COMIDAS

(alimentos, sacrificios, pan, vino, vegetarianos, multiplicaciones, eucaristía). Desde los tiempos más antiguos, las comidas han tenido un carácter sagrado, formando quizá el más importante de todos los signos religiosos. Ellas constituyen un elemento esencial de la identidad israelita, centrada de un modo intenso en los ritos de la mesa y cama (es decir, de la alimentación y de la familia). Desde esa base precisamos algunos elementos, principios y rasgos más significativos de las comidas israelitas.

La comida, un gesto religioso. Comenzamos con algunos rasgos que definen el carácter sacral de las comidas, desde una perspectiva general, que aplicamos especialmente a Israel. (a) Alimentar a Dios. Algunos pueblos han pensado que debían dar de comer a Dios con sus sacrificios, como supone el mito de la sangre en los aztecas de México y la crítica de fondo de la historia de Bel y el Dragón (Dn 14). En esta línea puede entenderse el poema de Jotán, cuando declara que el vino alegra a dioses y hombres (cf. Jc 9,13), asumiendo un tema común a muchos cananeos y griegos, que presentan a los dioses sobre el Safón o el Olimpo, comiendo y bebiendo ambrosía, vino del cielo. Esa visión está en el fondo del ritual judío de los sacrificios, que realizan los sacerdotes del templo, cuando derraman y/o queman en su honor las partes más nobles de los animales (cf. Jc 6,17-24; 13,15-23.26). (b) Comer con Dios. Más que alimentar a Dios, la Biblia supone que los hombres deben alimentarse con Dios, compartiendo su sustento; así se dice que ellos deben comer en la presencia de Dios, celebrando su bendición (cf. Dt 12,5-7). De esta forma puede establecerse una gozosa comunión (hombres y dioses comparten la comida), pero puede surgir una escisión y competencia, como Hesíodo ha mostrado cuando afirma que Prometeo instituyó los sacrificios, repartiendo una parte del gran toro para los dioses, otra para los hombres. El toro común (que debía ser signo de pacto) les ha enfrentado, pues unos y otros querían la mejor parte (cf. Teogonía, 535-559). La religión ha podido convertirse en expresión de una competencia egoísta entre Dios (que pide a los hombres un tipo de impuesto) y los hombres que tienen dificultades en pagarlo, como ha visto Malaquías cuando critica a los judíos tacaños porque llevan para Dios animales defectuosos, ofrendas miserables (cf. Mal 1,9-14). (c) Comer con otros hombres. En el momento anterior, los hombres reservaban algo para Dios y lo quemaban sobre el altar, comiendo ellos lo restante. Pero en un momento dado, los fieles ya no reservan nada para Dios, sino que lo ofrecen todo (pues a Él le pertenece), pero, al mismo tiempo, ellos pueden comer y comen todo lo que han ofrecido (pues Dios se lo devuelve bendecido). Todo es de Dios, no una parte, y todo, absolutamente todo, es para los hombres, aunque a veces con algunas excepciones: los judíos reservan siempre la sangre para Dios, pues ella contiene la vida que es sólo de Dios (cf. Lv 17,10-14).

Principios de la comida israelita. El relato de la creación (Gn 2–3) supone que los hombres se mantienen y unen y separan por sus comidas. Pues bien, los judíos han desarrollado una ley especial de comidas, llegando a suponer que sólo es verdadero judío aquel que toma alimentos puros (kosher) con otros judíos puros. Aquí se incluyen dos normas. (a) Comer sólo alimentos puros, nunca los impuros como el cerdo o mezclados, como la leche con carne (cf. Dt 14,1-21; Lv 11), pues ellos constituyen una amenaza contra la santidad y separación del pueblo. (b) Comer sólo con otros comensales puros, pues la impureza de los otros causa una mancha en los israelitas. Estas normas constituyen un elemento esencial de la identidad israelita, pues la religión bíblica no es simple sentimiento interior, una piedad o fe intimista, separada de la vida, sino una institución social integradora, con leyes familiares y sociales: sábado y circuncisión; tierra, ciudad y templo, fiestas y comidas. En un primer momento, toda comida de carne ha comenzado siendo sacrificio, presidido por el sacerdote o padre de familia, de manera que el animal se ofrece a Dios y se comparte en gesto gozoso de comunión social y alabanza. En un momento dado (hacia el siglo VI-V a.C.), con la centralización del culto en Jerusalén, las comidas normales quedan de-sacralizadas, incluso la carne de animales. Paradójicamente, ese cambio constituye el punto de partida de una re-sacralización más fuerte: muchos judíos piadosos, de línea esenia, farisea o rabínica, por lo menos desde el tiempo de Jesús, han interpretado todas sus comidas como rito de pureza, celebración que les mantiene vinculados entre sí y separados de otros pueblos. En esa línea se puede añadir, en un sentido muy profundo, que sólo es verdadero judío aquel que come en fraternidad y pureza con otros judíos.

