Juan de la Cruz establece diferencia entre ejercicio y ejercicios, no tanto en la literalidad cuanto en lo contextual. Apela con frecuencia al uso de sinónimos e imágenes variadas para referirse a uno y a otros. Los más próximos son: camino, puerta, búsqueda, seguimiento, servicio y acto, con sus correspondientes verbos; también obra-obrar, y el genérico hacer, entre otros vocablos
I. Ejercicio y ejercicios
El ejercicio por antonomasia no indica un determinado número de prácticas espirituales; abarca todo lo que el hombre ha de hacer si quiere alcanzar la perfección; su referencia directa está en el texto evangélico de Mc 8, 34-35, comentado por el Santo en Subida (2,7). Este capítulo es como el eje de todo ejercicio del espíritu, y encierra “aquella tan admirable doctrina, no sé si diga tanto menos ejercitada de los espirituales cuanto les es más necesaria, la cual, por serlo tanto y tan a nuestro propósito, la referiré aquí toda y declararé según el germano y espiritual sentido de ella” (S 2,7,4). Prosigue el Santo: “¡Oh, quién pudiera aquí ahora dar a entender y a ejercitar y gustar qué cosa sea este consejo que nos da aquí nuestro Salvador de negarnos a nosotros mismos, para que vieran los espirituales cuán diferente es el modo que en este camino deben llevar del que muchos de ellos piensan! Que entienden que basta cualquier manera de retiramiento y reformación en las cosas; y otros se contentan con en alguna manera ejercitarse en las virtudes y continuar la oración y seguir la mortificación, mas no llegan a la desnudez y pobreza, o enajenación o pureza espiritual … porque el verdadero espiritual antes busca lo desabrido en Dios que lo sabroso, y más se inclina al padecer que al consuelo, y más a carecer de todo bien por Dios que a poseerle, y a las sequedades y aflicciones que a las dulces comunicaciones, sabiendo que esto es seguir a Cristo y negarse a sí mismo, y esotro, por ventura, buscarse a sí mismo en Dios, lo cual es harto contrario al amor. Porque buscarse a sí en Dios es buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no solo querer carecer de eso y de esotro por Dios, sino inclinarse a escoger por Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo; y esto es amor de Dios” (S 2,7,4-5.8).
El proceso espiritual aparece así como un empeño permanente de recorrer “el camino” que lleva a Dios “con ejercicios y obras exteriores” animadas por la disposición interior, que se define, a su vez, “el ejercicio que interiormente estas almas hacen con la voluntad” (CB 25,5).
Al describir el sendero de la perfección evangélica (S 1,13) reafirma el Santo la relación permanente, que existe, según él, entre el “ejercicio de seguir a Cristo” y las prácticas concretas de cada caso y momento. Los cuatro avisos fundamentales, “aunque son breves y pocos, yo entiendo que son tan provechosos y eficaces como compendiosos, de manera que el que de veras se quisiese ejercitar en ellos, no le harán falta otros ningunos, antes en éstos los abrazará todos” (S 1,13,2). El primer aviso y más importante ejercicio es fundamento de todo lo que se sigue y reafirmación de lo precedente: “Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3; S 2,29,9). El reiterado procure de este capítulo es básico en la pedagogía sanjuanista y refunde la mayoría de los Avisos del Santo.
El criterio fundamental que ha de guiar en el “ejercicio espiritual”, según el Santo, reza así: “El camino y subida para Dios sea un ordinario cuidado de hacer cesar y mortificar los apetitos” (S 1,5,4 y 7; cf. LlB 2,28). Por desgracia, según él: “Son muy pocos los que sufren y perseveran en entrar por esta puerta angosta, y por el camino estrecho que guía a la vida” (S 2,7,11; N 1,11,4; N 2,16,9; CB 36,13; CB 37,4; LlB 2,27).
II. Graduación y modalidades
Antes de que el alma llegue al matrimonio espiritual “primero se ejercita en los trabajos y amarguras de la mortificación, y en la meditación de las cosas espirituales … Después entra en la vía contemplativa, en que pasa por las vías y los estrechos del amor” (S 2,14,7-8; CB 22,3; LlB 3,32). Experimenta el ejercicio interior de la noticia general amorosa, sin que haya de dejar la meditación (S2,13,7; 15,1; 15,5; N 1,10,3-4; LlB 3,33.35). Es el momento del sosiego y la quietud. Esto es todo su hacer, “para no estorbar y perder los bienes que Dios por medio de aquella paz y ocio del alma está asentando e imprimiendo en ella” (N 1,10,5). Habrá que estar alerta a las señales indicadoras de que se ha llegado a este estado (S 2,13,3,6). Para esto ha de perderse a sí misma progresivamente según Mt 16, 25 (CB 29,11).
