Ángeles-arcángeles

Entre las mediaciones de que Dios se sirve para comunicarse con el  hombre J. de la Cruz concede relieve especial a los ángeles. Asume el dato revelado y las aportaciones gregoriana y dionisiana sin detenerse en exponer un pensamiento organizado sobre estos seres misteriosos. Le interesa exclusivamente el papel que juegan en la vida espiritual según las funciones que se les atribuyen en la Sda. Escritura. Arrancando de las mismas pueden considerarse como mensajeros de Dios y “medianeros” entre el hombre y Dios. En estas misiones acompañan siempre a lo largo del camino espiritual, especialmente en los momentos difíciles de la prueba. De hecho, las tres noches que el ángel ordenó a Tobías, antes de juntarse con su esposa, figuran o simbolizan, según J de la Cruz, las diversas etapas del itinerario catártico que conduce a la  unión con Dios (S 1,2,2-4).

I. Al hilo de la revelación bíblica

Por lo general, J. de la Cruz recurre a la interpretación tipológica al recordar personas o sucesos relacionados con la presencia de los ángeles. El dato bíblico fundamental para él es que se trata de seres diferentes y superiores a los hombres, espíritus que actúan a favor de los humanos como enviados por Dios; por eso son “ángeles del Señor”. Su número es tan elevado que pueden compararse a ejércitos organizados en jerarquías (coros, tronos, dominaciones, potestades) y en grados (arcángeles, serafines, querubines). Algunos se identifican con nombre propio por razón de su oficio o misión: Gabriel, Rafael, Miguel (CB 2,3, Romance 4º, 114).

En su actuación aparecen como enviados por Dios al pueblo de Israel, a grupos o a personas particulares. J de la Cruz conoce muy bien esta historia de “mensajes” divinos a través de los ángeles con hechos, gestos o palabras. Recuerda que las misiones especialmente importantes han sido reservadas a las categorías más elevadas, como las encomendadas a Gabriel para Zacarías (CB 2,4) para la Virgen María (LlB 3,13; cf. romance 8º) y a Rafael para Tobías. Esta “economía” o pedagogía divina vale también para las gracias más exquisitas de la vida espiritual, reservadas a serafines y querubines (S 2,9,1-2; LlB 2,9.13). Se apoya igualmente en el dato bíblico de Ex 33,20 y Jue 12,22 para defender que no pueden darse en esta vida visiones de sustancias incorpóreas, “como son ángeles y almas” (S 2,24,2). La elección de lugares apropiados para orar ha de hacerse por indicios de que Dios quiere ser allí adorado, según se desprende de la aparición del ángel a Agar (Gén 16,3: S 3,42,4). En opinión de J. de la Cruz, las palabras del arcángel san Gabriel a Daniel, en la visión de las setenta semanas (Dan 9,22-27) serían “palabras sucesivas interiores”, como las que Dios comunica a las almas algunas veces por vía sobrenatural (S 2,30,2).

La presencia de los ángeles en su cometido acontece algunas veces de manera violenta con gran estruendo y a manera de trueno, a semejanza del grito de Jesús después de su entrada triunfal en Jerusalén (Jn 12,30), lo que sirve a J. de la Cruz para comparar la fuerza con que Dios se comunica al alma con voces interiores (CB 14-15,10; cf. LlB 4,11). Entre todos los episodios bíblicos de apariciones angélicas el más repetido por J. es el de María Magdalena al borde del sepulcro (S 3,31,8), como prueba de su fe y la de los Apóstoles.

II. Tipología y simbolismo

Para J. de la Cruz la importancia espiritual de los ángeles en la Biblia radica más en su capacidad tipológica o simbólica que en su simple presencia en hechos y episodios. Lee estos habitualmente en clave alegórica. Más allá de casos singulares y aislados hay que tener en cuenta que las referencias a los ángeles, arrancando de la Biblia, están englobadas en los dos polos fundamentales en torno a los cuales gira la doctrina espiritual del Santo, es decir, el proceso catártico de la  noche y la inflamación amorosa y transformante de la llama. Tanto en el ámbito semántico, como en el doctrinal la angeología sanjuanista, basada en la Biblia, queda insertada en el símbolo clave del  fuego y el madero encendido, que unifica literaria y temáticamente la Noche oscura y la Llama. Entre las imágenes y figuraciones más destacadas hay que recordar las siguientes.

