Teología sanjuanista

El término “teología” es usado por J. de la Cruz una docena de veces. La mayoría de ellas, para designar la “teología mística”, como conocimiento contemplativo y experiencial de  Dios; y un par de veces, para referirse a la “teología escolástica”, como estudio “acerca del trato interior del alma con Dios” y como conocimiento “con que se entienden las verdades divinas” (CB pról. 3). Este acercamiento –aunque sea por vía de contraposición, que afecta sobre todo al destinatario– entre teología escolástica y teología mística en el prólogo a una de sus obras mayores, donde tratará “algunos puntos” de teología escolástica para comprender mejor los temas místicos que en ella se exponen, revela los términos del planteamiento teológico de la mística: ésta aparece en estrecha relación con la teología.

La mística cristiana describe fundamentalmente la reacción del sujeto, su experiencia íntima del misterio, frente a la verdad objetiva del hecho revelado, esto es, del misterio de Dios. Una mística que prescinda de la realidad objetiva de los misterios de la fe, queda reducida a mera introspección subjetiva; no es mística cristiana. Esta depende esencialmente del misterio revelado, que se manifiesta y comunica al místico por vía de experiencia. Por eso tras la experiencia está siempre, como realidad fundante, el misterio; tras la mística aparece inseparablemente unida, como marco de comprensión, la teología; tras la figura del místico emerge, como luz esclarecedora, la figura del teólogo.

No siempre experiencia y teología convergen en un mismo sujeto. El teólogo y el místico, pese a ser como dos eslabones de una misma cadena, no coinciden ordinariamente en una misma persona. Más aún, tienden a ignorarse. Esto es fruto de la ruptura entre teología y espiritualidad, que ha marcado la época moderna. Sin embargo, en J. de la Cruz convergen admirablemente estas dos realidades: mística y teología, experiencia y conocimiento de la verdad revelada. No sólo tiene experiencia del misterio, sino también conocimiento. Sus escritos, en poesía y en prosa, son el mejor exponente de esta irrompible unidad. Por eso el Doctor místico ocupa un lugar privilegiado en el diálogo entre teología y espiritualidad.

Este es el tema que se desarrolla aquí en tres etapas: partiendo de la revalorización de su figura como teólogo, que aparece tras la figura del poeta y del místico; destacando la originalidad de su teología, con sus líneas de fuerza o características principales; concretando su proyección teológica, desde la perspectiva de la  fe y de la relación entre teología y espiritualidad, que aparece en su proyecto de vida espiritual.

I. Místico, poeta y teólogo

REDESCUBRIMIENTO DEL TEÓLOGO. Juan de la Cruz es conocido en el mundo del pensamiento contemporáneo como místico, como poeta y como teólogo. Difícilmente se encuentra otra figura en la que converjan tan armónicamente estos títulos, formando una unidad. Es místico por su profunda experiencia del misterio de Dios. Es poeta por su capacidad para expresar líricamente esta experiencia. Es teólogo por su fuerza de penetración en el misterio de Dios actuado en el corazón del hombre y de la historia.

Si tuviésemos que establecer una prioridad, ésta corresponde al místico.

J. de la Cruz es, ante todo, un místico –el místico por antonomasia– que ha experimentado la realidad de Dios en su vida y quiere acercarla a la vida de los demás en poesía y en prosa, lírica y teológicamente. Su poesía, por tanto, y su teología están al servicio de la mística; son formas de expresión de su experiencia mística.

Tal vez por eso, el título que primero se le reconoce y por el que es proclamado Doctor de la Iglesia, es el de místico. En cambio, los títulos de poeta y teólogo no son reconocidos –al menos de forma universal– hasta nuestros días. Ha sido a partir de las últimas décadas, cuando ha comenzado a valorarse la poesía y teología de J. de la Cruz. Ciñéndonos a su teología, ésta emerge en primer lugar como formulación doctrinal de los contenidos místicos. Muy acertadamente resume el P. Crisógono sus aportaciones más destacadas: la primera es “la trabazón indisoluble del elemento experimental con los principios racionales”. A partir de él “el misticismo se nos presenta ya como una ciencia perfectamente sistematizada, con sus principios universales, con una ilación lógica rigurosa y con proposiciones axiomáticas bien demostradas”. La segunda es “la precisión y claridad”, como algo implicado esencialmente en “esa unidad y trabazón con que existen en su obra el elemento experimental y el científico”. Otra de sus grandes aportaciones es haber desplazado el centro de interés de la mística. Dejando de lado, como algo muy accidental en la vida mística, los  fenómenos o gracias extraordinarias, “dedica casi toda su obra a describir los diversos y sutiles movimientos del espíritu humano al sentir la presencia de la divinidad, que le toca, y que es lo que propiamente constituye la mística”.

Tratando de precisar esta última aportación, señala los temas siguientes: “la doctrina del tránsito de la ascética a la mística…; la de la unión realizada por las virtudes teologales, como medio inmediato de la misma; la explicación de la causa de los diversos fenómenos corporales místicos, y la precisión de los diversos grados de unión, especialmente del último o estado de transformación” (Crisógono, San Juan de la Cruz: El hombre, el doctor, el poeta, p. 180ss).

