CARISMÁTICOS

(carismas, amor, guerra, profetas, autoridad, sanador). Fundándose en las observaciones de Pablo (1 Cor 12–14), hace ya tiempo, M. Weber (1864-1920) estudió el sentido de la autoridad carismática, en unos trabajos que han sido muy influyentes en el campo de la Iglesia y de la vida política.

Carisma e institución. Conforme a las distinciones de M. Weber, suele distinguirse el carisma y la institución, no sólo en la Iglesia cristiana, sino en el conjunto de la sociedad. (a) La autoridad carismática es propia de aquellos que inician un movimiento, descubriendo y poniendo en marcha nuevas posibilidades de actuación. Los carismáticos crean (imaginan, instituyen) unas líneas de vida que antes no existían: no se imponen por ley, ni triunfan por razonamiento o votaciones, sino por su misma fuerza interna. Ellos son autoridad primera: no defienden lo que existe para organizarlo mejor, sino que introducen otros modelos de existencia, en un plano político o social, religioso o estético. (b) La autoridad burocrática o institucional surge en el momento en que el carisma se enfría, de manera que resultan necesarias unas normas o leyes que sean capaces de mantener el orden, utilizando unos principios jurídicos, en la línea del talión*. La autoridad carismática es necesaria para recrear la sociedad. Ella se sitúa más allá de los poderes establecidos, de manera que puede y debe vincularse con Dios (o con el Espíritu Santo), entendido como fuente de la vida. Pero ella no puede resolver todos los problemas y, además, puede volverse irracional, convirtiéndose en violenta. En el conjunto de la Biblia hay una dialéctica constante entre los carismas (vinculados a la línea profética) y las instituciones (expresadas sobre todo por el sacerdocio). No todo lo carismático es bueno: puede haber pretendidos carismáticos que se vuelven intolerantes y violentos. No todo lo institucional es negativo: es necesario regular los carismas, para bien de la comunidad. Desde ahí, a modo de ejemplo, y prescindiendo aquí de la profecía* clásica, queremos destacar tres movimientos carismáticos importantes en la Biblia.

Antiguo Testamento: carismáticos guerreros y profetas. La mayor parte de los movimientos carismáticos tienden a ser pacíficos, en línea de intimismo espiritual. Pero siempre han existido grupos carismáticos violentos que han interpretado la presencia de la ruah* o espíritu de Dios como exigencia de compromiso militante al servicio de la obra de Dios. En esta línea se mueven los guerreros sagrados del comienzo de la historia de Israel (federación* de tribus), militares profesionales que acuden al combate impulsados por un tipo de éxtasis guerrero. Podemos citar ejemplos en casi todas las religiones antiguas: el buen guerrero ha sido un santo en el sentido radical de la palabra, un hombre poseído por la fuerza de Dios. Pero también algunas religiones modernas (ciertas formas de hinduismo e islamismo, incluso algunos movimientos cristianos) han desarrollado un tipo de mística guerrera del Espíritu. Dentro de la Biblia, los guerreros carismáticos más significativos son los jueces*, sobre los que viene el Espíritu de Dios, excitándoles con fuerza y capacitándoles para derrotar a los enemigos y liberar a los amigos del pueblo (cf. Jc 2,11-19; 3,10; 11,29; 13,25; etc.). El Espíritu no se expresa como poder tranquilo de experiencia interna, ni en el trance individual, sino como fuerza guerrera, que anima a los soldados, haciéndoles luchar y vencer (o morir) por la causa de Dios, en guerra santa. Dios mismo se apodera del combatiente israelita, infundiéndole su Espíritu y haciéndole sacramento de salvación para el pueblo. Eso significa que la guerra no se ha racionalizado todavía, ni el ejército se ha vuelto un tipo de institución burocrática, sino que los guerreros son hombres «sobrenaturales», lo mismo que los nabis o profetas* extáticos. Tanto el guerrero como el profeta extático son instrumentos de Dios, al servicio de la totalidad del pueblo. El profeta ofrece el testimonio de la presencia de Yahvé como poder de transformación religiosa. El guerrero es un testigo viviente de la fuerza protectora de Dios que libera a su pueblo de los enemigos del entorno. La guerra pone al hombre en situación de trance: lo saca de sí, lo llena de entusiasmo sacral, lo lleva hasta el extremo de entregar la vida por la causa de Dios. Es normal que, en el principio de su historia, Israel haya considerado a sus guerreros como hombres privilegiados del Espíritu, en unión con sus profetas extáticos.

