BENDICIÓN

(eucaristía). La bendición y maldición constituyen un elemento básico de la experiencia religiosa israelita y cristiana, desde las grandes representaciones litúrgicas y éticas del Antiguo Testamento, como el dodecálogo* de Siquem y los finales de los códigos éticos (cf. Dt 28,1-68; Lv 26,2-38; cf. Dt 30,19), hasta Mt 25,31-45: «Venid, benditos de mi Padre, apartaos de mí, malditos». Benditos son los salvados, malditos los condenados.

Punto de partida. Tres tipos de bendición. Esta dualidad de bendición y maldición emerge de un campo de experiencia religiosa que desborda el mundo israelita, pudiendo hallarse unida al plano de la magia (los magos bendicen y maldicen, utilizando a la divinidad) o al campo del encuentro personal con el misterio religioso. Aquí nos interesa la experiencia israelita. Dentro de ella han venido a distinguirse, de manera general, tres estratos o momentos de bendición. (a) El primero, determinado por la religiosidad popular, sitúa la bendición en el campo de la magia: la palabra pronunciada por un hombre dotado de poderes tiene influjo necesario y automático, de forma que se cumple de manera inexorable. En un estadio de ese tipo se sitúan numerosos relatos de la historia patriarcal o de los tiempos primeros de Israel (Gn 27,1-46; 32,26-32; Nm 22,6; etc.). (b) Un segundo estrato, determinado por la experiencia cúltica, sitúa la bendición en ámbito de celebración litúrgica: dejando de ser palabra autónoma que cumple fatídicamente lo que dice, la bendición se convierte en elemento de un culto regulado y sistematizado para la protección del individuo y del conjunto de la comunidad; en ese contexto se sitúan los salmos de bendición u otros textos de carácter celebrativo (Sal 21,4s; 118,26; 115,12-15; Dt 27,12-13). (c)

Hay un tercer estrato que está determinado por la experiencia profética: la bendición o maldición de Dios no van unidas a un tipo de liturgia, sino a la vida moral de los hombres. En este plano se hallaría el camino que conduce al Nuevo Testamento: un camino que se manifiesta por ejemplo en Prov 3,33 cuando se afirma que la maldición de Dios amenaza a la casa del malvado mientras que el hogar del justo es bendecido (cf. también Job 31,30); la actitud cristiana acabaría expresándose a manera de pura bendición sin referencia a maldición alguna (cf. Lc 6,28 par). Esta división es buena y nos permite comprender diversos elementos de la historia de Israel. De todas formas, la oposición entre culto (bendición litúrgica) y profecía (bendición moral) resulta quizá unilateral. Profecía y culto no se contraponen de forma tan estricta: la formulación de bendiciones y maldiciones en contexto de alianza (Dt 28) implica la unión de ambos elementos. Además, dentro de la visión de conjunto del Antiguo Testamento, la bendición se halla poderosamente ligada a la experiencia de promesa y cumplimiento histórico. Por eso es necesario destacar mejor los tres momentos de la bendición: el cúltico, el histórico y el pactual.

Bendición y maldición en un contexto cúltico. El pueblo israelita, en su proceso de profundización monoteísta, ha ido descubriendo progresivamente el carácter exclusivamente divino del principio de su vida. En esa línea, la bendición aparece, de manera cada vez más clara, como signo de la presencia creadora y transformante de Dios. Un objetivo fundamental del culto en Israel ha sido el asegurar, transmitir y aumentar la bendición de Dios entre los hombres. Por eso, los levitas tendrán que bendecir en nombre de Yahvé (cf. Dt 10,8), diciendo: «El Señor te bendiga y te guarde, el Señor te muestre su rostro radiante y tenga piedad de ti, el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas y yo los bendeciré» (Nm 6,23). Nos encontramos ante una institución bien fijada (Aarón y sus hijos) cuya finalidad consiste en transmitir la bendición de Dios para los demás hombres. Es normal que ese gesto se realice en un servicio cúltico. Así lo indican numerosos salmos que aluden a la bendición del sacerdote sobre la comunidad (Sal 115,12-18; 118,26; etc.) o sobre el individuo (Sal 9; 121). En esta mediación cúltica ocupa un lugar básico el templo como espacio de presencia de Dios (cf. 1 Re 8), lugar de donde irradia su bendición para el resto del pueblo y de la tierra. Al lado del templo, y en una dimensión más reducida, también el rey se ha convertido en mediador de bendición. Actualmente resulta difícil precisar hasta qué punto la bendición de Dios sobre Israel está ligada a la función del rey, aunque los dos rasgos (el más religioso del templo y el más político del rey) se encuentran vinculados en el relato de la dedicación del templo, realizada por Salomón (1 Re 8,1-66). En ese sentido se dirá que el rey mesiánico será transmisor de bendición (cf. Is 11,1-16).