En virtud de estas aportaciones decisivas a la historia de la mística, J. de la Cruz ha sido siempre reconocido como el místico cristiano por excelencia y como tal ha sido declarado Doctor de la Iglesia universal (1926). Pero hubieron de pasar algunos años para que este reconocimiento llegase a trascender el ámbito de lo estrictamente místico-experiencial. Normalmente se le reconoce a fray Juan como guía o maestro indiscutible de la vida espiritual; o como mistagogo que, a partir de su experiencia mística, enseña el camino al que quiere hacer esa misma experiencia. En este sentido, da normas de conducta, traza senderos, orienta en los caminos de la unión. Se le reconoce, pues, su condición de director espiritual y de místico, pero no su condición de teólogo, con el consiguiente empobrecimiento de su doctrina.

El problema se plantea abiertamente, a partir de un estudio de J. Maritain, que define a J. de la Cruz como “practicien de la contemplation” (Saint Jean de la Croix praticien de la contemplation, EtCarm 1931, 61-109). Título que vendría a restringir el magisterio sanjuanista al mundo interior, restando profundidad a sus contenidos teológicos. H. Bouillard, secundando la tesis de Maritain, trata de enmarcar el mensaje sanjuanista dentro de los estrechos límites de la “sabiduría mística” y de la dirección espiritual (La “sagesse mystique” selon saint Jean de la Croix, RechScRel 50,1962, 481-529;

Mystique, Métaphysique et Foi chrétienne, ibid. 51,1963,30-82). Estudios posteriores, como los de G. Morel (Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, 3 vols., París 1960-1961) y J. M. Le Blond (Mystique et Théologie chez saint Jean de la Croix, RechScRel 51, 1963, 196-239), han abordado el tema desde perspectivas más amplias y han puesto de manifiesto el valor del pensamiento sanjuanista a nivel ontológico, tanto en el campo teológico como en el de la filosofía existencial y de la antropología. Prueba de ello son los numerosos comentaristas que se han acercado al Doctor místico desde esta perspectiva de su pensamiento, abriendo nuevos horizontes de interpretación que la tradición había descuidado en sus escritos.

J. de la Cruz es algo más que un guía hacia la contemplación. Es, ante todo y sobre todo, un testigo de lo divino y un teólogo. “Desconocer esta verdad –dice J. M. Le Blond– nos llevaría a pasar por alto el carácter propiamente místico de toda su obra, a comentarla en plan de moralistas, psicólogos, lógicos, en lugar de hacerlo como teólogos de la mística e historiadores fieles del Santo” (ib. 200).

SU ESTATUTO TEOLÓGICO. Paralelamente a su condición de teólogo, se ha discutido el estatuto teológico subyacente a su pensamiento, que ha servido para esclarecer su forma peculiar de hacer teología. Tres han sido las interpretaciones principales, basadas respectivamente en las categorías escolásticas (Crisógono, Garrigou Lagrange), en el soporte filosófico-antropológico (Baruzi, Morel) y en las orientaciones de la teología renovada del Vaticano II (Lucien Marie, Federico Ruiz, Eulogio Pacho). El fruto de estas interpretaciones ha sido sacar definitivamente a J. de la Cruz del aislamiento en el que se le había confinado, dentro del mundo religioso, en el ámbito de la ascética y de la mística. Se comprobó también la dificultad de encerrar al Doctor místico en un determinado sistema, sin traicionar su pensamiento. Este no puede encasillarse de lleno dentro de un sistema determinado.

El pensamiento sanjuanista es tan rico y tan hondo; su expresión, en poesía y en prosa, alcanza tal grado de originalidad y belleza; su contenido toca tan profundamente las fibras más íntimas del ser humano, y lo hace con tal claridad y precisión de conceptos, que en él parecen darse cita diversas formas de hacer teología: desde el sistema patrístico al agustiniano, desde el tomista al escolástico y desde éste al de la nueva teología.

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que nos encontremos ante un sistema ecléctico, que participa de los diversos sistemas teológicos de su época. Más bien significa que el pensamiento sanjuanista participa de la corriente viva de pensamiento que subyace a los distintos sistemas y que es patrimonio común a todos ellos. No son los sistemas los que influyen en él, sino la tradición viva, que recorre como una corriente subterránea el campo de la teología desde sus orígenes. En este sentido, afirma C. P. Tompson que “la búsqueda de fuentes exactas puede ser contraproducente… Es la tradición dinámica, antes que autores individuales, lo que debe ser valorado” (El poeta y el místico, 29). Si bien es verdad que

J. de la Cruz se sirve del sistema escolástico-tomista, en el que se forma filosófica y teológicamente, la riqueza de su pensamiento y de su contenido doctrinal desbordan las categorías escolásticas, haciéndole más cercano a la corriente bíblico-patrística, histórico-salvífica, antropológico-personalista, místico-experiencial, que domina la nueva teología impulsada por el Concilio Vaticano II.

Según esto, el estatuto teológico que domina su pensamiento oscila entre dos formas de hacer teología: la escolástica y la llamada nueva teología.

Cabe decir también que en sus obras se advierte un paso progresivo de la primera forma teológica (Subida y Noche) a la segunda (Cántico y Llama). Entendidas estas dos formas de hacer teología, en líneas generales, como dos modos de acercarnos a la revelación –el primero más abstracto y conceptual, el segundo más bíblico-patrístico y más existencial–, se puede decir que J. de la Cruz como teólogo se halla dentro de la escolástica, por sus categorías o formas de expresarse, y muy cercano de la nueva teología, por sus contenidos doctrinales.