Israel, religión de mesa. Sólo son buenos judíos aquellos que pueden tomar parte en las comidas religiosas: los que pueden comer juntos, recordando y bendiciendo al Dios de su nación. Cada casa de judíos piadosos es un templo, cada comida un sacrificio de pureza. Así se añade que son buenos judíos (y no simple pueblo de la tierra) los que cumplen las normas de separación en la comida, evitando alimentos ofrecidos a los ídolos o tocados por personas contaminadas. (a) Un elemento esencial de la pureza en la comida es la ausencia de sangre. Esto implica que la carne debe provenir de un animal ritualmente sacrificado, de manera que, de hecho, los judíos piadosos sólo pueden comer carne comprada en carnicerías judías; pero en esto ellos concuerdan con el islam, que también asume las leyes alimenticias que están en el fondo de los mandamientos de Noé* («Carne con su vida que es su sangre no comeréis»: Gn 9,4). (b) También debemos citar la ley de los alimentos puros (que mantienen el orden cósmico, querido por Dios) y de los impuros, que van en contra del orden de Dios y contaminan al hombre según Ley (cf. Dt 14,1-21; Lv 11), for-

mando una amenaza contra la santidad del pueblo. Toda comida es por tanto una oración que ratifica la obra creadora de Dios. Por eso, en un sentido muy profundo, sólo es verdadero judío aquel que come ante Dios, en fraternidad y pureza, con otros judíos verdaderos. Muchos judíos piadosos, de línea esenia, farisea o rabínica, por lo menos desde el tiempo de Jesús, toman sus comidas como rito de pureza, celebración que les mantiene vinculados entre sí y separados de otros pueblos. En esa línea, se ha podido afirmar que el judaísmo es religión de mesa: cada casa de piadosos es un templo; cada comida, un sacrificio de pureza. Así se añade que son buenos judíos (y no simple pueblo de la tierra) los que cumplen las normas de separación en la comida, evitando alimentos ofrecidos a los ídolos o tocados por personas contaminadas. En este contexto se inscribe la novedad de Jesús, que come con pecadores y ofrece pan y peces a todos los que vienen a buscarle, sin distinción de purezas; desde aquí se entiende la primera novedad institucional de la Iglesia, que defiende la unión de judíos y gentiles (cf. Hch 15; Gal 1–2). Desde esa perspectiva muchos cristianos han acusado a los judíos diciendo que mantienen unos tabúes alimenticios que van en contra de la bondad de la creación y de la racionalidad alimenticia… Pero hay judíos que responden a los cristianos diciéndoles que su eucaristía ha dejado de ser aquello que era, una comida real, para convertirse en una especie de simulacro alimenticio espiritualizado.