Bendición de Dios, despliegue de la historia. El texto base es Gn 12,1-3, donde por varias veces se repite la palabra bendición: «vete de tu tierra… y de esa forma te convertiré en un pueblo grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre de manera que seas una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan, a quienes te hagan mal maldeciré, a fin de que en ti sean benditas todas las familias de la tierra». Dios escoge a Abrahán y le separa del conjunto de las gentes, para comenzar una historia de bendición. El texto comienza con la promesa incondicionada y absoluta de Dios, que dice a Abrahán: «te bendeciré». Dios actúa así de manera originaria, fundante, creadora. La bendición, que en contexto mágico podía interpretarse como expresión sacral de los poderes cósmicos, se convierte en principio de la historia: Dios escoge al pueblo de Israel y le enriquece, le engrandece y le acompaña en el camino de la vida. A partir de esa palabra primigenia, Israel se descubre como pueblo de la bendición de Dios: en ella se funda lo que tiene y lo que puede, lo que hace y lo que sufre. Todo se sustenta en esa llamada-bendición, en ese don sin condiciones, en la gracia de un regalo creador que hace posible su existencia. Pero esta bendición incondicionada hacia dentro se convierte en condicionada en relación con los restantes pueblos. «Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan.» Israel penetra de esa forma en el campo de la complejidad de las relaciones históricas, viniendo a convertirse en mediador de bendición para los pueblos de la tierra, sea en línea exclusivista (sólo los que actúen bien con Israel recibirán la bendición; quienes le dañen llegarán a ser malditos), sea en línea universalista: habiendo recibido la bendición de Dios, que es gracia, Israel no se cierra en sí mismo, sino que ofrece su poder de presencia gratificante de Dios a los restantes pueblos; los que acepten su oferta alcanzarán plenitud, los que se opongan irán hacia la muerte. Sea cual fuere el sentido de esa mediación, hay en el texto un objetivo evidente: «a fin de que en ti sean benditas todas las familias de la tierra». La meta de la historia no se encuentra en una especie de dualismo ambivalente en el que equivalen mal y bien, bendición y maldición. Dios ha creado la historia con el fin de que culmine en bendición. Frente a la maldición actual, expresada en un contexto de pecado que proviene de la historia primigenia de los hombres (Gn 2–11), Dios ha inaugurado en Abrahán un camino de esperanza que puede ser oscuro y difícil pero lleva infaliblemente hacia la bendición universal (no a la maldición, ni a una equivalencia simétrica entre bendición y maldición). A partir de aquí, la historia se define como aquel proceso donde, a partir de la bendición original que Dios ofrece a Israel, ha de llegarse a la bendición universal para todos los pueblos.