Esto refleja la forma propia de hacer teología que tiene el Doctor místico. Ante todo, destaca el amplio abanico de temas teológicos tratados en sus obras:  Dios, Cristo, hombre; Trinidad, Espíritu Santo, Inhabitación; creación, encarnación, predestinación; pecado y redención; gracia y virtudes teologales; divinización, unión y glorificación. No son temas marginales, sino que pertenecen al núcleo central de la historia de salvación y de la vida cristiana. J. de la Cruz los aborda, no en abstracto o de forma simplemente conceptual, sino como realidades vivas. Su teología, más que de temas, habla de realidades. “La suya –dice Colin P. Thompson–, aunque muy sutil, es una teología de la experiencia humana; no de abstracciones” (ib. 242).

Otra característica es la perspectiva dinámica e histórico-salvífica en que aparecen tratados estos temas. Va desde la vida trinitaria y el proyecto de salvación, descrito en los Romances, a la incorporación a Cristo hasta la glorificación plena, narrada en Cántico y Llama, pasando por la negación y purificación interior (misterio pascual), que describen Subida y Noche.

La teología del místico doctor está lejos de ser una simple recopilación de temas teológicos de escuela, al estilo de las “sumas teológicas”. Es una teología creadora, tanto por sus contenidos como por su método expositivo. Expresamente rechaza la tarea de repetir, en forma abreviada o ampliada, lo que otros han escrito. Selecciona los temas decisivos y los desarrolla vigorosamente, con profundidad de pensamiento, con un lenguaje vivo y adherente al Evangelio. Es la preocupación fundamental que guía todos sus escritos, la óptica desde la que aborda todos los temas. Así lo declara expresamente en los prólogos (Av, pról.; S, pról. 8; N 1,8,2; CB pról.3; LlB. 1).

J. de la Cruz aborda los temas que constituyen el eje central de la vida cristiana, hace un nuevo replanteamiento y les da nuevo enfoque, rompiendo los clásicos moldes de exposición. Con razón escribe Eulogio Pacho: “No es corriente pensarlo ni escribirlo, pero debe reafirmarse con decisión que los escritos en prosa ofrecen mayor originalidad que las poesías en lo que al género literario se refiere. Pocas posibilidades existían de cauces nuevos en la abundosa producción espiritual del siglo XVI. Acaso sin proponérselo, fray Juan de la Cruz enfiló rutas no practicadas por otros. Sus escritos doctrinales se desentienden de argumentos tratados y manoseados hasta la saciedad, como los referidos a la oración y a sus métodos. Aunque menos asiduos los libros en materia de purificación y de unión mística, no eran del todo ausentes en la plaza pública. Juan de la Cruz supo enriquecer esa parcela adoptando módulos literarios y expositivos nuevos, en la práctica únicos” (Producción literaria de San Juan de la Cruz, en MteCarm 98, 1990, 268-269).

II. Características de su teología

Acabamos de señalar los contenidos teológicos fundamentales de la obra sanjuanista y algunas de sus características. Tratamos ahora de precisar un poco más. Obviamente, no se trata de hacer una exposición completa, sino sólo de apuntar las claves teológicas, que son como el armazón o principio vertebrador de todo su sistema.

EN LAS FUENTES DE LA REVELACIÓN: MISTERIO TRINITARIO. Una característica esencial de los místicos es su experiencia de los misterios fontales de la vida cristiana. En J. de la Cruz –no sólo como místico, sino también como teólogo– es particularmente viva su toma de conciencia, ese “caer en la cuenta”, del amor de Dios manifestado en el misterio trinitario y en la Encarnación. Es el núcleo de la revelación y de la salvación cristiana. En torno a él giran los misterios de la predestinación, creación, encarnación, redención y el misterio mismo de la Iglesia, como medio de salvación. El Doctor místico, sin embargo, no nos da una doctrina sistemática completa de cada uno de estos misterios, ni los describe teológicamente en todos sus pormenores. Su perspectiva no es descriptiva, sino sintética y experiencial, que resulta ser más adherente a la realidad histórico-salvífica.

El misterio trinitario aparece como fundamento de la vida espiritual. Esta no puede ser otra cosa que la experiencia de Dios como Padre, que se nos da en la Encarnación del Verbo, por el don del Espíritu Santo. Por el misterio de la Encarnación el hombre entra en el misterio de Dios-Trinidad. Dios es relación y comunicación personal con el hombre, porque es un ser personal en sí mismo, que se constituye por su relación dentro del misterio trinitario. De ahí que el misterio de la  Trinidad y el misterio de la Encarnación sean los dos misterios fundamentales de la religión cristiana. La vida religiosa, después de la venida de Cristo, nace de la revelación del misterio trinitario.

Este es el planteamiento de base de la espiritualidad sanjuanista: “La vida espiritual supone el misterio trinitario y exige la Encarnación del Verbo. Sin el misterio trinitario Dios no sería relación de amor, y sin la Encarnación no sería relación con el hombre, ni el hombre podría entrar en relación personal con él” (D. Barsotti, La teologia spirituale, p. 203). Este es el fundamento de la mística sanjuanista. El Doctor místico desarrolla esta perspectiva particularmente en Romances, Cántico y Llama. Su meta es introducir al ser humano en las relaciones trinitarias.

El misterio divino constituye la dimensión objetiva de la historia de salvación: es el amor de Dios que sale al encuentro del  hombre en Cristo. A este movimiento descendente corresponde otro ascendente, que es el aspecto subjetivo de la salvación cristiana: es el amor del hombre que en  Cristo va al encuentro de Dios. Las dos perspectivas forman una profunda unidad en la obra sanjuanista: lo que sale del amor de Dios vuelve al amor de Dios tras realizar su historia de amor en la tierra. J. de la Cruz concibe toda la vida cristiana como un proceso tensional hacia Cristo, por la progresiva incorporación a su misterio hasta la plena participación del misterio trinitario.

