Mística teología

“Mística teología” es una expresión que santa Teresa emplea cuatro veces en su Libro de la Vida (cf V 10,1; 11,5; 12,5; 18,2) con un significado que tiene tras de sí toda una tradición apofática procedente del Pseudo Dionisio, de finales del siglo V, en cuyo pequeño escrito titulado Teología mística, tan breve como influyente en la historia de la espiritualidad y de la teología cristiana (cf Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, ed. de Teodoro H. Martín, Madrid, BAC, 1990, 371-380), adquirió ya carta de naturaleza lo que dicha expresión iba a significar hasta el siglo XVII: un conocimiento experimental, inmediato, interno y sabroso de las realidades divinas; un conocimiento “teopático” en el que la realidad de Dios es “padecida” más que sabida: “non discens sed patiens divina”, no aprendiendo sino padeciendo lo divino, como había dicho el Pseudo-Dionisio (Los Nombres de Dios 2,9, ed. cit., 288) en fórmula que también santo Tomás acogió e hizo suya (Summa Theologiae 1-2, q. 22, a. 3, ad 1). Así, pues, la expresión teresiana “mística teología”, con su evidente carga dionisiana, quiere decir, no el estudio de la mística por parte de la teología, sino la experiencia mística misma, el conocimiento obtenido a partir de la unión vivida con Dios y de su operación en ella, esto es, como sinónimo de sabiduría secreta o contemplación infusa.

Y es que, desde la época patrística hasta santa Teresa, el término “místico” era sólo un adjetivo –el adjetivo de un secreto– que cualificaba a un sustantivo, que aludía a esa dimensión velada y profunda de la sabiduría de Dios, del «Mysterion» paulino (cf 1Cor 2,1-16), en los tres sentidos de los que habla Louis Bouyer –bíblico, litúrgico y espiritual–, que han llegado hasta nuestros días y que forman objetivamente una unidad (cf L. Bouyer, «Mystique. Essai sur l’histoire d’un mot», Supplément à La vie spirituelle 3 (1949) 3-23; Mysterion. Du mystère à la mystique, París 1986). Pero no existía aún el sustantivo “mística” ni el concepto “experiencia mística”. Donde nosotros hoy hablamos de “místicos”, los autores del siglo XVI decían más bien “contemplativos” o “espirituales”. Fue a partir de la primera mitad del siglo XVII cuando apareció por primera vez en la espiritualidad occidental el sustantivo “mística” como delimitación ya de un espacio propio –lo que Michel de Certeau ha llamado «el establecimiento de un ámbito específico»–, referido a una determinada experiencia interior y orientado hacia la identificación de unos hechos aislables, de un modo de conocimiento, de un tipo de discurso, de unos tipos sociales (los místicos) y de una nueva ciencia que abordaría su estudio. Esa novedad, sin embargo, no iba a estar tanto en la identificación de la vida mística cuanto en su aislamiento y objetivación ante la mirada de los que comenzaban a estudiarla desde fuera (cf M. de Certeau, «Mystique», Encyclopaedia Universalis, vol. 11, 522; «Mystique au XVII siècle. Le problème du langage mystique», L’homme devant Dieu, II, París 1964, 267-292; La fable mystique. XVI-XVII siècle, París 1982).

1. Teresa, mujer de experiencia

Según esta acepción propia y vigente hasta el siglo XVII, el “teólogo místico” no era el estudioso de la mística desde la teología, sino el que expresaba su propia experiencia mística, acepción que se corresponde con lo efectuado por Santa Teresa, aunque ella al hacerlo no se considere una mujer “letrada”, ni siquiera “letrera”, lo que tampoco quiere decir inculta, desconectada de la cultura de su época, como tantas veces se ha dicho por mor de tanto tópico y en contra de su indisimulada condición de lectora empedernida, voraz, amiga de libros (cf V 1,1; 2,1; 3,4.7; 4,7.9; 5,3; 6,4; 7,10.13; 12,2; 13,12.17; 14,7; 22,3; 23,12.15; 26,6; 30,17; 32,5; 40,6; Cons 8; cta 82,1, al P. Luis de Granada). El caso es que ella se define a sí misma como una mujer “espiritual”, en perfecta sintonía con los círculos espirituales de su tiempo que patrocinaban una espiritualidad evangélica, intimista, en las que la oración y el recogimiento se convirtieron en punto de referencia, con una oración mental que debía ser patrimonio de todos y que había que cultivar por encima de otros ritos externos, como vía de acercamiento a Dios, de contacto y experiencia directa, y a la que también tenían derecho las mujeres.

Claro que, al decir esto, tampoco hay que olvidar que en esa época, junto al sector de los espirituales y en clara ofensiva contra ellos, se hallaba el otro grupo de los “letrados”, los teólogos de oficio, para quienes la oración así entendida –«porque no les lleva el Señor por este modo de oración, ni tienen principio de espíritu» (Conc 6, 7)– incitaba a la sospecha de fenómenos iluministas y de gérmenes luteranos. Este enfrentamiento o contencioso entre espirituales y letrados fue mucho más trágico de lo que a veces se piensa, pues ante la ofensiva de los teólogos, reticentes ante ese anhelo de encontrarse con Dios personalmente, en una experiencia más atrevida incluso que la del luteranismo, armados con todo su aparato aplastante, con el poderoso instrumento de la Inquisición a su medida y siempre a su disposición, los cenáculos de espirituales se hallaban inermes, indefensos, al borde de ser estigmatizados como herejes. Los procesos contra los “alumbrados”, las hostilidades contra el arzobispo Carranza, contra la propia santa Teresa, tienen que explicarse por este motivo, por el peso creciente del teólogo Melchor Cano en los medios oficiales y en el ánimo del Inquisidor General Fernando de Valdés, que participaba de sus mismas convicciones y prejuicios, y que cuajó en medidas represoras como las del Índice de libros prohibidos del año 1559 en el que se vieron incluidos numerosos espirituales, desde el maestro Juan de Ávila hasta fray Luis de Granada y Francisco de Borja.

Pues bien, en medio de ese contencioso y de unos tiempos que ella se atreve a calificar de “recios” (V 33,5), de sistemática sospecha, Teresa se declara abiertamente como mujer espiritual y en posesión de una rica experiencia: «creo que hay pocos que hayan llegado a la experiencia de tantas cosas», decía de sí misma cuando todavía estaba a mitad de camino (V 40,8), convencida además de que para esa experiencia se hallan mejor dispuestas las mujeres que los hombres, «que hay muchas más que hombres a quien el Señor hace estas mercedes», aunque al decir esto tenga que andar con pies de plomo y respaldar sus convicciones en la autoridad de personas indiscutidas: «y esto oí al santo fray Pedro de Alcántara, y también lo he visto yo, que decía aprovechaban mucho más en este camino que los hombres, y daba de ello excelentes razones, que no hay por qué las decir aquí, todas en favor de las mujeres» (V 40,8).

Su convicción fundamental es que sin experiencia no hay conocimiento de Dios, pues Dios mismo es sujeto de experiencia: «Hartos años estuve yo que leía muchas cosas y no entendía nada de ellas. Cuando Su Majestad quiere, en un punto lo enseña todo, de manera que yo me espanto» (V 12,6); «porque no era nada lo que entendía hasta que Su Majestad por experiencia me lo daba a entender» (V 22,3). La experiencia es un conocimiento directo, sabroso, en que se llega a saber algo no por noticia objetiva venida de fuera, sino por haberlo vivido o padecido en el propio ser. La experiencia no es experiencia por ser empírica, como se acostumbra a pensar desde el empirismo, sino que es o suele ser empírica por ser intuitiva, como un claro de conciencia en que se abre un espacio de visibilidad de algo que está cabe sí, de una realidad subyugante e incuestionable: «Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él. Esto no es manera de visión; creo lo llaman mística teología» (V 10,1).

