Dones del Espíritu Santo

Tomado en sentido estricto el tema de los siete dones del  Espíritu Santo juega un escasísimo papel en el conjunto de la obra sanjuanista. Las menciones explícitas (CB 26,3; S 2,29, 6, estrictamente las únicas) son tan de pasada que no comportan convencimiento y experiencia particularmente importante en el pensamiento y en la expresión del mismo. No usa el esquema de los siete dones para ningún análisis particular, ni enumera nunca la lista clásica de forma ordenada y tradicional.

Sí es constante, sin embargo, en relacionar los dones del Espíritu Santo con la  caridad y con la fe; es decir, que la vida teologal ejercitada en las tres virtudes le parece suficiente mediación para dar cuenta de todos los fenómenos místicos y no precisa añadir este elemento al organismo espiritual. Con el término “dones”, “dones y virtudes” más frecuentemente, alude siempre genéricamente a gracias sobrenaturales actuales, virtudes, frutos o auxilios peculiares que enriquecen la experiencia espiritual, que tienen valor dispositivo para la unión con Dios o son consecuencia de alguno de los grados de esa unión. Ciertamente en el comienzo de este siglo y llevados por la fuerza de las escuelas, muchos autores han concedido importancia sobredimensionada a estas escasas menciones.

I. El alcance de los textos

Los textos citados no ofrecen base para destacar los dones del Espíritu Santo en el sistema espiritual sanjuanista. En Subida 2, 29 introduce el tema en su contexto de purificación del entendimiento por obra de la fe. Se plantea la cuestión de un supuesto adversario que interroga por qué y cómo el autor se atreve a negar el valor o la utilidad de una clase de experiencias místicas que llama “locuciones”. Trata de valorarlas en relación con la revelación general que nos ofrece la fe dogmática y alcanza la fe subjetiva y aprecia su aportación al crecimiento de la unión con Dios. Como siempre, recomienda aplicar a esa experiencia la fe desnuda que el Espíritu Santo, Maestro interior, enseña: “Y si me dijeres que ¿por qué se ha de privar el entendimiento de aquellas verdades, pues alumbra en ellas el Espíritu de Dios al entendimiento, y así no puede ser malo?, digo que el Espíritu Santo alumbra al entendimiento recogido, y que le alumbra al modo de su recogimiento y que el entendimiento no puede hallar otro mayor recogimiento que en fe; y así no le alumbrará el Espíritu Santo en otra cosa más que en fe; porque cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de Dios; y cuanto más caridad tiene, tanto más la alumbra y comunica los dones del Espíritu Santo, porque la caridad es la causa y el medio por donde se les comunica” (ib. 6).

II. Subordinación a las virtudes teologales

No hay para J. de la Cruz otro mayor don del Espíritu que la  fe y la caridad. La vida teologal es el primer y original y originante don de Dios. Todo añadido a las teologales le parece estructura redundante. En el contexto se puede percibir referencias soterradas al don de ciencia, de sabiduría o de entendimiento. “Y, aunque es verdad que en aquella ilustración de verdades comunica al alma él alguna luz, pero es tan diferente la que es en fe, sin entender claro, de ésta cuanto a la calidad, como lo es el oro subidísimo del muy bajo metal; y cuanto a la cantidad, como excede la mar a una gota de agua. Porque en la una manera se le comunica sabiduría de una, o dos, o tres verdades, etc., y en la otra se le comunica toda la Sabiduría de Dios generalmente, que es el Hijo de Dios, que se comunica al alma en fe” (ib). La caridad es la fuente, la cumbre y la medida de los dones del Espíritu Santo. La fe y la caridad en el organismo espiritual juegan el mismo papel que el conocimiento y el amor en el ejercicio natural. En lo que tienen los dones de impulso e inspiración el Santo prefiere atribuir esas funciones a la inhabitación personal del mismo Espíritu Santo, “llama de amor viva” que hiere, cura, eleva y trasforma al hombre y lo une con Dios.

