BIENAVENTURANZAS

(bendición, pobres, gozo). Las bienaventuranzas suelen ser sentencias de tipo sapiencial que declaran la suerte y felicidad de algunas personas especiales. Así aparecen con cierta frecuencia en el Antiguo Testamento, sobre todo en los salmos: «Bienaventurados los que habitan en tu casa para siempre [Sal 84,4]; bienaventurados los que guardan el derecho, los que cumplen las justicia… [Sal 106,3]; bienaventurados todos los que confían en Dios» (Is 30,18). Jesús ha tomado este género literario y le da dado un sentido escatológico vinculado a su mensaje. En el Nuevo Testamento aparecen en dos versiones, la de Lucas y la de Mateo. Hay también bienaventuranzas en otros libros, como el Apocalipsis.

Bienaventurados los pobres. Texto de Lucas. Éstas son las tres primeras bienaventuranzas de Lucas: «¡Felices vosotros, los pobres, porque es vuestro el reino de Dios, felices los que ahora estáis hambrientos, porque habéis de ser saciados, felices los que ahora lloráis, porque vosotros reiréis!» (Lc 6,2021). En un primer momento, estas palabras pudieran encontrarse en otros textos de aquel tiempo: en los capítulos finales de 1 Henoc, en Test XII Pat y en las sentencias de varios rabinos. Jesús llama felices a los pobres, especificados después como hambrientos y llorosos, no por lo que ahora tienen (o les falta), sino porque su suerte ha de cambiar: se acerca el juicio, se invierten los papeles de la historia y los que estaban alienados y oprimidos vendrán a recibir la herencia de la vida. Lógicamente, en ese contexto se hacen necesarias las antítesis o malaventuranzas: «Pero, ¡ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido el consuelo! ¡ay de vosotros los ahora saciados…»! (Lc 6,24-25). La primera bienaventuranza es la más general, tanto por el sujeto (pobres: todos los oprimidos, tristes y/o enfermos del mundo) como por el predicado (se les ofrece el Reino, el mundo nuevo). Al decir «bienaventurados los pobres», Jesús hace una elección: los privilegiados de Dios son precisamente el desecho de la tierra. Es evidente que al obrar así Jesús suscita un camino de vida: todos los humanos y en especial los más dotados han de hacerse servidores de los pobres. Esa bienaventuranza primera se divide luego de manera que aparecen por un lado los hambrientos (pobreza más económica) y por otro los llorosos (pobreza más psíquica). La carencia se vuelve así expresión de caída integral. De manera correspondiente, el Reino se expresa también en dos señales: es hartura (más económica) y felicidad (más anímica). Es evidente que allí donde se escucha la palabra de gracia de estas bienaventuranzas de Jesús, la vida humana debe convertirse en expansión (explosión) de fuerte gracia: llevar hartura donde hay hambre, felicidad donde se esconde y triunfa la desdicha. Si se unen con las malaventuranzas, las bienaventuranzas expresan una enseñanza normal del Antiguo Testamento, recogida también en el Magníficat o canto de la Madre de Jesús (Lc 1,46-55). Ellas nos sitúan ante la inversión final, ante el Dios de la justicia y del destino, que transforma las suertes de los hombres, como sabe la historia parabólica de Ester. En ese plano, las bienaventuranzas serían sentencia judicial sobre el transcurso de la historia: expresan una ética del juicio, justicia inexorable que planea sobre los humanos. No serían aún Evangelio. Pero, leídas desde el conjunto de la vida y mensaje Jesús, ellas proclaman una enseñanza mesiánica que trasciende la inversión y el juicio normales de un tipo de religión de ley. Ciertamente, Jesús ha sido profeta israelita, mensajero de la justicia de Dios, pero, como sabe Mt 7,1 par (¡no juzguéis!), ha desbordado ese nivel.

La redacción de Mateo. El evangelio de Mateo interpreta las bienaventuranzas desde el contexto total del mensaje y de la vida de Jesús, tal como se expresa y vive en su Iglesia. Sobre esa base se entienden algunos cambios que él mismo (o su iglesia) ha introducido en el texto más antiguo de Lucas. Por la importancia que han tenido y tienen en la experiencia cristiana las comentamos con cierto detalle.

