Dos son las acepciones fundamentales del término “pasiones” en los escritos sanjuanistas: una reproduce simplemente la etimología y equivale a sufrimientos, padecimientos, tribulaciones, es decir, a lo que se “padece”; la otra es de índole técnica, tal como se usaba en la filosofía de su tiempo, por tanto, como un componente de la psicología humana. Aunque existe cierta relación entre ambos sentidos, el primero tiene alcance reducido en la pluma del Santo. Bastará ilustrarlo con algunos textos.
Al tratar de las penas y aprietos que el alma pasa en la purificación de la noche oscura usa como sinónimos de “pasiones” los términos de sufrimientos, tribulaciones, pruebas, padecimientos: “Todos estos llantos hace Jeremías sobre este trabajo, en que pinta muy al vivo las pasiones del alma en esta purgación y noche espiritual” (N 2,7,3; cf. 6,1-2.5.6; 10,9; 13,5). Aconseja en una de sus sentencias: “Tenga fortaleza en el corazón contra todas las cosas que le movieren a lo que no es Dios y sea amiga de las pasiones por Cristo” (Av 94). Las virtudes se van fortaleciendo en medio de las pruebas y tribulaciones: “Por estos trabajos, en que Dios al alma y sentido pone, va ella cobrando virtudes y fuerza y perfección con amargura; porque la virtud en la flaqueza se perfecciona (2 Cor 12,9), y en el ejercicio de pasiones se labra” (LlB 2,26). Por dichosa se ha de tener el alma cuando se viere envuelta en sufrimientos, pues es el camino para llegar al alto estado de la unión: “El alma ha de tener en mucho cuando Dios la enviare trabajos … entendiendo que son muy pocos los que merecen ser consumados por pasiones, padeciendo a fin de venir a tan alto estado” (LlB 2,30; cf. LlA 2,26). En este mismo sentido aplica el sustantivo pasiones a las tribulaciones y sufrimientos de Cristo en su muerte (Av 94; Ct. a una doncella, Segovia: 2.1589; CA 28,2).
I. El marco antropológico
El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y llamado a la unión con él, es una unidad (N 2,1,1; 1,4,2), con diversidad de facultades, tendencias y sentidos. Asumiendo la concepción antropológica aristotélico-tomista, dominante en su época, J. de la Cruz distingue analíticamente en el hombre dos sectores o partes: el cuerpo y alma, parte sensitiva, parte espiritual, o porción inferior y porción superior; luego, cinco sentidos externos, tres internos, tres potencias espirituales y cuatro pasiones. Todas las partes de este mecanismo del microcosmo tienen estrecha interdependencia y mantienen su armonía natural, pero ésta se rompe en el plano moral y espiritual. La causa del desorden es el pecado original.
Al hablar de las pasiones, J. de la Cruz adopta posturas diferentes. Arranca de la noción técnica o tradicional de la escolástica, pero también emplea la palabra con usos y significados de índole más popular y tradicional en el ámbito de la espiritualidad. Fiel al primer sentido, asume repetidamente la clasificación procedente de Boecio y sancionada por S. Tomás. El cuadro de las cuatro pasiones naturales es siempre el mismo, a saber: gozo, esperanza, dolor y temor (S 1,13,5; 3,16,2; N 1,13,15; CB 20,4.9; 26,19; Av 161; CA 29,1). Están arraigadas en la voluntad, “porque estas pasiones y afecciones se reducen a la voluntad” (N 2,13,3; cf. S 3,16,3). Aunque distintas entre sí, por razón de su propio objeto, las cuatro pasiones están íntimamente vinculadas y son interdependientes. No pueden tampoco aislarse en su actuación de las otras potencias y capacidades del hombre. Insiste en ello J. de la Cruz.
Tanto para bien como para mal funcionan a una, “porque están aunadas y tan hermanadas entre sí estas cuatro pasiones del alma, que donde actualmente va la una, las otras también van virtualmente” (S 3,16,5), arrastrando a todo lo demás, “dondequiera que fuere una pasión de éstas, irá también toda el alma y la voluntad y las demás potencias, y vivirán todas cautivas en la tal pasión y las demás tres pasiones en aquélla estarán vivas para afligir al alma con sus prisiones y no la dejar volar a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión … porque, en cuanto estas pasiones reinan, no dejan estar al alma con la tranquilidad y paz que se requiere para la sabiduría que natural y sobrenaturalmente puede recibir” (S 3,16,6). De las pasiones nacen los vicios e imperfecciones si están “desenfrenadas”, y también brotan “todas sus virtudes cuando están ordenadas y compuestas” (S 3,16,5).