Judaísmo. (1) El Dios de las comidas. La fijación rabínica de las tradiciones judías, iniciada tras la caída del segundo Templo (70 d.C.) y acentuada tras la guerra de Bar Kokba (135 d.C.), culmina con la publicación de la Misná, hacia el año 200 d.C. Sólo a partir de entonces se puede hablar de judaísmo estrictamente dicho, donde se recogen parte de las tradiciones anteriores (esenias, fariseas, saduceas), mientras quedan fuera otras (en línea de mesianismo político, apocalíptica dura, cristianismo, proselitismo helenista e incluso gnosis). Nace así el judaísmo que ha pervivido en los siglos posteriores, como religión de ley y pureza, centrado en la Misná, que se va comentando en el Talmud y que se expresa sobre todo en las comidas. De manera sorprendente, la Misná ha codificado y conservado, de forma simbólica, un mundo en gran parte ya acabado de purificaciones sacerdotales, pero lo ha hecho con la intención clara de perpetuar y actualizar de forma laica las normas de pureza que antes sólo se aplicaban (básicamente) a los sacerdotes. De esta forma ha culminado, tras la caída del templo, un proceso que había comenzado mucho antes. Los diversos grupos de hasidim o piadosos, tal como se fueron desarrollando desde el siglo I a.C. en las comunidades (haburot) de esenios y/o fariseos, habían traducido ya la experiencia sacerdotal de Israel en claves sociales, que se expresaban, sobre todo, en la pureza familiar y alimenticia. Por eso, la caída del templo, siendo en un plano algo muy doloroso, aparece en otro como providencial: los grupos judíos pudieron desarrollar de forma creadora su ideal de vida comunitaria, a partir de dos escuelas básicas: «La de Samay dice: se recita la bendición sobre el día y luego sobre el vino. La escuela de Hillel afirma: se recita la bendición sobre el vino y luego la del día» (Misná, Ber 8,1). Cambia el orden, pero los signos básicos de la presencia de Dios son los mismos: el vino del banquete, el día de la vida… El auténtico judío bendice a Dios ante los dos signos. Aquí destacamos el del vino (las comidas). «El que se propone ser digno de crédito [= buen judío] separa el diezmo de las cosas que come, de lo que vende y de lo que compra. No se hospeda en casa de un judío inculto [un am-ha-aretz]. R. Yehuda dice: también el que se hospeda en casa de un judío inculto puede ser digno de crédito. Le replicaron: si no es digno de crédito con respecto a sí mismo, ¡cómo va a serlo respecto de los otros! Si uno se propone ser un asociado [haber: judío observante] no ha de vender a una persona judía inculta nada húmedo, ni seco, ni ha de hospedarse en su casa, ni ha de ponerse sus vestidos mientras se hospeda en su casa» (Misná, Dem 2,2-3).

Judaísmo. (2) Un pueblo de comidas. Los pasajes anteriores nos sitúan ante un judaísmo interesado en los diezmos vinculados a la comunicación, es decir, al cumplimiento de las normas sacrales de pureza. Para conservar su identidad, los puros han de vincularse con los puros, los asociados con los asociados, formando así comunidades compactas de estudio (conocimiento de la ley) y comida. Desde esa perspectiva se entiende el interés de la Misná por los códigos agrícolas: la producción y pureza de alimentos, tanto vegetales como animales (carnes). Ello puede deberse a que muchas de sus normas han sido recreadas o transmitidas por escuelas rabínicas de Galilea, en el siglo II d.C., en un contexto campesino. Pero esa razón parece insuficiente: lo esencial es que el sistema de comidas constituye la clave de la nueva vida judía. Pensemos, por ejemplo, en la ley de la masa: «Cinco cosas están sujetas a la ley de lo amasado: trigo, cebada, espelta, avena y centeno. Éstas están sujetas al diezmo: arroz, mijo, amapola, sésamo, legumbres…» (Misná, Zer 1,1-4). La ley de primicias referente a lo amasado para hacer tortas o pan (cf. Nm 15,20) y las prescripciones sobre el diezmo (cf. Mt 23,23) provienen de las normas sacerdotales, vinculadas a los alimentos ofrecidos al templo. Pues bien, ahora, todos los judíos se descubren sacerdotes: sus comidas son sagradas y en ellas se cumple la ley de la creación y santificación israelita. Cada familia (comunidad) viene a presentarse como verdadero templo, que cumple las normas sacrales. Los judíos observantes (asociados), herederos de esenios y fariseos, comen cada día su comida como si estuvieran consumiendo las ofrendas y libaciones, los sacrificios y alimentos del templo. Así se entiende y expresan como pueblo sacerdotal, mediador del orden de Dios sobre la tierra. Ha desaparecido el templo externo. Ellos mismos son santuario de Dios sobre la tierra.

Jesús. (1) Hombre de comidas. Jesús ha sido profeta* apocalíptico y hombre carismático*, conocido por sus exorcismos y sus gestos de ayuda a los enfermos y expulsados de la sociedad. Pero quizá el más significativo de todos sus rasgos han sido sus comidas. Frente a Juan* Bautista, que no come ni bebe, Jesús aparece como un hombre que come y bebe (comilón y borracho), amigo de prostitutas y de pecadores (cf. Lc 7,33-34). Éstos son algunos de los rasgos más significativos de las comidas de Jesús, que evocamos por separado en otros temas. (a) Jesús comparte los panes y los peces con aquellos que vienen a escucharle. Lo hace a campo abierto, acogiendo a todos, sin distinción de pureza, en las tierras galileas o en el entorno pagano (cf. Mc 6,30-44; 8,1-10). De esa forma, el sentido más hondo de su mensaje se vuelve comida compartida, en la línea de la profecía: «El Señor de los Ejércitos prepara sobre este monte un festín de manjares suculentos para todos los pueblos» (Is 25,6). (b) Come con los pecadores. Superando los rituales de pureza que impone un tipo de judaísmo de su tiempo, Jesús comparte la comida con aquellos a quienes la sociedad sagrada de Israel considera impuros: «Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él (de Leví), muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús y sus discípulos; porque había muchos que le habían seguido. Y los escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y con los pecadores, dijeron a los discípulos: ¿Cómo es que come y bebe con los publicanos y pecadores? Al oír esto Jesús, les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,15-17). Llamar significa aquí «comer con»: no solamente invitar a los pecadores, sino aceptar su hospitalidad y sentarse a su mesa (cf. también Lc 19,2-8).

