San Juan de la Cruz utiliza con cierta frecuencia el término angustia en sus escritos, a reserva de otros que pueden ser sinónimos, de expresiones e imágenes significativas que aluden a la misma experiencia. Por lo demás es evidente que el término angustia no comporta para el carmelita del siglo XVI las múltiples determinaciones que tiene hoy para nosotros. Como concepto (S. Kierkegaard, El concepto de la angustia) hay que decir que la angustia es una adquisición moderna, que no se puede comprender sin la filosofía existencial, el psicoanálisis, la clínica en general, y sobre todo la concepción del mundo del hombre actual, que incluye la experiencia filosófica de la muerte de Dios. En una visión teocéntrica del mundo y del hombre no cabe el planteamiento explícito, es decir, tematizado, de tal problema.
Las expresiones de nuestro autor relativas a la angustia, donde aparece el término en cuestión, así como la experiencia misma, se aglutinan principalmente en la Subida (libro 1º) y en la Noche (lib. 2º). A lo largo de estas páginas las referencias a la angustia se polarizan en dos momentos de especial intensidad, uno inicial y otro final con respecto al proceso completo de la purificación nocturna.
I. En el libro primero de ‘Subida’
Antes de la noche propiamente dicha, la referencia al mundo es aún significativa: “Y todo el señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia y cautiverio” (S 1, 4,6). El alma, asida a las criaturas, empieza a vivir este vínculo, sin embargo, en inquietud y desasosiego, “porque en los apetitos, que son las espinas, crece el fuego de la angustia y del tormento” (S 1,7,1); la angustia junto al tormento es el contrapunto de la realización del apetito, y por tanto expresión de una cierta frustración del deseo, en este capítulo donde se expone el segundo daño de los apetitos, que atormentan y afligen.
La fenomenología del apetito que desarrolla J. de la Cruz en los primeros capítulos de Subida, pone de relieve la dimensión agónica del deseo humano, entroncado en una carencia radical, que lo empuja hacia el mundo a la búsqueda de un cumplimiento incierto, aguijoneado por las contradicciones internas que lo estructuran. Al horizonte vacío, hacia el que tiende el apetito, “como el enamorado en el día de la esperanza, cuando le salió su lance en vacío” (S 1,6,6), se superpone el efecto angustiante del acoso de la demanda. Pero como el místico asigna desde el principio un objeto al deseo, se manifiesta como angustia el deseo errátil y desmesurado que encadena a las criaturas, e impide el vuelo libre hacia Dios.
Resumiendo, pues, la angustia en Subida, está puesta en relación con el apetito. Más que angustia –desde un punto de vista estrictamente psicológico–, se podría llamar ansiedad (anxietas, inquietud). Se trata, en efecto, de un movimiento ansioso en donde se evidencia una insatisfacción respecto de las criaturas del mundo, mezcla de desencanto y apego que se hace patente en los “dejos”, regusto amargo que se pega al paladar, lo estraga, y a la vez enardece la sed. Ansia insaciada e insaciable que provoca una acumulación de tensión anhelante, pues, no acertando a resolverse en ninguna criatura, retorna a sí, en un movimiento compulsivo de obstinación/frustración. “Porque no se sale de las penas y angustias de los retretes de los apetitos, hasta que no estén amortiguados y dormidos” (S 1,1,4), pues en verdad “son como unos hijuelos inquietos y de mal contento” (S 1,6,6). La resolución de la angustia-ansiedad, será aquietamiento que se alcanza, por tanto, no el cumplimiento del deseo, sino en el vacío de éste, como suspensión del movimiento del apetecer.
II. En el segundo libro de ‘Noche’
En el corazón de la medianoche, el místico desasido ya de toda criatura y de sí mismo, se encuentra en los abismos de la purgación, confrontado radicalmente a la finitud, y sufre angustias de muerte: “En pobreza, desamparo y desarrimo de todas las aprehensiones de mi alma, esto es, en oscuridad de mi entendimiento, y aprieto de mi voluntad, en aflicción y angustia acerca de la memoria… salí de mí misma” (N 2,4,1)
Nos encontramos en la “noche pasiva”, aquí sí podemos hablar ya propiamente de una angustia radical, angustia de la nada, que algunos filósofos de nuestro tiempo han desarrollado y profundizado como experiencia metafísica, pero que cobra aquí una forma peculiar, e incluso diríamos un dramatismo especial, al vivirse en el ámbito religioso de la fe, en lugar de evidenciar un horizonte agnóstico. Distancia y contacto con el Absoluto parecen indicar los dos polos que determinan la dialéctica de la angustia en la noche pasiva del espíritu.