Para Teresa es tan determinante este factor de la experiencia –«lo que el Señor me ha dado por experiencia» (V 10,9; 22,6), «el modo por el que quiere Su Majestad darse a sentir» (V 27,4; M 5,4,3)–, como valor noético, clave de comprensión de todo y argumento redaccional de sus escritos –«no diré cosa que no la haya experimentado mucho» (V 18,8; R 5,1), «lo que dijere helo visto por experiencia» (V 22,5; 28,7)–, que puede decirse con absoluto rigor, sin temor a lo hiperbólico, que ya en el primero de ellos, en su Libro de la Vida, escrito diez años antes de que Miguel de Montaigne empezara la redacción de sus Ensayos y más de medio siglo con respecto a la publicación del cartesiano Discurso del método, está el acta de nacimiento de la intimidad moderna. Así lo vio Miguel de Unamuno con su agudo ingenio provocativo –«Santa Teresa vale por cualquier Crítica de la razón pura»– y así lo ha demostrado Pedro Cerezo en un excelente trabajo que viene a poner de manifiesto cómo la mística española, coetánea del humanismo secularista, alumbró una nueva forma de subjetividad, abierta en éxtasis de trascendencia desde su más profundo centro, antes de que el giro cartesiano viniera a cerrarla sobre sí misma en la autarquía de un solipsismo intrascendible (cf P. Cerezo, «La experiencia de la subjetividad en Teresa de Jesús», La recepción de los místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Salamanca 1997, 171-204).

Con donosa razón podía decir ella que «esto visto por experiencia es otro negocio que sólo pensarlo o creerlo» (CV 6, 3), pues mientras el pensamiento se ocupa en meras representaciones, y la creencia se basa en noticias indirectas que se fundan en la autoridad y veracidad de quien las transmite, en la experiencia, en cambio, se trata de un registro directo e inmediato de la realidad que queda «imprimido en las entrañas» (CV 6,4): «sí, que, sin verse, se imprime con una noticia tan clara que no parece se puede dudar; que quiere el Señor esté tan esculpido en el entendimiento, que no se puede dudar más que lo que se ve, ni tanto, porque en esto algunas veces nos queda sospecha si se nos antojó; acá, aunque de presto dé esta sospecha, queda por una parte gran certidumbre que no tiene fuerza la duda» (V 27,5). Lo característico de la experiencia es precisamente ese valor de cuño o grabación directa, sin mediaciones ni procesos, a modo de herida o sello: «Pone el Señor lo que quiere que el alma entienda en lo muy interior del alma y allí lo representa sin imagen ni forma de palabras» (V 27,6). Una percepción por el alma sola y que, además de esclarecer la inteligencia y fortalecer la voluntad, deja una certidumbre que no admite la duda: «Queda una certidumbre que en ninguna manera se puede dejar de creer» (V 18,14; M 5,1,9), «una certidumbre que sólo Dios la puede poner, y quien no quedare con esta certidumbre, no diría yo que es unión de toda el alma con Dios» (M 5,1,10-11).

Conviene advertir, no obstante, que esta certidumbre de la experiencia mística se inscribe o cristaliza en el ámbito de la fe, es una profundización de la fe. El místico no tiene experiencia de Dios porque le vea, le oiga o le toque con los sentidos corporales, como parece suponer el error tan frecuente de quienes oponen la fe al conocimiento de Dios por experiencia, bien porque se niegue a la fe toda relación con la experiencia, al hacer de ella un asentimiento ciego a unas verdades descubiertas por otros, o bien porque se conciba la experiencia mística como un camino alternativo a la fe para el encuentro con el Misterio, como una forma de contacto directo con Dios que vendría a derogar el régimen de oscuridad propio de la fe. Si la experiencia mística puede comportar visiones, audiciones o sensaciones táctiles, eso será en todo caso fenómenos concomitantes por la repercusión de la experiencia sobre los sentidos, pero no la experiencia mística en cuanto tal, que consiste en un conocimiento de amor vivido en la fe, que se sitúa en la dimensión misma de la fe, condición imprescindible para poder entrar en contacto con esa realidad del Misterio, con esa realidad trascendente-inmanente en el corazón del sujeto, y abrirse receptivamente a ella como se abre el poeta ante la flor para poder percibir su esencia, todo eso que está más allá de sus accidentes, de sus funciones y utilidades.

La experiencia mística, como explica Juan de la Cruz, «es a modo de la fe, en la cual amamos a Dios sin entenderle» (CB, pról. 2), ya que «por este solo medio se manifiesta Dios al alma en divina luz que excede todo entendimiento», se da a sentir como amor absoluto, y así, «cuanto más fe el alma tiene, más unida está con Dios» (S II, 9,1). Esto quiere decir que la fe es ya una forma de experiencia, la más radical y de la que se alimentan todas las demás, pues la fe tiene vocación de experiencia y sus propios “ojos” que permiten una determinada forma de “visión”: la visión de la realidad en su misteriosa totalidad y unidad, en la que Dios está conectado vivencialmente con el núcleo profundo del universo entero como fundamento de gracia y amor, no al lado de las cosas ni sobre ellas, sino como sustancia de ellas, como amor gratuito, y por ello precisamente como realidad eminentemente personal, «porque con esta presencia les da vida y ser, y si esta presencia esencial les faltase, todas se aniquilarían y dejarían de ser, y ésta nunca falta en el alma» (CB 11,3). Por la fe podemos decir con san Pablo que «Cristo habita en nuestros corazones» (Ef 3,17), y por la fe tomamos conciencia de esa presencia amorosa que es el fundamento invisible de todo ser y que, como dice Teresa, «da valor a todas las cosas» (E 5,2). «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve, sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad, cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en sí; saber escribir esto yo no lo sé, mas quedó muy imprimido en mi alma, y es una de las grandes mercedes que el Señor me ha hecho» (V 40,9; M 6, 10,2).

2. La experiencia mística de Teresa

La experiencia mística, como el acto de fe, comporta siempre estos tres aspectos esenciales: un aspecto noético (cognoscitivo), un aspecto ético (moral) y un aspecto fundamental, primordial, que surge de la experiencia, del contacto íntimo con la realidad de la fe, con su objeto, que es el Sujeto con respecto a nosotros, el acontecimiento mismo del Misterio, aun cuando la experiencia de ese acontecimiento no pueda hacerse inteligiblemente refleja y objetivada verbalmente. La peculiaridad en el caso de Teresa es que esa experiencia mística, su vivencia del Misterio, además de hacerse inteligiblemente refleja, de «entender qué merced es», se hizo también verbalmente objetiva, supo «decirla y dar a entender cómo es» (V 17,5), plasmándola en un tipo de escritos que son una especie de memorias-guía, como mapas de viaje de un viejo explorador de selvas vírgenes, con planos, notas y avisos que aspiran a llevar al lector hasta donde ella misma ha llegado; motivo por el que esos escritos adquieren para nosotros una repercusión lingüística de enorme magnitud, pues además del código místico autoimplicativo, por ser todos ellos de carácter autobiográfico, llevan igualmente un propósito inductor, mistagógico, de naturaleza operativa. Gracias a ellos podemos ver el itinerario de su propia experiencia, las etapas de su camino místico, y por ellos llegar a entrever también algo de ese mundo interior de maravillas que da a «otra región muy diferente de ésta en que vivimos, adonde se le muestra al alma otra luz tan diferente de la de acá» (M 6,5,7). De momento nos corresponde ver aquí su experiencia personal, su contacto íntimo con el Misterio, proceso que han sistematizado competentes teresianistas (cf T. Álvarez, «Santa Teresa de Jesús contemplativa», EphCarm 13 (1962) 9-62; «Jesucristo en la experiencia de Santa Teresa», MteCarm. 88 (1980) 335-365; «Santa Teresa di Gesù mistica», Vita cristiana ed esperienza mistica, Roma 1982, 199-229; M. A. García Ordás, «La vita trinitaria nella spiritualità di S. Teresa», RivVitSpir 22 (1968) 538-557; M. Herráiz, «Vida mística en Santa Teresa de Jesús», Estudios Trinitarios 16 (1982) 241-260) y que vamos a seguir al hilo de una serie de textos del Libro de la Vida y de sus Relaciones o Cuentas de conciencia.