En esta perspectiva aparecen más ampliamente desarrolladas la doctrina de la gracia, la vida teologal, la presencia sobrenatural divina, la inhabitación, la participación de Dios, la  divinización, la glorificación futura. Son las realidades centrales de la vida cristiana. En la obra sanjuanista representan los pilares en los que se apoya todo el proceso de maduración cristiana, que el Doctor místico describe como un proceso de incorporación a Cristo por el seguimiento evangélico (proceso desarrollado en Subida) y por la participación en el misterio pascual (proceso desarrollado en Noche). Describe también este proceso como unión del alma con Dios o deificación del hombre, hasta la glorificación definitiva (proceso desarrollado más expresamente en Cántico y Llama).

EN LAS FUENTES DE LA ESCRITURA Y DE LA EXPERIENCIA. J. de la Cruz no elabora una teoría sobre el sentido de la Escritura, pero el uso que hace permanentemente de ella –no sólo como fuente de inspiración de su obra sino también como fuente de experiencia– nos revela su significado. Ningún místico del cristianismo cita tanto la Escritura como el místico doctor. Sobre su importancia escribe Federico Ruiz: “La S. Escritura es sin duda el único libro que con toda propiedad se puede llamar fuente de la experiencia y de los escritos de Juan de la Cruz. Ejerce una fontalidad viva y constante. Riega todas las venas del místico pensador, poeta y escritor. Es un libro de canto, de meditación, de cabecera, de viaje, de contemplación, de pláticas. Impresiona a los testigos su familiaridad con la Biblia” (Místico y maestro, p. 47).

El valor, sin embargo, de la Biblia en los escritos sanjuanistas no radica tanto en el uso que hace de ella y en las numerosas citas, sino en el modo peculiar de utilizarla. Lo hace por vía de asimilación y de experiencia, de manera que la Escritura, lejos de ser un argumento extrínseco que prueba la verdad de su doctrina, ésta fluye intrínsecamente de aquélla como de su hontanar más hondo.

Baruzi dice a este propósito que “los textos bíblicos se insertan en su propio texto y se confunden líricamente con él” (“Saint Jean de la Croix et la Bible”, en Histoire générale des Religions IV, 191). Asimismo, Andrés de la Encarnación escribe: “El Santo utilizaba en romance las palabras de la Escritura con tanta propiedad y naturalidad que era la admiración de los entendidos. Estos veían en él un segundo Jerónimo castellano…” (Citado por J. Baruzi, ob. cit. p. 189).

G. Morel señala que, “incorporando tan profundamente los textos escriturísticos a su propio texto, pretende destacar el carácter universal de la vida que propone” (Le sens de l’existence I, 203), fundamentándola en la experiencia de los personajes bíblicos, con los que se siente más identificado: Moisés, David, Job, el salmista, Jeremías, Pablo, Juan… “Son personas –dice Federico Ruiz– muy caracterizadas, en vocación y actitudes ante Dios, que además han expresado sus experiencias en primera persona” (Místico y maestro, p. 48).

Desde esta óptica lee fray Juan la historia de la Biblia: es sobre todo la historia personal de los grandes personajes judíos, más que la historia universal del pueblo de Israel, si bien no faltan alusiones a la peregrinación por el desierto y al exilio, como etapas de la historia de salvación, que tienen profunda resonancia en la experiencia descrita en los libros de Subida y Noche respectivamente.

Por otra parte, es consciente de que el Antiguo Testamento debe ser leído a la luz del Nuevo. Explícitamente lo dice en el famoso capítulo 22 del libro segundo de la Subida, donde propone una lectura cristocéntrica de la Escritura. Sin embargo, el aspecto patético, sombrío y trágico de la experiencia de los personajes bíblicos veterotestamentarios le lleva a insistir más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo, a la hora de describir las terribles experiencias de purificación en los libros de Subida y Noche. Esto explica el predominio del Antiguo Testamento sobre el Nuevo en la obra sanjuanista, durante la etapa de purificación. Refleja más hondamente la trascendencia infinita de Dios. Aunque, en la descripción de la experiencia purificadora de la noche, hay también importantes referencias al tema paulino de la renovación en Cristo por la participación en su misterio pascual.

Paralelamente a la Escritura, J. de la Cruz se remite al criterio de la  Iglesia. Su intención es no apartarse un ápice de la enseñanza de la “santa madre Iglesia católica” (S pról. 2; CB, pról. 4; LlB pról. 4); es algo más que una simple declaración formal de fidelidad a la ortodoxia; es una experiencia de vida, unida a su propia experiencia mística. Para el místico –lo mismo que para el cristiano–, el misterio de Dios se revela en la Escritura y en la Iglesia. Es el medio decisivo por el que Dios se manifiesta en el tiempo.

Desde este punto de vista no cabe contraponer, como hace K. Barth, la objetividad de la revelación histórica, que llega a través de la Escritura y la tradición de la Iglesia, a la subjetividad del conocimiento místico. El misticismo no es esencialmente ajeno a la revelación histórica objetiva sobre la que se basa el cristianismo. J. de la Cruz no cae en la trampa de una religión enteramente subjetiva. Sabe que el individuo no puede salvarse volviéndose dentro de sí mismo, sino desde fuera de sí, por el don de Dios (S 2,22,7.14).

Así, pues, el Doctor místico establece una estrecha relación entre la experiencia mística, la Iglesia y la Escritura. Por una parte, es la experiencia la que le abre al misterio de la Iglesia y de la Escritura. Por otra, son la Iglesia y la Escritura las que alimentan su experiencia.