Tiene el Santo ideas claras sobre las pasiones, pero no se detiene en una definición precisa, aunque de ellas se ocupa desde el capítulo 16 del tercer libro de la Subida al tratar la purificación de la voluntad. Por lo que escribe pueden entenderse como una atracción afectiva de gran intensidad emocional, con polarización exclusiva y desprovista de racionalidad. En algunos textos aparecen como sinónimo de afecciones (S 3,16,2; N 2,6,5). Al quedar incompleto el libro de la Subida sólo desarrolla la materia del gozo, que lo define como “un contentamiento de la voluntad con estimación de alguna cosa que tiene por conveniente” (S 3,17,1). Lo que dice del gozo lo podemos aplicar a las demás, dado que van juntas. Como quiera que tal “contentamiento”, en lugar de llevar a Dios, aparta frecuentemente de él, se impone la purificación de la voluntad en sus gozos desordenados, lo mismo que en el objeto de las otras pasiones.
La necesidad de purificarlas se hace manifiesta desde el momento en que el Santo empieza a tratar de la noche oscura de la voluntad: “Iremos, como es nuestra costumbre, tratando en particular de estas cuatro pasiones y de los apetitos de la voluntad, porque todo el negocio para venir a unión de Dios está en purgar la voluntad de sus afecciones y apetitos” (S 3,16,3). Han de estar sosegadas las pasiones para que exista armonía entre sentidos y potencias (N 1, decl. 2; 1,13,5).
II. Dominio desordenado de las pasiones
El pecado ha dejado en el hombre una huella manifiesta: “Porque el alma, después del primer pecado original, verdaderamente está como cautiva en este cuerpo mortal, sujeta a pasiones y apetitos naturales” (S 1,15,1). No hay orden en el funcionamiento de las pasiones, quedando la voluntad esclavizada y a merced de su ímpetu desordenado. De ellas, dice el Santo: “Nacen al alma todos los vicios e imperfecciones que tiene cuando están desenfrenadas, y también todas sus virtudes cuando están ordenadas y compuestas” (S 3,16,5).
Entre los efectos negativos en el alma de las pasiones no apaciguadas, J. de la Cruz describe con precisión los siguientes: fealdad y alejamiento de Dios (S 1,9,3). El alma vive cautiva en el estrecho cerco de estas pasiones que le causan todo tipo de sujeciones. Todas las potencias se vuelven cautivas del gozo, y “la tal pasión y las demás tres pasiones en aquélla estarán vivas para afligir al alma con sus prisiones y no le dejar volar a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión” (S 3,16,6; cf. 1,15,1; N 2,13,3). Las pasiones arrastran al alma hacia “muchas esperanzas, gozos, dolores y temores inútiles” (CB 26,19; cf. S 3, 6,4), que producen desasosiego, pena y falta de paz: porque, “en cuanto estas pasiones reinan, no dejan estar al alma con la tranquilidad y paz que se requiere” (S 3,16,6). La molestan y la turban tratando de impedir la dulce quietud de la contemplación (S 3,16,6; CB 24,5). Las pasiones embotan la razón, perdiendo su capacidad para obrar con equilibrio y rectitud (S 3,19,4; 3,29,2). El mayor daño que producen es el bloqueo de la vida espiritual. Son como un cerco que impide avanzar en el camino de la unión con Dios: “Por el cual cerco entiende aquí el alma las pasiones y apetitos, los cuales, cuando no están vencidos y amortiguados, la cercan en derredor, combatiéndola de una parte y de otra, por lo cual lo llama cerco” (CB 40,4; cf. 22,8).
El deterioro que producen en el alma es profundo y ella por sí misma no podrá sosegarlas y ponerlas en razón; de esto se encargará la noche oscura activa y pasiva “para que se purifique y deshaga el orín de las afecciones que están en medio del alma, es menester, en cierta manera, que ella misma se aniquile y deshaga, según está ennaturalizada en estas pasiones e imperfecciones” (N 2,6,5), y pueda “salir fuera de sí y renovar toda y pasar a nueva manera de ser” (CB 1,17). Salir del cerco de las pasiones es una dichosa ventura que la lleva a la libertad y a la unión con el Amado que tanto desea (cf. S 1,15,1-2).