1) Vida 9. Es el capítulo en el que refiere el acontecimiento clave de lo que se ha dado en llamar la conversión, seguramente por analogía con la de san Pablo (cf 1Cor 15,8; 9,1; Gál 1,15-16; Fip 3,7.12), y que constituye el hecho fundante de su experiencia mística cristocéntrica, ocurrido en la primavera del año 1554, a la edad de casi 40 años, ante una imagen «de Cristo muy llagado y tan devota que –[atención a los verbos y pronombres enclíticos empleados]–, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba muy bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (V 9,1). Ese acontecimiento había sido caldeado por una larga situación angustiosa –«deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte» (V 8,12)–, con todo el aval de su propia impotencia –«pues ya andaba mi alma cansada» (V 9,1), «porque estaba ya muy desconfiada de mí» (V 9,3)–, y con la providencial lectura de un libro decisivo que le sirvió de espejo: las Confesiones de san Agustín (V 9, 7-8).

2) Vida 10,1; 18,15. Es lo que podríamos llamar su primera experiencia teologal, y la describe así: «Tenía yo algunas veces, aunque con mucha brevedad pasaba, comienzo de lo que ahora diré. Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en Él. Esto creo lo llaman mística teología» (V 10,1). Se trata de una percepción profunda e inmediata, esto es, sin medios, sin imágenes, sin representaciones, sin conceptos, de la presencia envolvente de Dios en sí misma y que se le otorga de forma enteramente gratuita. «Acaecióme a mí una ignorancia al principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas, y como me parecía estar tan presente, parecíame imposible. Dejar de creer que estaba allí no podía, por parecerme casi claro había entendido estar allí su misma presencia. Los que no tenían letras me decían que estaba sólo por gracia. Yo no lo podía creer; porque –como digo– parecíame estar presente, y así andaba con pena. Un gran letrado de la Orden del glorioso Santo Domingo me quitó de esta duda, que me dijo estar presente, y cómo se comunicaba con nosotros, que me consoló harto» (V 18,15).

Esta primera experiencia teologal de inmersión y «engolfamiento» en Dios, cuya presencia amorosa en el alma y en todas las cosas es principio supremo de realidad, la percibe Teresa como misterio envolvente, «que me parecía toda me rodeaba, y que por ninguna parte podía huir» (V 24,2), a la manera de «una esponja que embebe el agua en sí» (R 45), «como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua, así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas» (R 18). Esto lo consignará después en las quintas moradas del Castillo interior como el primer estado místico (M 5,1,10) y se lo ilustrará a sus monjas en el Camino de perfección con la imagen de un rico palacio dentro de sí: «hagamos cuenta que dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas, y que en este palacio está este gran rey que ha tenido por bien ser vuestro Padre, y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón» (CV 28,9).

3) Vida 26,6; 27,2. La presencia envolvente de la divinidad se concreta poco después, en medio de las circunstancias hostiles de la política inquisitorial antilibraria (año 1559), como experiencia eminentemente cristocéntrica: es el descubrimiento de Cristo como «libro vivo» en el que «se ven verdades» y que «deja imprimido lo que se ha de leer y hacer de manera que no se puede olvidar» (V 26,6). Al margen de la sutil ironía por la que parece decir a los inquisidores dónde no podían entrar ellos con sus redes represoras, este hecho determina el nuevo rumbo de su trayectoria mística: «A cabo de dos años que andaba con toda esta oración, me acaeció esto. Estando un día del glorioso San Pedro en oración, vi cabe mí, o sentí –por mejor decir– que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, mas parecíame estaba junto cabe mí Cristo y veía ser él el que me hablaba, a mi parecer. Yo, como estaba ignorantísima de que podía haber semejante visión, diome gran temor al principio y no hacía sino llorar, aunque en diciéndome una palabra suya de asegurarme, quedaba como solía, quieta y con regalo y sin ningún temor. Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo, y, como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía… Luego fui a mi confesor, harto fatigada, a decírselo. Preguntóme que en qué forma lo veía. Yo le dije que no lo veía. Díjome que cómo sabía yo que era Cristo. Yo le dije que no sabía cómo, mas que no podía dejar de entender estaba cabe mí y lo veía claro y sentía, y que el recogimiento del alma era muy mayor en oración de quietud y muy continua, y los efectos que eran muy otros que solía tener y que era cosa muy clara. No hacía sino poner comparaciones para darme a entender… Preguntóme el confesor: ¿quién dijo que era Jesucristo? Él me lo dice muchas veces, respondí yo; mas antes que me lo dijese se imprimió en mi entendimiento que era Él. Sin verse, se imprime con una noticia tan clara que no parece se puede dudar» (V 27,2-3.5).

Años más tarde, reflexionando sobre esta experiencia en las sextas moradas, dirá que la «llaman visión intelectual», aunque ella «jamás había oído visión intelectual ni pensó que la había de tal suerte, mas entendía muy claro que era este Señor el que le hablaba muchas veces de la manera que queda dicho, porque no es como las imaginarias, que pasan de presto, sino que dura muchos días, y aun más que un año» (cf M 6,8,2-3). Efectivamente, las experiencias cristocéntricas se prolongaron durante un decenio con tal fuerza y gravidez existencial que perdurarían como sustento de toda su vida: «De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura, y la tengo hoy día; porque para esto bastaba sola una vez, ¡cuánto más tantas como el Señor me hace esta merced!» (V 37,4), cuyo efecto es «no pasarse estas palabras de la memoria en muy mucho tiempo, y algunas jamás» (M 6,3,7), «porque en lo muy interior del alma quedan bien escritas y jamás se olvidan» (M 6,4,6).

4) Vida 27,9; 39,25. Son las primeras gracias trinitarias, intensamente fruitivas: «Se ve el alma en un punto tan sabia, y tan declarado el misterio de la Santísima Trinidad y de otras cosas muy subidas, que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas. Quédase tan espantada, que basta una merced de éstas para trocar toda un alma y hacerla no amar cosa, sino a quien ve que, sin trabajo ninguno suyo, la hace capaz de tan grandes bienes y le comunica secretos y trata con ella con tanta amistad y amor, que no se sufre escribir» (V 27,9). «Estando una vez rezando el salmo Quicumque vult, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas, tan claro, que yo me espanté y consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas; y para cuando pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento» (V 39,25). Estas primeras vivencias trinitarias están escritas a finales de 1565, cuando Teresa tiene 50 años, y son el punto de arranque de las que ocuparán todo el decenio siguiente, cuando a partir de 1571 la experiencia de la inhabitación trinitaria se hace habitual, coincidiendo en buena medida con la dirección espiritual de San Juan de la Cruz.

5) Vida 40,1-10. Es la experiencia con la que concluye el Libro de la Vida, haciendo ver la connaturalidad entre el sentido último de la Sagrada Escritura, escondido a la inteligencia humana, y la sabiduría de los perfectos a quienes, por estar íntimamente unidos con las realidades de las que aquella habla, les revela la Verdad de Dios ordenada y cumplida en Cristo: «Estando una vez en oración… se me dio a entender una verdad, que es cumplimiento de todas las verdades; no sé yo decir cómo, porque no vi nada. Dijéronme, sin ver quién, mas bien entendí ser la misma Verdad: No es poco esto que hago por ti, que una de las cosas es en que mucho me debes; porque todo el daño que viene al mundo es de no conocer las verdades de la Escritura con clara verdad; no faltará una tilde de ella. A mí me pareció que siempre yo había creído esto, y que todos los fieles lo creían. Díjome: ¡Ay, hija, qué pocos me aman con verdad!, que si me amasen no les encubriría Yo mis secretos. ¿Sabes qué es amarme con verdad? Entender que todo es mentira lo que no es agradable a Mí. Con claridad verás esto que ahora no entiendes en lo que aprovecha a tu alma… Quedóme una verdad de esta divina Verdad que se me representó, esculpida, que entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad. Esto que entendí es darme el Señor a entender que es la misma Verdad. Entendí grandísimas verdades sobre esta Verdad, más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza» (V 40,1-4).