Jesús. Exorcistas y profetas carismáticos. Jesús ha sido un carismático, pero no al servicio de la guerra, sino de la transformación o conversión de los hombres, al servicio del Reino. Ciertamente, Jesús sabe discutir con los rabinos sobre temas de institución sacral, pero no actúa desde un poder que le concede la Ley de Dios, ni la estructura legal de su pueblo, sino desde un contacto directo con Dios, que se expresa en sus milagros y, de un modo especial, en sus exorcismos*, entendidos como batalla* contra lo diabólico. Ciertamente, Jesús no está aislado, pues había en su mismo tiempo y espacio israelita profetas y sanadores carismáticos, entre los que se suele citar a Honi y Janina ben Dosa, que curaban con la ayuda de su Dios (Yahvé). Había también en su entorno pagano curanderos, santones y hechiceros, como Apolonio de Tiana, a quien algunos han relacionado con Jesús, aunque sea posterior y sus milagros tengan un sentido muy distinto. Jesús puede situarse entre otros profetas y sanadores, pero tuvo algo especial, que la comunidad cristiana supo captar y vincular después, en la Pascua. Jesús fue carismático al servicio de los más pobres, presentándose, al mismo tiempo, al menos en sentido tendencial, como mesías* de Dios. Así fue condenado a muerte, porque su carisma resultaba peligroso, no porque le llevaba a matar a los demás (como hacían los jueces* antiguos), sino a dar vida, de un modo distinto al del sistema.

Iglesia cristiana, comunidad carismática. Jesús suscitó un movimiento carismático muy fuerte. En el círculo de sus seguidores, especialmente en Galilea, hubo exorcistas y sanadores, que siguieron realizando su tarea y expandiendo la memoria y esperanza de su Reino, como suponen los mandatos misioneros (Mc 6,6b-13 par). Ellos constituyen un elemento esencial de la nueva institución cristiana, aunque la Iglesia organizada haya dado primacía a otros rasgos sacrales y sociales. También la iglesia de Jerusalén fue carismática, como indica Hch 2, cuando presenta el surgimiento de la comunidad desde la experiencia del Espíritu, que se expresa de un modo especial en el don de lenguas, que Lucas interpreta de forma misionera: «Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo… y se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua y decían: ¿No son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra propia lengua? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, en Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y Panfilia y Egipto… cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (cf. Hch 2,4-11). Hay en el fondo de ese pasaje el recuerdo de unas comunidades en las que diversos creyentes eran capaces de hablar «lenguas sagradas», en experiencia extática. Como sabemos (carismas*, amor*), Pablo ha puesto el don de lenguas al servicio del amor y de la comunión de los creyentes (1 Cor 12–14). Lucas lo pone aquí al servicio de la apertura misionera: el verdadero carisma del Espíritu es aquel que permite que todos los hombres, de todas las razas y lenguas, puedan comunicarse, en lo que hoy llamaríamos una experiencia de globalización intercultural liberadora.

Cf. F. ALBERONI, Movimiento e Institución, Nacional, Madrid 1981; L. BOFF, Iglesia: carisma y poder, Sal Terrae, Santander 1982; J. D. G. DUNN, Jesús y el Espíritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; H. HEITMANN y H. MÜHLEN (eds.), Experiencia y teología del Espíritu Santo, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; L. LEUBA, Institución y acontecimiento, Sígueme, Salamanca 1969; X. PIKAZA y N. SILANES (eds.), Los carismas en la Iglesia. Presencia del Espíritu Santo en la historia, Sec. Trinitario, Salamanca 1999; M. WEBER, Economía y sociedad, FCE, México 1944.

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