La vida cristiana es una tarea de cada día, que necesita de la virtud de la que ha de recibir la disposición para obrar el bien. Las virtudes teologales son potencias operativas por las que el hombre se ordena directa e inmediatamente a Dios, como su fin último sobrenatural. Tienen, por tanto, al mismo Dios como objeto, como causa, como motivo y como fin. Por estas virtudes teologales, el cristiano obtiene las actitudes cristianas fundamentales que le llevan a realizar la vida teologal en su doble dimensión: Dios se comunica al hombre y el hombre responde a esa autocomunicación de Dios. El hombre cree, espera y ama como lógica respuesta a la conducta amorosa que tiene Dios hacia él. Esto es sobrenatural en cuanto que es fruto de una gracia, que le hace al hombre capaz de responder. Las virtudes sobrenaturales son infusas, infundidas por Dios, mientras que las naturales pueden ser adquiridas por ejercicios naturales. Las virtudes sobrenaturales dan la potencia para obrar y normalmente la facilitan.
Las virtudes teologales expresan la actitud fundamental que debe impregnar todas las acciones del cristiano. Por ello, es de suma importancia su desarrollo. La vida cristiana, antes que un esfuerzo ascético exigido por las virtudes morales, y absolutamente necesario, es, ante todo, una vida teologal que busca la unión con las divinas personas. La vida cristiana es esencialmente vida en fe, esperanza y amor. Y estas virtudes no se dan, en sentido pleno, independientemente unas de otras. Ello quiere decir que no hay fe sin esperanza y caridad, ni esperanza sin fe y caridad, ni caridad sin fe y esperanza. Y este suponer cada una de las virtudes a las otras significa que halla en ellas su verdadera expresión y complemento. Las tres virtudes teologales, en su mutua interacción, definen toda la vida cristiana tanto en su relación con Dios como en su relación con los hombres y el mundo. Sin embargo, San Juan de la Cruz no da a las virtudes teologales el encargo de crear la unión con Dios, sino que son la disposición. El Espíritu Santo es el que se encarga de realizar la unión efectiva.
1. LOS PROTAGONISTAS. Cuando hablamos de la “unión” y de la “transformación” del alma en Dios, la primera impresión que se percibe es la infinita distancia entre Dios y las criaturas, entre el Creador y lo creado. Y, en el discurso de J. de la Cruz, en ocasiones, aparece explícita la contraposición; en otras, sin embargo, se encuentra sobreentendida. Dios viene delimitado tanto positiva como negativamente. Se trata de meros intentos aproximatorios al ser divino puesto que, en realidad, es “muy diferente de aquel propósito y modo a que comúnmente se puede entender de nosotros” (S 2,19,1). No obstante, Dios es el totalmente transcendente y, por tanto, inabarcable para el lenguaje y la capacidad humana (S 1,4,4; 2,4,4; 2,4,9; 2,9,1; 2,19,1; 2,24,9). De hecho, “excede todo sentimiento y gusto” (S 2,4,6), “sobre todo saber” (S 2,14,4) y, por tanto, “la sabiduría de Dios… ningún modo ni manera tiene, ni cae debajo de algún límite ni inteligencia distinta y particular” (S 2,16,7).
Al hombre hay que situarlo en su condición de criatura, pero sin equipararlo absolutamente al resto de las criaturas. En cuanto creado puede decirse que es “lo que no es” (S 1,4,4). Por tanto, “Dios ninguna proporción ni conveniencia esencial tiene” con él (S 2,24,7). Mientras “Dios está en el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos, sobre la tierra y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (S 2,20,5). El hombre “aunque más sea, sea muy poco y disímil de lo que Dios es” (S 2,4,3). “Lo más alto que puede sentir y gustar, etc. de Dios, dista en infinita manera de Dios” (S 2,4,4). En resumen, todo el ser creatural del hombre “comparado con el infinito ser de Dios, nada es” (S 1,4,4). El hombre se distingue de las demás criaturas por la “capacidad infinita” del alma (S 2,17,8) en orden a recibir sobrenaturalmente la acción de Dios en su ser y en sus potencias espirituales. Es esencial esta capacidad humana para alcanzar una semejanza adecuada para la unión con Dios. Dado que ésta no puede lograrse con las solas fuerzas naturales tiene que venirle gratuitamente de Dios. Esta capacidad (“potencia obediencial”) posibilita la acogida de la comunicación divina por parte del hombre. Debido a la estructura constitutiva del hombre y al proceso cognoscitivo natural (S 2,8,47), el alma es incapaz de desvelar la esencia divina sin la ayuda de Dios, que comunicándose al hombre le hace participar de su ser divino.
De lo dicho se desprende con claridad la infinita distancia entre ambos sujetos y la posibilidad de salvar esa distancia desde Dios. Y eso es, precisamente, lo que J. de la Cruz presenta al hablar de la vida teologal. Ya que sin la unión de amor del alma con Dios pierde sentido y finalidad todo el radicalismo teologal, en el ideal de vida que presenta san Juan de la Cruz.