Se trata, en efecto, de un conocimiento experimental del «Mysterion» bíblico presentado por san Pablo como la sabiduría misteriosa de Dios frente a la sabiduría griega y judía, misterio escondido desde los siglos, realizado y revelado en el acontecimiento de Jesucristo, y conocido sólo por la fuerza del Espíritu vivificante (cf 1Cor 1,22-24; 2,6-16; Ef 3,8-9.17-19); conocimiento que ya se había abierto años antes en Teresa con el hallazgo de Cristo como «libro vivo» (V 26,5) y del que ahora brota la más radical de las exigencias concretada en una firme decisión existencial: «andar en verdad, porque Dios es suma Verdad», como explicará después en M 6,10,7. Andar en verdad delante de la misma Verdad equivale para ella a vivir de acuerdo con la Palabra bíblica, andar a la luz de la Escritura: «quedé con grandísima fortaleza y muy de veras para cumplir con todas mis fuerzas la más pequeña parte de la Escritura divina» (V 40,2), convencida como estaba de que «en la Sagrada Escritura se halla la verdad del buen espíritu» (V 13, 18).

El conocimiento místico de la sabiduría bíblica, de Cristo como la Verdad de Dios, la lleva a su vez a conocer también la profunda verdad del hombre, la dignidad del alma, de su inmensidad íntima: «Estando una vez en las Horas con todas, de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas, ni lados, ni alto, ni bajo que no estuviese toda clara, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor, como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo –yo no sé decir cómo– se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa» (V 40,5). «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto, yo no lo sé; mas quedó muy imprimido en mi alma, y es una de las grandes mercedes que el Señor me ha hecho… Digamos ser la Divinidad como un muy claro diamante, muy mayor que todo el mundo, o espejo, a manera de lo que dije del alma en estotra visión, y que todo lo que hacemos se ve en este diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga fuera de esta grandeza» (V 40,9-10). Toda esta percepción simbólica se erigirá después, doce años más tarde, en vehículo de revelación para compendiar todo el proceso místico en Las Moradas del Castillo interior. Hasta entonces, la trayectoria de esos doce años (de 1565 a 1577) y la consiguiente evolución de su experiencia, que culmina en una estable comunión trinitaria, hay que seguirla a través de los apuntes de sus Relaciones o Cuentas de conciencia.

6) R 13 (año 1570-71). A modo de preludio, nos hallamos ante un apunte brevísimo en el que Teresa consigna una palabra interior de Jesucristo: «Goza del bien que te ha sido dado. Mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama». Los verbos «deleitarse» y «amar» tienen una fuerte resonancia bíblica (cf Prov 8,31; Mt 3,17; Jn 14,23) y van a marcar profundamente la interioridad de Teresa en su relación con las divinas personas: «¡Oh ánima mía!, considera el gran deleite y gran amor que tiene el Padre en conocer a su Hijo, y el Hijo en conocer a su Padre, y la inflamación con que el Espíritu Santo se junta con ellos, y cómo ninguna se puede apartar de este amor y conocimiento, porque son una misma cosa. Estas soberanas Personas se conocen, éstas se aman, y unas con otras se deleitan» (E 7,2).

7) R 16 (29 mayo 1571). Es uno de los testimonios más ricos de su experiencia trinitaria: «El martes después de la Ascensión, habiendo estado un rato en oración después de comulgar, comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual, adonde entendió mi alma por cierta manera de representación, como figura de la verdad, para que lo pudiese entender mi torpeza, cómo es Dios trino y uno. Y así me parecía hablarme todas tres Personas, y que se representaban dentro en mi alma distintamente, diciéndome que desde este día vería mejoría en mí en tres cosas, que cada una de estas Personas me hacía merced: la una, en la caridad, y en padecer con contento, y en sentir esta caridad con encendimiento en el alma. Entendía aquellas palabras que dice el Señor, que estarán con el alma que está en gracia las tres divinas Personas, porque las veía dentro de mí por la manera dicha. Parece quedó en mi alma tan imprimidas aquellas tres Personas que vi, siendo un solo Dios, que, a durar así, imposible sería dejar de estar recogida con tan divina compañía» (nn. 1 y 4).

8) R 18 (30 junio 1571). La experiencia trinitaria se normaliza en ella, se hace habitual: «Esta presencia de las tres Personas que dije al principio he traído hasta hoy presentes en mi alma muy ordinario, y como yo estaba mostrada a traer sólo a Jesucristo siempre, parece me hacía algún impedimento ver tres Personas, aunque entiendo es un solo Dios, y díjome hoy el Señor que erraba en imaginar las cosas del alma con la representación que las del cuerpo, que entendiese que era muy diferente y que era capaz el alma para gozar mucho. Parecióme se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas» (nn. 1-2).

9) R 24 (año 1571). Sigue una experiencia de especial densidad doctrinal: «Una vez, estando en oración, me mostró el Señor, por una extraña manera de visión intelectual, cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra. Diéronseme a entender aquellas palabras de los Cantares que dice: Veniat dilectus meus in hortum suum et comedat» (n. 1). Es esta experiencia probablemente la que aflorará después en el recuerdo de la autora al abordar la exposición del Castillo interior (cf M 1,1,1-2).

10) R 47 (28 agosto 1575). Es la experiencia trinitaria de su ingreso en el más profundo centro, en la séptima morada de su Castillo interior: «Habiendo acabado de comulgar el día de San Agustín –yo no sabré decir cómo–, se me dio a entender, y casi a ver, sino que fue cosa intelectual y que pasó presto, cómo las tres Personas de la Santísima Trinidad que yo traigo en mi alma esculpidas, son una cosa. Por una pintura tan extraña se me dio a entender y por una luz tan clara, que ha hecho bien diferente operación que de sólo tenerlo por fe. He quedado de aquí a no poder pensar ninguna de las tres Personas divinas sin entender que son todas tres; de manera que estaba yo hoy considerando cómo siendo tan una cosa, había tomado carne humana el Hijo sólo; y diome el Señor a entender cómo con ser una cosa eran divisas. Queda una ganancia en el alma –con pasar en un punto–, sin comparación mayor que con muchos años de meditación y sin saber entender cómo» (nn. 1-3). El valor de esta experiencia, considerada por Teresa como estación final del camino místico (cf M 7,1,6-7), está sobre todo en la gravidez existencial que deja, en que perdura como sustento de toda la vida, según testificación de la propia autora al final de sus días en la última cuenta de conciencia conservada: «Lo de las visiones imaginarias ha cesado; mas parece que siempre se anda esta visión intelectual de estas tres Personas y de la Humanidad [de Cristo], que es –a mi parecer– cosa muy más subida… tan sin poderse dudar de las tres Personas, que parece claro se experimenta lo que dice San Juan, que haría morada con el alma. Esto no sólo por gracia, sino porque quiere dar a sentir esta presencia y trae tantos bienes que no se pueden decir, en especial que no es menester andar a buscar consideraciones para conocer que está allí Dios; se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas, que queda el deseo de vivir –si Él quiere– para servirle más y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (R 6,3.10).

El recorrido textual que hemos realizado deja bien claro que todo el proceso místico teresiano surge del contacto íntimo, por experiencia amorosa, con el objeto mismo de la fe, con el acontecimiento esencialmente trinitario y al mismo tiempo cristocéntrico de la revelación bíblico-cristiana. Viniendo ahora al hecho de la inteligencia mística, al aspecto noético (cognoscitivo) de esa experiencia que ella llama «visión intelectual» de Cristo y de la Trinidad, y que califica de «cosa muy más subida», hay un texto particularmente significativo que ya entonces resultó preocupante para la teología –mejor dicho, para los teólogos– por lo audaz de sus expresiones. Nos referimos a ese texto final del Castillo interior en el que Teresa describe la acción y los efectos de esa experiencia cumbre: «Aquí quiere ya nuestro buen Dios quitarle al alma las escamas de los ojos. Se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas tres Personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma –podemos decir– por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma, porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (M 7,1,6-7).