Jesús. (2) El riesgo de las comidas. Jesús ha superado el ritual judío de las comidas puras e impuras (Mc 7,1-23), que desembocaba en la separación de los hombres, que se vuelven también puros e impuros, como las comidas. De esa forma ha podido iniciar un proceso que culmina en la apertura a los gentiles, que desemboca en el hecho de que ellos, los impuros, puedan comer el mismo pan de los hijos puros (cf. Mc 7,24-30). Según eso, la comunidad de los discípulos y amigos de Jesús se vincula sobre todo por medio de las comidas, entendidas como forma de convivencia universal. Otros grupos se unen y distinguen por ritos sacrales o dogmas, por imposiciones nacionales, imperiales o genealógicas. Pues bien, los seguidores de Jesús se juntan ante el pan y peces compartidos, en gratuidad y alabanza, a cielo abierto, donde hay lugar para todos. En ese contexto podemos descubrir que las comidas de Jesús son una expresión y realidad concreta de la entrega de la vida, de tal manera que podemos afirmar que él ha muerto por la forma en que ha comido, superando la ley judía de la pascua pura. Ha querido comer con todos, por eso le han matado los que preferían seguir comiendo separados, manteniendo sus privilegios sociales y sacrales. Así lo ha visto la tradición de los evangelios, tal como se expresa en los textos de la institución de la eucaristía*: Jesús no se limita a compartir la mesa con los pecadores, invitándoles al Reino, ni a ofrecer su pan a campo abierto (multiplicaciones), sino que él mismo viene a presentarse como pan y vino compartido, en actitud de alianza. Por comer como comía le han matado. Para seguir comiendo como Jesús ha surgido la Iglesia.

Experiencia pascual. (1) El camino de Emaús. El evangelio de Lucas ha puesto de relieve el gozo de la comida escatológica: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (Lc 14,15; cf. Mt 8,11: sentarse a la mesa con los patriarcas). Pues bien, Hch 1,4 afirma que Jesús se aparecía a sus discípulos synalidsamenos, es decir, tomando la sal o comiendo con ellos. Por otra parte, la experiencia cristiana de partir-compartir el pan (cf. Hch 2,42-46) parece un signo indudable de presencia de Jesús, que está presente allí donde sus discípulos toman la sal en común. Desde esa base se entiende la catequesis pascual de los «fugitivos» de Emaús (Lc 24,13-35), precedida por una especie de «liturgia de la palabra» (sobre la necesidad de sufrimiento del Mesías: Lc 24,24-27), que sólo culmina y recibe su sentido en un contexto de comida: «Y sucedió que, al sentarse con ellos en la mesa, tomando el pan, lo bendijo; y partiéndolo se lo dio. Entonces se abrieron sus ojos y le reconocieron, pero él se volvió invisible para ellos» (24,20-31). Se ha (han) reclinado (kataklithênai) a la mesa, de forma festiva y distendida, para ratificar la conversación anterior, en forma de banquete. Pues bien, en contra de las leyes de la cortesía, en lugar de esperar a que le sirvan, diciéndole que coma, el invitado asume la iniciativa: ¡parte el pan y se lo ofrece precisamente a los señores de la casa! No pide permiso, no pregunta, no se deja rogar. Jesús mismo bendice* (eulogêsen) (eucaristía* y eulogía) el pan (o más probablemente al Dios del pan), para partirlo y dárselo a los discípulos. En este gesto descubren ellos que es Jesús; no necesitan verlo más, le han visto en el pan. Lógicamente, ellos quieren anunciar su experiencia y se la transmiten al resto de los discípulos de Jerusalén, diciéndoles que han conocido al Señor en la fracción del pan (Lc 24,25).

