Fortaleza

Se trata de un término muy peculiar del lenguaje sanjuanista. A los significados corrientes en español les añade acepciones personales, que conviene recordar por la importancia que revisten en su sistema doctrinal y pedagógico.

1. USOS CORRIENTES. Se hallan prácticamente todos en los escritos sanjuanistas. Fortaleza equivale a baluarte o fortificación, como cuando escribe que el demonio combate y turba siempre al alma “con la innumerable munición de su artillería, porque ella no se entrase en esta fortaleza y escondrijo del interior recogimiento de su Esposo” (CB 40,3). En esta acepción coincide con “los fuertes” cantados y descritos al principio del CE, que son los demonios, de “cuya fortaleza” dice Job “no hay poder sobre la tierra que se les compare” (41,24 = CB 3,9).

Lo más corriente es que fortaleza se use en sentido de fuerza, vigor o energía. Así, los enemigos quitaron a Sansón “la fortaleza y le sacaron los ojos” (S 1,7,2); el alma “siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior” (N 1,9,6), o “la libertad y fortaleza que ha de tener para buscar a Dios” (CB 3,5; cf. S 1,5,4; 1,12,5-6; 2,29,4; 2,22,2; N 1,7,4; LlB 4,13).

Aparece igualmente la fortaleza como una de las virtudes cardinales. Entre los provechos que saca el alma en la noche del sentido está el ejercicio de las virtudes “de por junto”, como la paciencia, la longanimidad, la caridad y otras. “Ejercita también aquí la virtud de la fortaleza, porque en estas dificultades y sinsabores que halla en el obrar saca fuerzas de flaquezas, y así se hace fuerte” (N 1,13,5; cf. S 2,24,9; 2,26,3; 2,29, 9.12; 2,31,1; N 2,32; 2,5,6; CB 3,9-10; 20,1; LlB 2,21.27; 3,3.14; Av 94, etc.).

2. NOVEDAD SANJUANISTA. Las aplicaciones más ricas y originales de la fortaleza al desarrollo espiritual se sustentan en otra acepción muy peculiar. Hay que tener en cuenta, ente todo, que se contrapone insistentemente a la “flaqueza” y, según muletilla repetida por el Santo, los contrarios se iluminan mutuamente. La comprensión global de la fortaleza reclama, por ende, la consideración de la flaqueza.

Para J. de la Cruz la fortaleza del hombre es igual al conjunto de sus potencias y capacidades. Lo da habitualmente por asentado y lo define también explícitamente: “La fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad”. La aplicación es inmediata: “Cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2).

Dos textos bíblicos, citados líneas antes, sirven de referencia básica a J. de la Cruz para esta interpretación del latín “fortitudo”, que aparece en ellos. Son Deuteronomio 6,5 y Salmo 58,10. La primera aplicación en este sentido aparece al comienzo de la Subida, cuando dice que “el alma no recogida en un solo apetito de Dios, pierde el valor y vigor en la virtud”, como las especias aromáticas “desenvueltas van perdiendo la fragancia y la fuerza”. En ese sentido ha de entenderse lo del Salmo: “Yo guardaré mi fortaleza para ti (58,10), esto es, recogiendo la fuerza de mis apetitos sólo a ti” (S 1,10,1). Aunque se da cierta equivalencia entre fuerza y fortaleza, apunta ya al conjunto de apetitos que deben “recogerse en uno”. En este sentido “fortaleza” equivale a otras figuraciones típicamente sanjuanistas, como  “la montiña” (CB 16,10),  la ciudad y sus arrabales (CB 18,7-8),  “el caudal de alma” (CB 28,3-4).

La fortaleza equivale, por tanto, a la capacidad global del hombre. Toda ella, según el Santo, ha de estar orientada definitivamente a Dios: en sentido negativo, en cuanto purificada y apartada de todo lo que no conduce a él; positivamente, en cuanto se emplea íntegramente en las obras de su amor. Son dos vertientes de la misma realidad. En la medida en que todas las capacidades se purifican y armonizan en la misma dirección, se concentran en su objetivo final. En eso consiste el amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fortaleza. El Santo presenta la fortaleza en su función de desnudar, purificar y enderezar todas las potencias a Dios (Subida-Noche), o la describe como realidad ya conseguida (Cántico-Llama).