Desde el impacto que produce la experiencia –Teresa habla de una inflamación amorosa en el alma–, las palabras esconden un significado de repleción tensa y dinámica, como queriendo desbordar algo de la superabundancia del sentimiento. Pero los teólogos, en su perplejidad ante esas expresiones, se debatieron entre enmendar el texto con correcciones y tachaduras (eso fue lo que hicieron sobre el autógrafo los dos primeros censores, Gracián y Yanguas) o editarlo con reservas mediante la obligada nota explicativa, solución ésta más respetuosa por la que optó fray Luis de León, y que decía así: «Aunque el hombre en esta vida, perdiendo el uso de los sentidos y elevado por Dios, puede ver de paso su esencia, como probablemente se dice de San Pablo y de Moisés y de otros algunos, mas no habla aquí la Madre de esta manera de visión, que aunque es de paso, es clara e intuitiva, sino habla de un conocimiento de este misterio que da Dios a algunas almas por medio de una luz grandísima que les infunde, y no sin alguna especie criada; mas porque esta especie no es corporal, ni que se figura en la imaginación, por eso la Madre dice que esta visión, que aunque es de paso, es clara e intuitiva, sino habla de un conocimiento de este misterio que da Dios a algunas almas por medio de una luz grandísima que les infunde, y no sin alguna especie criada; mas porque esta especie no es corporal, ni que se figura en la imaginación, por eso la Madre dice que esta visión es intelectual y no imaginaria» (ed. princ. 234). Contra su propósito, esa nota marginal del editor, más que de aclaración, terminó sirviendo de motivo para denuncias inquisitoriales por parte de apasionados cancerberos de la ortodoxia (cf Enrique Llamas, «Fray Luis de León llevado a la Inquisición de la mano de la Madre Teresa de Jesús», La Ciudad de Dios, 1991, 735-763). Y es que, sencillamente, no había necesidad de explicar nada, porque la vista de la que ella habla en esta experiencia no es algo distinto de la fe, es la vista encendida, amorosa, de una fe tan ilustrada, ilustradísima, como dirá también Juan de la Cruz (cf CB 12,1; LB 3,80), que «para las almas que con hirviente amor le aman, hace que entiendan y vean que es posible humillarse Dios a tanto» (Conc 1,5), desvela todo su Misterio. «¡Ay, hija, qué pocos me aman con verdad que si me amasen no les encubriría Yo mis secretos» (V 40,1). Conocer el secreto y encontrar la palabra son obra del amor, «que da a entender mucho más de lo que ellas suenan sin palabras» (M 6,3,16).

3. La veracidad de la experiencia mística

La experiencia mística, decíamos al comienzo del apartado anterior, comporta también otros dos aspectos esenciales, un aspecto noético (del que ya hemos insinuado algo) y otro aspecto ético, lo que en palabras de Teresa quiere decir que esa experiencia «deja luz en el entendimiento y firmeza en la verdad» (V 15,10), y que al obrar así, esclareciendo la inteligencia y fortaleciendo la voluntad, manifiesta desde sí misma su propia veracidad.

1. Aspecto noético. La experiencia mística es una forma de conocimiento. De ahí la expresión «mística teología»: conocimiento misterioso de Dios, ciencia que se sabe por amor, y que tiene que ver con todo aquello que nos concierne directamente, porque atañe a intereses existenciales y motivaciones vitales significativas: «En todo es gran cosa la experiencia, que da a entender lo que nos conviene» (V 11,16). Pero el discernimiento de lo conveniente es cosa del buen sentido (no sólo del sentido común) que hace comprender el valor y el significado de esa experiencia en el todo de la vida. De ahí precisamente el esfuerzo analítico y crítico con que Teresa se aplica a discernir de qué espíritu se trata, si de Dios o del demonio: «Si es del demonio, alma ejercitada paréceme lo entenderá; porque deja inquietud y poca humildad y poco aparejo para los efectos que hace el de Dios. No deja luz en el entendimiento ni firmeza en la verdad» (V 15,10). Señales sobrias y certeras (cf M 6,3,5-7) que conducen a Teresa a una certidumbre existencial y que ella expresa a menudo en términos muy concluyentes: «esto es así, y quien tuviere experiencia verá que es al pie de la letra todo lo que he dicho» (V 25,9); hasta el punto incluso de llegar a decir, en clara actitud desafiante, «que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas» (V 27,9; R 1,26); plenamente convencida de que aquello era doctrina de Dios: «esto que digo es entera verdad, y así es suya la doctrina» (V 18,8), «es excelente doctrina ésta y no mía, sino enseñada de Dios» (V 19,14); y por eso mismo convencida también de su validez para otros, como no duda en decirle al teólogo censor del libro, al P. García de Toledo: «diré lo que pasa por mí, para que, cuando sea conforme a esto, podrá hacer a vuestra merced algún provecho» (V 10,8); y más adelante, refiriendo su experiencia sobre la oración de quietud, «que comprende mucho y se alcanza más que por mucho relatar el entendimiento», tampoco vacila en añadir: «esto es bueno para los letrados que me lo mandan escribir» (V 15,7).

Ese convencimiento profundo de que lo que dice es doctrina de Dios, lo confirman algunas de sus declaraciones. Esta vez, por ejemplo, sobre su capacidad oral: no sabía explicar qué le sucedía en la oración, hasta que ocurría «dármelo Dios en un punto a entender con toda claridad, y para saberlo decir, de manera que se espantaban, y yo más que mis confesores, porque entendía mejor mi torpeza» (V 12,6). Se queja más tarde de la falta de tiempo para escribir, pero «cuando el Señor da espíritu, pónese con facilidad y mejor; parece como quien tiene un dechado delante, que está sacando aquella labor; y así me parece es grandísima ventaja, cuando lo escribo, estar en ello, porque veo claro no soy yo quien lo dice, que ni lo ordeno con el entendimiento, ni sé después cómo lo acerté a decir. Esto me acaece muchas veces» (V 14,8). Son también muchas las ocasiones en que Dios guía su mano, de manera que no es su entendimiento el que logra el acierto, pero éste se produce. Es el caso bien explícito de cuando, al describir la oración de unión, refiere la desazón que le acometió: «Me parecía imposible saber tratar cosa más que hablar en griego, que así es ello dificultoso. Con esto lo dejé, y fui a comulgar. Bendito sea el Señor que así favorece a los ignorantes. Aclaró Dios mi entendimiento, unas veces con palabras y otras poniéndome delante cómo lo había de decir; que, como hizo en la oración pasada, Su Majestad parece quiere decir lo que yo no puedo ni sé» (V 18,8). Este don de saberse expresar le fue dado precisamente cuando ponía manos a la obra, en plena brega redaccional del libro: «esta merced de saber entender qué es, y saberlo decir, ha poco que me lo dio Dios» (V 23,11). En fin, tales declaraciones –no las únicas, por cierto (cf V 16,2; 21,1)– son una muestra de las altas cotas a las que llegó su experiencia y de la fulgurante materia que ésta daría a su pluma.

Aspecto ético. La veracidad de la experiencia mística está sobre todo en los efectos que deja: «en los efectos y obras de después se conocen estas verdades de oración, que no hay mejor crisol para probarse» (M 4,2,8), ya que cuando ésta es verdadera, arrastra irresistiblemente a vivir en consecuencia. Pues bien, como consecuencia o efecto de la experiencia mística, «subida en esta atalaya adonde se ven verdades» (V 21,5), Teresa proclama una novedad de vida: «cuando hablo de estas cosas, de pocos días acá, paréceme son como de otra persona» (R 1,16), «que ni me parece vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza» (R 3,10), pues «yo, con ser la que soy, parezco otra» (V 15,7), «digo otra vida nueva» (V 23,1-2), «porque todos los que me conocían veían claro estar otra mi alma» (V 28,13). Novedad que se manifiesta en «quedar aquí el alma señora de todo y con libertad» (V 20,23; 24,7-8; 37,4), con una «grandísima fortaleza» que se traduce en inmediatez operativa: «no es sólo deseos los que tiene por Dios; Su Majestad la da fuerzas para ponerlos por obra; no se le pone cosa delante en que piense le sirve a que no se abalance» (V 21,5.11-12), con «ímpetus grandes de aprovechar almas» (V 32,6), y con la Sagrada Escritura como pauta de vida: «quedé con grandísima fortaleza y muy de veras para cumplir con todas mis fuerzas la más pequeña parte de la Escritura divina» (V 40,2); «digo que si no viere en sí esta fortaleza grande, y que ayude a ella la devoción o visión, que no la tenga por segura; que a lo que yo veo y sé de experiencia, de tal manera queda el crédito de que es Dios, que vaya conforme a la Sagrada Escritura» (V 25,13; cf V 13,18; 32,17; 33,5; 34,11).