La angustia, que venía agitando la superficie del espacio propio (como espacio de deseo), emerge ahora en toda su radicalidad, en su dimensión constitutiva, por cuanto remite al espacio del absolutamente Otro, y acontece en la distancia que separa de El y en el contacto que desgarra, atacando las contradicciones esenciales del ser criatura y revolviendo lo más íntimo del alma. Se trata de un pathos propiamente místico, un padecer a Dios que el autor llama sobrepadecer: “Que el alma se siente estar deshaciendo …, padeciendo estas angustias como Jonás en el vientre de aquella marina bestia” (N 2,6,1), y más adelante: “Pues no sólo padece el alma vacío y suspensión de estos arrimos naturales … mas sobrepadece grave deshacimiento y tormento interior” (N 2,6,5).
En este tormento, no obstante, el alma reconoce siempre a Dios, su doliente presencia, como hacedor del dolor. La afirmación de su presencia, en esa inmensa distancia –toda la distancia de la noche, entendida ésta como tránsito–, que separa el ser finito del ser eterno –en expresión de E. Stein– es, por lo mismo, fuente de angustia: “La colocó Dios en las oscuridades como los muertos del siglo, angustiándose por esto en ella su espíritu y turbándose en ella su corazón” (N 2,7,3)
La angustia es el fondo afectivo de la purificación nocturna, en cuanto la noche misma se caracteriza por un despojamiento de los objetos del mundo y un desasimiento de sí mismo, que conducen a una especie de indeterminación del horizonte significante de la existencia. En ausencia de toda emoción, puesto que, metafísicamente hablando, no hay mundo ni yo a los que hagan referencia dichas emociones, emerge con toda virulencia la angustia, vivida en parte como sensación refleja de pérdida: “Que no se piense que por haber en esta noche y oscuridad pasado por tanta tormenta de angustias, dudas, recelos y horrores…, corría por esto más peligro de perderse” (N 2,15,1)
III. Angustia y palabra
Puesto que el hecho místico es en parte un hecho de lenguaje, no podemos pasar por alto en este padecimiento la relación de la angustia con la palabra, que en estos estadios de la purificación se ve reducida al silencio. La relación de la angustia con la palabra es un aspecto principal del tratamiento de este tema por parte de la filosofía existencial, el aspecto justamente que revela el carácter ontológico, y no meramente psicológico de la misma angustia. A este propósito Kierkegaard señala cómo la angustia puede expresarse en la mudez o en el grito –veremos que así es en la noche más oscura–, pero nunca propiamente en una palabra humana significante (Kierkegaard, o. c.). Por su parte Heidegger apunta que la angustia vela las palabras, acosándonos la nada, y la oquedad del silencio sólo puede ser quebrada por palabras incoherentes (Heidegger en ¿Qué es Metafísica?)
Así descubrimos que, en la noche más oscura, la angustia es también la prueba de la derelicción de la palabra, de esa palabra muda que no encuentra donde acogerse y que es en definitiva deseo. Esta clave de articulación angustia/deseo aparece con gran fuerza en un texto de Job al que recurre J. de la Cruz para expresar lo indecible de la angustia suprema: “En la noche es horadada mi boca con dolores y los que me comen no duermen, porque aquí por la boca se entiende la voluntad, la cual es traspasada con estos dolores … porque las dudas y recelos que traspasan al alma así nunca duermen (N 2,9,8). En otro lugar, recurriendo a Jeremías, nos dice el místico que “a la verdad no es este tiempo de hablar con Dios, sino de poner como dice Jeremías, su boca en el polvo” (N 2,8,1). Aquí queda hondamente simbolizada la angustia religiosa como expresión de esa imposibilidad de la palabra –palabra humana, finita, insignificante, pues es al fin palabra de criatura– en su articulación interna con el deseo, como deseo profundo de Dios. La boca horadada con dolores, la boca humillada y silenciada en el polvo, expresa bien el paso angosto, en vacío y desarrimo, que saliendo de la voracidad de los apetitos crispados en las criaturas, se orienta al deseo infinito que abre los espacios de la visitación; así nos dice que en esta noche pasiva “conviénele al espíritu adelgazarse y curtirse acerca del común y natural sentir, poniéndole por medio de esta purgativa contemplación en grande angustia y aprieto (N 2,9,5). Esos espacios de despliegue sobrenatural de la capacidad espiritual humana, como capacidad de recibir a Dios, serán presentados y tratados en Llama, bajo el símbolo de profundas cavernas del sentido.