Formula y desarrolla estos principios básicos al iniciar precisamente la “noche oscura de la voluntad”, porque “todo es gobernado por la voluntad” (S 3,16,2) y solamente por la caridad, que se asienta en ella, las obras de las otras virtudes “son vivas” (ib. n. 1). Confiesa el Santo que para tratar de la “noche y desnudez activa de esta potencia, para enterarla y formarla en esta virtud de la caridad de Dios”, no halló autoridad más conveniente que la del Deuteronomio (6,5), “en la cual se contiene todo lo que el hombre espiritual debe hacer y lo que yo aquí le tengo de enseñar para que de veras llegue a Dios por unión de voluntad por medio de la caridad. Porque en ella se manda al hombre que todas sus potencias y apetitos y operaciones y aficiones de su alma emplee en Dios, de manera que toda la  habilidad y fuerza del alma no sirva más que para esto” (ib.).

a) Conquista de la fortaleza. Como es sabido, el esquema desarrollado en Subida para purificar la voluntad consiste en examinar “todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde nace también no guardar toda su fuerza a Dios”. Asentado que todas esas afecciones pueden reducirse a las cuatro pasiones, gozo, esperanza, dolor y temor” (S 3,16,2), comienza su recorrido analítico, interrumpiéndolo antes de concluir la temática del gozo.

Retoma el mismo argumento de la fortaleza en la vertiente catártica al estudiar el aspecto pasivo, volviendo a la “autoridad” bíblica del Deuteronomio (6,5: N 2,11,4). Mediante la “oscura purgación” de la noche oscura, “tiene Dios tan destetados los gustos y tan recogidos, que no pueden gustar cosa que ellos quieran. Todo lo cual hace Dios a fin de que, apartándolos y recogiéndolos todos para sí, tenga el alma más fortaleza y habilidad para recibir esta fuerte unión de amor de Dios” Para recibir David “la fortaleza del amor de esta unión de Dios”, dijo lo de “mi fortaleza guardaré para ti”, esto es: “Toda la habilidad y apetitos y fuerzas de mis potencias” (N 2,11,3, conviene leer todo este capítulo).

El arduo y fatigoso proceso catártico tiene como objetivo el conseguir la fortaleza “competente” para llegar al estado de  unión con Dios. “Para venir él, ha menester ella –el alma– estar en el punto de pureza, fortaleza y amor competente” (CB 20-21,2). Es condición imprescindible que las dos porciones del hombre estén limpias y purificadas, porque el alma “ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo de Dios” (ib. n.1).

Conseguir perfecta fortaleza es precisamente superar la flaqueza propia del hombre dejado a sus fuerzas naturales, porque “la flaqueza y corrupción de la sensualidad” son obstáculos para alcanzar la unión con Dios (N 2,1,2). J. de la Cruz recuerda con frecuencia que la naturaleza humana fue “estragada en Adán debajo del árbol del paraíso” y, aunque “reparada por Cristo en el árbol de la Cruz” (CB 23 entera), quedó flaca y herida por el pecado. El Santo localiza fundamentalmente esa flaqueza en la sensualidad, “porque la parte sensitiva del alma es flaca e incapaz para las cosas fuertes del espíritu” (N 2,1,2).

Esa flaqueza es causa de sufrimiento y objetivo propio de la noche purificadora, que no puede ser cabal y plena mientras la obra de Dios no consigue desarraigar la raíz del apetito desordenado. Frente a la acción catártica de la divina contemplación, el hombre sufre penas muy agudas a “causa de su flaqueza natural, moral y espiritual”. Lo explica así J. de la Cruz: “Como esta divina contemplación embiste en el alma con alguna fuerza, al fin de ir fortaleciendo y domando, de tal manera pena en su flaqueza que poco menos desfallece, particularmente algunas veces cuando con alguna más fuerza embiste” (N 2,5,6).