Esa fuerza operativa de la experiencia, cual poderoso resorte que la empujaba a la acción, la llevó a posiciones imprevistas, insólitas, que constituirían un auténtico desafio contra el ambiente marginador de la mujer y al servicio de una Iglesia necesitada de todo, empezando por la necesidad de gritar, de «dar voces» publicando el gozo de las mercedes recibidas (cf V 20,25; 21,6; 25,16; 27,13; R 1,4; CE 1,2; 4,1; M 6,6,3-4). «Una de las cosas porque me animé, siendo la que soy, a obedecer en escribir esto y dar cuenta de mi ruin vida y de las mercedes que me ha hecho el Señor, con no servirle, sino ofenderle, ha sido ésta; que, cierto, yo quisiera aquí tener gran autoridad para que se me creyera esto. Al Señor suplico Su Majestad la dé» (V 19,4). Autoridad que en su caso, conocida la postergación de la mujer, solamente podía venirle de Dios, por el efecto que esa experiencia había operado en su vida, el único argumento de autoridad que los teólogos de oficio podían admitirle, como viene a decir el recatado e «incrédulo» P. Báñez en su, por lo demás eficaz, censura aprobatoria al Libro de la Vida: «Esta mujer, a lo que muestra su relación, aunque ella se engañase en algo, a lo menos no es engañadora; porque habla tan llanamente, bueno y malo, y con tanta gana de acertar, que no deja dudar de su buena intención… De una cosa estoy yo bien cierto, cuanto humanamente puede ser: que ella no es engañadora, y así merece su claridad que todos la favorezcan en sus buenos propósitos y buenas obras». Obras que cuajaron en un vigoroso movimiento de Reforma, gemela y alternativa a la luterana, y que llegó a contar, en un tiempo récord, con dieciséis conventos de monjas y otros tantos de frailes: toda una proeza llevada a cabo por una mujer en calidad de instrumento de Dios.

4. Notas características de la experiencia mística

Además de hacer inteligible su propia experiencia, de «entender qué merced es» y de discernirla por su valor noético y su veracidad ética, Teresa supo también «dar a entender cómo es», objetivarla verbalmente para otros, con un propósito tan didáctico como seductor de poner en marcha a sus lectores, con la intención explícitamente confesada de «engolosinar las almas de un bien tan alto» (V 18,8). En sus escritos podemos ver, con garantías de validez universal, las notas o elementos internos que definen y caracterizan el hecho místico.

1. Conocimiento inmediato por contacto amoroso. La experiencia mística se caracteriza, en primer lugar, por ser una original forma de conocimiento que consiste en padecer y gustar a Dios presente en el alma, un «sentir» de Dios, una patética de lo divino que es la más completa forma de comprender, en la que entendimiento y amor son aspectos de un mismo impulso de aprehensión del Amado. No se trata de un conocimiento sensible, aunque los sentidos puedan verse después afectados por él, ni tampoco como el que se adquiere por un procedimiento conceptual, deductivo o puramente racional, entre otras cosas porque el saber de la experiencia mística no acrecienta el caudal de conocimientos conceptuales sobre Dios, ni aumenta las verdades que el místico conoce por la fe de la Iglesia: sabe infinitamente más, pero no porque conozca nuevas ideas, sino porque toma conciencia de Dios mismo presente en su ser y comunicándose amorosamente a él. Es, en fin, otro tipo de saber, donde ya «el entendimiento no discurre, sino está como espantado de lo mucho que entiende» (V 10,1), porque «cuando el Señor le suspende y hace parar, dale de qué se espante y se ocupe, y que sin discurrir entienda más en [el espacio de] un credo que nosotros podemos entender con todas nuestras diligencias de tierra en muchos años» (V 12,5), de manera que, sin entender cosa particular, «comprende mucho y se alcanza más que por mucho relatar el entendimiento» (V 15,7), mucho más «que cuanto el entendimiento con trastornar la retórica por ventura puede hacer» (V 15,9). De ahí precisamente la distinción que hace Teresa entre la ciencia que de Dios pueden tener los letrados y la sabiduría que procura la experiencia contemplativa: «No se espante ni le parezcan cosas imposibles: todo es posible al Señor; sino procure esforzar la fe y humillarse de que hace el Señor en esta ciencia a una viejecita más sabia por ventura que a él, aunque sea muy letrado» (V 34,12).

2. Conocimiento pasivo. «Acaecióme», «acaecíame algunas veces», es la expresión que suele emplear Teresa al describir sus vivencias (cf V 9,1; 10,1; 18,15; 26,2; 30,8; 39,22). «Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo… venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios» (V 10,1). Esto quiere decir que la iniciativa es siempre de Dios, ya que sin su previa presencia sería imposible buscarlo e incluso echarlo de menos. Si el hombre puede ponerse en movimiento es porque está habitado por una Presencia de alguna manera presentida bajo la forma del anhelo y el deseo. De ahí esa expresión que Pascal pone en boca de Dios: «No me buscarías si no me hubieses encontrado». «Tú me moviste primero para que te buscara» dice también el autor de la Imitación de Cristo. Pero no se trata sólo de la pasividad ontológica, sino de la experiencia de esa pasividad, de un estado «teopático» en el que la realidad de Dios es padecida más que sabida, porque «como no puede comprender lo que entiende, es no entender entendiendo» (V 18,14). Mientras en la experiencia religiosa ordinaria el hombre descubre a Dios presente en los mil signos a través de los cuales se manifiesta, y asciende más o menos penosamente de las cosas, de sus propios actos o facultades a él (para terminar cayendo en la cuenta de que si ha podido descubrirlo es porque ya estaba en su interior moviéndole a buscarlo), en la experiencia mística se toma conciencia de esa presencia dada y experimentada como dada: «porque quiere dar a sentir esta presencia, que no es menester andar a buscar consideraciones para entender que está allí Dios» (R 6,9), y que «el Señor es el que obra, y nosotros casi nonada» (V 21,11); «éstos son dones que da Dios cuando quiere y como quiere, y ni va en el tiempo ni en los servicios, que muchas veces no da el Señor en veinte años la contemplación que a otros da en uno» (V 34,11).

La experiencia de esa pasividad es, efectivamente, lo que los místicos llaman contemplación o infusión en el alma, «porque la contemplación –explica Juan de la Cruz– no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa que, si le dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor» (N 1,10, 6;11, 18,5; LB 3, 33). Teresa, por su parte, conforme a su ingenio mas imaginativo que intelectual, recurre a la siguiente comparación: «Es como cuando ya está puesto el manjar en el estómago sin comerle, ni saber nosotros cómo se puso allí. Todo lo halla guisado y comido, toda la ciencia sabida ya en sí, sin saber cómo ni dónde» (V 27,7-8). Si la mirada contemplativa, a nivel puramente natural, se distingue de la mirada curiosa e inquisitiva por ser una mirada en la que toda la luz viene del objeto, de forma que en ella los ojos se dejan inundar por lo contemplado, sin tener que hacer otra actividad más que abrirse a ello, de igual modo en el caso de la contemplación mística el alma percibe en sí misma la presencia de Dios que se le otorga de forma enteramente gratuita, que actúa sin que ella tenga que hacer otra cosa que abrirse, prestar atención, escuchar y acoger: «así es acá, que se entiende Dios y el alma con sólo querer Su Majestad que lo entienda, sin otro artificio, para darse a entender el amor que se tienen estos dos amigos» (V 27,10). Esta pasividad no es sinónimo de inactividad, ni debe confundirse con ociosidad o dejación, con inercia o automatismo. Justamente por aquí pasa la frontera que separa la mística auténtica de sus distorsiones bastardas. La contemplación no excluye el ejercicio de la libertad, al contrario, en la pasividad mística tenemos la máxima realización de la libertad, una realización que se torna celebración gozosa, connaturalidad instintiva con el acto que nos pone en la existencia y nos eleva a la vida mísma de Dios.

