Amistad

Teresa es buen testigo de la amistad en su doble manifestación: amistad puramente humana y amistad espiritual. Es también maestra del tema, pero menos a nivel de reflexión filosófica que en el plano teológico espiritual.

De la amistad, ella tiene el típico concepto clásico: amistad es amor recíproco y desinteresado, amor del uno al otro pero correspondido por éste. Como en la filosofía clásica, también ella tiene de la amistad un concepto abierto, realizable en planos diversos: entre familiares (paterno-filial, fraternal, entre parientes próximos y lejanos), entre compañeros, entre dos personas o en grupo. Y dentro de éste último, la amistad comunitaria entre todos los miembros de la casa religiosa.

En contra de la filosofía clásica-aristotélica, y de acuerdo con la teología de santo Tomás, Teresa extiende el concepto de amistad a la relación de amor entre Dios y el hombre, entre Jesucristo y ella. Esta última extensión del concepto de amistad divino-humana no es metafórica ni sólo simbólica: Teresa la afirma en todo su realismo, hasta el punto de convertirla en una de las piezas maestras de su ideario espiritual. Su idea fundamental de Dios es la de un Dios-amigo. Lo mismo que Jesucristo: “Qué buen amigo” (V 8,6), “es amigo verdadero” (V 22,6).

El calificativo de amor recíproco “desinteresado” no es un matiz accesorio de la amistad. Le es esencial. El “interés” en el amor es un ingrediente que deteriora o adultera la amistad. A este deterioro se debe que el mundo esté lleno de falsas amistades: “Con qué amistad se tratarían todos, si faltase interés de honra o de dineros. Tengo para mí se remediaría todo “ (V 20,27).

Su experiencia personal

Entre las experiencias cruciales de su vida, Teresa vivió un largo episodio de amistades humanas, que influyó decisivamente en su pensamiento. Le ocurrió a lo largo de los 28-38 años de edad, siendo ya religiosa. Al recuperarse física y psicológicamente de la enfermedad que la tuvo postrada en el lecho durante un trienio largo, Teresa cedió al encanto de las amistades personales, no entre las religiosas de la comunidad, sino con personas de fuera, especialmente con caballeros de la ciudad de Ávila. No es claro hasta qué punto esas amistades comprometieron su afectividad. Lo cierto es que hicieron aridecer su vida espiritual. Hasta el punto de reducirla a la impotencia para desprenderse de ellas y recuperar la libertad interior. Impotencia para el desenganche afectivo, y pérdida de la libertad interior, son los dos aspectos negativos que ella subraya al hacer el balance de aquellos hechos (V 24). Otro impacto, también destacado en ese balance, es su influjo negativo en la relación afectiva de Teresa con Dios o con Cristo: “Ya yo tenía vergüenza de en tan particular amistad como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios” (V 7,1).

Teresa necesitó de una especial gracia mística para romper esas amarras, recuperar la libertad y elevarse al plano de la amistad teologal con Cristo. En “Vida” dedica un capítulo entero a referir esa gracia de liberación interior y exterior, sellada con la misteriosa palabra del Señor: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles” (24,5). Aposti­llada así: “Fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos” (ib).

A partir de ese momento no sólo concentra en Cristo su intensa capacidad amorosa, sino que vive y concibe su relación con Dios en términos de amistad. Dios y Cristo adquieren para ella rostro amigo. Es amistad la acción salvífica de Dios en su alma. La oración misma es “trato de amistad” entre los dos (V 8,5-6). Amistad siempre iniciada por El. Y desarrollada, misteriosa y progresivamente, en fuerza de la dinámica interna de la amistad misma hasta cimas inverosímiles. Para Teresa, en ningún otro caso la amistad llega a la plena realización tal como ocurre en esta amistad “hombre-Dios”, “Teresa-Cristo”. Basta recoger un sencillo ramillete de afirmaciones categóricas de la Santa acerca de todo esto:

– “Mucho os (nos) va en tener su amistad” (V 8,5).

– “Dios trata con ella (con el alma, con el hombre) con tanta amistad y amor, que no se sufre escribir (V 27,9).

– “La amistad que estoy obligada a tener a nuestro Señor…” (R 42).

– “Es gran cosa haber experimentado la amistad y regalo con que (El) trata a los que van por este camino (C 23,5)

– “Comienza (el Señor) a tratar de tanta amistad, que no sólo la torna a dejar su voluntad, mas dale la suya (de El) con ella; porque se huelga el Señor, ya que trata de tanta amistad…(de) cumplir El lo que ella le pide” (C 32,12).

– “Son tantas las vías por donde comienza nuestro Señor a tratar amistad con las almas, que sería nunca acabar… las que yo he entendido, con ser mujer…” (Conc 2,23).

– “¡Oh Señor…!, que es posible que aun estando en esta vida mortal se pueda gozar de Vos con tan particular amistad…! (Conc 3,14).

– “Es una amistad la que (El) comienza a tratar con el alma, que sólo las que lo experimentéis la entenderéis” (ib 4,1).

