Lucas 1,26-38

Por: Raniero Cantalamessa

El fragmento evangélico comienza con unas sencillas palabras: «En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret». Sin embargo, como de costumbre, nosotros debemos centramos en un punto y este punto son las palabras que pronuncia María al final de todo:

«Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».

Con estas palabras María ha consumado su acto de fe. Ha creído, ha aceptado a Dios en su vida, se ha entregado a Dios. Con aquella su respuesta al ángel es como si María hubiese dicho: «Heme aquí, soy como una pequeña mesa encerada: que Dios escriba sobre mí todo lo que quiera». En la antigüedad se escribía sobre pequeñas mesas enceradas; nosotros hoy diríamos: «Soy un folio en blanco: que Dios escriba sobre mí todo lo que él quiera».

Se podría hasta pensar que la de María fue una fe fácil. Llegar a ser madre del Mesías: ¿no era éste el sueño de toda joven hebrea? Pero nos equivocamos con mucho. Aquél ha sido el acto de fe más difícil de la historia. ¿A quién puede explicarle María lo que a ella le ha sucedido? ¿Quién le va a creer cuando diga que el niño que lleva en su seno es «obra del Espíritu Santo»? Esto no ha acaecido nunca antes de ella y no sucederá nunca después de ella. El filósofo Kierkegaard decía que creer es como «perderse por una calle en la que todos los rótulos dicen: ¡Atrás, atrás!; es como llegar a encontrarse con el abierto mar, allí donde hay setenta estadios de profundidad por debajo de ti; es realizar un acto tal que por ello mismo uno se encuentra completamente arrojado en brazos del Absoluto». En verdad, así ha estado para con María. Ella se ha venido a encontrar en una total soledad sin nadie con quien hablar más que con Dios.

María conocía bien lo que estaba escrito en la ley mosaica. Una muchacha que el día de bodas no fuese encontrada en estado de virginidad, debía ser llevada inmediatamente a la puerta de la casa paterna y ser lapidada (Deuteronomio 22,20s.). María sí que ha conocido el «¡riesgo de la fe!» Carlo Carretto, que pasó distintos años en el desierto, narra este suceso. Entre un grupo de Tuareg, que estaban de paso, había conocido un día a una muchacha «casada» con un joven; pero que según la costumbre no vivía aún con él como su mujer. Entonces, se acordó de María cuando estaba ella también desposada con José, pero aún no había ido a vivir con él. Después de un tiempo, encontró de nuevo a la gente de aquella tribu y preguntó qué había sido de la muchacha. Notó un silencio embarazoso; después, alguien se le acercó aparte e hizo un gesto significativo: se pasó la mano por debajo la mandíbula. ¡Degollada! El día de la boda se descubrió que no era virgen. De golpe, escribe Carretto, entendí a María: las miradas despiadadas de la gente de Nazaret y los guiños; entendí su soledad y aquella misma tarde la escogí para siempre como mi maestra de fe y compañera de mi vida.

La fe de María no ha consistido en el hecho de que haya dado su asentimiento a un cierto número de verdades, como cuando nosotros recitamos nuestro Credo. Ha consistido en el hecho de que se ha fiado de Dios, se ha encomendado completamente a él. Ha admitido a Dios en su vida. Ha dicho su «fiat» a ojos cerrados. Ha creído que «no hay nada imposible para Dios».

Verdaderamente María nunca ha dicho «fiat». Fiat es una palabra latina y María no hablaba latín y ni siquiera griego. ¿Qué habrá dicho en aquel momento?, ¿qué palabra habrá salido de sus labios? Se trata de una palabra que todos, sin quizás estar al tanto de ello, conocemos y repetimos frecuentemente. Ha dicho «amén». Amén era la palabra con la que un hebreo expresaba su consentimiento a Dios. Junto con Abbá, Maranatha, ésta es una de las pocas palabras que los cristianos no se han atrevido a traducir, sino que las han conservado en la lengua en que María y Jesús las habían pronunciado. Con esta breve palabra se dicen muchas cosas: «Si así te place, Señor, así lo quiero también yo». Es como el «sí» alegre y total que pronuncia la esposa al esposo el día de las bodas.

