Martirio

Al hablar Juan de la Cruz de la  noche del espíritu, y más concretamente de la  fe particular, (S 2, 17-22 sobre todo) nos recuerda cómo ninguna imagen es válida, sólo la fe, cuyo contenido es  Cristo, que es la única verdadera revelación del Padre. Dios nos desborda. El lenguaje de Dios es distinto al del hombre. En su comprender las palabras y cosas de Dios el  hombre puede traicionarse: “Es imposible que el hombre, si no es espiritual, pueda juzgar las cosas de Dios ni entenderlas razonablemente, y entonces no es espiritual cuando juzga según el sentido” (S 2,19,13). El martirio es una de esas cosas incomprensibles para la razón.

El deseo de sufrir el martirio, siendo él mismo una gracia de Dios, puede ser deseado y puede haber una respuesta de Dios a ese mismo deseo en la que le asegure que se cumplirá dicho deseo. El Señor puede responder a la petición y asegurar a alguien que será mártir, lo cual ya puede ser un gran consuelo. Pero a lo mejor no llega a hacerse realidad ese deseo, sin que ello suponga que no se cumplió la promesa de Dios. Es el amor lo que cuenta, pues el martirio tiene valor en el amor: “aquella manera de morir por sí sola no vale nada sin este amor” (S 2,19,13) El Señor premiará al alma como mártir, y así se cumplirá el deseo de entrega total del alma y la promesa que el Señor le hizo.

La  palabra de Dios siempre será cierta y verdadera, si bien los planes de Dios no siempre coinciden con los nuestros; lo importante y cierto siempre será vivir en “espíritu en fe oscura, que es el medio de la unión” con Dios. Cuenta la intención y disposición del alma dispuesta a darlo todo, incluso su sangre por Dios. Se cumple en el llamado martirio de la vida cotidiana. Se pasa así del martirio cruento al martirio testimonio: el confesar a Dios día a día, el obedecer en todo sus mandamientos. Es derramar su fe, como sangre, día a día durante toda la vida. La medida de amor viene dada por la capacidad de sacrificarse por el Amado, y cuanta mayor disposición a sacrificarse por él tenga el alma, más se puede decir que le ama.

Siendo el martirio, como es, la manifestación más grande del amor a Cristo y el modo de imitación más completo y perfecto, es además el testimonio que embellece a la Iglesia, Esposa de Cristo en la que se dan estas rosas del martirio. Así para el Santo, los mártires son, junto con las vírgenes y los doctores, las tres guirnaldas que hermosean la cabeza de Cristo, joya que adorna su cabeza, rosas rojas cultivadas por el mismo Cristo en la Iglesia (CB 30, 7).

Francisco Vega Santoveña