Las tres etapas fundamentales del itinerario espiritual pautado por la noche oscura de purificación están figuradas, según el Santo, en las tres noches que el ángel “mandó a Tobías el mozo que pasase antes que se juntase en uno con su esposa” (S 2, 2,2-4). También los grados de la  contemplación, a la vez purificadora e iluminadora, están representados en la escala que vio Jacob durmiendo, “por la cual subían y descendían los ángeles de Dios al hombre y del hombre a Dios” (Gén. 28,12). Esta referencia es de viejo abolengo en la tradición espiritual, pero J. de la Cruz aporta su nota original al afirmar que “todo pasaba de noche” y que en ello se daba a entender “cuán secreto es este camino y subida a Dios”, ya que consiste en “irse perdiendo y aniquilándose a sí mismo” a través de la noche (N 2,18,4).

En la misma línea de la catarsis total coloca figurativamente otro episodio bíblico, en el que halla confirmación de sus tesis. Para llegar a la unión con Dios es necesario purificar todos los apetitos, “por mínimos que sean”; todos son peligrosos, si se deja alguno habrá siempre lucha contra los enemigos. Es lo que le sucedió a los hijops de Israel al no haber escuchado el aviso del ángel para que “acabasen con la gente contraria”. Por no hacerlo Dios “les dejaría entre ellos muchos enemigos” (Jue 2,3). Idéntica es la suerte del espiritual que no liquida todos los apetitos desordenados; “la amistad y alianza con la gente menuda de imperfecciones, no acabándolas de mortificar”, será motivo permanente de lucha (S 1,11,7).

Los dos serafines con seis alas, en la visión de Isaías (6,2;16,3), representan la capacidad purificativa de las tres virtudes teologales, es decir “el cegar y apagar los afectos de la voluntad acerca de las cosas de Dios” (S 2,6,5; 2,16,3). Para J. de la Cruz no es posible librarse de los apetitos sensitivos “hasta que el Señor no envía su ángel en derredor de los que le temen y los libra y hace paz y tranquilidad”. Por eso el alma pide la ayuda de los ángeles para que “cacen las raposas de esos apetitos” (CB 16,2).

Otra imagen relacionada con la purificación de apetitos y la intervención de los ángeles se encontraría según J. de la Cruz en el libro que el ángel mandó comer a san Juan (Ap 10,9). En la “boca le hizo dulzura y en el vientre amargor” (S 1,12,5). La correlación figurativa para el Santo es sencilla: el sentido equivale a la boca; por el vientre “se entiende la voluntad” (CB 2,7).

De signo bastante distinto es otra escenificación bíblica con intervención angélica. Del altar en que se ofreció a Dios el sacrificio ordenado por el ángel a Manué se elevó al cielo una llama, mientras el ángel desapareció de la vista (Jue 13, 22). Aquella llama era imagen del fuego de amor “que tan vehemente sale cuando es más intenso el fuego de la unión, en la cual se unen y suben los actos de la voluntad arrebatada y absorta en la llama del Espíritu Santo” (LlB 1,4).

Más alejadas del texto bíblico aparecen algunas representaciones metafóricas de los ángeles en los versos del Santo. Pueden compararse a las “majadas” porque a través de sus coros y jerarquías “van nuestros gemidos y oraciones a Dios”, ofreciéndoselas ellos (CB 2,3). También pueden decirse “pastores”, “porque no sólo llevan a Dios nuestros recaudos, sino también traen los de Dios a nuestras almas, apacentándolas, como buenos pastores de dulces comunicaciones e inspiraciones de Dios … y ellos nos amparan y defienden de los lobos, que son los demonios” (CB 2,3). La creación es como un “prado de verduras, esmaltado de flores”. Las flores que lo hermosean son precisamente “los ángeles y almas santas” (CB 4,6). Sin la explicación en prosa sería imposible descubrir bajo estas atrevidas metáforas alegorizantes la presencia de los ángeles. Gracias al comentario auténtico de los versos se puede gustar su riqueza espiritual

III. Reflexión teológica

Al hilo del dato bíblico y del legado patrístico, J. de la Cruz asume pacíficamente la angeleología elaborada durante el Medioevo y codificada por S. Tomás. No tuvo interés particular en organizar un cuerpo orgánico de doctrinas en torno a los ángeles; los datos dispersos permiten recomponer las líneas fundamentales de su pensamiento al respecto. Para él, los ángeles son seres muy perfectos y a la vez criaturas limitadas, por lo mismo infinitamente distantes de Dios. Suelen llamarse “criaturas celestiales” y en sentido acomodaticio también se les considera “dioses”, a la manera del Salmo 76,14, suponiendo que en este texto con tal nombre se alude a los “ángeles y almas santas” (S 2,8,3).

Aunque los ángeles son las criaturas más nobles y excelsas, comparten con el hombre la racionalidad o inteligencia, por lo mismo ayudan más que ninguna otro ser temporal al conocimiento de Dios (CB 7,1). La diferencia radical está en que son espíritus puros, sin vinculación alguna a la materia; por lo tanto, más puros, clarificados y cercanos a Dios (2,12,4). En clave escolástica dirá J. de la Cruz que son “sustancias incorpóreas” y, en consecuencia, inmortales (S 2,24,2).

