Por: Raniero Cantalamessa
Tres o cuatro líneas dispuestas de palabras humildes y acostumbradas para describir, en absoluto, el acontecimiento más importante de la historia del mundo, esto es, la venida de Dios sobre la tierra:
«Y mientras estaba allí le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada».
El deber de esclarecer el significado y el alcance de este acontecimiento es confiado por el evangelista al canto que los ángeles entonan después de haber facilitado el anuncio a los pastores: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor».
A este breve canto angelical, desde el siglo II, le fueron añadidas algunas aclamaciones a Dios («Te alabamos, te bendecimos…»), seguidas, un poco más tarde, por una serie de invocaciones a Cristo («Señor Dios, cordero de Dios…»). Así, ampliado, el texto fue introducido primero en la misa de Navidad y después en todas las misas de los días festivos, como acontece también hoy. El Gloria, cantado o recitado al inicio de la misa, constituye por ello un anuncio de la Navidad, presente en toda Eucaristía, casi para significar la continuidad vital, que hay entre el nacimiento y la muerte de Cristo, su encarnación y su misterio pascual.
La aclamación angélica está compuesta por dos tramos, en los que cada uno de los elementos se corresponden entre sí en perfecto paralelismo. Tenemos tres parejas de términos en contraste entre sí: gloria-paz; a Dios-a los hombres; en los cielos-en la tierra.
Se trata de una proclamación gramaticalmente en indicativo, no en optativo; los ángeles proclaman una noticia, no expresan sólo un deseo y un voto. El verbo sobreentendido no es sea, sino es; no «haya paz», sino «es paz». En otras palabras, con su canto los ángeles expresan el sentido de lo que ha acontecido, declaran que el nacimiento del Niño realiza la gloria de Dios y la paz a los hombres. Así interpreta las palabras de los ángeles la liturgia, que en el canto de introducción de esta misa repite: «Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros».
Intentemos ahora recoger el significado de cada uno de los términos del cántico. «Gloria» (doxa) no indica aquí sólo el esplendor divino, que forma parte de su misma naturaleza, sino también y más aún la gloria, que se manifiesta en el actuar personal de Dios y que suscita glorificación por parte de sus criaturas. No se trata de la gloria objetiva de Dios, que existe siempre e independientemente de todo reconocimiento, sino del conocimiento o de la alabanza, de la gloria de Dios por parte de los hombres. San Pablo habla, en este mismo sentido, de «la gloria de Dios, que está en la faz de Cristo» (2 Corintios 4,6).
«Paz» (eirené) indica, según el sentido pleno de la Biblia, el conjunto de bienes mesiánicos esperados para la era escatológica; en particular, el perdón de los pecados y el don del Espíritu de Dios. El término es muy cercano al de «gracia», al que está casi siempre unido en el saludo, que se lee al inicio de las cartas de los apóstoles: «A vosotros gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (Romanos 1,7). Indica mucho más que la ausencia o eliminación de guerras y de confrontaciones humanas; indica la restablecida, pacífica y filial relación con Dios, esto es, en una palabra, la salvación. «Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios» (Romanos 5,1). En esta línea, la paz vendrá identificada con la misma persona de Cristo: «porque él es nuestra paz» (Efesios 2,14).
En fin, el término «beneplácito» (Eudokia) indica la fuente de todos estos bienes y el motivo del actuar de Dios, que es su amor. El término, en pasado, venía traducido como «buena voluntad» (pax hominibus bonae voluntatis esto es, paz a los hombres de buena voluntad) entendiendo con ello la buena voluntad de los hombres o los hombres de buena voluntad. Con este significado la expresión ha entrado en el cántico del Gloria y ha llegado a ser corriente en el lenguaje cristiano. Después del concilio Vaticano II se suele indicar con esta expresión a todos los hombres honestos, que buscan lo verdadero y el bien común, sean o no creyentes.
Pero, es una interpretación inexacta, reconocida hoy como tal por todos. En el texto bíblico original se trata de los hombres, que son queridos por Dios, que son objeto de la buena voluntad divina, no que ellos mismos estén dotados de buena voluntad. De este modo el anuncio resulta aún más consolador. Si la paz fuese concedida a los hombres por su buena voluntad, entonces sería limitada a pocos, a los que la merecen; mas, como es concedida por la buena voluntad de Dios, por gracia, se ofrece a todos. La Navidad no es una llamada a la buena voluntad de los hombres, sino un anuncio radiante de la buena voluntad de Dios para con los hombres.
La palabra-clave para entender el sentido de la proclamación angélica es, por lo tanto, la última, la que habla del «querer bien» de Dios hacia los hombres, como fuente y origen de todo lo que Dios ha comenzado a realizar en la Navidad. Nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos «según el beneplácito de su voluntad», escribe el apóstol (Efesios 1,5); nos ha hecho conocer el misterio de su querer, según cuanto había preestablecido «según el benévolo designio (Eudokia)»(Efesios 1,5.9). Navidad es la suprema epifanía, de lo que la Escritura llama la filantropía de Dios, esto es, su amor por los hombres:
«Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres» (Tito 3,4).