2. LA COMUNIÓN DEL ALMA CON DIOS. Se trata de la formulación fundamental del ideal de vida para san Juan de la Cruz. Y ello porque comporta una opción metodológica imprescindible si se desea alcanzar una comprensión adecuada del pensamiento sanjuanista: “El fin que en este libro llevo es encaminar al alma por todas las aprehensiones de ella, naturales y sobrenaturales, sin engaño ni embarazo en la pureza de la fe, a la divina unión con Dios” (S 2,28,1).
Podemos, pues, señalar, como características que configuran este “alto estado de unión” (S 2,16,9), una comunicación inmediata con Dios (S 2,9,4), según la cual, “no se comunica Dios al alma mediante algún disfraz de visión, imaginación o semejanza o figura… sino… esencia pura y desnuda del alma” (S 2,16,9). En términos esencialistas insiste en la radicalidad comunicativa, realizada con la unión. No existe una superficial relación entre el hombre y Dios sino la máxima comunicación y comunión interpersonal posible en esta vida. Se supera toda mediación (“disfraz”), comunicándose Dios mismo en lo íntimo de su misterio. Para J. de la Cruz no puede alcanzarse tal unión sin la transformación del hombre, incapaz por sí mismo de acoger adecuadamente a Dios y de entrar en la intimidad del vivir divino. Es necesaria una “transformación sobrenatural” (S 2,4,2); es decir, una transformación gratuita de Dios en el hombre, “sobre su capacidad y habilidad natural” (S 2,10,2), que le posibilita para acoger la comunicación divina.
J. de la Cruz destaca la primacía de la gracia divina en el proceso de transformación. Como el sol, “Dios ilustrando el alma sobrenaturalmente con el rayo de su divina luz… es principio de la divina unión” (S 2,2,1). Esta acción divina es permanente, pues “siempre está embistiendo” (S 2,5,6).
Merece la pena resaltar dos aspectos de esta iniciativa divina. En primer lugar, la afirmación de que “siempre” se está produciendo la embestida de Dios sobre el alma. Resulta profundamente sugestivo pensar que el sol divino no descansa ni un momento en su llamada a participar de su divina intimidad. Y el segundo aspecto se refiere a la voluntad divina de llamar a todo hombre. Para fundamentar esta afirmación son sugerentes las siguientes palabras: en el alma “está morando esta divina luz del ser de Dios por naturaleza… En dando lugar el alma –que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura, lo cual consiste en tener la voluntad perfectamente unida con la de Dios–… la comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera que parece que es el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (S 2,5,67). El mismo Dios que sostiene gratuitamente a cada hombre en la existencia, embiste de una manera todavía más gratuita para que, eliminados todos los obstáculos que dificultan la comunión de amor, reciban el ser divino. “Como se acabe de purificar … se quedará en esta pura y sencilla luz, transformándose en ella en estado de perfección porque esta luz nunca falta en el alma” (S 2,15,4).
3. LA UNIÓN DEL ALMA CON DIOS. San Juan de la Cruz afirma: “Unión total y permanente según la sustancia del alma y sus potencias en cuanto al hábito oscuro de la unión, porque en cuanto al acto… no puede haber unión permanente en las potencias en esta vida sino transeunte” (S 2,5,2). Evidentemente se trata de una afirmación importante para conocer la realidad ontológica de la unión, pero escasa a nivel de comunión interpersonal entre los sujetos del proceso unitivo. Desde esta última perspectiva no encontramos ninguna noción exhaustiva, aunque sí abundantes referencias. Quizás las más completas sean: “unión y transformación del alma con Dios… cuando viene a haber semejanza de amor” (S 2,5,3); y, de un modo más descriptivo, cuando “se junta el alma con el Amado en una unión de sencillez, pureza y amor y semejanza” (S 2,1,2).
Es interesante indicar aquí la línea de continuidad existente, según las palabras de S 2,5,6-7, entre la presencia natural (“unión natural”) de Dios y la sobrenatural. Tampoco hemos de perder de vista este dinamismo unitivo a la hora de abordar el radical ascetismo de las “nadas”. No tienen sentido sino a partir de la función prioritaria e insustituible, atribuida al “Todo” (S 2,16,10). También hemos de recordar que en la transformación desempeña un papel esencial el amor, divino y humano. Es definido en Subida como “obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7), y constituye el motor de la vida teologal. El despojamiento no tiene otro sentido que arrastrar al alma hacia Dios con la intención de unirse a El por la caridad. De aquí que el estado de unión reciba el nombre de “unión de amor” (S 2,8,5; 2,27,6).