III. Armonía y reordenación
El objetivo primordial de la mortificación de las pasiones es sosegar la sensualidad y armonizar los sentidos y potencias para que se pueda llegar a la plena unión con Dios. Será la noche oscura la que realice esa tarea de apaciguamiento y puesta en razón de las pasiones: “la dicha noche de contemplación purificativa hizo adormecer y amortiguar en la casa de su sensualidad todas las pasiones y apetitos según sus apetitos y movimientos contrarios” (N 1, decl. 2). Del adormecimiento de las pasiones se siguen grandes bienes y virtudes: “Y para mortificar y apaciguar las cuatro pasiones naturales, que son gozo, esperanza, temor y dolor, de cuya concordia y pacificación salen éstos y los demás bienes, es total remedio lo que sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes” (S 1,13,5). Más claro aún en otro texto: “Es de saber que el bien moral consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados; de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales, que es el bien moral” (S 3,5,1). El método propuesto por el Santo es siempre el mismo: “Procure siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido”, etc.
Una larga serie de verbos señala la lucha para dominar las pasiones y recomponer la “fortaleza del alma”. La labor se presenta unas veces en su aspecto negativo de eliminación; otras adopta la formulación más positiva. Cabe apuntar la lista siguiente: aniquilar (N 2,4,2; 8,2), anegar (CB 14,9), purgar (N 2,13,3; 24,2), mortificar (S 1,13,5; N 1,7,5; 13,15; 14,1; N 2, 15,1), quitar (N 2,23, 4), cesar (CB 20,10), adormecer y amortiguar (N 1, decl. 2; 14,1; N 2,14,1- 2; 15,1), apaciguar (S 1,13,5), sosegar (N 1,13,15; 14,1; N 2,4,2; 14,1; CB 20,10; 40,4); sujetar (CB 40,1; CA 39,1), apagar (N 2,14,1; 15,1; CB 22,8), enjugar (CB 22,8), mitigar (CB 20,4), componer (CB 40,1), ordenar (CB 40,4), poner rienda y freno (S 3,5,1; N 1,13,3), poner en razón (S 3,16,2; CB 20,4; 40,4). A través de todos estos verbos, con sus resonancias positivas y negativas, se ponen de manifiesto los dos aspectos del mismo proceso cuya finalidad es restaurar la armonía de las pasiones. No se trata propiamente de aniquilar, de eliminar, de reprimir, sino de encauzarlas, de ordenarlas para hacerlas expresión del amor como impulso radical del hombre a su fin: “Cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios; y así, viene a amor a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2).
Al término del proceso de purificación toda la capacidad del alma, o “su caudal”, está totalmente dirigida hacia Dios. Es lo que describe el Santo en el CB (canciones 28-40). Queda claro en el texto siguiente: “Por todo el caudal entiende aquí todo lo que pertenece a la parte sensitiva del alma. En la cual parte sensitiva se incluye el cuerpo con todos sus sentidos y potencias, así interiores como exteriores, y toda la habilidad natural, conviene a saber, las cuatro pasiones, los apetitos naturales y el demás caudal del alma. Todo lo cual dice que está ya empleado en servicio de su Amado… Porque el cuerpo ya le trata según Dios, los sentidos interiores y exteriores enderezando a él las operaciones de ellos; y las cuatro pasiones del alma todas las tiene ceñidas también a Dios, porque no se goza sino de Dios, ni tiene esperanza en otra cosa que, en Dios, ni teme sino sólo a Dios, ni se duele sino según Dios, y también todos sus apetitos y cuidados van sólo a Dios” (CB 28,4).
La armonización producida por la noche en la parte sensitiva hace que todo el caudal del alma de forma espontánea se incline a Dios (CB 28,5). Se ha producido un trueque profundo, de estar “ennaturalizada en estas pasiones” y, por tanto, bloqueada en su caminar hacia el fin de amor para el que ha sido creada, pasa a vivir de modo sobrenatural, es decir, abierta a Dios y a la gratuidad, “por cuanto él la transforma en sí, hácela toda suya y evacua en ella todo lo que tenía ajeno de Dios” (CB 27, 6).