Bienaventurados los pobres de Espíritu. Mt 5,3 ha puesto pobres de espíritu donde Lc 6,20 decía simplemente pobres. Con eso no ha negado la bienaventuranza de la pobreza material, pues él sigue hablando en su evangelio de los pobres materiales y de los pequeños (cf. Mt 18,1-14), pero ha querido añadir una interpretación para los cristianos. Son pobres de espíritu aquellos que no se limitan simplemente a sufrir una suerte que les viene dada desde fuera, sino los que, pudiéndolo, asumen voluntariamente un camino de pobreza, por solidaridad, al servicio de los demás (cf. 2 Cor 8,9; Flp 2,6-11). Jesús no ha querido ayudar a los humanos por arriba, desde fuera, sino desde la misma situación en que se encuentran, encarnándose en su historia. Así aparece como el siervo que no grita, no se ensalza, no esclaviza; desde la misma pequeñez del mundo ayuda a los pequeños (cf. Mt 12,15-21).

Bienaventurados los que sufren. El evangelio de Lucas ponía «los que lloran» (hoi klaiontes), destacando quizá el llanto material, aceptado o no, en la línea de la pobreza material. Mateo pone hoi penthountes, que puede referirse más bien a los sufrientes, quizá a los que saben sufrir. Éstos serían más bien los que saben sufrir, los que aceptan el dolor y lo convierten en un tipo de vida fecunda. Ciertamente son bienaventurados todos los que sufren, por la razón que fuere, sin distinguir la forma en que asumen o no su sufrimiento. Sin negar lo anterior, Mateo parece haber puesto de relieve el valor de maduración que puede tener el sufrimiento.

Bienaventurados los mansos… (Mt 5,5). Es una bienaventuranza nueva, que Mateo o su Iglesia ha creado, siguiendo el testimonio de Jesús, que ha sido pobre y débil (sin respaldo económico, sin poder sobre el mundo), siendo, al mismo tiempo, alguien que ha sabido elevar y enriquecer a los pequeños, convirtiendo su pobreza en fuente de gracia y de vida para muchos. Mansos son los que actúan sin imponerse, los que ayudan a los demás desde su pobreza. Así ha hecho Jesús, así ha podido decir: «Acercaos a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde…» (Mt 11,28-29). Siendo pobre (manso, no violento), Jesús puede ayudar a los pobres.

Hambrientos de justicia. En vez de hambrientos sin más (como Lc 6,21), Mt 5,6 dice «hambrientos y sedientos de justicia». Ciertamente, son bienaventurados los carentes de comida, como supone Mt 25,31-46 (al decir que Jesús habita y sufre en ellos), pero Mt sabe también, como indica ese mismo texto, que hay hambrientos mesiánicos, que entregan la vida por los otros, dando de comer a los necesitados de la tierra. Éstos son los hambrientos creativos, aquellos que habiendo descubierto la presencia de Dios en los necesitados se empeñan en ponerse a su servicio. Es evidente que entre ellos se sitúa Jesús, portador de la justicia del reino sobre el mundo (cf. Mt 6,33). En este contexto han de entenderse los misericordiosos (Mt 5,7). Ellos aparecen vinculados al Dios de Israel, a quien la Escritura presenta como «clemente y misericordioso, lento a la ira…» (Ex 34,6-7). Pues bien, Mt ha definido a Jesús como el Mesías misericordioso, Hijo de David que tiene piedad de los perdidos sobre el mundo (cf. Mt 9,27; 25,22; 20,30-31). Ésta es su dicha más honda, la felicidad mesiánica: ayudar a los necesitados. La misericordia convertida en principio de felicidad: ésa es la nota fundante del Evangelio, el principio del cristianismo.