Experiencia pascual. (2) Pascua y comida en Lucas. Desde la catequesis de Emaús se entiende ya la experiencia fundacional de la Iglesia, presentada como encuentro de Jesús con todos los discípulos (con todos, no sólo con los Doce), que Lucas ha querido elaborar como culminación de su evangelio (Lc 24,2649), antes de la ascensión* (Lc 24,5053). Los signos pascuales son básicamente dos: (a) El recuerdo de la pasión: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies» (Lc 24,29-40). No hay experiencia pascual sin corporalidad, sin recuerdo del Mesías crucificado. (b) La comida: «Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Ellos le dieron un trozo de pez asado [muchos manuscritos añaden: y un trozo de panal con miel]. Y tomándolo comió delante de todos» (24,41-43). Es evidente que los discípulos se han reunido para comer y comen juntos. Recordando, sin duda, los temas de las multiplicaciones* (y de los peces*), ellos ofrecen a Jesús un trozo de pez asado, y él, tomándolo delante de ellos, comió (Lc 24,42). La referencia al panal de miel que añaden muchos manuscritos evoca una iniciación litúrgica, en la línea del relato judío de José y Asenet*, y también una referencia al renacimiento pascual (y a la entrada en la tierra que mana leche* y miel. La experiencia pascual de los cristianos (con la resurrección de Jesús) se inscribe así dentro de un contexto de comida compartida, es decir, dentro de un contexto de vida y comunión.

Experiencia pascual. (3) Testimonio de Juan. La catequesis pascual de Jn 1,1-3 habla de ver y palpar al Verbo de la Vida, sin incluir la comida. Pero, al final del evangelio, Juan condensa la experiencia del resucitado en una pesca milagrosa y en una comida, a la orilla del mar, donde los signos básicos son el pan* y el pez*: «Al descender a tierra, vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan… Y Jesús les dijo: Venid, comed. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres?, sabiendo que era el Señor. Vino, pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado» (Jn 21,913). Ésta es una eucaristía de pan y pez, como las multiplicaciones*. Es una eucaristía pascual, en la que hay un único pan y un único pez, que se identifican con Jesús. Es una eucaristía y visión de los siete* discípulos misioneros, que traen a Jesús los ciento cincuenta y tres peces (cf. Jn 21,11) del conjunto de la humanidad. Ésta es una comida que no puede separarse de la misión eclesial, vinculada así a la gran experiencia de Jesús como pan de vida, pan que se come, sangre que se bebe, tal como había destacado el discurso de Cafarnaún (Jn 6,16-50), vinculado al tema de las multiplicaciones (Jn 6,1-15). Jesús no da a los hombres que le siguen los panes y los peces para hacerse rey, por encima de ellos, como algunos quieren (cf. Jn 6,15), sino para compartir con ellos su propia vida, que es el pan verdadero, el verdadero pescado.

