Fuego

Incluido entre los cuatro elementos naturales (CB 4,2), J. de la Cruz, siguiendo la tradición filosófica en que se formó, considera al fuego como el fundamental, porque “concurre con todos para la animación y conservación de ellos”. Lo mismo que el  agua y el  aire, le sirve de base para numerosas aplicaciones espirituales a través del simbolismo. Las propiedades naturales del fuego –calentar, purificar, quemar e iluminar– son referentes importantes para adoctrinar en las vías del espíritu. Las aplicaciones más importantes en la pluma sanjuanista son las siguientes.

1. EL FUEGO Y EL APETITO. Asentado que los apetitos, dejados a su brío natural, “privan del espíritu de Dios” (S 1,6,1) y cansan, fatigan y ensucian al alma, lo ilustra J. de la Cruz con una serie de comparaciones muy plásticas: “Son como unos hijuelos inquietos y mal contentos” (ib. n. 6), concluyendo con esta especie de aforismo: “Comúnmente dicen que el apetito es como el fuego, que, echándole leña, crece y luego la consume” (ib.).

Si se tiene en cuenta la importancia decisiva de los  apetitos en la síntesis sanjuanista, es fácil comprender el alcance de la asimilación de los mismos al fuego. Siguiendo esa línea comparativa llega a sostener que el apetito es peor que el fuego en los efectos negativos o destructivos: “Y aun el apetito es peor en esta parte, porque el fuego, acabándose la leña, descrece; mas el apetito no descrece en aquello que se aumentó cuando se puso por obra, aunque se acabe la materia, sino que en lugar de descrecer, como el fuego cuando se le acaba la suya, él desfallece en fatiga, porque queda crecida el hambre y disminuido el manjar” (S 1,6,7).

En complacer a los apetitos “crece el fuego de la angustia y del tormento”, porque son como las espinas, que “hieren y lastiman y asen y dejan dolor” (S 1,7,1). La asimilación de los apetitos al fuego recibe un sentido casi contrario cuando J. de la Cruz trata de la purificación. La relación entre fuego y apetitos es entonces a la inversa, ya que es precisamente el fuego de la contemplación la que purifica los apetitos y consume sus efectos perniciosos.

Esa correlación de alcance mucho mayor es la plasmada en el simbolismo tradicional del “fuego y del madero”.

2. EL FUEGO Y EL LEÑO. El símbolo de viejo abolengo en la tradición espiritual adquiere puesto de primer orden en la síntesis sanjuanista. El Santo prefiere la fórmula “fuego y madero”, frente a la del “hierro y el fuego”. Propuesto el itinerario de la perfección como proceso de conversión del “hombre viejo en nuevo”, o transformación de sensual en espiritual a través de una catarsis total, está permanentemente representado en la figura del leño o madero transformado por el fuego en ascua y llama.

Es el símbolo básico que enlaza entre sí literaria y doctrinalmente todas las obras de J. de la Cruz, especialmente la Noche oscura y la Llama de amor viva. El leño encendido y purgado de humedad y maleza corresponde al proceso purificativo (S-N), el madero vuelto llama representa la unión transformante (CE-Ll). Así se explica que el símil ígneo aparezca tan pronto como el Santo adelanta su proyecto espiritual centrado en la depuración espiritual: “Para llegar a la divina unión el alma ha de carecer de todos los apetitos, por mínimos que sean” (S 1,11, tít.). La afirmación del Santo a este propósito es perentoria: “Si no se acaban todos de quitar, no se acaba de llegar. Porque así como el madero no se transforma en el fuego por un solo grado de calor que falte en su disposición, así no se transformará el alma en Dios por una imperfección que tenga, aunque sea menos que apetito voluntario” (S 1,11,6).

Esta primera comparecencia del símbolo permanece como referencia permanente a lo largo y ancho de los escritos sanjuanistas. Como de costumbre, el Santo apela a la filosofía para fundamentar la clave de la aplicación al ámbito espiritual: lo que sucede en la naturaleza puede trasladarse figurativamente al espíritu. El razonamiento del autor se desarrolla así: “Según regla de filosofía, todos los medios han de ser proporcionados al fin”. Así lo ilustran algunos ejemplos; el más claro es el del fuego: “Hase de juntar y unir el fuego en el madero. Es necesario que el calor, que es el medio, disponga al madero primero con tantos grados de calor que tenga gran semejanza y proporción con el fuego. De donde, si quisiesen disponer al madero con otro medio que el propio, que es el calor (así como con aire, o agua, o tierra) sería imposible que el madero se pudiera unir con el fuego” (S 2,8,2).

a) Crisol purificador. Antes que el fuego encienda y transforme el madero en ascua y llama lo limpia de humedades y escorias. Esta función le compete al amor, “que es comparado al fuego”, en el plano del espíritu: “El fuego del amor … a manera del fuego material, se va prendiendo en el alma en esta noche de contemplación penosa” (N 2,11,1). Tal es la idea insistentemente reiterada por J. de la Cruz y expresada en términos parecidos a éstos: “Por más que el alma se ayude, no puede ella activamente purificarse de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección de amor, si Dios no toma la mano y la purga en aquel fuego oscuro para ella” (N 1,3,3).

