(viudas, matrimonio). El concepto del celibato, tal como lo ha desarrollado la Iglesia posterior, no existe en la Biblia, ni en Antiguo ni en el Nuevo Testamento. La situación ideal del hombre y de la mujer en el Antiguo Testamento es el matrimonio. Sin embargo, en el libro de la Sabiduría se incluye un canto al eunuco y a la mujer soltera que son fieles a Dios (Sab 3,13–4,6). En esa línea, algunos movimientos judíos del tiempo de Jesús (terapeutas*, esenios*) han podido llevar una vida de celibato, centrada en los valores que se juzgan superiores, relacionados con la presencia de Dios en el mundo. En ese contexto se sitúa la opción de Jesús y de los primeros cristianos.
Jesús, hombre célibe. Matrimonio mesiánico. Entre los temas significativos de la figura de Jesús en los evangelios está su «celibato», entendido como ausencia de familia exclusiva. Algunos investigadores marginales han elevado la hipótesis de que podía ser viudo; otros han hablado de sus posibles amores como María Magdalena, afirmando, incluso, que estaba casado. Pero nada de eso encuentra apoyo en las fuentes. Jesús, lo mismo que Juan Bautista, su maestro, aparece como un «solitario», como alguien que renuncia a una familia propia (o prescinde de ella) para ponerse mejor al servicio de la obra de Dios o del Reino. En ese sentido podemos empezar diciendo que el celibato de Jesús se encuentra vinculado a su opción a favor de los «pobres sexuales», es decir, de aquellos que no pueden mantener una relación familiar estable, socialmente reconocida, como los leprosos y las prostitutas, los enfermos y los niños sin protección. En ese contexto puede inscribirse la expresión y experiencia de los «eunucos por el reino de los cielos» (Mt 19,12), que sitúa a los seguidores de Jesús en el espacio humano de los marginados sexuales, por razón biológica o social (aunque el texto parece haber sido creado por una comunidad pospascual con posibles tendencias ascéticas). Por eso, el celibato de Jesús no es una forma de elevarse sobre los demás, en pureza y dignidad, sino de solidarizarse con el último estrato afectivo de la humanidad, con los sexualmente destruidos. De esa forma aparece como un gesto extrañamente peligroso y fuerte, como una opción a favor de los hombres y mujeres más problemáticos para el buen sistema.
Una protesta. Eunucos por el Reino. En la línea anterior, el celibato de Jesús puede interpretarse como protesta en contra de una visión posesiva y legalista del matrimonio. Ese tema está ya en el fondo de Mt 19,12, donde se habla de los «eunucos por el Reino», es decir, de aquellos que se sienten capaces de superar un matrimonio que somete a las mujeres (y de otra manera a los hombres) a un tipo de imposición que debe regularse por ley. Ese motivo se expresa de manera más intensa en Mc 12,15, donde Jesús afirma que, en la resurrección, hombres y mujeres no se casarán, es decir, no se esposarán en la manera actual, sino que serán «como ángeles del cielo», viviendo la plena libertad en el amor. Recordemos que el hermano del difunto esposo debía casarse con la viuda para darle descendencia, de manera que todos, viuda y nuevo esposo, estaban sometidos a una ley de posesión y reproducción; pues bien, por encima de eso, Jesús ha recordado un ideal de amor, en que hombres y mujeres son como «ángeles del cielo»; pero debemos recordar que aquí los ángeles no son espíritus asexuados, sino seres capaces de una forma de vinculación amorosa gratuita y universal. Dicho todo esto, debemos indicar que Jesús no ha rechazado el matrimonio, sino todo lo contrario: lo ha concebido como signo del reino de Dios (cf. Mc 2,19), lugar y camino de fidelidad definitiva en el amor (cf. Mc 10,7-9), por encima de toda imposición y legalismo. Eso significa que su celibato está al servicio de un matrimonio mesiánico (y viceversa: el matrimonio evangélico está al servicio de un celibato mesiánico). En esa línea puede y debe interpretarse el signo de la mujer que le unge (Mc 14,2-9) y el de las bodas de Caná (Jn 2,1-11).