IV. Reconversión teologal
Las pasiones alcanzan esta radical metamorfosis cuando se vuelven expresión del amor “apasionado”, pero centrado y suscitado por Dios. Es entonces cuando se incorporan de verdad a la “fortaleza del alma” y enriquecen su “caudal” (S 3,16,2). Sosegadas y puestas en razón hacen que “tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios” (N 2,11,3). Para orientarlas radicalmente a Dios hay que desviarlas de todo lo que no es Dios (S 3,16,2), hasta concentrar todo el potencial del alma en un solo amor apasionado o en una pasión de amor que cautiva la voluntad y la arrastra tras sí con el ímpetu y fuerza de la pasión (cf. N 2,13,3), viviendo en amor apasionado que tiene exclusivamente a Dios como objeto. Este es el “oficio” de las virtudes teologales con relación a las pasiones y al resto del caudal del alma: “La caridad, ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquiera cosa que no es Dios, y sólo se los pone en él; y así, esta virtud dispone esta potencia y la une con Dios por amor. Y así, porque estas virtudes tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios, le tiene consiguientemente de juntarla con Dios” (N 2,21,11).
La prueba de la auténtica reconversión de las pasiones reside en su orientación teologal, es decir, en su absoluta finalización a Dios. Advierte J. de la Cruz que de tal manera han de estar puestas “en orden de razón a Dios … que el alma no se goce, sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios … porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios; y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás” (S 3,16,2; cf. CB 28,4-5.8). Se mueven sólo por y para él. Es entonces cuando verdaderamente el hombre posee a Dios. “Hasta que el alma tiene ordenadas sus cuatro pasiones a Dios y tiene mortificados y purgados los apetitos, no está capaz de ver a Dios” (CB 40,4).
Conclusiones
Cuando J. de la Cruz trata de las “pasiones” no lo hace por puro análisis filosófico o antropológico; al escribir le guía siempre un vivo interés pedagógico espiritual. Lo que pretende es alcanzar al hombre en la situación concreta en que se encuentra, y ayudarle a “caer en la cuenta” de las implicaciones que ésta tiene para su realización personal. Para ello, coloca al hombre de frente a su vocación. A la luz de este horizonte constitutivo de la existencia humana, hácele ver “el camino que lleva, y el que le conviene llevar” (S pról. 7).
En este contexto, el tratamiento sanjuanista de las pasiones es siempre relativo a la vocación teologal de la persona, y, desde un afán principalmente pedagógico, se vuelve descriptivo, ya sea del deterioro que supone el desorden o desenfreno pasional del hombre, ya sea del lento y costoso camino de recomposición y ordenamiento de ese potencial pasional humano.
Lo que le interesa, en última instancia, es ayudar a la persona a integrar todo su “caudal” humano en una orientación correcta de la existencia. Ahí es donde se hace plenamente convincente la palabra sanjuanista sobre las pasiones, sus posibilidades, sus peligros, sus riesgos, su fuerza disgregadora o integradora con respecto al proceso espiritual.
Gozo, esperanza, temor y dolor son capacidades arraigadas en la voluntad y en la potencia concupiscible, que es la de apetecer. Son parte integrante del caudal y fortaleza del alma. Purificadas y puestas en razón, son expresión del amor que inflama la voluntad, la apasiona, impulsándola con radicalidad hacia Dios de tal forma que “no se goce, sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios … porque cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios; y cuanto más esperare otra cosa, tanto menos esperará en Dios; y así de las demás” (S 3,16,2).
BIBL. — MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN ROLLÁN, Éxtasis y purificación del deseo, Diputación Provincial de Ávila Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1991; JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, “San Juan de la Cruz: su defensa de la razón y de las virtudes humanas”, en AA. VV., Antropología de San Juan de la Cruz, Diputación Provincial de Ávila Institución Gran Duque de Alba, Ávila 1988, pp. 5458; EULOGIO PACHO, “La antropología sanjuanista”, en Estudios Sanjuanistas II, 43-59; VICTORINO CAPÁNAGA, San Juan de la Cruz. Valor psicológico de su doctrina, Madrid 1950, pp.162-169.
Miguel F. de Haro Iglesias