Afectos

Al acercarnos a la obra de J. de la Cruz desde este tema específico de los afectos, entramos en un vasto campo semántico, y en una amplia área de su magisterio y su pedagogía espirituales. Los afectos al igual que los apetitos, deseos y  pasiones tienen su raíz en la voluntad, pues de ella nacen y en ella convergen todas las energías del ser humano (S 3,16,2). “Afectos”, “afecciones” y “aficiones” forman en la obra sanjuanista la tríada que pone de relieve lo referente a la vida afectiva. Estos tres términos, muchas veces son equivalentes e intercambiables en el lenguaje sanjuanista. No se trata de realidades distintas sino de matices dentro de la misma realidad. Las cuatro pasiones del alma son consideradas como afecciones y aficiones (S 3,16,2). Afección es estar afectado por algo; la afición va más en la línea de apego, (asimiento, propiedad de algo o de alguien). El afecto surge en la voluntad, pero por influencia de la parte intelectiva-cognoscitiva. Se podría definir como sentimiento intenso en relación a un objeto que se percibe como un bien o lo obstaculiza.

Por lo demás, el tema se abre a un contexto inmediato muy amplio, del cual forma una parte significativa y central: se trata de todo el ámbito que gira en torno a la voluntad, potencia del  espíritu humano a la que el Santo dedica una particular atención y a la que otorga una significativa importancia en todo su planteamiento de vida espiritual.

I. Enfoque global

J. de la Cruz contempla siempre al hombre a la luz de su vocación última de comunión personal con Dios (“para este fin de amor fuimos criados”: CB 29,3). Es para él del todo inconcebible el plantear cualquier tema que afecte a la persona humana si no es desde esta dimensión trascendente y teologal, en la que el ser humano descubre el verdadero sentido de su existencia y alcanza su perfección personal. Al afrontar el tema de la afectividad humana, el Santo lo hará dentro del contexto global de la concepción antropológica que él maneja, desde la perspectiva de la voluntad como potencia humana, y en función del proyecto global de la existencia humana llamada y conducida a la “unión con Dios” como meta y realización supremas.

Ante este telón de fondo, es evidente que para J. de la Cruz la afectividad humana se expresa y se desarrolla en la verdad solamente en la medida en que esté orientada radicalmente hacia Dios, integrada en la orientación teologal de la existencia humana que realiza la virtud de la caridad (S 3, cap.16). Fuera de esta orientación teologal, la afectividad humana se dispersa, se desordena, y compromete seriamente la realización de la persona.

Todo esto significa que para el Santo es de capital importancia el tener unos criterios válidos desde los cuales poder hacer en cualquier momento un discernimiento afectivo con objetividad. En N 1,4,7 nos ofrece una pista significativa para hallar tales criterios de discernimiento: el efecto que la “afición” concreta pueda tener sobre la relación directa con Dios, favoreciendo la memoria de Dios y su amor o, por el contrario, llevando al olvido de Dios y al distanciamiento afectivo respecto a él. Siempre, en definitiva, el criterio versará en última instancia sobre la relación del hombre con Dios, en la cual se decide la verdad del hombre.

II. Desorden afectivo e inmadurez espiritual

Es realista J. de la Cruz. Y se dirige siempre al hombre real y concreto, situado en sus circunstancias y condicionamientos. Un hombre marcado por el  pecado y sus consecuencias. La más importante, entre ellas, el deterioro de su equilibrio personal desde una concupiscencia desordenada. El Santo considera que el orden o desorden afectivos son los condicionamientos básicos de los que brotan, como de su fuente más genuina, las virtudes o los vicios humanos. Así, de alguna manera, la instancia afectiva es decisiva de cara a la orientación global de la existencia del hombre respecto de su vocación teologal: “De estas afecciones nacen al alma todos los vicios e imperfecciones que tiene cuando están desenfrenadas, y también todas sus virtudes cuando están ordenadas y compuestas” (S 3, 16, 5). De las afecciones desordenadas, en efecto, “nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde le nace también no guardar toda su fuerza a Dios” (S 3,16,2).

