San Juan de la Cruz elabora en dos ocasiones el símbolo de la fuente, con el que remite al lector a algunos de los momentos culminantes de su experiencia mística unitiva. Tanto en el “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe” (que tiene por estribillo el célebre verso “Qué bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche”) como en la lira 11 del Cántico espiritual (CA 11, CB 12) (“¡Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!”) el poeta celebra sus enigmáticas fuentes haciendo gala de una notable originalidad literaria.
El Santo reelabora un símbolo de larga y prestigiosa estirpe. La universalidad del agua como metáfora espiritual es evidente, desde la Biblia (Jn 4,14) hasta la tradición alquímica. Incluso la fuente, “símbolo inmemorial de vida eterna”, como lo llama María Rosa Lida, tiene sobretonos simbólicos desde antiguo. Xavier Picaza nos recuerda la importancia que tuvo esta fons divinitatis para los neoplatónicos, mientras que J. E. Cirlot la asocia con el centro místico del alma: con las honduras del Ser que se deben explorar en secreto y en oscuridad. “Fuente sellada” llama a la Sulamita el Esposo de los Cantares (4,12), y todavía en las canciones sefardíes medievales la fuente era símbolo de fecundidad y de boda. Pero el origen específico del símil sanjuanista ha sido muy difícil de trazar para los estudiosos. No le parecen bíblicos a David Rubio, quien asegura que ninguna de las 56 metáforas de la “fuente” de la Vulgata ni las numerosas metáforas del mismo objeto de la mística occidental pueden en modo alguno relacionarse con el intrincado símbolo de la fuente sanjuanística.
I. Poema de la “Fonte”
La fuente del “Cantar del alma” evoca en un primer plano la inaprehensible esencia divina que, sin embargo, se intuye en la noche de la vida terrenal. El recuerdo martilleante de estas tinieblas nocturnas sirve de estribillo al poema: el emisor de los versos celebra su misteriosa fuente “aunque es de noche”.
Asegura, sin embargo, que conoce bien esta secreta “fonte que mana y corre”, y la obsesiva repetición de su gozoso y afirmativo conocimiento experiencial en las primeras ocho estrofas del poema persuaden al lector de que el poeta registró su “saber” no sólo por fe sino gracias a la merced más alta de la experiencia mística transformante. Como la teopoiesis y la certeza cognoscitiva que con ella se adquiere es intransferible, porque supera la limitada razón humana, el protagonista poético aborda su fuente infinita con la afasia característica de los místicos aunténticos. Así, nos sugiere que su escondida fuente no tiene origen conocido, aunque todo origen viene de ella; que su belleza es inexplicable y su infinitud no toca fondo; que su luz es inmarcesible y su corriente de una omnipotencia abismal. El poema está pues dedicado a la celebración del misterio puro –e inaccesible por vía racional– de la Esencia Divina. En las últimas tres estrofas el poeta intenta, sin embargo, explicitar el significado secreto de la fuente. Los versos aleccionadores cristianizan de súbito el poema e ilustran doctrinalmente al lector devoto, pero desde el punto de vista puramente poético constituyen un final anticlimático para el arcano sobrecogedor que había logrado mantener el Santo en su “Cantar”. (El maestro de almas que hay en J. de la Cruz parecería aquí poner oídos sordos a la célebre lección poética del marinero del antiguo romance: “yo no digo mi canción sino a quien conmigo va”.) Y Juan termina por ofrecer generosamente al lector las claves de su fuente simbólica: se trata de un símil de la Eucaristía, pan de vida que oculta a Cristo redentor, fuente de alimento incesante para las criaturas sumidas en la nocturnidad de la vida material. El Santo termina por sugerirnos, sin embargo, que justamente este pan sagrado lo devuelve a la “viva fuente” que desea con nostalgia de iniciado y de conocedor auténtico de los misterios trascendentes e infinitos de Dios.
II. En el Cántico espiritual
La fuente del Cántico, ante la que la Esposa detiene de súbito su ansioso peregrinar en busca del Amado, es mucho más compleja. Debe ser de noche, como en el poema anterior, porque la alfaguara sólo puede adquirir sus “semblantes plateados” cuando la iridescencia lunar o estelar ilumina su agua oscurecida. Al mirarse en el azogue de la fuente –mirarse en un espejo es preguntarse por la propia identidad– la enamorada se enfrenta con la sorpresa de que ha perdido su yo. La amada descubre que no tiene rostro, ni identidad, ni bulto corpóreo, porque lo que le devuelve la alfaguara son unos ojos ajenos. Estos ojos son simultáneamente del Amado y de ella, ya que donde están grabados es en las propias entrañas de la protagonista, que los proyecta sobre las aguas.
La “cristalina fuente” es el espacio de la propia identidad de la Esposa, que sirve de espejo pulido –de superficie espiritualmente purificada– al Amado. El ansioso “¿adónde te escondiste, Amado?” con el que la enamorada inicia el Cántico se comienza a contestar aquí: el Amado estaba todo el tiempo escondido en ella misma. Ella es, literalmente, la fons signatus que mereciera como requiebro la Sulamita (Cant 4,12). San Juan, al celebrar la transformación de la amada en el Amado, subvierte el mito de Narciso, que se mira en la fuente y se enamora de sí mismo. Aquí la protagonista se enamora de sí misma y su amor no es ya culpable ni infértil porque está en proceso de transformación en lo que más ama.