Sin estar dependientes para nada de lo sensible, tienen capacidad de gozar y disfrutar: “Perfectamente estiman las cosas que son de dolor sin sentir dolor, y ejercitan las obras de misericordia sin sentimiento de compasión” (CB 20-21,10). Comparten con Dios y los santos la obra divina en las almas, pues el Señor, “no sólo en sí se goza, sino que también hace participantes a los ángeles y almas santas de su alegría” (CB 22,1).

Siguiendo a san Gregorio va más allá en esta línea. Aunque los ángeles gozan de la posesión de Dios, son capaces de deseos, pero sin ansia o pena. El deseo que dice san Pedro (1 Pe. 1,12) que tienen los ángeles de ver al Hijo de Dios, a quien ya poseen, se explica por la dinámica connatural al amor-posesión: “Cuanto más desea el alma a Dios más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura”. Es lo que se verifica en los ángeles que, “estando cumpliendo su deseo, en la posesión se deleitan, estando siempre hartando su alma con el apetito, sin fastidio de hartura: por lo cual, porque no hay fastidio, siempre desean, y porque hay posesión, no penan” (LlB 3,33).

Donde se muestra especialmente agudo y original J. de la Cruz es al hablar de la bienaventuranza de los ángeles, y comparativamente de las almas santas, en la comunicación de la Palabra única de Dios, que es Cristo. Esa bienaventuranza excluye la oscuridad de la fe, propia del viandante, y el deseo de la esperanza. En la Palabra definitiva del Padre todo es ya luz y día (S 2,3,5). La suprema fruición para los ángeles y bienaventurados radica en conocer y penetrar siempre más en la “espesura de los misterios de Cristo” (CB 37,39). Hay tanto que ahondar, que nunca se toca fondo. Dios sigue siendo siempre para los ángeles y santos “toda la extrañez de las ínsulas nunca vistas”. Es siempre tan original, que “siempre les hace novedad y siempre se maravillan más” (CB 14-15,8). Todo esto se refiere, naturalmente, a los “ángeles buenos”, así llamados para distinguirlos de los “malos” o  demonios, distinción elemental y permanente en J. de la Cruz.

IV. Encomiendas y funciones

Arranque de cuanto enseña J. de la Cruz sobre la mediación de los ángeles es esta afirmación: “Todas las obras que hacen los ángeles e inspiraciones se dice con verdad en la Escritura y propiedad, hacerlas Dios y hacerlas ellos” (N 2,12,3). Todo el quehacer de los ángeles lo compendia el Santo en dos funciones básicas: “vacar a Dios” y “favorecer al hombre”.

La existencia entera de esos seres bienaventurados se realiza contemplando a Dios y disfrutando de él. Su ocupación permanente es “vacare Deo”, es decir, alabar, bendecir, adorar y gozar a Dios. Lo que se dice tradicionalmente “asistir al trono de Dios”. Vacar a Dios es entretenerse con él. “Vagan a Dios, dice el Santo, entendiendo en él” (CB 7,4). Atendiendo a sus grados o jerarquías, los más elevados se denominan “contemplantes”, que son los serafines (S 2,9,2). Por su propia naturaleza los ángeles son modelos y paradigma de las almas contemplativas, cuyo ideal es alcanzar la  “advertencia o asistencia amorosa en Dios”.

Mientras “asisten al trono de Dios”, los ángeles reciben de él encomiendas para los humanos. Por eso su “oficio es favorecer a los hombres”, de modo especial defendiéndolos del ángel malo, el demonio (CB 2,3; 16,2). En su condición de “terceros o medianeros”, su misión tiene doble vertiente: por un lado, llevan a Dios las súplicas y necesidades del hombre; por otro, comunican a éste los recados y favores de lo alto. Son así enlaces entre el cielo y la tierra.

De ahí nace la conveniencia de acudir a ellos en las necesidades, en las tribulaciones y en los peligros. Siempre es útil y provechoso invocar a los ángeles (CB 16,3). De hecho, asegura J. de la Cruz, nuestras oraciones van a Dios, “ofreciéndoselas los ángeles”. De coro en coro llevan hasta él nuestras súplicas y gemidos (CB 2,3).