En virtud de la intervención divina “todas las cosas de Dios y del alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aún es Dios por participación” (S 2,5,7). Se produce una profunda identificación y comunión entre el alma y Dios pero sin llegar a una confusión panteísta del hombre con Dios, que lo impide la naturaleza participativa de la transformación. Con una de sus atinadas comparaciones, J. de la Cruz explica la distinción entre ambos sujetos aún después de la unión. A partir de la imagen del “rayo dando en una vidriera”, indica que el rayo transformará y esclarecerá la vidriera de tal manera que “parecerá el mismo rayo y dará la misma luz que el rayo. Aunque, a la verdad, la vidriera aunque se parece al mismo rayo, tiene la naturaleza distinta al mismo rayo” (S 2,5,6).
Una dimensión poco desarrollada de una manera explícita es la oscuridad de la unión en esta vida. Sin embargo, está claro que “Dios es noche oscura para el alma en esta vida” (S 1,2,1), pues es el totalmente Otro, incapaz de ser aprehendido por la finitud del hombre. Sin duda, un principio fundamental para comprender el pensamiento de San Juan de la Cruz, en su verdadero sentido, es el de gradualidad. Habrá que tenerle siempre presente para iluminar las afirmaciones más tajantes de su doctrina en aparente contradicción con la mentalidad de nuestros días. De acuerdo con este principio se distinguen diversos grados de unión, atendiendo a dos criterios: la capacidad y el amor. Según el primero, “un alma, según su poca o mucha capacidad, puede haber llegado a la unión, pero no en igual grado todas” (S 2,5,10). Se establece la distinción teniendo en cuenta la diversidad de capacidad entre las personas de modo similar a como no son iguales todos los recipientes, pudiendo afirmarse que se encuentran llenos (en nuestro caso unidos a Dios) cuando no es posible añadir más líquido en ellos aún reconociendo que en unos recipientes el contenido es mayor que en los restantes. Por el segundo criterio, no todas las almas están en “igual grado, porque unas están en más, otras en menos grados de amor. De donde a aquella alma se comunica Dios más que está aventajada en amor, lo cual es tener más conforme su voluntad con la de Dios… Y la que totalmente la tiene conforme y semejante totalmente está unida y transformada en Dios sobrenaturalmente” (S 2,5,11).
La unión está en relación directa con el amor: a mayor amor mayor grado de unión. Sólo cuando se llega a una total identificación de voluntades entre Dios y el alma puede afirmarse la plenitud en la unión. Sin embargo, la falta de esa total identificación no significa la ausencia de unión. Con claridad lo expresa el Santo al poner en relación la unión con la pureza (entendida ésta como desnudez y resignación perfecta de todo lo natural sólo por Dios): “Según la proporción de la pureza será la ilustración, iluminación y unión del alma con Dios” (S 2,5,8). El trasfondo del pensamiento sanjuanista, en este punto, hay que buscarlo en la imposibilidad de un vacío absoluto en el alma. Esta se llena del apetito a las criaturas y del apetito a Dios en una relación inversa: “faltando lo natural el alma enamorada, luego se infunde de lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza” (S 2,15,4).
Como consecuencia del principio de gradualidad, J. de la Cruz distingue dos grupos fundamentales a los que dirigir sus recomendaciones. Por una parte, escribe a quienes se encuentran en camino hacia la perfección habiendo ya superado las primeras etapas de la vida espiritual. Estos “aprovechados”, ansiosos de comunión íntima con el Amado, son llamados a llegar hasta el fondo en su purificación para poder alcanzar la perfecta unión y transformación de amor. Junto a los “aprovechados” se encuentran los “principiantes”, incapaces de llegar, por el momento, a la total “transformación por amor del alma en Dios” (S 1,2,4). Para éstos, respetando el carácter progresivo e irrepetible en cada alma de la vida teologal hasta “dar en Dios” (S 2,8,3), se ofrecen consignas menos tajantes de manera provisional: “Pasen por ellas y no se estén siempre en ellas, porque de esta manera nunca llegarían al término” (S 2,12,5). Y ello porque deben preparar toda una vida teologal apoyada exclusivamente en el Todo (Dios) y no en la nada (criaturas).
4. LA TRANSFORMACIÓN DEL ALMA EN DIOS. La “transformación en Dios” (S 1,4,3; 1,11,6) lleva consigo un participar de lo que Dios es y tiene (S 2,5,7) y, por consiguiente, un cambio en el ser y en las potencias humanas. Por ello habla Juan de la Cruz de un “nuevo entender de Dios en Dios” y “un nuevo amar de Dios en Dios” (S 1,5,7). Tanto el entendimiento (sede del conocimiento) como la voluntad (sede del amor) son elevados por Dios e introducidos en su entender y amar. Esta nueva realidad no es fácil de expresar con precisión y claridad, pero, en todo caso, el hombre ya no conoce ni ama con su sola capacidad natural sino “en Dios”, incorporado mística pero realmente a su conocer y amar. La elevación o divinización de las potencias superiores del hombre explica por qué el “obrar humano se haya vuelto divino” (S 1,5,7); es decir, participa del obrar divino al que es incorporado sobrenaturalmente. “Y así cuando el alma quitare totalmente de sí lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor… Las dos voluntades… la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra” (S 2,5,3).
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Aniano Álvarez-Suárez