Los primeros ejercicios concretos que se recomiendan al espiritual deben orientarse al dominio de lo sensible, es decir: “el ejercicio de los sentidos y fuerza de la sensualidad” (S 3,26,4), porque de este modo “han de crecer y aumentar las otras fuerzas contrarias” (S 3,26,4). La propuesta contiene una aparente paradoja. El ejercicio de los sentidos exteriores e interiores es impedimento para el progreso espiritual, pues “cuanto ellos de suyo más se ponen en ejercicio, tanto más estorban” (CB 16,11), como deduce el Santo de la autoridad paulina (1 Cor 2,14). Estando así las cosas, lo correcto sería frenar el ejercicio de los sentidos. Se resuelve la paradoja teniendo en cuenta el doble sentido que atribuye el Santo en este contexto al término ejercicio, distinguiendo entre su simple mecanismo físico y su actuación espiritual. Se expresa así: “Como quiera que el ejercicio de los sentidos y fuerza de la sensualidad contradiga … a la fuerza y ejercicio espiritual, de aquí es que menguando y acabando las unas de estas fuerzas, han de crecer y aumentarse las otras fuerzas contrarias, por cuyo impedimento no crecían” (S 3,26,4).
De hecho, “las cosas del sentido y el conocimiento que el espíritu puede sacar por ellas son ejercicio de pequeñuelo” (S 2,17,6). Contradecir la vida del sentido acarrea “una grande disposición para recibir bienes de Dios y dones espirituales” (S 3,26,4). Desfallecer a las cosas que no son Dios es el primer grado en la escala del amor (N 2,19,1).
La “vida espiritual perfecta, que es posesión de Dios por unión de amor … se alcanza por la mortificación de todos los vicios y apetitos y de su misma naturaleza totalmente; y hasta tanto que eso no se haga, no se puede llegar a la perfección de esta vida espiritual de unión con Dios” (LlB 2,32). El ejercicio de la mortificación y del padecer se ha de preferir al de otros ejercicios y penitencias para con la mitad de empeño y tiempo aprovechar más (S 1,8,4; LlB 2,25). Porque “todo uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos y gustos de criaturas” (LlB 2,33) es ejercicio del hombre viejo.
III. Las virtudes, ejercicio permanente
En cualquier estadio de la vida espiritual el ejercicio de las virtudes es imprescindible. Las virtudes son el mayor servicio que un alma puede hacer a Dios (CB 16,1). Lo percibe el alma cuando en la 3ª canción del Cántico canta: “Iré por esos montes y riberas”, que comenta el Santo: “Por los montes, que son altos, entiende aquí las virtudes: lo uno, por la alteza de ellos; lo otro por la dificultad y trabajo que se pasa en subir a ellas, por las cuales dice que irá ejercitando la vida contemplativa. Por las riberas, que son bajas, entiende las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales, por las cuales también dice que irá ejercitando en ellas la vida activa, … porque, para buscar a lo cierto a Dios y adquirir las virtudes, la una y la otra son menester … Esto dice, porque el camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,12; 3,4).
En otro lugar afirma el Santo: “Las virtudes por sí mismas merecen ser amadas y estimadas … y ejercitarlas por lo que son en sí y por lo que de bien humana y temporalmente importan al hombre” (S 3,27,3). Son el medio idóneo para encontrar a Dios: “el que [a Dios] busca por el ejercicio y obras de las virtudes, dejado aparte el lecho de sus gustos y deleites, éste le busca de día, y así le hallará” (CB 3,3). Pues “el que quisiere … aprovechar en las virtudes y gozar de la consolación y suavidad del Espíritu Santo, no, no podrá si no procura ejercitar con grandísimo cuidado los cuatro avisos siguientes, que son: resignación, mortificación, ejercicio de virtudes, soledad corporal y espiritual” (Avisos a un religioso 1, 2 y 5). También se ha de tener en cuenta que las virtudes “que se adquieren … con trabajo por la mayor parte son más escogidas y esmeradas y más firmes que si se adquiriesen sólo con el sabor y el regalo del espíritu, porque la virtud en la sequedad y dificultad y trabajo echa raíces” (CB 30,5; 22,7).