EXPERIENCIA DE GRACIA Y DE SALVACIÓN. Basada en las fuentes de la revelación y de la Escritura, aparece la experiencia de gracia y de salvación de J. de la Cruz. Su obra, tanto en poesía como en prosa, es una narración de esa experiencia, que él expresa literariamente bajo formas cargadas de lirismo, de imágenes, de simbolismo. Es su forma de hacer teología, en poesía y en prosa, en unidad irrompible. La mejor expresión de su experiencia mística la encuentra en la poesía. Fray Juan no es sólo místico, ni solo poeta; es poeta místico o místico poeta. En él se da conjuntamente la vivencia del poeta y del místico. La poesía –con sus imágenes, símbolos y comparaciones– es la forma más apropiada que encuentra para expresar su experiencia mística. Esta carga expresiva de la poesía es trasladada posteriormente al comentario en prosa de sus obras mayores, particularmente a Cántico y Llama.

Lo que el místico poeta quiere transmitir, bajo estas formas expresivas, es la experiencia de su encuentro personal con Dios, en el que se realiza la salvación, hasta la unión plena. Sus escritos no hacen sino narrar esa historia personal de salvación, como un valor paradigmático para los demás. Esta es una de las claves de su exposición teológica, que hace de ella una teología narrativa, cuyos planteamientos son más contemplativos y menos abstractos, más narrativos y menos generalizadores. Aparece en conformidad con la historia de salvación que también es narrativa y concreta, más inclinada a la experiencia que a la pura definición. Tal vez, radique aquí una de las razones más hondas de la atracción que el hombre moderno siente por su doctrina. La cultura actual conecta más fácilmente con una fe experiencial y narrativa, en la que la fuerza se pone menos en los argumentos que en una fe narrada como experiencia propia.

Esta característica pertenece de lleno al dinamismo de la salvación. Efectivamente, la historia de salvación no es otra cosa –a partir de la revelación de Dios y la manifestación del misterio de su voluntad (DV 2)– sino la comunicación de la experiencia religiosa de un pueblo privilegiado, el pueblo de Israel, que se ha sentido poseído y transformado por la presencia de Yavhé en su historia. Para el pueblo de Israel conocer a Yavhé es experimentarlo. Lo conoce a través de la experiencia concreta de su acción salvífica. La experiencia aparece, pues, desde el punto de vista de la revelación veterotestamentaria, como dato fundamental.

Igualmente ocurre en el Nuevo Testamento con los discípulos de Jesús, para poder ser sus testigos. Se requiere la experiencia de cercanía del Maestro, haber compartido su vida. Esta es decisiva a la hora de elegir al apóstol Tomás (Hech 1,21ss). En este mismo sentido, apelando a la experiencia, escribe san Juan a la primitiva comunidad cristiana que les anuncia lo que él ha visto y oído, lo que ha contemplado y experimentado “acerca de la Palabra de vida”, para que también ellos participen de esta vida (1 Jn 1,1-3).

Lo mismo cabe decir de J. de la Cruz. Transformado por una  experiencia de gracia y de amor salvífico divino, canta en los Romances la historia amorosa de salvación, que el Padre lleva a cabo en el tiempo por medio de su Hijo. Esta experiencia es el punto de arranque de sus poemas. Guiado por la presencia amorosa de Dios en su vida, “con ansias en amores inflamada”, sale en medio de la noche al encuentro con el Amado (Noche oscura); herido de amor por él, sale en su búsqueda “clamando”, preguntando a las criaturas e interpelando al mismo Amado para que manifieste su presencia y pueda gozar de él en íntima unión (Cántico); encendido, en fin, por el fuego de amor que arde en su corazón, le pide que rompa “la tela de este dulce encuentro” (Llama).

Este es también el punto de arranque del comentario a los poemas. Así aparece claramente en el comentario al Cántico espiritual. La experiencia inicial del amor personal de Dios, actuado en la creación y redención del hombre, es lo que determina la firme decisión personal de salir a su encuentro (CB 1,1). Tomar conciencia de ello, “caer en la cuenta”, es determinante para una respuesta total de amor por parte del hombre. Y es que no se puede amar a Dios sin sentirse amado por él, sin tener conciencia de ello. El amor de Dios, su donación personal, fundamenta el amor y entrega del hombre.

Está el hecho, por otra parte, de que frente a la revelación no cabe –como dice Urs von Balthasar– “una ‘objetividad’ científica neutral y desinteresada”. La revelación histórica es más “un acontecimiento que hay que percibir y escuchar en cada momento concreto” que simple materia de reflexión teológica (Ensayos teológicos I, 264).

Tal es precisamente la postura de J. de la Cruz frente a la revelación: una postura de escucha, de asimilación vivencial, de toma de conciencia del amor manifestado en el acontecimiento salvífico. De ahí su planteamiento exquisitamente teológico y de clara inspiración bíblica, que le lleva a fundamentar toda su obra en el misterio trinitario, fuente y origen del designio salvífico divino (Po 9), y en el misterio de  Cristo, revelador de este designio, por el que el  hombre tiene acceso al Padre (S 2,22).

PERSPECTIVA CRISTOLÓGICA Y ANTROPOLÓGICA. La experiencia sanjuanista de gracia y de salvación va unida a la experiencia del misterio de Cristo y, a su luz, la del hombre. Ambas están entroncadas al misterio de deificación del hombre, que es el proceso descrito por J. de la Cruz en todas sus obras. La deificación se da siempre en Cristo y por Cristo.