Un celibato dramático. Pablo ha interpretado el celibato (= virginidad) como un comportamiento que responde a la irrupción de los últimos tiempos (cf. 1 Cor 7,1-40) y que se expresa como signo de libertad para el Evangelio. Hay amores parciales, que atan al hombre o mujer al hacer y rehacer, al comprar y al vender, en el plano del talión, es decir, de la ley de intercambios sociales donde todo se paga y merece, dentro de un sistema bien organizado. Pues bien, superando ese nivel, inspirado en el testimonio de Jesús, Pablo ha descubierto y ofrecido a los creyentes (especialmente a las mujeres) la posibilidad de un amor que se manifiesta como poder de libertad. Él no ha tenido ocasión o necesidad de elaborar una doctrina unitaria sobre el puesto de la mujer en la familia y en la Iglesia, pero ha elaborado unas reflexiones en las que asume y expande, en otra línea, la palabra de Jesús sobre el matrimonio: «A los casados les ordeno, no yo sino el Señor: que la mujer no se separe del marido… y que el marido no despida a la mujer» (1 Cor 7,10; cf. Mc 10,1-12; Mt 19,1-9). Varón y mujer están vinculados en un mismo ideal (o exigencia) de fidelidad y así establecen una relación simétrica de amor en la que son iguales sus derechos y deberes. Sobre el celibato o virginidad Pablo no tiene precepto del Señor (1 Cor 7,25), pero sabe dar un consejo que le parece fundamental. A su juicio, siguiendo la lógica de la escatología (= ha llegado el fin de los tiempos) y conforme a la exigencia de la unión con el Kyrios (de un amor ya liberado de las preocupaciones de este mundo), todos los cristianos deberían ser célibes: «En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al varón abstenerse de mujer [1 Cor 7,1]… Lo que digo (respecto al matrimonio) es una concesión no un mandato. Mi deseo es que todos fueran como yo [célibes]; pero cada cual tiene de Dios su carisma particular, unos de una maneras, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas: bien les está quedarse como yo» (1 Cor 7,6-8). «Os digo pues, hermanos, el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa. Yo os quisiera libres de preocupaciones. El célibe se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está, por tanto, dividido. La mujer no casada, lo mismo que la virgen (muchacha libre) se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Pero la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división» (1 Cor 7,29-35).
Valores del celibato paulino. Conforme a la experiencia de Pablo, el celibato ofrece a los creyentes una libertad especial que se halla vinculada al hecho de que les permite trascender un nivel de relación humana en la que, a su juicio, hombres y mujeres corren el riesgo de vivir sometidos a la esclavitud de los deseos. En esa línea, el mismo matrimonio es para Pablo una concesión, de manera que «los casados no pecan, pero tendrán su tribulación en la carne» (1 Cor 7,28), porque han situado su existencia en ese nivel de carne. Por el contrario, los célibes pueden vivir ya desde ahora la experiencia fundante de la libertad sin división (1 Cor 7,35), como personas liberadas, que no tienen más preocupación que aquella que deriva del Señor. Pablo vive bajo la urgencia de la llegada del fin de los tiempos, que libera al hombre y a la mujer de todas las preocupaciones del mundo, entre las cuales se encuentra, a su juicio, la vida matrimonial. El celibato, en cambio, pertenece al nivel del Kyrios, es decir, puede situarse mejor en la línea del encuentro con Jesús, en el plano de superación de un mundo que tiende a dominar y oprimir a los hombres. Desde esa perspectiva se entienden sus valores. (a) Libertad. Conforme a la experiencia normal del mundo viejo, el ser humano se encuentra dividido entre Dios y el mundo, entre lo masculino y femenino…, de forma que no puede alcanzar su libertad personal y autonomía. Pues bien, la experiencia cristiana significa para Pablo el descubrimiento de la individualidad radical: cada ser humano (varón o mujer) es persona por sí mismo en el encuentro con el Kyrios, de manera que puede ya vivir sin divisiones ni rupturas interiores. (b) Igualdad sexual. Varones y mujeres son iguales ante el celibato, de manera que puede superarse la visión de una humanidad sexualmente clasista donde la mujer se hallaba como sometida a los varones (primero al padre, luego al marido). La mujer célibe aparece como liberada, dueña de sí misma dentro de la Iglesia, en camino de fidelidad a su Señor que es Cristo (el mismo Señor de los varones).
Limitaciones del celibato paulino. La visión de Pablo está centrada en la certeza de que ha llegado el fin del mundo: «el tiempo es corto; los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran…» (1 Cor 7,29). Es la hora final; ha culminado el proceso de los tiempos. Por eso, los hombres ya no tienen que ganar su vida o sostenerla a través de sus acciones, porque están salvados por Cristo. Pues bien, entre las grandes acciones de este mundo se encuentra, conforme a la visión judía, el matrimonio. Pablo supone que los esposos asumen el orden de la creación y se insertan en la obra cósmica de Dios, conformando por ella su existencia, como si este mundo no hubiera ya terminado. Pues bien, Pablo piensa que la resurrección del Cristo permite superar ese nivel, porque ha llegado ya el fin de los tiempos. Por eso los creyentes (varones y mujeres) no se encuentran obligados a casarse, para vivir en plenitud, como personas. Ciertamente, Pablo valora el matrimonio (1 Cor 7,10), pero añade (conforme a su experiencia; cf. 1 Cor 7,25) que, de algún modo, al menos para la mujer, el matrimonio se opone al servicio del Kyrios Jesús, quien, sin embargo, había defendido el matrimonio, poniendo de relieve el carácter definitivo de su amor (cf. 1 Cor 7,32-35). Parece que Pablo se encuentra demasiado impactado por la experiencia de la nueva libertad cristiana y por la urgencia del final (cf. 1 Cor 7,29-31) como para advertir la tensión (casi contradicción) entre sus dos afirmaciones. Por un lado, sabe que el Señor avala el matrimonio y confirma su carácter escatológico. Por otro lado, él piensa que el matrimonio se opone al amor del Señor. Pablo se hallaba ocupado por demasiados problemas y no pudo resolverlos todos, de manera que en el planteamiento del celibato pudo tomar posturas extremistas, que no se compaginaban del todo con su visión del matrimonio según Cristo. Por otro lado, su visión de que «la mujer casada no puede ocuparse de las cosas del Señor porque tiene que servir a su marido» forma parte de una antropología posesiva, patriarcalista, que el mismo Evangelio debe hacer que superemos.
