglesia triunfante.

IV. Trabajo por la Iglesia y el Evangelio

J. de la Cruz fue un apóstol incansable en la dirección de las almas, en lo que se ha llamado su magisterio oral abundantísimo. Con sus escritos pretende lo mismo: trabajar por el adelantamiento de la gente en la perfección, en los caminos de Dios, dar en sus libros como un directorio vivo y siempre actual de los caminos de Dios. Lo hace dolido de las deficiencias y errores que descubre en este campo. Pero ve también en su entorno gente que se mueve excesivamente y que no acaba de comprender en dónde radica la eficacia de ese trabajo apostólico y ministerial que están llevando a cabo. En este contexto, defendiendo la vida contemplativa pura, denuncia el “activismo”, no la actividad bien entendida, y presenta el valor apostólico del amor puro o depurado al máximo. Aunque sus afirmaciones están marcadas por un tono polémico, lleva toda la razón defendiendo que “es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas” (CB 29, 2).

Confirma su afirmación con el ejemplo de María Magdalena que por el amor que tenía a Cristo “y por el grande deseo que tenía de agradar a su Esposo y aprovechar a la Iglesia, se escondió en el desierto treinta años para entregarse de veras a este amor, pareciéndole que en todas maneras ganaría mucho más de esta manera, por lo mucho que aprovecha e importa a la Iglesia un poquito de este amor” (ib.). Y dictamina con fuerza: “Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración…; entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella” (ib. n. 3).

V. La mejor oración por la Iglesia

Acaba de hablar J. de  oración, de su necesidad y valor, pero la mejor oración por la Iglesia es la que hizo Cristo el Señor. Fray J. tiene buena conciencia de esto y después de echar una mirada y hacer una petición ardiente para recibir el gozo y sabor del amor, hablando de la hermosura de Dios en que quiere transformarse, se expresa diciendo: “Esta es la adopción de los hijos de Dios, que de veras dirán a Dios lo que el mismo Hijo dijo por San Juan al Eterno Padre, diciendo: todas mis cosas son tuyas, y tus cosas son mías (17,10). El por esencia, por ser Hijo natural, nosotros por participación, por ser hijos adoptivos. Y así, lo dijo él, no sólo por sí, que es la cabeza, sino por todo su cuerpo místico, que es la Iglesia. La cual participará la misma  hermosura del Esposo en el día de su triunfo, que será cuando vea a Dios cara a cara” (CB 36,5).

En otra parte recordará que es indecible e inefable todo lo que recibirá la Iglesia en la transformación beatífica en Dios; lo único que se puede hacer es “dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1,12: CB 39,5)”. Como ya dejamos dicho, todas las excelencias que atribuye el Santo a las almas transformadas en Dios han de aplicarse, con toda verdad a la Iglesia, en cuanto tal.

VI. Generosidad desbordante

Se pregunta el Santo: “¿Quién podrá decir hasta dónde llega lo que Dios engrandece un alma cuando da en agradarse de ella?” (CB 33,8). En lugar de alma podemos leer Iglesia tranquilamente y hacernos esa misma pregunta. La contestación es: nadie puede ni aun imaginarse lo que Dios hace, “porque, en fin, lo hace como Dios, para mostrar quién él es”. Sigue dando explicaciones de lo que dice inexplicable para desembocar con toda naturalidad en un gran texto eclesial: “De donde, los mejores y principales bienes de su casa, es, de su Iglesia (1 Tim 3, 15), así militante como triunfante, acumula Dios en el que es más amigo suyo, y lo ordena para más honrarle y glorificarle; así como una luz grande absorbe en sí muchas luces pequeñas” (ib.).

En otra parte, habiendo alegado este paso de san J. lo he señalado como “uno de esos lugares marianos sanjuanistas implícitos donde lo único que falta es el nombre de la Señora”. Está claro que lo que dice ahí de la acumulación, dentro de la Iglesia, de los principales bienes de Dios en los que son más amigos suyos, lo está diciendo muy particularmente de la Virgen  María, enriquecida y dotada como nadie en la iglesia militante y en la triunfante. Así, una vez más entra J. en la lectura conciliar del misterio de María dentro del misterio de Dios, de Cristo, de la Iglesia (LG nn. 52-69).