Esta doble perspectiva, cristológica y antropológica, es precisamente una de las características esenciales de la nueva teología, promovida por el Concilio Vaticano II. ¿Cuál es concretamente la visión cristológica y antropológica que nos da el Doctor místico?

a) Su visión cristológica pone el acento en la divinidad de Cristo, al estilo de san Pablo, de san Juan y de los Padres Griegos. Es una cristología “más de signo mistérico que histórico; más de tipo paulino y joánico que sinóptico…; más catabática que anabática” (F. García Muñoz, Cristología de San Juan de la Cruz, Madrid 1982, p. 14). El Doctor místico nos presenta el misterio de Cristo dentro del misterio trinitario, como misterio de amor del Padre, que, queriendo comunicar su vida, decide crear y deificar al hombre, haciéndole partícipe de la misma vida del Hijo.

En esta perspectiva aparece el proyecto de la Encarnación del Verbo. J. de la Cruz contempla este misterio, dentro de la perspectiva patrística, no como el anonadamiento de Cristo sino como el principio y fundamento de la dignificación humana y de la deificación del hombre. Como dice F. García Muñoz: “Jesucristo es el Verbo encarnado, el Dios hecho hombre, el Hijo del eterno Padre que moraba en el seno de la Trinidad Santa desde la eternidad y en quien han sido creadas todas las cosas. Pero Jesucristo es también para S. Juan de la Cruz, el Dios Encarnado para que el hombre pueda vivir en plenitud la realidad de su filiación divina, y al que podemos contemplar con el santo como a ‘este gran Dios nuestro humillado y crucificado’, que ha devenido esposo del alma” (ib. 13). Esta es precisamente la perspectiva del Concilio Vaticano II (GS 10, 22).

b) La visión antropológica que nos da fray Juan es la del hombre deificado por la incorporación al misterio de Cristo y la participación del misterio trinitario. Es la visión propia de la patrística, que no concibe al hombre sino en orden a la comunión con Dios por la divinización. Este es su verdadero destino, el único existente en la actual economía salvífica, en el que el hombre encuentra no sólo la “razón más alta de su dignidad humana” (GS 19), sino la raíz más profunda de su verdadera identidad.

El místico doctor pone especial empeño en esta finalización trascendente y teologal del hombre, con expresiones e imágenes cargadas de profundo realismo, que son como una resonancia de la teología patrística sobre la divinización y el fin último del hombre. Sintetiza admirablemente su pensamiento en el comentario a las últimas estrofas de Cántico: “Al fin, para este fin de amor fuimos creados” (CB 29,3). Esto es lo que el alma “siempre natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3); “aquello para lo que Dios la predestinó” (CB 38,6). Dios mismo crea en el hombre la disposición para alcanzar la comunión plena con él, al crearlo a su imagen: “Y para que pudiese venir a esto ‘la crió a su imagen y semejanza’” (CB 39,4).

Esta finalización no se da sino en Cristo y por Cristo. De ahí la tensión profunda que le lleva a ahondar en sus misterios. Es como un entrar en las “subidas cavernas de la piedra” (Cristo), que son “profundas y de muchos senos” (sus misterios), en las que el hombre tiene que penetrar, pues “hay mucho que ahondar en Cristo” (CB 37,3-4).

La tensión dinámica hacia Dios, por medio de Cristo, la desarrolla en Llama a través del símil de la piedra, que tiende siempre al centro de la tierra. Así explica la tendencia del hombre a Dios como su “más último y profundo centro” (LlB 1,11-12). Es un texto de gran riqueza y precisión teológica, que pone de manifiesto no sólo la ordenación intrínseca del hombre a Dios, como fin último, que lo determina desde lo más profundo de su ser, sino también el dinamismo progresivo de esta llamada a la comunión, hasta alcanzar su plenitud en la gloria.

La raíz de este dinamismo, que se actúa por el misterio de Cristo, se encuentra en la “capacidad de infinito” del espíritu humano, cuyas “profundas cavernas del sentido” (las potencias del alma) “no se llenan con menos que infinito” (LlB 3,18.22). Toda su doctrina y el proceso de maduración espiritual hacia la unión con Dios descansa en este hecho de la tendencia dinámica por la ordenación positiva del hombre, en Cristo, al fin sobrenatural.

III. Proyección teológica

DESDE LA PERSPECTIVA DE LA FE. A tenor de lo dicho anteriormente, J. de la Cruz se proyecta en el umbral del siglo XXI como teólogo, con una palabra propia sobre la realidad de Dios (teología) y la realidad del hombre ( antropología), en una relación personal que esclarece ambos misterios (teología espiritual). La suya es una teología que integra en una misma síntesis la revelación objetiva (“fides quae”) y la adhesión personal a la revelación (“fides qua”), como experiencia de salvación en su grado más elevado ( teología mística).

Es cierto que él no es un teólogo “dogmático”, en el sentido que actualmente se da a esta palabra. Pero es un teólogo “místico”, profundamente enraizado en el dogma y con una fuerte experiencia, admirablemente descrita.

Por eso su teología es una mayor comprensión del dogma y uno de los caminos señalados por el Concilio Vaticano II para el crecimiento en la Iglesia de la Tradición apostólica con la ayuda del  Espíritu Santo. Este se da, efectivamente, cuando los fieles “comprenden internamente los misterios que viven” (DV 8).