El celibato como protesta y como libertad. Conforme a la visión de Pablo, el celibato de la mujer no puede ser una simple protesta contra «el esclavizamiento de las mujeres casadas» (aunque a veces ha tenido que serlo), sino una expresión de libertad cristiana. Libre ha de ser la mujer casada, libre la célibe (y lo mismo el varón casado o célibe); distintas serán sus formas de expresar la universalidad y concreción del amor de Cristo, en sus circunstancias particulares. Dicho esto, debemos añadir que Pablo, desde el conjunto de su experiencia, abrió unos temas y ofreció un comienzo de reflexión que puede ser muy importante para la Iglesia posterior, sobre todo desde la perspectiva de la libertad. Es muy posible que, en ciertos momentos, la Iglesia posterior haya tenido miedo de esta libertad mesiánica (personal y social) que el mensaje de Cristo ofrece a los creyentes (en especial a las mujeres), invirtiendo el mensaje de Pablo y convirtiendo la virginidad religiosa de algunas instituciones oficiales (con clausura obligatoria, bajo dominio de una jerarquía masculina) en una nueva forma de sometimiento.
(1) Bodas mesiánicas. Un testimonio muy fuerte y discutido del tema del celibato lo ofrece el Apocalipsis, cuando presenta los dos grandes pecados de la Iglesia: la porneia o prostitución, que significa la compraventa del amor para conseguir ventajas materiales; los idolocitos, que son la comida ofrecida a los ídolos de Roma, es decir, un tipo de economía que nos hace esclavos del imperio (cf. Ap 2,14.20). En contra de ese doble y único pecado (afectivo y social), el Apocalipsis ha puesto de relieve la fidelidad de los creyentes, que mantienen la confesión de fe y la palabra del amor, conforme a una experiencia que nos sitúa en la línea del amor «esponsal» que habían elaborado algunos grandes profetas (Oseas, Jeremías, Isaías…) cuando presentan la unión de Dios con los hombres en forma de experiencia nupcial o encuentro enamorado. Este motivo está en el fondo de Mc 2,18-22 (amigos del novio) y de Mt 25,1-13 (novias con aceite), lo mismo que en el simbolismo esponsal del conjunto de Jn 2 y 4 (bodas de Caná y Samaritana) y de la tradición de Pablo (cf. Ef 5). Ésta es una tradición parabólica e incluso mistagógica, que puede interpretarse (y se ha interpretado a veces) en formas patriarcales (de supremacía del Cristo-varón) o gnósticas (de rechazo del mundo), pero que debe ser asumida y recreada desde su origen bíblico. En sentido radical, todos los cristianos (varones y mujeres, casados y solteros) han de ser célibes para el Reino (han de superar un amor de porneia o utilización posesiva), pudiendo ser, al mismo tiempo, novios o novias (esposos o esposas) en Cristo, viviendo así la fidelidad de Dios en formas de fidelidad interhumana.
