Es vocablo típico del lenguaje figurado de J. de la Cruz dentro del simbolismo nupcial, de ahí que su uso sea exclusivo del Cántico y de la Llama. Trasladado del sentido corporal al ámbito del espíritu, dolor-dolencia corresponde a un efecto penoso del amor imperfecto o impaciente. Procede del ansia con que se busca al Amado-Dios, que se siente ausente. El sentimiento del vacío o ausencia, después de haber saboreado su presencia, causa en alma-amante esa sensación dolorosa. Escribe el Santo señalando la clave de la figuración: “Bien se llama dolencia el amor imperfecto; porque, así como el enfermo está debilitado para obrar, así el alma que está flaca en amor lo está también para obrar las virtudes heroicas” (CB 11,13).
La aplicación al plano místico-espiritual resulta sencilla: “El que siente en sí dolencia de amor, esto es, falta de amor, es señal de que tiene algún amor, porque por lo que tiene echa de ver lo que le falta. Pero el que no la siente, es señal que no tiene ninguno o que está perfecto en él” (ib. 14). Deja así bien patente que la dolencia tiene sentido ambivalente: por una parte, supone que existe cierto grado o nivel de amor; por otra, que el amor es todavía flaco e imperfecto. Quienes no se han sentido atraídos por el amor de Dios y quienes ya lo tienen muy “calificado” no pueden sufrir dolor, no experimentan la dolencia.
Dentro del mismo cuadro simbólico y espiritual la dolencia se aproxima a otros fenómenos parecidos, como la herida, la muerte y la pena de amor, sensaciones todas ellas procedentes del sentimiento de la ausencia del Amado. Así lo atestigua el comentario a los dos versos en que aparecen el sustantivo “dolencia” y el verbo “adolezco”. Al declarar el verso “decilde que adolezco, peno y muero” (CB 2ª, 5º) escribe: “En el cual representa el alma tres necesidades, conviene a saber: dolencia, pena y muerte. Porque el alma que de veras ama a Dios con amor de alguna perfección, en la ausencia padece ordinariamente de tres maneras, según las tres potencias del alma, que son: entendimiento, voluntad y memoria” (CB 2,6). La dolencia o el adolecer se atribuye aquí acomodaticiamente al entendimiento, la pena a la voluntad y la muerte a la memoria.
Aunque el autor no las relaciona directamente con la dolencia, son sensaciones similares y muy próximas a la misma las “tres maneras de penar por el Amado acerca de tres maneras de noticias que de él se pueden tener” (CB 7,2), que son: “herida, llaga y llaga afistolada” (ib. 2-4). Dado que proceden de noticias o conocimiento podrían considerarse formas de la dolencia, en conformidad con lo señalado antes (CB 2,6).
El juego del lenguaje simbólico no permite extremar el rigor conceptual de los vocablos. Estos están sometidos a las exigencias acomodaticias de la creación poética con sus infinitas connotaciones. Sólo en este sentido cabe señalar peculiaridades a cada uno de los fenómenos o sentimientos afines a la dolencia. Esta sería una enfermedad general que encuadraría de algún modo las demás sensaciones penosas causadas por el amor: “La enfermedad de amor no tiene otra cura sino la presencia y figura del Amado”. La razón “es porque la dolencia de amor, así como es diferente de las demás enfermedades, su medicina es también diferente; porque en las demás enfermedades, para seguir buena filosofía, cúranse contrarios con contrarios, mas el amor no se cura sino con cosas conformes al amor” (CB 11,11).
J. de la Cruz describe con extraordinario grafismo y belleza los rasgos peculiares de la dolencia amorosa. Quien la padece “está como un enfermo muy fatigado que, teniendo perdido el gusto y el apetito, de todos los manjares fastidia, y todas las cosas le molestan y enojan. Sólo en todas las cosas que se le ofrecen al pensamiento o a la vista tiene presente un solo apetito y deseo, que es de su salud, y todo lo que a esto no hace le es molesto y pesado” (CB 10,1).
La dolencia, como cualquier enfermedad de amor, implica una situación espiritual notablemente avanzada, y en sí misma es efecto positivo del amor divino; por otra parte, y en cuanto causa pena y ansia, presenta un aspecto que puede considerarse negativo; por eso mismo se convierte en medio o instrumento de purificación. El corazón llagado con el dolor de la ausencia, sólo se cura y sacia con el “deleite y gloria de la presencia”; de ahí que las heridas y dolencias son a la vez sabrosas y penosas (CB 9 entera). Como el alma enamorada de Dios reconoce que no “hay cosa que pueda curar su dolencia sino la presencia y vista de su Amado, desconfía de cualquier otro remedio”, pidiéndole insistentemente la “entrega de su posesión y de su presencia” (CB 6,2).
En toda prueba de amor la fe-fidelidad juega papel decisivo. El alma enamorada conoce por fe que su conocimiento y amor de Dios son siempre imperfectos en esta vida; están como en dibujo o esbozo, por lo que siempre aspira a que se vuelvan perfecta pintura: “Aquí el alma se siente con cierto dibujo de amor, que es la dolencia … deseando que se acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo, que es su Esposo el Verbo, Hijo de Dios” (CB 11,12). Hay momentos en que el ansia amorosa es tal, que “por fuerza ha de penar según la dolencia en la tal purga y cura” (LlB 1,21). El encarecimiento sanjuanista es significativo: “No se puede encarecer lo que el alma padece en este tiempo, es a saber, muy poco menos que en el purgatorio” (ib.; cf. N 2,6-7; 2,10,5; 2,12,1, etc.). Son las pruebas definitivas de la fidelidad antes de la unión transformante del matrimonio espiritual. Entonces la dolencia, como gemido de esperanza, será ya pacífica y serena.
Eulogio Pacho