La teología del Doctor místico abarca en una misma mirada la realidad objetiva de la fe (“fides quae”) y la actitud personal que el creyente adopta frente a ella (“fides qua”). Esta perspectiva unitaria responde a la concepción bíblica de la fe, en que ambas dimensiones aparecen indisolublemente unidas. La fe no es la simple proclamación objetiva de una verdad, sino la adhesión personal a ella que compromete toda la existencia. En este sentido, afirma Juan Pablo II en su encíclica “Veritatis Splendor”: “Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida… La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, camino, verdad y vida. Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos” (VS 88).

A recorrer este camino de fe se orienta el proyecto teológico-espiritual de J. de la Cruz. Su teología es una “teología espiritual”, en el sentido que hoy se da a esta expresión: es una teología entreverada de espiritualidad y una espiritualidad entroncada en la teología. Esta es la condición propia de la teología del Doctor místico: profundamente enraizada en el dogma cristiano, es fuente de vida y de experiencia cristiana. Por eso su aportación al problema de las relaciones entre teología y espiritualidad, que actualmente se plantean en el ámbito del pensamiento cristiano, puede ser una de las más clarificadoras, por su condición de teólogo y de místico.

El Congreso Internacional Teresiano-Sanjuanista, celebrado en Ávila en 1996, puso de manifiesto la urgencia de un diálogo entre teología y espiritualidad, entre místicos y teólogos. Pero lo que tal vez no se ha subrayado suficientemente es la misma dimensión teológica de nuestros místicos y, más concretamente, de J. de la Cruz. Hemos aludido al comienzo de nuestra exposición a su redescubrimiento como teólogo. Hoy, después de los estudios hechos por los grandes sanjuanistas, Federico Ruiz y Eulogio Pacho, nadie pone en duda su condición de teólogo, aunque sorprende la afirmación de O. González de Cardedal, echando en falta una lectura del Santo que lo rescate de “una vulgar y desesparanzadora utilización ascética” (La entraña del cristianismo, p. 173).

Sin embargo, el mismo teólogo destaca el papel que J. de la Cruz está llamado a desempeñar en el pensamiento religioso contemporáneo, en la medida en que ayuda a superar la concepción moralizante y funcional del Dios de la modernidad, que considera primordialmente a Dios no en sí mismo sino desde el hombre y en relación con el hombre: “Su obra debe ser comprendida como la respuesta providencial con la cual podemos desenmascarar el intento moderno de comprender a Dios sólo desde el hombre y para el hombre; como la propuesta de lo que Dios es en sí mismo en la experiencia del amor que él otorga gratuitamente al hombre, por el que le hace salir de sí, ir más allá de sus posibilidades, transgredir sus límites de hombre mortal y pecador, sabiendo así quién es Dios, cuál su fontalidad originaria y cuál la destinación trinitaria del hombre” (ib. 171).

La obra de J. de la Cruz ayuda también a purificar la idea de Dios, que ha imperado en los ateísmos modernos. Estos han rechazado la realidad de Dios, porque “aparecía sencillamente como un instrumento creado por el hombre para resolver los problemas de su propia vida: la salvación, el conocimiento de la verdad, la realización de la moralidad”. Pero –observa O. González de Cardedal– “Dios nunca estuvo ahí para resolver los problemas concretos del hombre sino para hacerle ser, constituirle en libertad, invitarle a amar y convertirse en responsable del mundo. Dios explicará esos órdenes particulares mundanos, sólo después de que ha sido reconocido en su gratuidad divina” (ib. 176). Este es el lugar teológico de Dios, que ayuda a descubrir en sus obras el Doctor místico, a través de los procesos de noche y subida. Aquí se encuentra realizada “la purificación de la idolatría y la superación de los ateísmos funcionales” modernos. Pero pasó desapercibida para “la conciencia emergente de Europa”, en la que el pensamiento del máximo exponente de la mística cristiana no logró afirmarse. Si se hubiese afirmado, “se habría anticipado en raíz la superación de los ateísmos filosóficos nacientes y no se hubiera llegado a la negación de Dios, tal como fue llevada a cabo en el siglo XIX” (ib. 175-176). Esta apreciación, al margen de su verificación histórica, viene a ratificar la función teológica que se le atribuye a J. de la Cruz en el pensamiento religioso contemporáneo.

DESDE LA PERSPECTIVA TEOLÓGICO ESPIRITUAL. Dentro de la misma línea señalada en el apartado anterior, hay que destacar la valoración teológico espiritual que Urs von Balthasar hace del místico doctor, como paradigma de la unidad entre dogmática y espiritualidad, entre teología y santidad. Hasta la alta Edad Media, los grandes santos fueron también grandes dogmáticos, “porque representaron en su vida la plenitud de la doctrina y en su doctrina la plenitud de la vida de la Iglesia” (Ensayos teológicos I, 235). Esta unidad se rompió con la Escolástica. Sin embargo, ha permanecido en la historia de la teología católica como un postulado irrenunciable. El influjo del Areopagita sobre la Edad Media e incluso sobre la Edad Moderna ha sido uno de los más determinantes en este sentido. Su teología “está construida, desde el comienzo hasta el final, sobre el a priori (que para nosotros casi se ha vuelto inconcebible) de una identidad de ministerio y santidad” (ib. 238). Edith Stein, en su estudio sobre el Areopagita, hace la misma constatación, ratificando la forma unitaria de hacer teología –teología mística–, como síntesis de plenitud de vida y de doctrina. El camino que conduce a esa plenitud es, según el Pseudo Dionisio, el de los grados de purificación, iluminación y concentración interiores, que culmina en la contemplación, la cual representa la iniciación suprema en los misterios de Dios.