2 El escándalo de los que «no se han manchado con mujeres». En el contexto anterior ha de entenderse una de las palabras más hirientes del Nuevo Testamento y de la Biblia, aquella donde se habla del triunfo de los 144.000 «soldados del cordero» que no se han manchado con mujeres (Ap 14,4). En principio, en el Nuevo Testamento, la palabra mancha no significa sexo, ni implica erotismo. Pero, en cierto momento, por influjo de un dualismo helenista (y gnóstico), algunos cristianos varones han identificado la mancha con el gozo sexual, relacionándolo de un modo especial con las mujeres. En esa línea, ha podido influir una interpretación sesgada de Ap 14,1-6, donde Jesús aparece como Cordero Batallador Inmaculado, que triunfa sobre el monte Sión, seguido por un ejército de soldados escogidos, que «no se han manchado con mujeres». Éste es un texto duro y simbólicamente ofensivo para las mujeres; por eso, nos hubiera gustado que no estuviera en la Biblia. Pero dentro de su contexto apocalíptico puede y debe interpretarse desde la perspectiva del pecado de los ángeles de 1 Henoc, donde el pecado no es de las mujeres, sino de los violadores varones, dentro de un mundo donde triunfa la violencia erótica masculina: son los varones los que se manchan al violar a las mujeres; sólo quienes superan esa violación pueden acompañar en su triunfo al Cordero. De todas maneras, leído al pie de la letra, este pasaje es contrario al Evangelio y ofensivo para las mujeres, a las que se toma, en contra de Jesús, como personas que manchan a los hombres. Pero, según el Evangelio, lo que mancha no son las mujeres, ni los varones, sino un tipo de egoísmo y violencia, que puede darse tanto en varones como en mujeres, un egoísmo que se opone a los principios del celibato de Jesús, cuyo sentido básico era la libertad para el servicio a los pobres y excluidos de la sociedad.
Conclusión. Celibato para el matrimonio, matrimonio para el celibato. La tarea básica de la Iglesia cristiana en este campo consiste en recuperar la gratuidad y universalidad de la opción celibataria de Jesús, a favor del reino de Dios, es decir, del proyecto de la nueva humanidad. Jesús no ha hecho un voto de castidad, ni se ha propuesto ser célibe de un modo legal (institucional). Más aún, no sabemos el tipo de vida que él hubiera asumido si no le hubieran matado: no podemos proyectar sobre ella ningún tipo de modelo antropológico antiguo o moderno… Lo único cierto es que él se ha entregado al servicio del Reino, en gesto de amor dirigido en concreto, de manera cercana y poderosa, hacia los expulsados y enfermos de su entorno. Su único proyecto ha sido el reino de Dios y al servicio de ese Reino ha vivido y ha muerto, de manera que al final de su vida (en su pascua) todos los discípulos han podido descubrirse identificados con él, recreados por su resurrección. Por eso añadimos que para Jesús el celibato no ha sido un punto de partida, sino una consecuencia. No ha buscado primero el celibato y después la opción por los impuros y los excluidos, sino al contrario. Lo primero ha sido su opción a favor de aquellos que no tenían familia (publicanos y prostitutas, leprosos y enfermos). Al servicio de esa opción se entiende su celibato, que no le aísla en una casa, ni le encierra en un grupo, sino que le sitúa en el cruce de todos los caminos, en el lugar donde puede dialogar con todos, no sólo con publicanos y prostitutas, sino con fariseos y saduceos, con hombres y mujeres de toda condición. Esta capacidad de encarnarse en el centro del mundo, sin «casarse» con ningún poder establecido, define el celibato de Jesús, frente a la renuncia de los esenios célibes de Qumrán o de los judíos terapeutas del lago Mareotis de Egipto, que abandonan un tipo de familia por ley sacral o por exigencia de una contemplación separada del mundo. Tampoco el celibato de Pablo puede entenderse como finalidad en sí, sino que está al servicio de la familia humana, es decir, del amor gratuito y gozoso de hombres, mujeres y niños. Tanto el celibato como el matrimonio, en su forma actual, marcan la limitación de una forma de vida humana que no puede desarrollar todos los caminos del amor; por eso, los casados han de vivir como si no lo estuvieran y los célibes como si no fueran célibes, porque unos y otros, todos, sólo pueden ser creyentes en la medida en que expresan y expanden el amor del Reino, en comunicación no impositiva. Conforme a una lectura sesgada de la carta a los Hebreos, cuando presenta a Jesús como sacerdote según el orden de Melquisedec (cf. Heb 5,6.10; 6,20; 7,1-17), algunas tradiciones eclesiales han querido que los ministros de la Iglesia sean hombres separados, sin padre ni madre, personas que han roto con las genealogías de este mundo (genealogía que definen el sacerdocio de Aarón o Sadoc), para poder vincularse mejor a todos los hombres, según el orden celeste, suprafamiliar, de Melquisedec. En esa línea, una Iglesia instituida ha impuesto el celibato para sus ministros, interpretándolo a veces en línea sacrificial, como si Dios necesitara la ofrenda y renuncia afectiva de sus servidores. Entendido así, un celibato sacrificial, vinculado a veces a la toma de poder en la Iglesia, puede ir en contra de la libertad de Cristo y del amor del Evangelio. Por el contrario, vivido al modo de Jesús, el celibato de algunos cristianos puede ser un testimonio fuerte de Evangelio.
Cf. Th. MATURA, El radicalismo evangélico, Claretianas, Madrid 1980; J. M. R. TILLARD, El proyecto de vida de los religiosos, Claretianas, Madrid 1974; L. LEGRAND, La doctrina bíblica sobre la virginidad, Verbo Divino, Estella 1976.
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