Experiencia pascual. (4) Mc 16,9- El final canónico de Marcos (Mc 16,9-20), añadido ya en tiempo antiguo al texto original, que terminaba en Mc 16,8, ha recogido un precioso itinerario de pascua en el que destacan varios motivos, entre ellos el de las comidas, como lugar privilegiado de experiencia de Jesús: «Habiendo resucitado en la madrugada, el primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a comunicarlo a los que habían vivido con él, que estaban tristes y llorosos. Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, con otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación…» (Mc 16,9-15). El texto incluye, define y presenta la experiencia pascual en tres momentos. (a) María Magdalena. Llanto pascual y falta de fe. Ella ve a Jesús y anuncia el mensaje a sus compañeros, pero ellos no la creen, sino que permanecen tristes y llorosos, en gesto funerario de llanto (penthousi kai klaiousi). En el contexto oriental, ese ritual de llanto incluía un tipo de comida, pero aquí se trata, todavía, de una comida que no es pascual (es de recuerdo del muerto, no de gozo por el que está vivo); así se lamentan por Jesús, pero la simple noticia de María, vinculada sin duda al amor personal hacia el Cristo, amor de pascua, no puede hacerles creyentes. (b) Jesús se aparece a dos caminantes que dan la impresión de escaparse del mismo Jesús, huyendo hacia el campo (eis agron). Ésta es la presencia de aquel de quien se huye, en otra figura (no es la figura de amor de María Magdalena o en la figura histórica anterior de Jesús). Pues bien, también éstos creen y vuelven a Jerusalén, pero los compañeros de Jesús tampoco les aceptan. No basta el testimonio de dos para alimentar la fe pascual. (c) Los discípulos de Jesús están reclinados a la mesa (anakeimenois), en gesto de comunión vital, de diálogo y comida compartida. No hace falta hablar del pan y el vino. Es evidente que lo toman. Pues bien, sólo en este contexto, allí donde repiten el gesto más profundo de la historia de Jesús, Jesús se les puede mostrar, ratificando así todo el camino anterior de su vida, que se expresaba en las comidas compartidas (multiplicaciones*, eucaristía). De esa forma, la misma comida del rito de luto (de muerte) viene a convertirse en comida de pascua: la experiencia del resucitado se identifica con la liturgia de comida de la Iglesia. En lenguaje eclesial posterior pudiéramos decir que la comida es un momento privilegiado de presencia real de Jesús: no se expresa sólo (ni sobre todo) en las llamadas especies eucarísticas (pan y vino en cuanto tales), sino en el gesto total de la comida compartida. Para el surgimiento de la fe pascual no ha bastado el llanto de María, ni el retorno de los fugitivos, sino que ha sido necesaria una experiencia de comida compartida. Desde aquí se pueden entender en línea pascual otros pasajes del mismo evangelio primitivo de Marcos, como la multiplicación* de los panes (Mc 6,30-44; 8,1-9), que el redactor del evangelio ha integrado en la biografía de Jesús, dentro de la sección de los panes (6,6–8,26), que tiene un fuerte sentido pascual. Ciertamente, en el fondo de esos panes multiplicados hay un recuerdo de la historia de Jesús; pero ellos forman parte de la experiencia pascual de una Iglesia donde los discípulos recuerdan y veneran la presencia del Señor crucificado en los panes y peces compartidos. Sin duda, Jesús está en los panes y peces bendecidos que sus discípulos (Iglesia) reparten a la muchedumbre. Pero sobre todo está presente en aquellos que vienen y comparten con gozo la comida, a pleno campo, formando la nueva comunidad escatológica. Jesús está presente y se revela en la experiencia de la comunión fraterna, en gesto de generosidad que rompe las pequeñas fronteras de los grupos puros de los más puros israelitas. Ésta es la señal de Jesús resucitado, que bendice y preside la comida donde quedan doce cestos sobrantes para todo el pueblo de Israel (Mc 6,43), siete cestos para todos los pueblos (cf. Mc 8,8).

El testimonio del Apocalipsis. En el centro del Apocalipsis se sitúa un banquete de Bodas: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado» (Ap 12,9). Ese tema ha de entenderse desde el conjunto del Apocalipsis, que es un libro de comidas. Frente al buen banquete se eleva la comida prostituida de los malos cristianos (idolocitos*: Ap 2,14.20) y la bebida antropofágica de la Prostituta, que bebe en su copa la sangre de los testigos de Jesús, quedando así borracha (Ap 17,6). Por su parte, la Bestia y los Reyes devoran a su vez a la prostituta, en nuevo banquete de antropofagia (17,16), y las aves carroñeras comen carne de los enemigos del Cordero, en un festín horrendo: «Y vi a un ángel que estaba en pie en el sol, y clamó a gran voz, diciendo a todas las aves que vuelan en medio del cielo: Venid, y congregaos a la gran cena de Dios, para que comáis carnes de reyes y de capitanes, y carnes de fuertes, carnes de caballos y de sus jinetes, y carnes de todos, libres y esclavos, pequeños y grandes» (19,17-18). En contra de eso, Jesús ofrece a sus amigos la cena de amistad cercana, en la intimidad de una noche de amor: «He aquí que yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (3,20). La verdadera historia de los hombres culmina en el banquete del Árbol de la vida del paraíso: «Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraíso de Dios» (Ap 2,7; cf. 22,1-3).

Cf. R. AGUIRRE, Ensayo sobre los orígenes del cristianismo. De la religión política de Jesús a la religión doméstica de Pablo, Verbo Divino, Estella 2001; J. D. CROSSAN, Jesús. Vida de un campesino judío mediterráneo, Crítica, Barcelona 1994; El nacimiento del cristianismo, Panorama, Sal Terrae, Santander 2002; X. PIKAZA, Fiesta del pan, fiesta del vino. Mesa común y Eucaristía, Verbo Divino, Estella 2000; M. SAWICKI, Seeing the Lord. Resurrection and Early Christian Practices, Fortress, Mineápolis 1994.

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