El desorden nace precisamente cuando el hombre no orienta todos sus afectos hacia su verdadero fin último, que es Dios, sino que los dispersa en las “criaturas”, en lenguaje sanjuanista en “todo lo que no es Dios”. Resulta muy significativo, a este respecto, el planteamiento del Santo en la Carta 13 (a un religioso carmelita descalzo: Segovia, 14.4.1589). El apego afectivo a las  criaturas empaña y disminuye la realidad misma del hombre, pues “la afición y asimiento que  el alma tiene a la criatura iguala a la misma alma con la criatura, y cuanto mayor es la afición, tanto más la iguala y hace semejante” (S 1,4,3). Y así, si el ser de las criaturas es como nada delante del infinito ser de Dios, “el alma que en él pone su afición, delante de Dios también es nada, y menos que nada” (S 1,4,4).

Señala además el Santo cómo tales aficiones causan “ceguera”, que priva al hombre de la luz divina (S 1, 8,6; LlB 3,76) y de la  capacidad humana de juzgar y razonar con objetividad: “y así, la razón y juicio no quedan libres, sino anublados con aquella afición” (S 3,22,2), pues, como dirá en la Noche oscura, estos apetitos y afecciones “de suyo embotan y ofuscan el ánima” (N 1,13,4). Deja constancia, igualmente del “estrago y fealdad que estas desordenadas afecciones causan en el alma” (S 1,9,2), y cómo “según las aficiones y gozos de las cosas, está el alma alterada e inquieta” (Ct a un religioso carmelita descalzo: Segovia, 14.4.1589).

Lo que más le duele al Santo de todo esto es ver cómo queda comprometida la vocación teologal del hombre a la comunión con Dios, razón última de su existencia, y única posibilidad de realización plena. Las aficiones de criaturas “son impedimento y privación de la  transformación en Dios”, y así “no podrá comprehender a Dios el alma que en criaturas pone su afición” (S 1,4,3). Habla al respecto el Santo de “distancia” de Dios (S 1,5,1), de “faltar a Dios” (S 3,18,1), de “oposición y resistencia” a Dios (S 1,6,4), de “indisposición” para la  unión (S 2,5,4), realidades todas que bloquean el camino espiritual y así “nunca van adelante, ni llegan a puerto de perfección” (S 1,11,4).

Podemos concluir con esta queja del Santo: “Si los  daños que al alma cercan por poner el afecto de la voluntad en los bienes temporales hubiésemos de decir, ni tinta ni papel bastaría, y el tiempo sería corto”, y continúa poco más adelante: “Todos estos daños tienen raíz y origen en un daño privativo principal … que es apartarse de Dios … así apartándose de él por esta afección de criatura, dan en ella todos los daños y males a la medida del gozo y afección con que se junta con la criatura, porque esto es el apartarse de Dios” (S 3,19,1). En realidad, todo este capítulo 19 es una viva descripción del deterioro que produce en el hombre este extravío afectivo.

III. Crisis “afectiva” durante la noche oscura

Uno de los principios irrenunciables de J. de la Cruz es la necesidad radical que, de hecho, tiene el hombre de atravesar un proceso integral de purificación para poder llegar a la  unión con Dios. En la aplicación de este principio al tema concreto de los afectos el Santo arranca de una contraposición básica, fundada en la total incompatibilidad de afectos, afirmando que “afición de Dios y afición de criatura son contrarios, y así, no caben en una voluntad afición de criatura y afición de Dios” (S 1,6,1). Para entender correctamente el planteamiento sanjuanista es preciso tener en cuenta que se trata de incompatibilidad entre afectos que tienden a ocupar por entero la voluntad humana y determinar así la orientación radical y global de la persona. Desde esa exigencia de totalidad que conlleva la vocación teologal del hombre, insiste el Santo en “cómo también se ha de enterar la voluntad en la carencia y desnudez de todo afecto para ir a Dios” (S 2,6,1), y es que, efectivamente, la voluntad sólo se puede “enterar” (hacer entera) en la unificación unidireccional de sus potencialidades. Equivale sustancialmente a decir que “la caridad nos obliga a amar a Dios sobre todas ellas (las cosas), lo cual no puede ser sino apartando el afecto de todas ellas para ponerle entero en Dios” (S 2,6,4).