La obra depuradora del amor divino que consume el moho y orín del alma, como el fuego en los metales (N 2,6,5), permanece como referencia invariable a lo largo del proceso catártico. En realidad, éste no es otra cosa que la “purgación del fuego de la contemplación” (ib.). Insiste el Santo en que la “noticia amorosa” de Dios se comporta en el alma como “se ha el fuego en el madero para transformarle en sí” (N 2,10,1). Es tan cabal la semejanza que el autor se complace en los detalles figurativos. Lo primero que hace el fuego material, “en aplicándose al madero es comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo, y aun de mal olor, y yéndole secando poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a trasformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego” (N 2,10,1). Prosigue el texto con la aplicación espiritual correspondiente, después de enlazar con estas palabras: “A este mismo modo, pues, hebemos de filosofar acerca de este divino fuego de amor de contemplación” (ib. n. 2, es obligada la lectura de todo este cap. 10 y de LlB 1,19.25).

En estos textos queda bien establecida la correlación de los efectos del fuego natural con las etapas del proceso espiritual. Sin que exista solución de continuidad la acción purificadora va volviéndose, poco a poco y de modo casi insensible, iluminante e inflamante (N 2,12,1): “A los principios que comienza esta purgación espiritual, todo se le va a este divino fuego más en enjugar y disponer la madera del alma que en calentarla; pero ya andando el tiempo, cuando ya este fuego va calentando el alma, muy de ordinario siente esta inflamación y calor de amor” (N 2,12,5).

A medida que crece el fuego de la “mística y amorosa teología … la voluntad se afervora maravillosamente, ardiendo en ella, sin ella hacerse nada, este divino fuego de amor en vivas llamas, de manera que ya al alma le parece él vivo fuego por causa de la viva inteligencia que se le da” (ib.). El leño se ha transformado en llama.

b) Llama que consume y no da pena. Así se define en Cántico y Llama la vertiente transformante del amor-fuego. Para comprender este proceso hay que recordar con el Santo que “en el amamante el amor es llama que arde con apetito de arder más, según hace la llama del fuego natural” (CB 13,12). Se trata de aprovechar todo aquello que contribuye a que la llama se avive y mantenga. De ahí que, “como suelen echar agua en la fragua para que se encienda y afervore más el fuego, así el Señor suele hacer con algunas de estas almas que andan con calmas de amor” (CB 11,1).

El estado del leño cuando ya el fuego lo ha convertido en llama le sirve al Santo para establecer magníficas comparaciones entre la situación del alma durante el proceso catártico y cuando ya ha llegado a la  unión transformante. El mismo fuego y llama que en el primer estadio eran “detractivos y argüidores” se vuelven pacíficos y deleitables. Cuando el alma está ya “tan transformada y conforme con Dios, como el carbón lo está con el fuego, sin aquel humear y respendar que hacía antes que lo estuviese, y sin la oscuridad y accidentes propios que tenía antes que del todo entrase el fuego en él. Las cuales propiedades de oscuridad, humear y respendar, ordinariamente tiene el alma con alguna pena y fatiga acerca del amor de Dios, hasta que llegue a tal grado de perfección de amor, que posea el fuego de amor llena y cumplida y suavemente, sin pena de humo y de pasiones y accidentes naturales, pero transformada en llama suave, que la consumió acerca de todo eso y la mudó en Dios, en que sus movimientos y acciones son ya divinas” (CA 38,11).

Aquí enlaza poética y doctrinalmente la Llama de amor viva. No hace al caso insistir en su temática, todo ella centrada en el simbolismo del fuego convertido en  llama. Hay que situarse en la declaración prologal para captar el sentido de las numerosas variaciones del símbolo central: “Bien así como, aunque habiendo entrado el fuego en el madero, le tenga transformado en sí y está ya unido con él, todavía, afervorándose más el fuego y dando más tiempo en él, se pone mucho más candente e inflamado, hasta centellear fuego de sí y llamear” (pról. 3). Es lo que sucede con el alma transformada, que siempre puede “calificarse y substanciarse mucho más en el amor” (ib.). Ese llamear y centellear del amor divino en el alma es lo que describe maravillosamente la Llama.

El aspecto más importante y destacado en relación al tema simbólico del fuego es la identificación de la “llama” con el  Espíritu Santo (LlB 1,3.9.19; 2,3, etc.), que “como fuego arde en el alma y echa llama … y aquella llama, cada vez que llamea, baña al alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (LlB 1,3). Esa llama interior del Espíritu Santo es la que apareció exteriormente sobre los Apóstoles, representando y significando la luz interior que les inundaba (N 2,20,4; CB 1415,10; LlB 2,3). A esa llama-Espíritu Santo se atribuyen todos los efectos del llamear: las heridas de amor, el  cauterio (2,2), las llagas regaladas, la  transverberación (2,9), las lámparas de fuego con sus resplandores (3,1-8), etc.

Puede sintetizarse todo el estado del alma vuelta llama en esta operación del Espíritu Santo, que se manifiesta en el llamear mediante actos interiores, que son “inflamaciones de amor en que unida la voluntad del alma, ama subidísimamente, hecha un amor con aquella llama … La diferencia que hay entre el hábito y el acto, hay entre la transformación de amor y la llama de amor, que es la que hay entre el madero inflamado y la llama de él: que la llama es efecto del fuego que allí está” (LlB 1,3).

Es claro que el símbolo del fuego conecta directamente con el de la noche oscura en cuanto proceso de catarsis, y que indirectamente lo prolonga en sus efectos. Forman en conjunto una cadena que enlaza y armoniza perfectamente todo el pensamiento sanjuanista. Considerado aisladamente, el del fuego es acaso el símbolo más comprensivo de todos los desarrollados por J. de la Cruz en sus escritos.

Eulogio Pacho