El ejercicio virtuoso ataja además la sequedad de espíritu (CB 17,2), ya que las virtudes se generan por los actos de amor (CB 30,4). El acto virtuoso “produce en el alma y cría juntamente suavidad, paz, consuelo, luz, limpieza y fortaleza” (S 1,12,5). Las virtudes son escudos que vencen los vicios y defensa; así como premio y corona del trabajo (CB 24,9). El ejercicio de las virtudes se alcanza en la experiencia de la noche (N 1,13,6): “Nace el amor al prójimo, porque los estima y no los juzga como antes solía cuando se veía a sí con mucho fervor y a los otros no” (N 1,12,8). La obediencia como virtud concreta obra en este momento de la noche: “Como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera los encamine y diga lo que deben hacer” (N 1,12,9). Si la noche purificadora alcanza sus frutos es porque en ella operan las virtudes en conjunto: “La paciencia y longanimidad, que se ejercita bien en estos vacíos y sequedades, sufriendo el perseverar en los espirituales ejercicios sin consuelo y sin gusto. Ejercítase la caridad de Dios, pues ya no por el gusto atraído y saboreado que halla en la obra es movido, sino sólo por Dios. Ejercita aquí también la virtud de la fortaleza, porque en estas dificultades y sinsabores que halla en el obrar saca fuerzas de flaquezas y así se hace fuerte. Y finalmente, en todas las virtudes, así teologales como cardinales y morales, corporal y espiritualmente se ejercita el alma en estas sequedades” (N 1,13,5).
IV. En el centro, la caridad
Naturalmente la caridad es la que da valor y consistencia a las demás virtudes, incluso en la función purificativa: “Ni más ni menos, vacía y aniquila las afecciones y apetitos de la voluntad de cualquier cosa que no es Dios, y sólo se los pone en él; y así esta virtud dispone esta potencia y la une a Dios por amor. Y así, porque estas virtudes tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios, le tienen consiguientemente de juntarla con Dios” (N 2,21,11; N 2,19,2,3).
La centralidad de la caridad es reafirmada por el Santo de muchas maneras. “En el amor se asientan y conservan las virtudes; y todas ellas, mediante la caridad de Dios y del alma se ordenan y ejercitan entre sí” (CB 24,7). “Todas estas virtudes están en el alma como tendidas en amor de Dios, como en sujeto en quien bien se conservan … porque todas y cada una de ellas están siempre enamorando al alma de Dios, y en todas las cosas y obras se mueven con amor a más amor de Dios” (CB 24,7). La obra por excelencia del alma es amar a Dios como perfección y cumplimiento de los trabajos padecidos (CB 9,7). Las obras que hace por Dios, ni las esconde con vergüenza, no se afrenta por ellas ante el mundo, pero, sobre todo, “el alma con ánimo de amor, antes se precia de que se vea” (CB 29,7).
Para llegar a esta pureza y llaneza en el amor a Dios, el alma ha tenido que abandonar los gustos y sabores, incluso los que le proporcionaban los ejercicios y obras espirituales (N 1,13,12; CB 29,1). Para J. de la Cruz la “única cosa necesaria” del Evangelio (Lc 10,42) consiste en “la asistencia y continuo ejercicio de amor en Dios … así en la vida activa como en la contemplativa”. Llegada el alma al estado de unión “no le es conveniente ocuparse en otras obras y ejercicios exteriores que le puedan impedir un punto de aquella asistencia de amor en Dios, aunque sean de gran servicio de Dios, porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas” (CB 29,1-2).
En el estado de perfección que se puede adquirir en esta vida, hay un momento en que amar es el único ejercicio: el alma no deja nada para sí; toda su capacidad y habilidad, todas las potencias se emplean en el servicio del Esposo; no se ocupa en otras cosas ajenas a Dios (CB 27,8; 28,2-3; 28,8-9).
Es lo que llama el Santo ‘caudal del alma’ que, ahora en este estado privilegiado, hasta en los primeros movimientos obra en Dios y por Dios (CB 28,5). “Todo el ejercicio de la parte espiritual y de la parte sensitiva, ahora sea en hacer, ahora en padecer, de cualquier manera que sea, siempre la causa más amor y regalo de Dios …; y hasta el mismo ejercicio de oración y trato con Dios … ya todo es ejercicio de amor” (CB 28,9). Más adelante, cuando Dios ha levantado el alma a la unión de amor, lo único deseable es “emplear el alma y ejercitar en las propiedades que tiene el amor” (CB 36,3).
V. Ejercicios y actividades
El ejercicio de la virtud de la humildad lleva consigo la tarea del conocimiento propio y el vencimiento del primer vicio capital que es la soberbia espiritual, siendo el conocimiento propio el ayo que educa en la humildad (N 1,12,7; 13,1). El conocimiento de sí consiste, según J. de la Cruz en “no se andar ya a deleites y gustos, y fortaleza para vencer las tentaciones y dificultades” (CB 4,1; 3,10), “sólo entendiendo en ir por los montes y riberas de virtudes” (CB 4,1) Este trabajo de conocerse bien a sí mismo es condición y el primer peldaño para ir al conocimiento de Dios, que es el fundamento (N 1,12,5), no sólo en los principios del camino espiritual sino en la consolidación de la vida de perfección (N 2,18,4). Es propio de la consideración y discurso racional del alma el ejercitarse en el propio conocimiento. El de las criaturas es el segundo escalón (CB 4,1). La noche con sus sequedades y vaciamiento de las potencias, sitúa al hombre en el lugar que le conviene “al conocer de sí la bajeza y miseria que en el tiempo de prosperidad no echaba de ver” (N 1,12,2).