3. Sencillez o simplicidad. El conocimiento que procura la experiencia mística es de una enorme simplicidad, lo que no quiere decir empobrecimiento, sino una maravillosa concentración en lo esencial que pacifica al alma entera. Como decía el Pseudo Dionisio, «cuanto más alto volamos, menos palabras necesitamos, porque lo inteligible se presenta cada vez más simplificado» (o.c., p. 376), cosa que en el lenguaje de Teresa se dice mejor con un ejemplo que por cien argumentos: «como acá si dos personas se quieren mucho y tienen buen entendimiento, aun sin señas parece que se entienden con sólo mirarse, esto debe ser aquí, que sin ver nosotros cómo, de hito en hito se miran estos dos amantes, como lo dice el Esposo a la Esposa en los Cantares» (V 27,10). Es el conocimiento intuitivo que da el amor, lo que en el lenguaje bíblico se llama la paraclesis, la apertura de los ojos (cf Lc 24,31; Jn 20,8), «la advertencia amorosa simple y sencilla», que dice también Juan de la Cruz, «como quien abre los ojos con advertencia de amor» (LB 3,33; S II,13,4).

4. Carácter totalizador. La experiencia mística lleva consigo la aparición de una nueva conciencia en la que se supera la dualidad sujeto-objeto, donde el hombre no sólo experimenta el núcleo o el alma de la realidad, sino que se experimenta uno con él, consciente de verse radical y enteramente autoimplicado en un todo lleno de sentido: «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve, sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad, cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en sí» (V 40,9; M 4,10,2). Se trata asimismo de una experiencia que afecta a la totalidad de la persona, no hay un órgano especial para ella, sino que es vivida por el sujeto todo entero desde el centro mismo de su ser, para que –como dice Juan de la Cruz con admirable expresión– «dándote todo al todo de mi alma, toda ella te tenga a ti todo» (CB 6,6), lo que Teresa llama «un dilatamiento o ensanchamiento en el alma que la habilita para que quepa todo en ella» (M 4,3,9), por cuanto abre el horizonte mental y activo del sujeto, le procura el progreso en la caridad, le hace clarividente y libera en su interior las más poderosas energías para la acción.

5. Experiencia fruitiva. Esta experiencia en la que el sujeto no conoce sabiendo sino padeciendo la presencia de Dios es, con frecuencia, y sobre todo en sus últimos grados, una experiencia intensamente fruitiva, en la «que todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad, que ello no se puede encarecer» (V 38,2; 18,1), porque se siente hasta «en los tuétanos» (MC 4,2), lo que provoca una intensa exaltación de lo emocional con muchos rasgos de patetismo: en forma de «gran ímpetu de alegría» (M 4,6,11), de «grandes ímpetus de pena» (E 16, 1), de «Iágrimas gozosas» (V 19,1), de sentimientos paradójicos –«tan grande el dolor y tan excesiva la suavidad» (V 29,13)–, que producen «un glorioso desatino, una celestial locura, adonde se aprende la verdadera sabiduría, y es deleitosísima manera de gozar el alma» (V 16,1), con la consiguiente necesidad de comunicar la riqueza de tales vivencias. De ahí el recurso a la poesía y al canto, únicos cauces adecuados para expresar lo inefable de esa tensión desbordante (cf V 16,4).

«Es sobre todos los gozos de la tierra y sobre todos los deleites y sobre todos los contentos y más, que es muy diferente su sentir» (M 5,1,6). «Un gozo tan excesivo del alma que no querría gozarle a solas sino decirlo a todos para que la ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento, porque tanto gozo interior de lo muy interior del alma y con tanta paz, y que todo su contento provoca a alabanzas de Dios, no es posible darle el demonio» (M 6,6,10-13; Conc 4, 3.6.7). Hasta llegar ahí, el hombre ha tenido que pasar por el camino purificador de la noche como fase ineludible, más aún, como dimensión constitutiva de ese padecimiento gozoso de Dios que culmina en la unión amorosa con él.

6. La «noche oscura». La peculiaridad del místico no es, como algunos piensan, la de un privilegiado vidente de apariciones, la de una experiencia directa del Misterio al margen de la fe. Es más bien todo lo contrario, la de un profeta de la presencia oscura de Dios. De ahí su frecuente recurso al símbolo de la «noche», cifra expresiva tanto de esa presencia misteriosa de Dios en el alma como de la experiencia mística en cuanto tal, de la peculiar forma de darse, de hacerse presente esa realidad divina al sujeto, y que por exceder las facultades humanas del conocimiento ordinario constituye para el alma una tiniebla, una «noche oscura», pero no por falta de luz, sino por exceso de luz, pues al ser ésta tan sobreabundante, tan excesiva, resulta cegadora para la capacidad limitada de la mente humana. Por eso los místicos hablan, no de tinieblas a secas, sino en sentido paradójico de una oscuridad transluminosa, de «rayo de tiniebla», de «tenebrosa nube / que a la noche esclarecía», o, como dice Teresa, de una «luz que no tiene noche» (V 28,5) y «que se representa por una noticia al alma más clara que el sol, para que goce el alma de tan gran bien» (V 27,3). Esta operación de amor es tan excesiva «que parece desmenuza un alma y la muele» y «esto es que, como aquel alma ya se entrega en sus manos y el gran amor la tiene tan rendida que no sabe ni quiere más de que haga Dios lo que quisiere de ella (que jamás hará Dios, a lo que yo pienso, esta merced sino a alma que ya toma muy por suya), quiere que, sin que ella entienda cómo, salga de allí sellada con su sello» (M 5,2,11-12), lo que no debe confundirse en modo alguno con una voluntad de someter al hombre al sufrimiento, cosa difícilmente comprensible en un Dios que es todo amor (cf M 6,2, 4; 11,2-4).

7. Experiencia inefable. Se ha insistido tanto en este carácter inefable de la experiencia mística que puede dar la impresión de ser algo propio y exclusivo de ella, como si sólo la experiencia mística fuera inefable, cuando en realidad eso es lo que ocurre en toda experiencia humana (la experiencia amorosa, la experiencia estética), que por más que se intente decir, rebasa siempre los límites del lenguaje y resulta indecible. Mucho más aún al tratarse de una realidad enraizada en el Misterio y que tiene su origen en la fe. Esta inefabilidad de la experiencia mística viene atestiguada en todos sus niveles, tanto en el orden causal (la incapacidad que siente el sujeto de explicarse la razón de ser, el origen, la aparición y el desarrollo de esa experiencia) como en el orden descriptivo (la dificultad de comunicar a otros el contenido de esa experiencia que está más allá de todo lo que la mente humana es capaz de comprender, tan difícil como pretender explicar la diferencia de los colores a un ciego de nacimiento). De ahí el consejo de Teresa: «Hemos de dejar en todas estas cosas de buscar razones para ver cómo fue; pues no llega nuestro entendimiento a entenderlo, ¿para qué nos queremos desvanecer? Basta ver que es todopoderoso el que lo hace; y pues no somos ninguna parte por diligencias que hagamos para alcanzarlo sino que es Dios el que lo hace, no lo queramos ser para entenderlo» (M 5,1,11).

Pero lo inefable no es sólo lo que no se puede decir, sino también lo que fuerza a decir, pues de las realidades de las que no podemos o no sabemos hablar es, precisamente, de las que más necesidad tenemos de hablar. De ahí la fecunda paradoja de los místicos, que a pesar de decir insistentemente que esa experiencia es inefable, incapaces de comunicar lo que viven a quienes no han pasado por ello, no cesan de hablar, se sienten en la necesidad de expresarlo y ponerlo al alcance de otros sujetos, con la convicción incluso de que, aunque todavía no lo hayan vivido, pueden captar algo de lo que esas expresiones refieren y así disponerse ellos también a esa experiencia. Es así como los místicos, expresándose en un lenguaje metarracional, con «palabras que son más para sentir que para decir» (M 7,2, 1.6), potenciando hasta el límite su significante en pos de otro sentido por un conjunto de signos y figuras retóricas (comparaciones, imágenes, metáforas, oxímoros, paradojas, alegorías, símbolos), por todo lo que el lenguaje posee para hacerse instrumento de comunicación, logran expresar con suprema elocuencia «un entender no entendiendo, toda ciencia trascendiendo», y con el máximo efecto de llevar al lector a una actitud igualmente mística y de admiración ante lo inexpresable (cf V 18,14).