No nos debe, pues, extrañar que el planteamiento sanjuanista, desde tales presupuestos, sea radical-mente exigente cuando dice: “Conviene que para que la voluntad pueda venir a sentir y gustar por unión de amor esta divina afección y deleite … sea primero purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos” (N 2,9,3). Esta “conveniencia”, en realidad, se convierte en una “exigencia” inexcusable; “porque una sola afición que tenga o particularidad a que esté el espíritu asido actual o habitualmente basta para no sentir ni gustar ni comunicar la delicadez e íntimo sabor del espíritu de amor” (N 2,9,1). La conclusión es clara: “Así no puede llegar a gustar los deleites del espíritu de libertad, según la voluntad desea, el espíritu que estuviere afectado con alguna afición actual o habitual o con particulares inteligencias o con cualquier otra aprehensión” (N 2,9,2). Es decir, es del todo necesaria una purificación a fondo del dinamismo afectivo de la persona, para poderse integrar armónicamente en un proyecto de vida teologal que unifique y oriente al hombre en su integridad hacia Dios. Purificación que se realiza solamente en la  “noche oscura”, tan magistralmente descrita por nuestro Santo.

Ya al tratar de la noche del sentido, señala fray Juan que se trata de “salir” o de “vaciarse” de todas las cosas y de uno mismo “según la afección” (N 1, decl. 1; N 1,11,4; CB 1, 6), o “según el afecto” (S 2,4,2). Se trata, pues, de un proceso vivido desde la instancia afectiva de la persona. Más adelante, al tratar de la noche del espíritu, “horrenda y espantable” (N 1,8,2), señalará como una de sus notas características, el bloqueo afectivo que el alma siente frente a Dios, lo que le produce un profundo y doloroso desconcierto: “Hay aquí otra cosa que al alma aqueja y desconsuela mucho, y es que, como esta oscura noche le tiene impedidas las potencias y afecciones, ni puede levantar afecto ni mente a Dios, ni le puede rogar” (N 2,8,1).

Es igualmente interesante notar la variedad de verbos con que J. de la Cruz señala la incidencia de la purificación de la “noche oscura” en el campo de los afectos y afecciones. Su simple enumeración nos presenta un amplísimo campo semántico, en el que se dan cita múltiples matices. Los verbos que aparecen son: abstraer (N 2,8,2), adormecer (N 2,15,1), aniquilar (N 2,4,2; 6,2; 8,2; 8,5; 9,3; 21,11; LlB 3, 47), apagar (S 2,6,5; N 1,11, 4; N 2,15,1; 16,2; 23,12), apretar (N 2,13,11; 16,7), cegar (S 2,6,5), cesar (CB 20,10), consumir (N 2,6,5), curar (N 2,13,11), desasir (LlB 3,51), deshacer (N 2,6,5), desnudar (N 2,3,3; 6,1; 9,1), destetar (N 2,16,13), enjugar (N 2,13,11; 23,12), empobrecer (N 2,9,1), impedir (N 2,8,1), limpiar (N 2,7,5; 13,11; LlB 3,18), mortificar (N 2,15,1; LlB 1,29), oscurecer (N 2,8,2), privar (N 2,8,4), purgar (S 3,16,2; 16,3; N 1,11,2; 13,11; N 2,6,5; 7,5; 8,5; 9,3; LlB 3,18; 3,25), purificar (N 2,6,5), salir (N 1,13,14), secar (N 2,16,7), sosegar (N 2,4,2; CB 20,10), vaciar (N 2,6,5; 8,2; 9,1; 21,11; LlB 3,18; 3,51).

Al final del proceso purificativo de la noche oscura, como fruto cuajado de la misma, constata el Santo una radical renovación y transformación de la afectividad de la persona. Ha madurado espiritualmente en su esfera afectiva, y tanto su voluntad como sus afectos son ahora, no ya humanos, sino “divinos” (S 3,16,3; N 2,4, 2; 9,2; 9,3; 13,11; CB 1,18). Se trata de una verdadera “conmoción”, “renovación”, “mudanza” (CB 1,18; N 2,4, 2; 13,11), de tal manera que el “afecto natural” se ha trocado en “afecto divino” bajo la acción del Espíritu Santo (LlB 2,34).

