La limitada presencia del sustantivo “bautismo” en los escritos sanjuanistas podría inducir a pensar que su espiritualidad concede poco relieve a este elemento fundamental de la vida cristiana. Sólo en tres ocasiones menciona explícitamente el término Bautismo (CA 37,1; 37,5 y CB 23, 6). No es cuestión de palabras, sino de datos. El Santo se coloca en una perspectiva en que la espiritualidad sacramental tiene poco espacio expositivo, pero está siempre presente y subyacente, aflorando de manera explícita cuando se presenta ocasión propicia. Da por conocida y aceptada la visión tradicional, limitándose a aquellos aspectos de la espiritualidad que juzga más olvidados o de mayor urgencia en su contexto religioso-cultural.
Las líneas maestras de su espiritualidad profundamente bautismal siguen fundamentalmente este esquema. El hombre salió de las manos de Dios en la creación limpio y puro, a imagen del mismo Dios y con su impronta inconfundible. Fue la “limpieza del estado de la justicia original” (CA 37,1; cf. CB 34,4), en que “Dios dio a Adán gracia e inocencia” (CA 37,5). Dios mirando amorosamente al hombre le hizo gracioso, infundiéndole su amor y gracia, “con la que le hermosea y levanta tanto, que le hace consorte de la misma Divinidad” (CB 32, 3-4), por lo mismo, “hijo adoptivo” (CB 1,14; 36,5; LlB 1,27).
Por desgracia, el hombre no fue fiel a Dios; debajo del árbol del paraíso estragó su naturaleza con el pecado perdiendo la pureza e inocencia recibidos; se apartó de Dios (CB 23 entera). La limpieza y blancura de su ser se tornó color moreno de culpas, imperfecciones y “bajeza de condición natural” (CB 33, 4-6). Para restablecer la situación primera fue necesaria de nuevo la obra divina. El “estrago” de la naturaleza humana por el pecado del paraíso fue reparado por Cristo en el “árbol de la Cruz”, donde “el Hijo de Dios redimió, y por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma, dándole él gracias y prendas para ello en la cruz” (CB 23,3; cf. 5,4). La reparación o redención del hombre se realizó “con admirable manera y traza” y “por aquellos mismos términos que la naturaleza humana fue estragada y perdida”. “Así como por medio del árbol vedado del paraíso fue perdida y estragada la naturaleza humana por Adán, así en el árbol de la cruz fue redimida y reparada por Cristo” (CB 23, 2 y 5).
De este modo Dios levantó de nuevo al hombre a “su compañía y desposorio”. Este desposorio realizado en la Cruz, “se hizo de una vez dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo para cada alma” (CB 23, 6). Es entonces cuando Dios mira “con afecto de amor” e infunde en el alma su gracia, “haciéndola agradable a sus ojos”. Ahí comienza la obra decisiva de la gracia bautismal, sintetizada en dos vertientes fundamentales: por un lado, la limpieza de toda mancha (33,56); por otro, la capacidad de corresponder al amor de Dios (32,6; 33,7).
Con la mirada graciosa de Dios el alma pierde la “negrura de culpas e imperfecciones” y en el bautismo alcanza tal pureza que J. de la Cruz no teme compararla a la del estado original, “en el que el alma recibió pureza y limpieza total” (CA 37,1 y 5; cf. CB 26,14). Con la gracia bautismal recibe el alma la capacidad de vivir la vida divina, “porque poner Dios en el alma su gracia es hacerla digna y capaz de su amor” (CB 32,5). Razona así el Santo: “Amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo, igualándola consigo, y así, ama al alma en sí consigo con el mismo amor que él se ama. Y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (CB 32,6). Todo el progreso espiritual arranca y se desarrolla a partir de la gracia bautismal.
El crecimiento está en proporción a la fidelidad y a la docilidad. Dios da gracia por la gracia dada, como repite insistente el Santo (CB 32,5; 33,7); el que ésta se desarrolle y dé frutos hasta llegar a la perfecta unión e “igualdad de amor” con Dios depende de la correspondencia de cada uno. El desposorio de Dios con el alma en el bautismo se hace “de una vez”, pero el que se desarrolla “por vía de perfección”, asegura el Santo que “no se hace sino muy poco a poco, por sus términos, que, aunque es todo uno, la diferencia es que el uno se hace al paso del alma, y así va poco a poco; y el otro, el del bautismo, al paso de Dios, y así hácese de una vez” (CB 23,6). La lentitud y progresividad no implican renuncia; puede alcanzar una pureza parecida a la del bautismo o a la del estado original. Matizando la afirmación J. de la Cruz reconoce que la perfección no puede identificarse del todo con esas situaciones, pero el alma que alcanza la unión transformante se halla “en cierta manera como Adán en la inocencia” (CB 26,14). Se produce tal armonía entre la parte superior e inferior del hombre en la unión con Dios que “lo sensitivo y espiritual están conformes al modo de la inocencia que había en Adán” (N 2,24,2). Así culmina la gracia bautismal en su progresivo desarrollo. Realiza una especie de retorno a la situación primera del hombre, graciosamente mirado por Dios.
BIBL. — JESÚS CASTELLANO, “Mística bautismal. Una página de san Juan de la Cruz a la luz de la tradición”, en RevEsp 35 (1976) 465-482.
E. Pacho