IV. Otras referencias textuales
Por lo que se refiere a las abundantes páginas que transcurren entre los dos momentos señalados (S 2 y 3 y N 1) aunque son más didácticas que descriptivas, en ellas se pueden entresacar fenómenos y aconteceres del proceso místico en los que el movimiento nocturno se hace sensible a través de términos de carácter negativo, que son correlatos de la angustia: privación, sequedad, oscuridad, desamparo, olvido, muerte, nada, etc.
Es en estas páginas intermedias, en definitiva, donde aparece la experiencia de vacío o privación de los sentidos, y negación de las potencias. Hay una negación, despojamiento, suspensión de la intencionalidad que se volcaba sobre las cosas, que se vive como amenazante para la integridad psíquica. Para quien se ha adentrado por los senderos de las nadas el mundo no es ya significante, y en esta insignificatividad del mundo emerge la angustia, a veces teñida de melancolía: “Y aunque algunas veces sea ayudada de la melancolía u otro humor (como muchas veces lo es), no por eso deja de hacer su efecto purgativo del apetito” (N 1, 9,3). El término en cuestión no aparece en estas páginas, pero el fondo de angustia se hace sentir, sin embargo, en el recelo de andar perdido: “Y túrbanse a sí mismos pensando que vuelven atrás y que se pierden. Y a la verdad se pierden, aunque no como ellos piensan, porque se pierden a los propios sentidos, y a la propia manera de sentir, lo cual es irse ganando” (S 2,14,4). Esta turbación manifiesta una angustia de conciencia: el alma tensa entre dos maneras de percepción: el mundo desdibujado en un trasfondo crepuscular, el Dios que amanece todavía lejos del sentir negado y mortificado en la noche de las potencias.
Desde un punto de vista psicológico, visiones, audiciones y revelaciones, pueden ser consideradas como expresión de la represión de la angustia y del intento de evitar el vacío que suscita esta propuesta de mortificación. Se trataría, por supuesto, de una elaboración inconsciente. Siguiendo al especialista en psicología religiosa A. Vergote (Dette et désir, Seuil, París 1978), podemos considerar estos fenómenos como una puesta en marcha de la capacidad transferencial del deseo, desplazamientos entre lo imaginario y lo simbólico de representaciones largamente elaboradas con los contenidos que se encuentran en los linderos de una fe conscientemente asumida y las fantasías inconscientes. Para salir de estas vacilaciones es necesario el olvido, la suspensión de la rememoración nostálgica. Lo cual nos hace comprender que la angustia se encuentra en estrecha relación con la memoria y el olvido.
Finalmente señalaremos que si la angustia expresa el trasfondo afectivo y ontológico de la contemplación nocturna como inmersión en un abismo de tiniebla, las ansias de amor, por otra parte, marcan un ritmo nuevo de ascenso, cuando en la voluntad purificada se siente el toque de la inflamación de amor; por eso en el libro segundo de Noche, hay como una especie de viraje brusco, cuando nos encontramos en la más profunda miseria, la angustia se torna ansia de amor en un impulso poderoso de unión: “Pero es aquí de ver cómo el alma, sintiéndose tan miserable y tan indigna de Dios, como hace aquí en estas tinieblas purgativas, tenga tan osada y atrevida fuerza para ir a juntarse con Dios” (N 2,13,9).
Podemos entender como angustia, según hemos venido explicando, el aspecto negativo del deseo, pero cuando esta negación enraíza en su origen, es decir, cuando se vive como fundada en el amor (suponiendo la experiencia de ausencia), entonces hablamos de ansias.
BIBL. — MANUEL BALLESTERO, Juan de la Cruz: de la angustia al olvido, Península, Barcelona 1977; JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l’ expérience mystique, 2ª ed. Alcan, Paris 1931; MARTIN HEIDEGGER, ¿Qué es Metafísica?, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974; SÖREN KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, Espasa-Calpe, Madrid, 1979; MARÍA DEL SAGRARIO ROLLÁN, Extasis y purificación del deseo, Diputación Provincial, Avila, 1991; Id. “De la fe angustiada a las ansias de amor: S. Kierkegaard y San Juan de la Cruz”, en Diálogo Ecuménico 73 (1987) 223-245; ANTOINE VERGOTE, Dette et désir; deux axes chrétiens et la dérive pathologique, Seuil, Paris, 1978.
María del Sagrario Rollán