Bienaventurados los limpios de corazón (Mt 5,8). La limpieza constituye una experiencia esencial de un judaísmo que quiere evitar las impurezas que se contraen por alimentos, contacto con hombres impuros, etc. La limpieza básica se logra través de la ley: es pureza de manos que se lavan de acuerdo con el rito, de observancias que se cumplen realizando lo mandado, en vestidos y comidas, etc. Pues bien, frente a la pureza de una ley puesta al servicio de los fuertes (piadosos y cumplidores), Jesús ha situado la pureza del corazón, abierta de forma solidaria a todos los humanos, especialmente a los expulsados del sistema. En el centro del mensaje de Jesús ha estado la urgencia por superar el sistema de purezas judías, en plano de lepra y sábado (cf. Mc 1,40-45; 2,23–3,6), tabúes de sangre y sexo (cf. Mc 5) o limpieza externa y comidas (cf. Mc 7). Jesús viene a presentarse de esa forma como el limpio por excelencia, pero de otra forma, por el corazón misericordioso que se abre a los necesitados. Mt elabora sobre esa base la cristología de la pureza mesiánica, hecha de cercanía de corazón, superando todo juicio, en apertura hacia los necesitados. Sólo en este contexto se revela el Dios de los limpios: ellos verán a Dios.

Bienaventurados los pacificadores (Mt 5,8). El judaísmo del tiempo tiende a colocar en primer lugar otras bienaventuranzas: de los guerreros de Dios que conquistan el reino (celotas), de los buenos sacerdotes que cumplen el ritual de sacrificios, de los cumplidores de la ley… (línea farisea). Para Jesús, la bienaventuranza verdadera culmina allí donde los humanos son capaces de extender la paz del Reino, regalando la vida por los otros. Es evidente que el pacificador por excelencia es Cristo, como ha visto la tradición cristiana (él es nuestra paz: Ef 2,1415), pues reúne con su entrega fiel a todos los humanos. Ésta es la paz que se logra a través de un esfuerzo más alto, de una guerra distinta (cf. Mt 10,34), cuyo sentido sólo emerge en la experiencia de pascua. Éste es el camino de las bienaventuranzas, que ha empezado en los pobres y culmina en la paz (Mt 5,2-8). Siglos de espiritualismo sacral e idealista nos impiden abrir los ojos y mirar bien el mensaje y vida de Jesús, que es programa de gozo salvador y libertad dichosa. Hemos identificado a veces Evangelio con Ley, santidad con sacralidad, fidelidad a Dios con represión del sexo o los placeres. Pues bien, en contra de eso, las bienaventuranzas son cristología de dicha. Camino de felicidad, eso es Cristo.

Bienaventurados seréis cuando os persigan, insulten y calumnien (Mt 5,11; cf. Lc 6,22-23). Parece evidente que la tradición cristiana está pensando en el camino de Jesús, justo sufriente, que ha aprendido a dar la vida por fidelidad al Reino, por los otros (cf. Mc 9,31 par). Con Jesús han de sufrir también los suyos, en sufrimiento que viene a presentarse como fuente de más alta felicidad. No es masoquismo lo que pide Jesús o lo que ofrecen sus creyentes en la Iglesia, sino felicidad perfecta: la dicha mayor emerge allí donde varones o mujeres son capaces de aguantar, en paz con el dolor, sin rebelarse contra Dios, sin descargar la violencia contra otros. En esta bienaventuranza emerge un Jesús dichoso, que sabe dar la vida sin victimismo. No busca el dolor por el dolor, no se goza en la desdicha, sino que quiere dicha. Pero de tal forma le llena el amor del Reino que es capaz de sufrir gozosamente, para bien de los demás, dejándose matar antes que traicionar su camino de amor y felicidad. El camino cristológico se vuelve itinerario de dicha. El Evangelio no es guía de pecadores (contra el libro famoso de Luis de Granada), ni de perdedores, como podría suponerse desde Mc 8,31; 9,31, 10,32-34 par, sino de amadores y gozadores, de personas que saben ser felices desde el más hondo manantial de su existencia.

