CONOCIMIENTO

(amor, sabiduría, revelación). Según la Biblia, más que un «ser que conoce» en sentido abstracto o racional, el hombre es un «ser que puede» (organiza el mundo) y «ama» (se vincula a otros seres humanos). Quizá podamos decir que conocer es poder, es amar, es saber.

Conocer es poder, capacidad de dominio sobre el mundo, en una línea que puede llevar hasta el límite de una divinización idolátrica. En ese sentido se ha de entender la imagen del árbol del conocimiento del bien* y del mal (cf. Gn 2–3), que Dios pone ante el hombre, diciéndole que no coma sus frutos. Éste es el árbol de la razón práctica, vinculado a la capacidad moral del hombre y, sobre todo, a su poder de su decisión. Éste es el árbol que lo define, situándolo ante una frontera que él no debe traspasar, pues en el momento en que quiera hacerse dueño del bien-mal se destruye a sí mismo. En esa misma línea, aunque de un modo muy distinto, se sitúa el mito griego, cuando pone de relieve el riesgo de aquellos que, como Prometeo, quieren hacerse dueños absolutos del fuego.

Conocer es amar y engendrar. Según la Biblia, el conocimiento primordial del hombre está vinculado al sexo y a la generación, de tal forma que Adán y Eva fueron incapaces de comer siempre del árbol del conocimiento del bien-mal, pero se conocieron uno al otro: «Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín; y ella dijo: por medio de Yahvé he adquirido [engendrado] un varón» (Gn 4,1). Esta forma de hablar no es un «eufemismo», una forma de evitar las palabras referidas al contacto o comercio sexual, sino un modo muy profundo de evocar la hondura del conocimiento humano que, en sentido radical, sólo llega a su plenitud en la relación total entre personas. Este conocimiento no es un comercio, como a veces se ha dicho (comercio sexual), sino una compenetración personal: cada uno se conoce a sí mismo en el otro, engendrando de esa forma vida.

Conocer es saber. Ciertamente hay un saber malo, que lleva a la destrucción, como ha destacado 1 Henoc* 6-36 cuando habla de las técnicas de guerra y destrucción que han ido surgiendo en el mundo. Pero el mismo libro de Henoc sabe que hay un conocimiento bueno, abierto en sueños y revelaciones hacia el secreto más profundo del cosmos y la historia. En esa línea del conocimiento salvador se sitúa Dn 12,3 cuando afirma que los sabios o entendidos (mashkilim) brillarán en la gloria de Dios. Entre esos sabios se encuentran, sin duda, los videntes apocalípticos, pero no sólo ellos, sino otros muchos que quieren conocer el mundo de Dios, como afirma el autor de Sab 6–9, cuando entiende el conocimiento no sólo como don divino, sino también como capacidad de interpretación de la realidad, en una línea que hoy llamaríamos científica: «[Dios] me concedió un conocimiento infalible de los seres, para descubrir la trama del mundo y la fuerza de los elementos; el comienzo, el fin y el medio de los tiempos, las alteraciones de los solsticios y el cambio de las estaciones; los ciclos del año y las posturas de los astros; la naturaleza de los animales y la furia de las fieras, la fuerza de los espíritus y las reflexiones de los hombres, las variedades de las plantas, las virtudes de las raíces. Todo lo conozco: esté oculto o manifiesto, porque la Sabiduría, artífice del cosmos, me lo ha enseñado» (Sab 7,17-22). Dios ha dado al hombre la capacidad de conocer los diversos planos de la realidad, no para destruir el mundo con su técnica posesiva (perversa), sino para vivir en armonía con el conjunto de la realidad, como sabe Gn 1,27-28.

Conocer es comunicarse: Padre del Hijo. El Nuevo Testamento supone que el conocimiento más profundo se expresa en el nivel de las relaciones personales, no sólo en una línea de relación hombre-mujer, sino en la línea de la comunión entre el Padre y el Hijo: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Conocer es engendrar dando la vida (Padre), conocer es acoger y responder (Hijo). En ese contexto se sitúan las palabras básicas del conocimiento de Jesús: «En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Yo te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado esto a sabios y entendidos, y lo has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues ésta ha sido tu voluntad» (Mt 11,25-26). Éste es un canto de agradecimiento, una bendición litúrgica que Jesús eleva ante Dios a quien confiesa por su acción salvadora. Frente a los sabios y entendidos, que en el contexto de Mt están representados por los habitantes orgullosos de Corozaím, Betsaida y Cafarnaún (Mt 11,20-24), se sitúan ahora los pequeños (nêpioi), que han acogido la palabra de Jesús, dirigida precisamente a ellos. Frente a los videntes apocalípticos, sabios y entendidos se sitúan ahora los pequeños, como portadores del verdadero conocimiento. Frente al Dios de las orgullosas ciudades galileas y de los grandes apocalípticos, aparece aquí el Dios de los pequeños que escuchan su Palabra y entienden su misterio. El Dios de los grandes no necesita ser Padre, sino que es Señor, es Justo Juez, es responsable del orden y ley de la tierra, dando a cada uno lo que es suyo (de acuerdo a lo que sabe y tiene). Por eso, los defensores de ese Dios han rechazado a Jesús. Por el contrario, el Dios de los pequeños aparece necesariamente como Padre que les recibe en amor y con amor les ofrece su más alto conocimiento. Desde esa base se entiende la confesión del conocimiento de Jesús: «Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar» (Mt 11,27).

Conocimiento como revelación. Éste es un texto de revelación: una parábola sobre el amor y conocimiento entre Padre e Hijo. Ciertamente, Jesús podría haber utilizado otro lenguaje, de carácter más doctrinal, empleando signos de amante y amado/a, de madre e hija, maestro y discípulo, cada uno con sus riesgos y ventajas. Pues bien, ha preferido la parábola del Padre, que concede su propio ser al Hijo y que, al hacerlo, le conoce, siendo respondido por el Hijo, que también conoce al Padre. El texto no dice que Jesús sea ese Hijo, pero es claro que lo está presuponiendo, por todo lo que precede y sigue: el mismo Jesús Hijo llama a los humanos, para que puedan conocer al Padre (Mt 11,28-29). Éste es el lugar y sentido del verdadero conocimiento: el don del padre y la respuesta del hijo que se abre a todos los hermanos. Conocer es amar y darse uno al otro, en donación personal de generación y agradecimiento. Dios se define, según eso, plenamente como Padre y Jesús como Hijo. En el principio de todos los principios aparece este amor mutuo, abierto a todos los hombres. En ese contexto, asumiendo un motivo de los libros sapienciales (Prov, Eclo, Sab), como si fuera esposa de una humanidad sedienta de amor, Jesús llama a los hombres y dice: «Venid a mí todos los agotados y cargados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,28-29). Jesús convoca de un modo especial a los judíos que vivían aplastados por el yugo de la Ley, como sabe la tradición rabínica y el mismo Nuevo Testamento (Hch 15,10). Pero esa llamada está abierta a todos los hombres: el conocimiento de amor del Padre y del Hijo viene a presentarse de esa forma como principio de vinculación y signo de plenitud universal.

Cf. AA.VV., Pensar a Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1996; J. JEREMIAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1981; W. MARCHEL, Abba, Père!, AnBib 19a, Roma 1971; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús. Estudio Exegético, Sígueme, Salamanca 1995.

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