II. Antecedentes literarios
La filiación literaria de este jubiloso “narcisismo” poético de san Juan es particularmente elusiva. Ludwig Pfandl asocia la fuente del Cántico con la fuente della prova dei leali amanti del libro de caballerías Platir, mientras que Dámaso Alonso favorece la influencia de la Égloga I de Garcilaso por conducto de la divinización de Sebastián de Córdoba. María Rosa Lida argumenta no sólo en antecedente del Platir, sino el del Primaleón. En estos relatos, como en la Arcadia de Sannazaro y aún en un epigrama de Paulo el Silenciario, la fuente refleja un rostro ajeno: el de la persona amada. Cristóbal Cuevas, por su parte, añade el ejemplo adicional de la Historia del Abencerraje. Todos estos antecedentes greco-latinos y europeos del símil, al reflejar el rostro adorado que sustituye al propio, proclaman calladamente la fusión de identidades de los enamorados, el gran milagro unitivo del amor que cantaron los dolce stil novistas en Italia y con el que el mismo Petrarca se adelantó a San Juan: “l’amante nell’ amato si trasform[a]” (Triunfus cupidinis, III, 151,162).
Pero el misterio esencial del símbolo sanjuanista queda incólume: su fuente refleja unos ojos, no un rostro. Este último enigma se devela mejor desde contextos literarios semíticos. La Sulamita del epitalamio bíblico no sólo era “fuente sellada” sino que tenía los ojos como “los estanques de Esebon (Cant 7,4). La fuente que refleja únicamente unos “ojos” podría estar relacionada con el vocablo hebreo ‘ayin, que significa tanto “ojo” como “fuente” y “aspecto”. Acaso por eso mismo ninguno de los protagonistas ve reflejado su rostro o “aspecto” en la fuente: posiblemente ambos comparten no sólo los mismos ojos sino el mismo rostro, ya sin facciones separadoras, que se funde en uno –y por eso se torna invisible– en los “semblantes plateados” de la alfaguara.
El misticismo islámico provee claves aún más fecundas y más precisas para la lira en cuestión. Numerosos poetas y tratadistas sufíes como Ibn ‘Arabi de Murcia (s. XIII) y Suhrawardi (s. XII) detienen súbitamente su itinerario místico ante una simbólica fuente autónoma. Ese trata de la fuente de la certeza mística, que el anónimo autor del Libro de la certeza denomina como “ojo de la certeza” (‘aynu’ l-yaqin). La fuente es tenebrosa porque se descubre precisamente de noche (se trata de la noche purgativa de los sentidos), pero es paradojalmente rutilante, porque en ella se comienza a contemplar la iluminación divina en lo hondo del ser. El peregrino místico, como sucede en el caso específico de Naym ad-din al-Kubra (siglo XIII), se asoma en este momento supremo a la fuente iniciáti ca y ve reflejados precisamente el doble círculo de luz de unos ojos, que simbolizan la morada final del camino del alma hacia Dios. Sabastari (s. XIV) explica que ve los ojos simbólicos de Su Amado –que a la vez corresponden a los suyos propios– reflejados en el agua de la fuente, porque le sería imposible ver su luz deslumbrante de manera directa. Todo ello evoca poderosamente la escena de la fuente sanjuanística, que resulta misteriosa en el Cántico pero no así en el contexto de la literatura mística musulmana, por la sencilla razón de que en árabe la palabra ‘ayn, como su contrapartida hebrea ‘ayin , significa simultáneamente “ojo” y “fuente”.
Pero la raíz trilítera árabe también incluye la noción de “identidad” y de “lo mismo”. Los sufíes llevaron el contenido semántico de su vocablo a una esperable traducción poética, que fue tan profunda como constante en su literatura contemplativa. La raíz árabe ‘ayn establece pues una equivalencia automática entre la fuente, los ojos y la identidad, que resulta inescapable al conocedor de esta lengua y de esta tradición semítica, pero excéntrica a un occidental que desconozca los términos lingüísticos que la raíz emparenta. Muy en consonancia con este campo semántico, en armoniosa equivalencia, san Juan pide al lector que entienda que la fuente que le devuelve a la amante los ojos del Amado simboliza la transformación total del uno en el Otro.
La fuente del Cántico implica pues una mirada “autocontemplativa” en la que Dios se revela a Sí mismo en el alma purificada –espejo cristalino y pulido– del místico. La amada del Cántico contempla unos ojos en la fuente: están simultáneamente allí y en sus entrañas; ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencia entre ambas miradas que se auto-contemplan. El Santo ha logrado explicitar la perfecta unión mística del unus-ambo en su alfaguara plateada, que resulta por cierto mucho más compleja en su red de posibles apoyos literarios que la “fuente que mana y corre” de su “Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe”.
BIBL. — DÁMASO ALONSO, La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1966; J. E. CIRLOT, Saint John of the Cross. Poems. Grant & Cutler Ltd./Tamesis Books Ltd., London, 1975; CRISTÓBAL CUEVAS, “Estudio literario”, en el vol. Introducción a la lectura de san Juan de la Cruz, Junta de Castilla y León, Salamanca, 1991, 125-201; MARÍA ROSA LIDA, “Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española”, en RFH I (1939) 20-63; LUCE LÓPEZ-BARALT, Asedios a lo Indecible. San Juan de la Cruz canta al éxtasis transformante, Trotta, Madrid, 1998; LUDWIG PFANDL, Historia de la literatura nacional española en la Edad de Oro, Barcelona, 1933; DAVID RUBIO, “La fonte”, La Habana, 1946, 12-21.
Luce López-Baralt