IV. Orientación teologal de la afectividad humana

J. de la Cruz no es un enemigo de la afectividad humana. Por el contrario, para él la afectividad es parte privilegiada de la riqueza personal del hombre, dimensión irrenunciable que, purificada y ordenada rectamente, debe integrarse en su orientación teologal a Dios (S 3,16; N 2,11,3-4; CB 28; CB 40). El ideal sanjuanista coincidirá con el pleno cumplimiento del mandamiento primero y principal: “La caridad … nos obliga a amar a Dios sobre todas las cosas, lo cual no puede ser sino apartando el afecto de todas ellas, para ponerle entero en Dios” (S 2,6, 4; cf. S 3,16). “Entero en Dios”, es como el afecto humano se realiza plenamente en la verdad; sólo entonces la voluntad “toda ella con sus afectos se emplea en amar a Dios” (Ct a un religioso carmelita descalzo: Segovia, 14.4.1589), “porque ya está sola y libre de otras afecciones” (CB 35,5).

Señala el Santo, además, cómo alcanzada esta madurez espiritual, la afectividad humana, junto con todo el potencial cognoscitivo y operativo del alma, se inclina a Dios como espontáneamente, “de prima instancia” (CB 28,5; cf. CB 27,7). Y es que la virtud sobrenatural de la caridad teologal ha informado plenamente la voluntad humana, y es la que la orienta y mueve ya desde Dios y hacia Dios, y así, todo afecto es ya “afecto de amor” (CB 1,8), “afecto sabroso de amor” (CB 25,2), o “afecto amoroso” (S 3,15,1); igualmente, sus afecciones son “afecciones de amor” (N 2,9, 3; CB 1,10; 1,13; 11,4), o “afecciones de alto amor” (CB 20,2). Ya había señalado el Santo cómo “no todos los afectos y deseos van hasta Dios, sino los que salen de verdadero amor” (CB 2,2).

Conclusiones

J. de la Cruz, que ha pasado a la historia como un consumado maestro de los caminos del Espíritu, propone claramente el horizonte espiritual del hombre y su meta final, pero partiendo siempre de la situación concreta y real del ser humano, al que se acerca para acompañarlo en el duro y difícil camino de reconstrucción personal y de progreso hacia su vocación última, que es Dios, vivido en comunión de amor teologal.

El Santo no desprecia ni tiene en menos la dimensión afectiva del ser humano. Antes, al contrario, reconoce en ella uno de los resortes nucleares de la persona, decisivo a la hora de dar a la existencia humana su auténtica orientación. La afectividad es, pues, buena. Lo que no quiere decir que se encuentre siempre bien orientada. Bajo el influjo del pecado y de sus consecuencias, el desorden ha invadido prácticamente todas las dimensiones del hombre, entre ellas la afectividad.

La pedagogía de J. de la Cruz consistirá en ayudar al hombre a caer en la cuenta de su situación real; en presentarle de modo atrayente su verdadera vocación teologal y, con ella, su posibilidad de alcanzar en la comunión amorosa con Dios su plena estatura humana; en acompañarlo pacientemente a lo largo de un trabajoso proceso de purificación, de reorientación, de integración personal, a fin de que pueda alcanzar así su pleno desarrollo humano en Dios. No se trata de aniquilar el afecto como estructura ontológica del ser humano sino de liberarlo de la carga de egoísmo y desorden para enderezarlo hacia Dios y las criaturas, pero con una nueva forma de quererlos, que es divina: “Y la voluntad … ahora ya se ha trocado en vida de amor divino, porque ama altamente con afecto divino, movida por la fuerza y virtud del Espíritu Santo, en que ya vive vida de amor” (LlB 2,34). El paso por la noche oscura hace que “todas las fuerzas y afectos del alma … se renuevan en temples y deleites divinos” (N 2,4,2).

El trazado sanjuanista va así, desde un desorden afectivo que cierra al hombre en el angosto límite de su estrechez humana, hasta un pleno despliegue de la afectividad en la orientación integral y armoniosa de todo el caudal humano hacia la comunión de amor que Dios permanentemente le brinda en gratuidad condescendiente. No está de más recordar al respecto su breve Epistolario, son los escritos donde el Santo expresa con frecuencia sus sentimientos y afectividad hacia las personas. Suponemos que fray Juan al expresarse así lo hacía teniendo sus afectos renovados e integrados tal como nos dice en sus obras.

Miguel F. de Haro Iglesias