Junto a esta subordinación de los dones a la caridad y al Espíritu Santo el Doctor místico acoge eventualmente a “los dones del Espíritu Santo” en su proyecto como grados de medir el crecimiento en la caridad. Por dos veces entran los siete dones en su “sistema” con esta función de gradación. En CB 26 habla de la situación cumbre del camino espiritual: “En la interior bodega de mi Amado bebí. Esta bodega que aquí dice el alma es el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida, que por eso la llama interior bodega, es a saber, la más interior; de donde se sigue que hay otras no tan interiores, que son los grados de amor por do se sube hasta este último. Y podemos decir que estos grados o bodegas de amor son siete, los cuales se vienen a tener todos cuando se tienen los siete dones del Espíritu Santo en perfección, en la manera que es capaz de recibirlos el alma” (ib. 3). El influjo de la caridad en los dones no sólo es extrínseco. Los dones nacen de ella, que es la “causa y el medio por donde se les comunica” (S 2,29, 6). La expresión última “en la manera que es capaz de recibirlos el alma” sería la más cercana y concordante con la tesis tomista de los dones como “hábitos operativos necesarios para actuar “modo divino, pronta, fácil y fruitivamente la fe y la caridad, que sin ellos serían imperfectos”. Esta idea de la insuficiencia de la fe y la caridad es la que es por entero ajena a J. de la Cruz.

No habla de dones intelectivos que completen la fe. Contemplación es perfección de la fe y no considera que sean los dones los que dan el acto de la  contemplación. Si conoce la doctrina, como aquí parece dar a entender, no la considera de relieve, de tanto relieve como posteriormente alcanzó con Juan de Santo Tomás y los comentadores de esos pasos de la Suma de teología (I-II, p.68-70). La diferencia entre modo pasivo y modo activo le parece suficiente para marcar la necesaria progresión y la gratuidad de todo inicio y avance en el camino de la fe. La caridad o la vida teologal en general para J. de la Cruz es fuerza suficiente para la perfección del hombre. Ella es la que activa y purifica el ejercicio de otros dones y carismas. No hay necesidad en su sistema práctico ni doctrinal para los dones, solo conveniencia.

Esta gradación en siete escalones parece tradicional y con evidentes paralelismos teresianos, pero no provoca doctrina sobre el septenario clásico, aunque el autor se deja envolver por la magia del siete y encadena símbolos numéricos en la continuación de esta cita: “De manera que, si venciere al demonio en lo primero, pasará a lo segundo; y si también en lo segundo, pasará a lo tercero; y de ahí adelante todas las siete mansiones, hasta meterla el Esposo en la cela vinaria (Cant. 2,47) de su perfecta caridad, que son los siete grados de amor”. La mención de la bodega, hace a este texto un claro paralelo del anterior de Cántico 26, pero no se prolonga el paralelismo con la mención de los dones del Espíritu Santo.

Sólo el don de temor se menciona expresamente y se le coloca en el grado más alto de la perfección: “Y así, cuando el alma llega a tener en perfección el espíritu de temor, tiene ya en perfección el espíritu del amor, por cuanto aquel temor (que es el último de los siete dones) es filial, y el temor perfecto de hijo sale de amor perfecto de padre, y así, cuando la Escritura divina quiere llamar a uno perfecto en caridad, le llama temeroso de Dios” (CB 26, 3). Perfectamente nos damos cuenta de que conoce la teoría, pero no la usa. Otras veces ha propuesto escalas de amor (N 2,19-20), pero nunca ha empleado el septenario. La Llama, que abunda en doctrina y experiencias del Espíritu Santo, no menciona el “septiforme munus”.

El don de ciencia parece estar debajo de la especulación en algunos textos (cf. CB 26, 5.8.13.16; 27 4.5 y N 2,17,6). El don de sabiduría cabe entenderlo abundantemente disimulado en muchos textos, pero tanto estos como los demás no forman parte de ningún sistema, no juegan papel alguno en la articulación y ordenamiento de la materia teológica y mística, aunque su trasfondo mental evidentemente coincida con las ideas comunes que ordinariamente convoca en contextos próximos a la teoría tomista. Prefiere el Santo el lenguaje bíblico y sobre todo poético. Es decir, que ha descubierto nuevos nombres para la multiforme acción del Espíritu Santo y prefiere atenerse a esos productos de su propio jardín.

Gabriel Castro