Bendición y alianza. Bendición y maldición, situadas ya dentro de la historia de Israel, se definen y realizan en función de la conducta del pueblo. La estructura del tema es bien antigua. Los tratados internacionales de los reyes hititas, concebidos en forma de alianza, terminan con las bendicionesmaldiciones: unas y otras están condicionadas por el cumplimiento o no cumplimiento de los compromisos del pacto. Dentro de Israel hallamos algo semejante: evidentemente, el cumplimiento del pacto se traduce en bendición; la ruptura lleva en sí la maldición para Israel y, de un modo indirecto, para el conjunto de los pueblos. Así lo supone ya Dt 11,29: «Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra adonde vas para tomarla en posesión, darás la bendición sobre el monte Garizim y la maldición en el Ebal». Según eso, bendición y maldición de Dios se celebran y expresan en un contexto de alianza, de manera que el cumplimiento del amor de Dios (su bendición) ya no depende sólo de la pura iniciativa divina, sino que está determinada por la forma de actuar del hombre. Ciertamente, la palabra original es bendición: Dios ha escogido al pueblo para hacerlo crecer, multiplicarse y bendecirlo (Dt 7,12-15). Pero en manos de ese pueblo se halla el riesgo de la maldición. Ante esa dualidad vive Israel (Dt 27,12-13): «Si obedeces y escuchas la voz de Dios… irán viniendo sobre ti, hasta darte alcance, todas estas bendiciones…» (Dt 28,1-2). «Pero si no escuchas la voz del Señor, tu Dios, poniendo en obra todos los preceptos y mandatos… irán viniendo hacia ti, hasta darte alcance, todas estas maldiciones» (28,15). Nada en la vida se escapa de esta dualidad. El israelita ha penetrado en el dualismo de la actuación de Dios y en ese campo hay bendición (para los fieles) y hay maldición (de los infieles). Esta bendición no es ya incondicionada. Ciertamente, es expresión de la gracia original de Dios; pero se trata de una gracia que está unida a un tipo de respuesta, es gracia que depende del cumplimiento de unas leyes. Bendición y maldición reciben así su contenido en referencia a la respuesta creadora o destructora de los hombres: la bendición se abre hacia el acto salvador de Dios y culmina en la vida escatológica; por el contrario, la maldición implica ruptura de Israel, quiebra del hombre, condena.

Experiencia escatológica cristiana. Prioridad de la bendición. Gn 12,1-3 ha puesto de relieve el carácter primigenio e incondicional de la bendición de Dios y así puede entenderse como promesa de plenitud para el conjunto de los pueblos, a través de Israel (a través de la Iglesia). En esa línea, que podemos llamar abrahámica, se sitúan los textos más significativos del Nuevo Testamento, tanto los del Evangelio (amor incondicional de Dios), como los de Pablo, que habla de la bendición de Dios en Cristo para todos los pueblos de la tierra (cf. Gal 3,14). Ésta es la bendición eucarística, la bendición del Cuerpo y de la Sangre del Señor que se ofrece a todos los hombres (cf. 1 Cor 10,6: eucaristía*). Pero desde la perspectiva de la alianza, que está en el fondo de los textos del Deuteronomio, la bendición va siempre unida al riesgo de la maldición, es decir, del rechazo de los hombres, que pueden volverse «malditos», no por un Dios que les rechaza, sino por ellos mismos. Por eso, al final triunfa siempre la bendición. En este contexto debemos recordar que, según la tradición del Nuevo Testamento, Jesús ha bendecido a los niños (Mc 10,16 par), lo mismo que el pan de las multiplicaciones (cf. Mt 14,19) y el nuevo pan de la eucaristía (Mt 26,26 y par), ofrecido a favor de muchos, es decir, de todos (Mc 14,24 par). En esa línea, asumiendo la bendición mesiánica de la multitud que aclama a Jesús como rey (cf. Mt 21,9 y par), podemos hablar de la prioridad absoluta de la bendición (que es de Dios) sobre la maldición, que está siempre motivada por la conducta de los hombres, que quieren y pueden separarse de la bendición originaria de un Dios que quiere seguir ofreciéndoles, a pesar de todo, su bendición. Por eso, la palabra final del Nuevo Testamento es siempre «bendecid a los que os maldicen y orad por los que os desprecian» (cf. Lc 6,26), «bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis» (Rom 12,14).

Cf. X. PIKAZA, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25,31-46, Sígueme, Salamanca 1984, 172-181; C. WESTERMANN, Der Segen im bibel und im Handeln der Kirche, Kaiser, Múnich 1968.

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