La mediación aparece aún más jerarquizada en la dirección descendente: cuando los ángeles traen al hombre “los recados” de Dios. De algún modo todos pueden englobarse en “dulces comunicaciones e inspiraciones” (CB 2,3). De manera concreta J. de la Cruz atribuye a los ángeles las inspiraciones íntimas y secretas que mueven el espíritu a las cosas divinas y que cumplen función básica en el proceso espiritual (CB 7,6-7). Es necesario estar abiertos a esas inspiraciones y seguirlas con docilidad. Advierte agudamente el Santo que “no da lugar el apetito a que le mueva el ángel cuando está puesto en otra cosa” (Av 42).

Función prioritaria de los ángeles, y en sentido contrario a las buenas inspiraciones, es la de ayudar al hombre a desenmascarar las insidias del “ángel malo”, el demonio, porque se viste con frecuencia como “ángel de luz” y engaña astutamente a las almas. Sus insidias llegan hasta fingir gracias muy elevadas. Opina el Santo que la mayor parte de las “visiones concedidas a las almas llegan por medio de los ángeles” (N 2,23,7). Para evitar que penetre en ese ámbito la acción diabólica, Dios se sirve de los ángeles para introducir a las almas hasta el más profundo recogimiento, donde no puede penetrar el maligno (N 2,23,8).

El punto capital de la función angélica coincide también con el núcleo central de la doctrina sanjuanista. Explica el proceso purificativo-iluminativo de la  contemplación asumiendo en pleno la teoría dionisiana, descrita con exactitud y precisión. La obra purificadora e iluminadora llega desde Dios hasta la criatura como acción unitaria y escalonada. De Dios pasa por los ángeles, en sus jerarquías y coros, a los hombres. La misma Sabiduría de Dios que “purga e ilumina a las almas” es la que “purga e ilumina a los ángeles de sus ignorancias, haciéndolos saber, alumbrándolos de lo que no sabían, derivándose desde Dios por las jerarquías primeras hasta las postreras, y de ahí a los hombres” (N 2,12,3, a leer todo el capítulo).

V. Misiones concretas y personales

También en este punto deben distinguirse dos cosas: la atribución de ciertas misiones “personales” a determinadas figuras angélicas y la existencia de ángeles que tienen la encomienda de cuidar a los hombres. Las encomiendas más relevantes han sido las confiadas a Gabriel, designado como “arcángel” únicamente en el romance sobre la Encarnación. Comunicó a Zacarías el nacimiento de Juan (CB 2,4) y anunció a la Virgen María la concepción del Hijo de Dios por la “obumbración del Espíritu Santo” (LlB 3,12). A Rafael se le confió la encomienda de comunicar al joven Tobías pasar tres noches antes de juntarse con su esposa (S 1,2,2-4). Miguel fue enviado al Obispo de Siponto (hoy Manfredonia) para encomendarla la erección de “un oratorio en memoria de los ángeles” en el Monte Gargano (S 3,42,5; no es del todo segura la autenticidad sanjuanista de este texto). Aunque no es de índole estrictamente personal, merece la pena recoger una referencia especial de la intervención angélica. Es la que se refiere a ciertas gracias místicas, en concreto la  transverberación y la estigmatización. En ellas la obra de “un serafín” es embestir con una flecha o dardo “encendidísimo en fuego de amor” interiormente en el espíritu, en la primera (LlB 2,9), o en el sentido corporal, con llaga y herida, “si alguna vez da Dios licencia para que salga algún efecto afuera”, como acaeció cuando el serafín llagó al Santo Francisco” (LlB 2,13). Conviene notar que el Santo habla de “serafín”, mientras  S. Teresa atribuye la misma gracia a un “querubín” (V 29,13-14).

Resulta algo sorprendente el escaso relieve concedido en los escritos sanjuanistas al ángel particular de cada persona, llamado “ángel custodio”. La única mención explícita es la siguiente: “Mira que tu ángel custodio no siempre mueve el apetito a obrar, aunque siempre alumbra la razón” (Av 37). Prosigue en el aviso siguiente de forma implícita: “No da lugar el apetito a que le mueva el ángel cuando está puesto en otra cosa” (Av 38). Pese a su laconismo, esta advertencia revela claramente que J. de la Cruz da por supuesta la existencia del “ángel custodio”; está sobreentendida en muchas de sus páginas; en algunas abunda en consideraciones sobre su forma de actuar en el alma, más allá de infundir santas inspiraciones. La mejor manera de percibir su presencia y actuación es contraponer la acción del “ángel bueno” a la del ángel malo, el demonio, como hace el Santo al fin de la Noche (2,23,6-11). Deja bien dibujado el perfil del ángel custodio.

BIBL. — EULOGIO PACHO, “Cortejo de medianeros y mensajeros. Angeleología sanjuanista”, en ES I, 311-321; ISMAEL BENGOECHEA, “San Juan de la Cruz y los ángeles”, en la revista Cántico nn. 27-29 (1991) 92-97.

Eulogio Pacho