Conclusión

Por cuanto hemos ido diciendo, la mente eclesial de J. de la Cruz no apunta a la Iglesia como sociedad perfecta, a sus intervenciones autoritarias, aunque reconoce como creyente esa autoridad y su ejercicio.

Su mente y su discurso eclesial va por la “naturaleza íntima”, o “esencia íntima”, de que hablaba Pablo VI en el Concilio. En el Discurso de clausura de la tercera sesión conciliar, 21-XI-1964, precisaba que la Iglesia “no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos, ni en sus ordenaciones jurídicas. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, ha de buscarse en su mística unión con Cristo”. Pío XI al proclamar doctor de la Iglesia a san Juan de la Cruz dijo de sus escritos que son “límpida fuente del sentido cristiano y del espíritu de la Iglesia”. Después del Concilio entendemos mejor esta afirmación, sobre todo al confesar que la Iglesia “es en Cristo como sacramento, es decir signo e instrumento de la íntima unión con Dios” (LG 1, 48; SC 5; GS 45). “Si su doctrina acerca de la unión con Dios es tan excelente, su magisterio eclesial lo es en igual medida y por la misma razón” (cf. José Vicente Rodríguez, “Evangelio eclesial de San Juan de la Cruz”, en RevEsp 49 [1990] 494-495). Quiero repetir lo que escribí hace unos años: “La eclesiología más honda que ha de nacer de las enseñanzas del Concilio Vaticano II está ya escrita ante litteram por el Doctor místico que, además de expositor y cantor de esa realidad eclesial más vital y sustancial, es testigo experiencial” (ib. p. 495).

“La mística de la Iglesia está ya escrita y su doctor es J. de la Cruz, que sintoniza así de un modo incuestionable con lo más profundo de su misterio. La Iglesia Esposa está amando a Cristo Esposo y uniéndose con Dios a través de esa alma protagonista de la SubidaNoche, del Cántico y de la Llama. Es el Doctor místico quien canta la dichosa ventura de la Iglesia y del alma, de la Iglesia y de Cristo, de quienes “se entienden harto propiamente” (CB 30,7) estas cosas” (José Vicente Rodríguez, “La Santa Madre Iglesia”, en la revista Teresa, n. 45 [1990] 22).

Si se me pidiera una vez más una definición o descripción de la Iglesia conforme al pensamiento del Santo, daría la siguiente: “Una sociedad o compañía de amor, alianza de amor entre Dios y las criaturas”. Proyectada por Dios, cuya esencia es el amor; realizada únicamente por amor y rescatada por la muerte de amor de Cristo sobre la cruz, cumple su etapa terrena a la sombra y bajo la acción del  Espíritu Santo. Amor que une al Padre y al Hijo, y a los fieles hace miembros de quien es la Cabeza, Cristo, y los convierte en compañeros de la divinidad conglutinándolos entre sí, “porque así como el amor es unión del Padre y del Hijo, así lo es del alma con Dios” (CB 13,11). La presencia viva y operante del Espíritu en la Iglesia realiza progresivamente sus designios amorosos sirviéndose del ministerio de unos hombres para conducir a los otros, no bastándose nadie a sí mismo y necesitando cada uno de la ayuda y colaboración de los demás” (José Vicente Rodríguez, “El tema Iglesia en San Juan de la Cruz”, EphCarm 18 [1967] 136; y en el estudio citado anteriormente, nota 37, p. 26).

El deseo final que manifiesta el alma y la Iglesia Esposa a su Amado, el Hijo de Dios es que la traslade “del matrimonio espiritual, a que Dios la ha querido llegar en esta Iglesia militante, al glorioso matrimonio de la triunfante” (CB 40,7).

BIBL. — JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “El tema Iglesia en san Juan de la Cruz”, en EphCarm 17 (1966) 368-404; 18 (1967) 91-137; Id., “Evangelio eclesial de San Juan de la Cruz en RevEsp 49 (1990) 475-500; Id., “La Santa Madre Iglesia”, en la revista Teresa de Jesús n. 45 (1990) 19-26; LUCINIO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO (Ruano), “La doctrina del Cuerpo místico en San Juan de la Cruz, en RevEsp 3 (1944) 181-211; 4 (1985) 77-104 y 251-275; MIGUEL ANGEL CADRECHA Y CAPARRÓS, San Juan de la Cruz. Una eclesiología de amor, Burgos, 1980.

José Vicente Rodríguez