Aunque “la mano de Dios de suyo es tan blanda y suave”, se vuelve penosa y dura al momento de enderezar las tendencias del hombre (N 2,5,7) a fin de convertirle totalmente hacia él con todas sus potencias y capacidades. Así, la flaqueza del hombre se va transformando en fortaleza de Dios, cumpliéndose el dicho paulino recordado por el Santo de que la virtud en la flaqueza se hace perfecta (CB 30,5).

b) Toda la fortaleza en Dios. De la fortaleza “competente” o correspondiente al proceso catártico se llega en el estado de  matrimonio espiritual a una “fortaleza terrible”, contra la cual nada pueden los enemigos del alma: “En este estado consigue el alma muy alta pureza y hermosura, y también terrible fortaleza por razón del estrecho y fuerte nudo que por medio de esta unión entre Dios y el alma se da” (CB 20-21,1). Las virtudes heroicas se asientan entonces en el alma de tal modo, que semeja un muro, “en cuya fortaleza ha de reposar el pacífico esposo sin que perturbe alguna flaqueza” (ib. n.2). Esas mismas virtudes heroicas del estado de unión se comparan a las cuevas de los leones, “muy seguras y amparadas de los demás animales”, porque, “temiendo ellos la fortaleza y osadía del león que está dentro, no sólo no se atreven a entrar, mas ni aun junto a ella posan parar” (CB 24,4). Eso es tener el alma “las virtudes en fortaleza” (ib. n. 2 y 8).

Cuando el alma llega a esta fortaleza, “todo lo que obra es ganancia, porque toda la fuerza de sus potencias está convertida en trato espiritual con el Amado” (CB 30,1). J. de la Cruz asegura que no hallaría “palabras y términos” si quisiese dar a entender la hermosura de las flores de virtudes entretejidas en el estado de perfección, como tampoco si intentase “decir algo de la fortaleza y majestad que el orden y compostura de ellas ponen en el alma” (CB 30,10). En su intento de sugerir algo, apunta una arriesgada comparación con el demonio, que, según Job (41,6-7), tiene el cuerpo guarnecido de escamas tan apretadas y de metal colado que ni siquiera el aire puede entrar por ellas. Se pregunta el Santo: si el demonio “tiene tanta fortaleza en sí” por este motivo, “cuánta será la fortaleza de esta alma vestida toda de fuertes virtudes, tan asidas y entretejidas entre sí, que no puede caber entre ellas fealdad ninguna ni imperfección, añadiendo cada una con su fortaleza, fortaleza al alma?” (CB 30,10). En su admiración concluye: “Espanta la fortaleza y poder que con la compostura y orden ellas”, –las virtudes unidas en el alma– le dan fuerza con su sustancia (ib. n. 11).

Prolongando el simbolismo de las flores-virtudes perfectas halla otra figuración peculiar para la fortaleza; es el cuello en el que se cuelga la guirnalda de flores-virtudes: “El cuello significa la fortaleza, en la cual dice que volaba el cabello del amor, en que están entretejidas las virtudes, que es amor en fortaleza. Porque no basta que sea solo para conservar las virtudes, sino que también sea fuerte, para que ningún vicio contrario la pueda por ningún lado de la guirnalda de la perfección quebrar” (CB 31,4). Remata la aplicación metafórica con estas palabras: “Y dice que volaba en el cuello, porque en la fortaleza del alma vuela este amor de Dios con gran fortaleza y ligereza” (ib.).

La conclusión y aplicación sanjuanistas no pueden ser más consoladoras. Dios es la única y verdadera fortaleza para el hombre. Reposar en los brazos de Dios confiere la confianza absoluta en que se basa la fortaleza cristiana. Lo expresa bellamente J. de la Cruz: “Reclinar el cuello en los brazos de Dios es tener ya unida su fortaleza –el hombre–, o por mejor decir, su flaqueza, en la fortaleza de Dios; porque los brazos de Dios significan la fortaleza de Dios, en que, reclinada y transformada nuestra flaqueza, tiene ya fortaleza del mismo Dios” (CB 22,7).

Eulogio Pacho