Conclusión. El sentido de las bienaventuranzas. No son sentencia que sólo ha de cumplirse al final de los tiempos, sino kerigma de salvación que actúa precisamente en este tiempo, diciendo ya a los pobres ¡es vuestro el reino de los cielos! Esta certeza de que irrumpe el fin, de que ha llegado el Reino, es la base de las bienaventuranzas, entendidas como palabra de gracia. (a) Son signo de presencia del Reino, no sentencia antropológica. No postulan el cambio humano para así llegar a Dios, sino que parten de Dios, para fundar de esa manera el cambio humano. Lo primero es la certeza de que Dios mismo se ha hecho vida para los hombres: «¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen! Porque os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron» (Mt 13,16-17). Sólo porque el Reino está presente y porque Dios mismo se adentra en nuestra historia puede asegurarse: ¡Dichosos, vosotros, los pobres…! Sin esa certeza, las bienaventuranzas serían talión resentido (¡cambiarán las suertes!) o sarcasmo (consuelo de pobres sometidos). (b) Son palabra performativa: realizan lo que dicen. Ante el paso de Jesús se afirma que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y a los pobres se les anuncia la buena noticia (Mc 11,5-6). Desde ahí descubrimos que no son sentencia para el fin de los tiempos, ni expresión invisible de un reino espiritual, sino palabra creadora. Cuando proclama ¡dichosos vosotros los pobres…!, Jesús les está ofreciendo la dicha, entendida como salud, pan compartido, esperanza de vida, en medio de la misma pequeñez y sufrimiento de la historia. (c) Son palabra de exigencia. Todo es don de Dios, regalo de su vida y amor sobre la historia angustiosa y escindida de la tierra. Pero ese don se hace exigencia: quien recibe la gracia de Dios ha de volverse gracia para otros, convirtiendo su vida en irradiación del don ya recibido. Si Dios fuera talión también nosotros podríamos portarnos en clave de talión, de juicio y lucha mutua; pero el Dios de gracia nos convierte en manantial de gracia. Por eso, las bienaventuranzas se vuelven principio de exigencia, pudiendo así advertirnos: ¡ay de vosotros…! (d) Son acontecimiento salvador. La apocalíptica parece situar casi de forma paralela (simétrica) el premio y castigo finales, como suponiendo que Dios es neutral y el resultado del camino depende de la buena o mala acción de los humanos. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es neutral, de manera que salvación y condena, bienaventuranza y ayes, no pueden colocarse en simetría. Dios se ha comprometido positivamente en favor de los humanos, ofreciendo vida a todos, empezando por los pobres: es parcial porque ama a los pequeños y perdidos, es parcial porque supera con su gracia y entrega creadora la justicia legalista. Ciertamente, los ayes quedan, como palabra de aviso y advertencia, pero han de situarse en otro contexto teológico y literario (cf. Mt 5,2-11 y Mt 23).

Ampliación. Las bienaventuranzas del Apocalipsis. Hay en el Apocalipsis siete bienaventuranzas, que expresan el sentido del libro. (a) Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía (Ap 1,3). (b) Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor (Ap 14,13). (c) Bienaventurado el que vela, y guarda sus ropas, para que no ande desnudo, y vean su vergüenza (16,15). (d) Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero (19,9). (e) Bienaventurado y santo el que participe en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos (20,6). (f) Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro (22,7). (g) Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad (22,14). Estas siete bienaventuranzas se pueden dividir en dos grupos. La primera y la sexta se refieren a los que leen, escuchan y cumplen las palabras de profecía del libro. Las restantes se refieren, de diversas formas, a los que participan de la plenitud escatológica de Cristo.

Cf. F. CAMACHO, La proclama del reino. Análisis semántico y comentario exegético de las bienaventuranzas de Mt 5,3-10, Cristiandad, Madrid 1986; W. D. DAVIES, The Setting of the Sermon on the Mount, Cambridge University Press 1966; J. DUPONT, Les Béatitudes I-III, Gabalda, París 1969-1973; El mensaje de las bienaventuranzas, Verbo Divino, Estella 1988; G. LOHFINK, El sermón de la montaña ¿para quién?, Herder, Barcelona 1988; J. M. LÓPEZ-MELÚS, Las bienaventuranzas. Ley fundamental de la vida cristiana, Zaragoza 1982.

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