Este es el punto de encuentro de la revelación y de la teología: “No consiste en modo alguno en transmitir al hombre conocimientos abstrusos y ocultos, sino de unirle más estrechamente con Dios, en vincular más estrechamente con Dios su existencia entera, también su existencia espiritual, intelectiva” (ib. 254). En este sentido Urs von Balthasar reconoce el valor teológico de la obra sanjuanista. Dedica a ella un capítulo de su trilogía “Gloria”, “Teodramática” y “Teología”. Pero tal vez no ha llegado a captar la riqueza de su pensamiento, que en su dinamismo intrínseco responde al proyecto teológico propugnado por él.

El punto de partida es la revelación del misterio de Dios, en toda su hermosura, cantada por J. de la Cruz en sus poemas (el pulchrum). La comunicación de este misterio interpela la libertad humana e inicia el camino de búsqueda a través de los procesos de subida y de noche (el bonum). El misterio revelado, percibido como belleza y como bien para la libertad humana, constituye la suprema verdad de Dios y del hombre (el verum). Esta alcanza su culmen en la teología mística, que es la iniciación suprema en los misterios de Dios.

De acuerdo con esta dinámica interna del pensamiento sanjuanista, los estudios más recientes se han preocupado de señalar los elementos esenciales del dinamismo interior de la vida cristiana, según el proyecto espiritual de J. de la Cruz. Este es descrito como  camino-subida-búsqueda, por la purificación-renovación interior, hacia el encuentro-comunión plena con Dios. Este es el itinerario espiritual trazado por J. de la Cruz en todos sus escritos.

Todos coinciden en señalar como primera etapa del itinerario espiritual sanjuanista la revelación del misterio de Dios manifestado en Cristo, que se narra en los Romances; es el punto de partida del ascenso místico descrito en las obras mayores. Este hecho –que es la revelación fundante de toda vida cristiana– determina la naturaleza del itinerario del alma hacia la unión, esto es, su sentido primordialmente místico teologal.

También coinciden sustancialmente los autores en destacar como elementos esenciales del proceso los siguientes: la experiencia inicial del amor de Dios, la búsqueda decidida de Dios en el seguimiento de Cristo y la negación de sí mismo, la vida teologal, la purificación de las noches, la transformación y la unión. Se ha subrayado asimismo la perspectiva bíblica como una de las claves de interpretación del proceso espiritual, descrito por J. de la Cruz, hasta el punto de que los principales ejes de su desarrollo coinciden con los grandes temas bíblicos de la revelación y con los grandes misterios de la fe cristiana.

Estos temas son los siguientes: 1) La revelación del misterio de Dios (misterio trinitario) por la encarnación de su Hijo, narrada en Romances y Poesías. 2) El  seguimiento de Cristo, supremo revelador del Padre, cumpliendo su voluntad, cargando con la  Cruz, en total abnegación de sí mismo, en pura  fe-esperanza-amor. Es el camino evangélico de la perfección que J. de la Cruz describe en Subida. 3) Participación en el misterio pascual de Jesucristo por la  purificación de la noche oscura, descrita en Noche. 4) Amor a Cristo y configuración con El por el  desposorio y matrimonio espiritual, narrada en Cántico. 5) Plenitud de la salvación por la  participación en el misterio trinitario, que el místico doctor describe en las últimas estrofas del Cántico espiritual y en Llama.

Hay una convergencia fundamental entre las orientaciones de la espiritualidad sanjuanista y las de la teología contemporánea. Así lo corrobora el estudio de Santiago Guerra sobre “Teología y santidad: Nuevas perspectivas de la teología y misión teológica del Carmelo Teresiano-Sanjuanista” (La recepción de los místicos, Ávila-Salamanca 1997, 645-666). Partiendo de las corrientes teológicas actuales más relevantes, señala dos características fundamentales, como punto de encuentro con la mística sanjuanista: “la experiencia, nueva categoría teológica” y “la teología en camino hacia un estadio místico”. Desde estos presupuestos aborda la “misión teológica” de la espiritualidad teresiano-sanjuanista, apuntando las siguientes orientaciones: “relectura del propio legado místico”, “una teología sapiencial”, “una teología del Dios revelado-escondido”, “una teología de la ausencia de Dios”, “una teología más mística de la Iglesia”.

Después de esta visión global del pensamiento de J. de la Cruz como poeta, místico y teólogo, en el que confluyen unitariamente la experiencia de los misterios centrales de la fe cristiana y la capacidad expresiva en poesía y en prosa, aparece la figura del Doctor místico como una de las más representativas en el diálogo entre teología y espiritualidad, entre místicos y teólogos. En los puntos centrales del dogma J. de la Cruz ha llegado más allá de cualquier sistema teológico.

BIBL. — GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon saint Jean de la Croix, Paris 1960, p. 190-205; EULOGIO PACHO, “San Giovanni della Croce mistico e teologo”, en AA.VV., Vita cristiana ed esperienza mistica, Roma 1982, p. 297-330; EVANGELISTA VILANOVA, Historia de la Teología cristiana, II, Barcelona 1989, p. 670-682; DIVO BARSOTTI, La teologia spirituale di San Giovanni della Croce, Milano 1990; CIRO GARCÍA, “San Juan de la Cruz entre la escolástica y la nueva teología”, en AA.VV., Dottore mistico: San Giovanni della Croce, Roma 1992, p. 91-129; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “El tratamiento doctrinal de San Juan de la Cruz en la primera mitad del siglo XX”, en La recepción de los místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, Salamanca 1997, p. 429-458; SECUNDINO CASTRO, “Nueva palabra teológica de San Juan de la Cruz”, ib., p. 459-476.

Ciro García