Hay dos modos de manifestar el propio amor a otro. El primero consiste en hacerle regalos a la persona amada. Dios nos ha amado así en la creación. La creación es toda ella un dádiva: don es el ser que poseemos, don las flores, el aire, el sol, la luna, las estrellas, el cosmos, en el que la mente humana se pierde. Pero, hay un segundo modo de manifestar a otro el propio amor, mucho más difícil que el primero, y es olvidarse de sí mismo y sufrir por la persona amada. Y éste es el amor con el que Dios nos ha amado en su encarnación. San Pablo habla de la encarnación como de una kenosis, de un despojarse de sí mismo, que el Hijo ha realizado al tomar la forma de siervo (Filipenses 2,7). Dios no se ha contentado con amarnos mediante un amor de munificencia, sino que nos ha amado también con amor de sufrimiento.
Para comprender el misterio de la Navidad es necesario tener el corazón de los santos. Ellos no se paraban en la superficie de la Navidad, sino que penetraban lo íntimo del misterio. «La encarnación, escribía la beata Ángela de Foligno, realiza en nosotros dos cosas: la primera es que nos llena de amor; la segunda, que nos hace seguros de nuestra salvación. ¡Oh caridad que nadie puede comprender! ¡Oh amor sobre el que no hay amor mayor: mi Dios se ha hecho carne para hacerme Dios! ¡Oh amor apasionado: te has deshecho para hacerme a mí! El abismo de tu hacerte hombre arranca a mis labios palabras tan apasionadas. Cuando tú, Jesús, me haces entender que has nacido para mí, ¡cómo está lleno de gloria para mí entender un hecho tal!» Durante las fiestas de la Navidad, en que tuvo lugar su tránsito de este mundo, esta insuperable escrutadora de los abismos de Dios, una vez, dirigiéndose a los hijos espirituales, que la rodeaban, exclamó: «¡El Verbo se ha hecho carne!» Y después de una hora, en que había permanecido absorta en este pensamiento, como volviendo desde muy lejos, añadió: «Cada criatura viene a menos. ¡Toda la inteligencia de los ángeles no basta!» Y a los presentes, que le preguntaban en qué cosa cada criatura viene a menos y en qué cosa la inteligencia de los ángeles no basta, respondió: «¡En comprenderlo!»
Sólo después de haber contemplado la «buena voluntad» de Dios hacia nosotros, podemos ocupamos también de la «buena voluntad» de los hombres, esto es, de nuestra respuesta al misterio de la Navidad. Esta buena voluntad se debe expresar mediante la imitación del misterio del actuar de Dios. Y la imitación es ésta: Dios ha hecho consistir su gloria en amarnos, en renunciar a su gloria por amor: también nosotros debemos hacer lo mismo. Escribe el apóstol: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor» (Efesios 5,1-2).
Imitar el misterio, que celebramos, significa abandonar todo pensamiento de hacernos justicia por sí solos, cada recuerdo de ofensa recibida, cancelar del corazón cualquier resentimiento, incluso justo, hacia todos. No admitir voluntariamente ningún pensamiento hostil contra nadie: ni contra los cercanos, ni contra los lejanos, ni contra los débiles, ni contra los fuertes, ni contra los pequeños, ni contra los grandes de la tierra, ni contra criatura alguna, que exista en el mundo. Y esto para honrar la Navidad del Señor; porque Dios no ha guardado rencor, no ha mirado la ofensa recibida, no ha esperado que los demás dieran el primer paso hacia él. Si esto no es siempre posible, durante todo el año, hagámoslo al menos en el tiempo navideño. No hay modo mejor de expresar la propia gratitud a Dios que imitándole.
Hemos visto al inicio que el Gloria a Dios no expresa un deseo, un voto, sino una realidad; no supone un haya, sino un hay. Sin embargo, nosotros podemos y debemos hacer de él igualmente un deseo, una plegaria. Se trata, en efecto, de una de las más bellas y completas plegarias que existen: «Gloria a Dios en lo alto del cielo» acumula la mejor plegaria de alabanza y «paz en la tierra a los hombres que ama el Señor» recoge la mejor plegaria de intercesión.
En el cántico de los ángeles el acontecimiento se hace presente, la historia se hace liturgia. Ahora y aquí, por ello, viene proclamado y es para nosotros para lo que viene proclamado por parte de Dios: ¡Paz a los hombres que él ama! Que de lo más íntimo de la Iglesia este anuncio dulcísimo llegue hoy al mundo entero al que está destinado: ¡Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!