En la óptica sanjuanista también puede extenderse el concepto de ejercicio espiritual a ciertas actividades, que “provocan o persuaden a servir a Dios”, por lo que se consideran “bienes provocativos” (S 3,45). Tales pueden considerarse los predicadores y directores espirituales. El ejercicio de la predicación tiene dos vertientes según J.: la de los predicadores y la de los oyentes. “A los unos y a los otros no falta que advertir cómo han de guiar a Dios el gozo de su voluntad … acerca de este ejercicio” (S 3,45,1). Ha de buscarse el aprovechar al pueblo. La vanidad es mala arte para encaminar y hacer crecer la fe de los oyentes. Conviene tener presente que el ejercicio de la predicación “es más espiritual que vocal; porque, aunque se ejercita con palabras de fuera, su fuerza y eficacia no la tiene sino del espíritu interior” (S 3,45,2). Por lo que respecta al oyente, el Santo avisa que, si se inclina hacia lo sabroso del ropaje del lenguaje “muy poco o nada de jugo pega a la voluntad; porque comúnmente se queda tan floja y remisa como antes para obrar” (S 3,45,4).
También advierte a los ministros de la palabra que los hombres no se van a convertir, precisamente, por sus muchos sermones y obras exteriores. A ellos les recomienda sin paliativos que gasten la mitad del tiempo “en estarse con Dios en oración … Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco menos que nada … las buenas obras no se pueden hacer sino en virtud de Dios” (CB 29,3).
El Santo tiene una palabra de advertencia a los directores de espíritus, acerca de los ejercicios en que han de encaminar a sus dirigidos: “Han de enderezar [a las almas] en la perfección por la fe y la ley de Dios … Y conforme al camino y espíritu por donde Dios las lleva, procuren enderezarlas en mayor soledad y tranquilidad y libertad de espíritu, dándoles anchura para que no aten el sentido corporal y espiritual a cosa particular interior ni exterior, cuando Dios las lleva por esta soledad, y no se penen ni se soliciten pensando que no se hace nada; aunque el alma entonces no lo hace, Dios lo hace en ella. Procuren ellos desembarazar el alma y ponerla en soledad y ociosidad, de manera que no esté atada a alguna noticia particular de arriba o de abajo, o con codicia de algún jugo o gusto, o de alguna otra aprehensión, de manera que esté vacía en negación pura de toda criatura, puesta en pobreza espiritual. Y esto es lo que el alma ha de hacer” (LlB 3,46). Un poco antes ha escrito el Santo acerca de la ineptitud de algunos maestros espirituales que no saben ejercitar convenientemente a las almas que van pasando del estado de principiantes al de aprovechados (LlB 3, 53). Los ejercicios en que ha de entrenar el alma son, además de lo dicho en el texto citado anteriormente, “desprecio del mundo y mortificación de sus apetitos”, –que es oficio de desbastador– “o, cuando mucho, entallador, que será ponerla en santas meditaciones, y no sabes más, ¿cómo llegarás esa alma hasta la última perfección de delicada pintura … en la obra que Dios en ella ha de ir haciendo? … Porque ¿en qué parará, ruégote, la imagen si siempre has de ejercitar en ella no más que el martillar y desbastar, que en el alma es el ejercicio de las potencias?” (LlB 3,58).
No puede cerrarse la consideración sobre el ejercicio de las virtudes sin recordar un principio fundamental, bien destacado por J. de la Cruz: las virtudes “no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin la ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas en el alma sin ella” (CB 30,6; 31,4; 24,3).
Tampoco se olvida el Santo de recordar que el ejercicio habitual y perseverante de la virtud ahuyenta al demonio, pues el alma entrada en el “escondrijo del interior recogimiento con el Esposo, donde ella, estando ya tan puesta, está tan favorecida, tan fuerte, tan victoriosa, con las virtudes que allí tiene … con grande pavor [el adversario del alma] huye muy lejos y no osa parecer; y porque también, por el ejercicio de las virtudes … de tal manera le tiene ahuyentado y vencido el alma” (CB 40,3). Así mismo las virtudes se vuelven fuertes, seguras y amparadas en el estado de unión como “cuevas de leones … Teme mucho el demonio al alma que tiene perfección” (CB 24,4).
Antonio Mingo