El grave Juan de la Cruz, el santo y doctor de las “nadas”, hasta iconográficamente parece ajeno a sensaciones determinadamente humanas y terrenas, como pudiera ser el concepto de alegre y de alegría. Sin embargo, la alegría está presente en J. de la Cruz, en su doble vertiente: alegría divina, desde luego; pero también alegría humana. Su vocabulario a este respecto ofrece la sorpresa de estas frecuencias registradas: Alegría, 70; contento, 90; fiesta, 27; recreaciones, 65; regalo, 110; ventura, 120; deleite, 450; gozo, 700: boda-esposos, 804. Solamente este repertorio verbal, que podría ensancharse con otros sinónimos, revela que el talante del sujeto que emplea esta nomenclatura es bien sensible al aspecto jubiloso y gratificante de la vida. Lo fue en efecto el carácter de San Juan de la Cruz. Lo vemos reflejado en su vida y en sus escritos.
a. En su vida
La existencia fue dura para Juan de Yepes, ciertamente: huérfano de padre desde su infancia; pobre de solemnidad toda su peregrinación humana, primero, por exigencias de índole familiar y luego, por las de la profesión religiosa; incomprendido, perseguido, encarcelado, y al fin crucificado con llagas con la doble crucifixión de cuerpo y alma.
Eso, no obstante, Juan mantuvo su condición serena y su apacible semblante a lo largo de sus 49 años. Por los caminos “iba cantando”; en los recreos, frailes y monjas no querían perderse sus dichos; con los novicios representaba comedias edificantes y amenas; en Navidad bailaba con el Niño Jesús en brazos; alegraba a los enfermos contándoles chistes; a los melancólicos los despedía consolados con un sonriente: “No sea bobo”; con “gran risa” contaba cómo se libró de una gitana de la Alhambra que le quería endosar “un hijo del gran milagro”. Hasta una liebre asustadiza se refugió bajo el hábito del Santo durante un incendio junto al convento de La Peñuela. Gracioso episodio que ha quedado grabado en la estatua de San Juan de la Cruz que hoy se levanta en la ciudad de La Carolina, antigua Peñuela. De esta manera podrían multiplicarse las “gracias de la gracia” de Juan de Fontiveros.
b. En sus escritos
En el orden del espíritu, J. de la Cruz distingue dos tipos de alegría según la causa que la provoca. Una es alegría vana, la que suscitan los bienes temporales y es la alegría que ciega el corazón y que recriminó el Sabio, así como la que producen los sentidos, como el tacto (S 3,18, 5; 25, 6). De esta vana alegría puramente sensual trata poco el Santo. En cambio, se explaya regocijadamente sobre la alegría que viene de Dios y lleva a Dios, que él llama “alegría del espíritu” (CB 39,8). Esta alegría espiritual proviene de motivos sobrenaturales, como los ejercicios espirituales (S 1,11,5), la recepción de algunos sacramentos, como la comunión (N 1,4,2); también las visiones hacen el mismo efecto (S 2,24,6). Sobre estas alegrías espirituales advierte el doctor para que no degeneren en algo no tan sobrenatural. Por otra parte, el simple mirar de Dios viste al mundo de alegría y hermosura (CB 6,1). Esta alegría divina es una experiencia que el alma lleva dentro de sí con gran contentamiento suyo (CB 1,7). Obviamente esta alegría profunda nace del amor y crece con el amor, de tal suerte que hasta en los terrores y aprietos y trabajos mantiene el alma en sí la alegría y gozo y se muestra alegre en la misma muerte (CB 16,6; 36,11; 11,10).
Es tal la alegría que el alma siente en Dios hecho su prisionero, que transmite y comunica su alegría a los demás (CB 31,10; 22,1). Del alma inmersa en la alegría de Dios escribe el Santo: “En este estado siempre el alma anda como de fiesta y trae un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en conocimiento de su feliz estado” (LlB 2,36). No sorprende que el papa Pablo VI incluyera a Juan de la Cruz en la encíclica “Gaudete in Domino” como santo emblemático de la alegría cristiana (AAS 67, 1975, 306-307).
BIBL. – JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, Florecillas de San Juan de la Cruz, Ediciones Paulinas, 1990; ISMAEL BENGOECHEA, La felicidad en San Juan de la Cruz, Miriam, Sevilla, 1988.
Ismael Bengoechea