5. Experiencia mística y expresión teológica

Este aspecto de lo inefable místico y de sus peculiares modos expresivos nos lleva a recordar el viejo contencioso entre espirituales y teólogos, los seculares prejuicios y descalificaciones por parte de éstos al lenguaje de los místicos, tildado de pseudocientífico y de bastardía teológica, objeciones que han perdurado hasta épocas no muy pretéritas, y que, afortunadamente, a raíz de la proclamación eclesial del doctorado teresiano en los años del posconcilio (1970), teólogos tan significativos de aquella hora, como Edward Schillebeeckx y Karl Rahner, replantearon en estos justos términos: «Gracias a la mística, la dogmática entra en contacto íntimo con su objeto; gracias a la dogmática crítica la mística no se hunde en un cristianismo apócrifo o en un fanatismo irracional. Mística y teología tienen necesidad la una de la otra para su propia autenticidad» (E. Schillebeeckx, «Profetas de la presencia viva de Dios», RevEspir 29 (1970) 320). Por tanto, «quien enseña “mística”, se ocupa de teología, habla a partir de la revelación, comunica interiormente algo a la Iglesia en cuanto tal para edificación de los que creen en Chisto» (K. Rahner, «La experiencia personal de Dios más apremiante que nunca», ib 311).

Nadie puede cuestionar a Teresa el valor de su magisterio místico, pero tal vez sí el rigor teológico de su lenguaje, tanto más cuando ella misma no tiene reparos en decir públicamente que desconoce la jerga técnica de los letrados (V 18,12), que es una mujer «sin letras» (V 10,7; 11,6; 26,3; CV 28,10; 41,6), que su estilo es de torpe calidad, «grosero» (CE 26,6), y que escribe, en fin, de modo «desconcertado» (CE 22,1). Claro que tampoco habría que dejarse engañar por la insistencia de tales expresiones, por la aparente rusticidad de la autora y otras descalificaciones tópicas de su habilidad, que ella atribuye a su falta de ingenio, y que obedecen sencillamente a una postura estratégica de desviar sospechas, que piden ser leídas en clave del ambiente antifeminista de su época, como han hecho ver los estudiosos de su lenguaje y de la más exigente crítica literaria (cf Ramón Menéndez Pidal, «El estilo de Santa Teresa», La lengua de Cristóbal Colón, Madrid 1942, 119-142; Víctor García de la Concha, El arte literario de Santa Teresa, Barcelona 1978; Fernando Lázaro Carreter, «Santa Teresa de Jesús, escritora (El Libro de la Vida)» Actas Congreso Internacional Teresiano, 1, Salamanca 1983, 1127; Aurora Egido, «Los prólogos teresianos y la “santa ignorancia”», ib 11, 581-607; Francisco Márquez Villanueva, «La vocación literaria de Santa Teresa», Nueva Revista de Filología Hispánica 32 (1983) 355-379; Ninfa Watt, El estilo de Santa Teresa en un mundo antifeminista», MteCarm. 92 (1984) 287-318).

Es cierto que el suyo no era el campo teórico de los letrados, sino el vivencial, y su entendimiento más intuitivo que reflexivo. Pues bien, eso que en principio podía constituir un serio impedimento a la hora de escribir, aparte ya de lo inefable de la materia, es precisamente lo que la hace orientarse en busca de otro lenguaje, no ya conceptual, disquisitivo, sino empírico, como puede verse por este texto que dirige a los letrados para decirles el ámbito en el que se desarrolla su escritura: «El cómo es esta que llaman unión, y lo que es, yo no lo sé dar a entender. En la mística teología se declara, que yo los vocablos no sabré nombrarlos, ni sé entender qué es mente, ni qué diferencia tenga del alma, o espíritu tampoco; todo me parece una cosa. Esto vuestras mercedes lo entenderán –que yo no lo sé más decir– con sus letras. Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma cuando está en esta divina unión» (V 18,2-3). Un lenguaje, por tanto, acorde a la naturaleza de su experiencia y a la eficacia que persigue en la mostración de la misma, que resalte mayormente la fuerza del Misterio.

Al hacerlo así, Teresa estaba creando un molde lingüístico nuevo, completamente distinto al de la mayor parte de la literatura teológico-espiritual de entonces, el de aquellos libros que ella, con cierta ironía, califica de «concertados» (CV 21,4), que arrancaban de unos principios teóricos, se mantenían en ese plano de las esencias, y sólo de manera refleja incidían sobre la vida particularizada; esto es, escritos de acuerdo a un armónico plan preestablecido y útiles para entendimientos del mismo tipo, para «almas concertadas» (CV 19,1) que se conforman con vivir rectamente, pero que no acaban de decidirse a la entrega total que implica el abandono en manos de Dios a fin de que sea él quien obre con sus modos «desconcertantes». Para esas almas «concertadas», viene a decir Teresa, en las que «no, está aún el amor para sacar de razón» (M 3,2,7), existen «libros muy bien concertados». Ella, en cambio, se propone escribir para «almas y entendimientos desbaratados» (CV 19,2) por la acción impetuosa de Dios, tratando con ellos de otra oración desbordada de los cauces ordinarios y ordenados. De ahí que en lo más animado de la escritura, dirigiéndose al P. García de Toledo, le pida que «sea sólo para vos algunas cosas de las que viere vuestra merced salgo de términos; porque no hay razón que baste a no me sacar de ella cuando me saca el Señor de mí, ni creo soy yo la que hablo, parece que sueño lo que veo, y no querría ver sino enfermos de este mal que estoy yo ahora» (V 16,6).

Se trata, pues, de un molde lingüístico en el que la lengua no sólo sirve al sentido, sino que hace sentido, que va del hecho empírico hacia la comprensión, y de ésta a la categorización. Y eso, por más desconcertado o desconcertante que parezca, concluye García de la Concha, «no es renuncia a la teología, sino instauración de una teología integrada en la propia vida» (V. García de la Concha, o. c., 109). De manera que si la experiencia mística apela a la teología en busca de propia autenticación, es porque se pretende locus theologicus, fuente y expresión de ella. Tanto más en este caso de Teresa y de unos escritos a los que ya su primer editor, el maestro fray Luis de León, calificó sin ambages de inspirados: «En los cuales, sin ninguna duda, quiso el Espíritu Santo que la Madre Teresa fuera un ejemplo rarísimo. Siempre que los leo, me admiro de nuevo, y en muchas partes de ellos me parece que no es ingenio de hombre el que oigo; y no dudo sino que hablaba el Espíritu Santo en ella en muchos lugares, y que le regía la pluma y la mano» (ed. princ. 8-9). La frase concuerda con lo dicho por la escritora: «Plega a Él que acierte yo a declarar algo de cosas tan dificultosas, que, si su Majestad y el Espíritu Santo no menea la pluma, bien sé que será imposible» (M 5,4,11). Y a renglón seguido explicaba el exegeta salmantino la prueba de su argumento: «que así lo manifiesta la luz que pone en cosas oscuras y el fuego que enciende con sus palabras en el corazón que las lee». Son escritos que tienen lo que suenan y que hacen lo que dicen, operan la máxima eficacia comunicativa, una empatía con el lector que no es un mero efectismo estético, sino virtualidad teológica (mistagógica) de quien escribe, no sólo con los ojos puestos en sí misma, sino vueltos también hacia un variado horizonte de lectores que imagina al escribir y a la medida de su proyecto: «engolosinar las almas de un bien tan alto» (V 18,8), comunicando para ello del modo más operante y eficaz (con el lenguaje teológico más autorrevelador y seductor posible, podríamos decir) el don recibido.

Salvador Ros García