– “Es muy buen amigo Cristo” (V 22,10). “¡Qué buen amigo!” (ib17).

– “Oh Señor mío, cómo sois Vos el amigo verdadero” (V 25,17). “puedo tratar (con El) como con amigo, aunque es Señor” (V 37,5; cf R 3,1).

– “El Señor es muy amigo de amigos” (C 35,2).

Esa sublimación de la amistad, elevada al plano trascendente de la fe y de la experiencia mística, es vivida por Teresa con sumo realismo. Su amistad con Cristo no sólo la libera de las precedentes amistades dispersivas, mediatizadas y alienantes, sino que unificando y encauzando su afectividad, la capacita para abrirse en lo sucesivo a nuevas amistades humanas sumamente realistas, profundas, numerosas.

Amistades en la vida religiosa

Una de las ideas fundamentales de Teresa en su concepción de la vida religiosa es que la comunidad se realiza en la amistad. Tanto en el plano humano como en el evangélico, la vida en comunidad exige el amor cruzado y correspondido de todos los miembros que la componen. Para que eso sea posible, Teresa renuncia al esquema tradicional de comunidades altamente numerosas (masivas), en las que resulta difícil “conocerse y amarse” individualmente. De su viejo monasterio de la Encarnación, integrado por casi 180 monjas, al fundar San José ella opta por el extremo opuesto: comunidad formada por un grupo de solas trece, a la manera del colegio apostólico (“este colesio de Cristo”, dirá ella: CE 20,1), número que luego ampliará pero fijando siempre un tope numérico irrebasable. Otro tanto propondrá para las comunidades de frailes derivadas de Duruelo: “que aunque tuviesen muchas casas, en cada una hubiese pocos frailes” (R 67). Le interesa que la “hermandad” religiosa se realice en un grupo en que sea posible la dinámica de la amistad personal ilimitada: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (C 4,7).

Para la mentalidad de su siglo era tan novedosa esa idea programática de las comunidades poco numerosas, que al publicarse los escritos de la Santa, será una de las páginas incriminadas por sus opositores, que la delatarán expresamente a la Inquisición.

En el grupo religioso, constituido en comunidad contemplativa, es fecunda la “soledad”. Pero es soledad en la comunidad. Sin “aislamiento”. “Gran mal es un alma sola entre tantos peligros” (V 7,20). “Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración… procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con sus oraciones, cuánto más que hay muchas ganancias… Crece la caridad con ser comunicada…” (ib 20-22). Estas convicciones, adquiridas por la Santa mucho antes de fundar la nueva comunidad de San José, las reafirmará dentro del nuevo estilo comunitario y contemplativo (C 4).

Por este motivo propondrá como primera condición para formar al orante o para dar vida a la comunidad contemplativa, “el amor de unos a otros” (C 4,4-5). “Amarse mucho unas a otras” es factor indispensable (C 4,5). Incluso cuando el mutuo amor sea imperfecto, la Santa lo prefiere a la carencia de amor. Le parece obvio: “¿qué gente hay tan bruta que tratándose siempre y estando en compañía y no habiendo de tener otras conversaciones… y creyendo nos ama Dios y ellas a El, que no cobre amor?” (C 4,10). Pero su última motivación es la evangélica: “si este mandamiento (del Señor) se guardase en el mundo…, aprovecharía mucho para guardar los demás.” (C 4,5).

Sin embargo, esa especie de primado del amor-amistad no impide que la Santa tenga una sensibilidad especial para las mal llamadas “amistades particulares”. Les dedica gran parte de los capítulos cuarto y quinto del Camino. No sólo son posibles en la comunidad religiosa, sino que ella las ha conocido en más de un monasterio “aunque no en el mío”, es decir, no en el de la Encarnación (C 4,16). Ella las caracteriza por lo que tienen de absorbente y esclavizante, por separatistas y monopolizadoras del afecto ajeno. Son germen de divisiones y bandos en el grupo. Y minan la hermandad comunitaria. Teresa las anatemiza: “son pestilencia” (C 7,10), es decir, son vectores de muerte o de males endémicos en la comunidad. A ella se le “hiela la sangre” ante la sola idea de que esas pseudoamistades puedan surgir en el pequeño monasterio de San José. Preferiría la previa destrucción de la casa, o “echar de sí esta pestilencia”. “Mucho más vale (la exclusión de esos miembros viciados), antes que pegue a todas tan incurable pestilencia. ¡Oh, que es gran mal!, Dios os libre de monasterio donde entra; yo más querría entrase en éste fuego que nos abrasase a todas” (C 7,11).

Para Teresa es evidente la incompatibilidad de esas pseudoamistades, con la amistad trascendente de la religiosa o del religioso con Cristo: “Cuando esto hubiese, dense por perdidas: piensen y crean que han echado a su Esposo de casa” (C 7,10).

BIBL. – E. Uribe, Amistad, plenitud humana, Teresa de Ávila, maestra de amistad, Bogotá 1977; Silverio S. T, Santa Teresa y sus relaciones de amistad, Burgos 1933.

T. Álvarez