María no ha dado su asentimiento con una triste resignación, como quien dice dentro de sí: «Si no se puede hacer de otra manera, pues bien, que se haga la voluntad de Dios». El verbo puesto en boca de la Virgen por el evangelista (genoito) está en optativo, un modo que se usa en griego para expresar alegría, deseo, impaciencia de que algo suceda. Que haya sido el momento más feliz de la vida de María, lo deducimos también por el hecho de que María, inmediatamente después, entona el Magníficat: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador». Se alegra, esto es, se alboroza, explota de felicidad. La fe hace felices, ¡creer está dotado de hermosura! Es el momento en que la criatura realiza la finalidad por la que ha sido creada libre e inteligente.

Pero, precisamente, esto es lo que el hombre de hoy encuentra difícil y que les mantiene a muchos en la incredulidad. Decirle amén a alguien, que fuese hasta Dios, se cree que sea como lesivo para la propia libertad e independencia. Disentir, no consentir, parece ser la palabra de orden o mandato; en todos los ámbitos: político, cultural, social, familiar.

Pero, ¿cuál es la alternativa? El pensamiento moderno, que parte de estas premisas, ha llegado después, por su cuenta, a la conclusión de que decir amén en la vida exigida es inevitable. Y, si no se le dice a Dios, es necesario decirlo a cualquier otro: a la fatalidad, al destino. El hombre no tiene otro medio para forjar la auténtica propia existencia que aceptar su destino, que está fijado para siempre por la historia y por la sociedad a la que uno pertenece. Existencia auténtica es «vivir para la muerte» (Heidegger). La famosa libertad, que se buscaba, se reduce a…hacer de la necesidad una virtud, a una inevitable resignación. «El amor del destino: que esto sea de ahora en adelante mi amor», ha escrito uno de estos filósofos, Nietzsche.

Pero, dejemos aparte a los demás, los no creyentes, y más bien respetemos su libertad de conciencia. La fe es el secreto para hacer o vivir una verdadera Navidad y expliquemos en qué sentido. San Agustín ha dicho que «María ha concebido por la fe y ha parido por la fe»; «concibió a Cristo antes en el corazón que en el cuerpo». Nosotros no podemos imitar a María en el concebir y dar a luz físicamente a Jesús; podemos y debemos, por el contrario, imitarla en concebirlo y darlo a la luz espiritualmente, mediante la fe. Creer es «concebir» y dar carne a la palabra. Nos lo asegura Jesús mismo diciéndonos que quien acoge su palabra llega a ser para él «hermano, hermana y madre» (Marcos 3,33).

Veamos, por lo tanto, cómo actuar para concebir y dar a luz a Cristo. Concibe Cristo a la persona, que toma la decisión de cambiar de conducta, de dar un cambio a su vida. Jesús da a luz a la persona que, después de haber tomado aquella resolución, la traduce en acto con algún cambio concreto y visible en su vida y en sus costumbres. Por ejemplo, si blasfema, ya no blasfema más; si tenía una relación ilícita, la rompe; si cultivaba el rencor, hace la paz; si no se acercaba nunca a los sacramentos, vuelve; si era impaciente en casa, busca mostrarse más comprensivo; etc.

Al sentarse a la mesa en la última cena, Jesús dijo: «He deseado ardientemente celebrar esta Pascua con vosotros» (Lucas 2,15). Ahora, quizás, dice lo mismo respecto a la Navidad: «He deseado ardientemente celebrar esta Navidad con vosotros». Esta Navidad que tiene por pesebre y cuna el corazón y que no se celebra fuera sino dentro.

La conclusión práctica de esta nuestra reflexión es decir también nosotros un hermoso amén, sí, en la situación en que nos encontramos en este momento. Si queremos estar aún más cercanos a María, usemos sus mismas palabras y digamos: «He aquí la esclava (o el esclavo) del Señor: hágase en mí según tu palabra».

¿Qué regalo le llevaremos este año al Niño que nace? Sería extraño que hiciéramos regalos a todos, excepto al agasajado. Una oración de la liturgia ortodoxa nos sugiere una idea maravillosa: «¿Qué te podemos ofrecer, oh Cristo, a cambio de haberte hecho hombre por nosotros?» Toda criatura te ofrece el testimonio de su gratitud: los ángeles su canto, los cielos la estrella, los Magos los dones, los pastores la adoración, la tierra una cueva o gruta, el desierto el pesebre. Pero ¡nosotros, nosotros te ofrecemos a una Madre Virgen!»

¡Nosotros, esto es, la humanidad entera te ofrecemos a María!