La coloca J. de la Cruz en segundo lugar entre los siete vicios capitales, después de la soberbia (S 3,29,5; N 1,3). Le interesa únicamente en su vertiente espiritual, por lo mismo, como fuente o raíz de muchas imperfecciones y obstáculo para la perfección. Citando a san Pablo (Col 3,5) la define como “servidumbre de ídolos”, porque, en el fondo, la avaricia conduce a poner el gozo en las cosas temporales o espirituales, no en Dios. El “no hacer caso de poner su corazón en la ley de Dios por causa de los bienes temporales, viene el alejarse mucho de Dios el alma del avaro, según la memoria, entendimiento y voluntad, olvidándose de él como si no fuese Dios; lo cual es porque ha hecho para sí dios del dinero y bienes temporales”, por lo que san Pablo llama a la avaricia “servidumbre de ídolos” (S 3,19,8).
Trasladada al plano espiritual, la avaricia procede de que algunos, especialmente los principiantes, “ no se ven contentos en el espíritu que Dios les da”, y así “codician unas y otras cosas espirituales”, sin sentirse nunca satisfechos. Se les va el tiempo en escuchar consejos, “aprender preceptos espirituales, y tener y leer muchos libros que traten de eso”, en lugar de “obrar la mortificación y perfección de la pobreza interior de espíritu que deben” (N1,3,1). Lo peor es poner el gozo y el corazón codiciosamente en los bienes materiales, pero cualquier tipo de avaricia es nocivo espiritualmente, “no da más que sean cosas espirituales que temporales” (N 1,3,2). Como son similares los daños que se siguen, parecidos son también los remedios señalados por el Santo (S 3,19; N 1,3). Sucede con la codicia lo mismo que con los vicios capitales; un apetito de avaricia puede causar todos los daños privativos y positivos, señalados en Subida 1, 6, aunque “principal y derechamente causa aflicción” (S 1, 12,4).
Por cuanto opuesta radicalmente a la pobreza o desnudez exigida por Cristo y requerida para la perfección, la avaricia debe combatirse con la purificación radical del sentido y del espíritu. Esto reclama lucha y esfuerzo personal, pero, como advierte J. de la Cruz, es algo tan radicado en la naturaleza humana que “no se puede el alma purificar cumplidamente hasta que Dios le ponga en la pasiva purgación de la noche oscura”. Conviene que haga cuanto esté de su parte para perfeccionarse y merecer que Dios la “ponga en aquella divina cura”, pero “por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta” para la divina unión de perfección (N 1,3,3). Las normas y pautas a seguir en el trabajo de depuración, en concreto de la codicia espiritual, las ha trazado magistralmente J. de la Cruz en los capítulos 33-45 del tercer libro de la Subida y en el 3 del primero de la Noche, que son perfectamente paralelos, hasta en la ejemplificación.
Eulogio Pacho