Es bien sabido que J. de la Cruz no escribió para iniciar en la vida espiritual. Dio por supuesta la propedéutica a la misma, centrando su atención en problemas y situaciones de quienes, ya iniciados y seriamente comprometidos, hallan serias dificultades en seguir adelante hasta alcanzar la santidad. Declara explícitamente su propósito de dejar a un lado las cosas “morales y sabrosas” para iniciandos, que se hallarán fácilmente en otros autores (S pról. 8). Más chocante es que tampoco se haya entretenido en adoctrinar directamente sobre la oración en una época en que estaba de moda, era casi una manía entre los escritores espirituales. Es verdad que todo gira en su obra en torno a la oración, pero no es menos cierto que no compuso páginas de pedagogía oracional, aunque sus enseñanzas sobre el tema estén acaso recogidas en los primeros tratados de oración, debidos a sus compañeros y discípulos del Carmelo Teresiano.
Si se tienen en cuenta estos datos, no extraña que tampoco haya desarrollado la problemática de la meditación, la forma oracional más común y estimada en su tiempo y en su ambiente. J. de la Cruz estaba persuadido de que era argumento propio de principiantes y de que sobre el particular existía abundante producción escrita. Lo que a él le interesaba afrontar eran las etapas y niveles más altos de la vida espiritual, en los que la meditación quedaba superada, por lo menos en parte. Su mirada estaba puesta en la contemplación, expresada con diversos términos, especialmente con el de “noticia amorosa”.
Al abordar ésta, inevitablemente tenía que relacionarla con la meditación y con otras expresiones de la vida espiritual. Gracias a esta confrontación podemos reunir sus ideas sobre la oración mental o meditación. Se trata de reunir en cierto orden lógico lo que él dejó sembrado a lo largo y ancho de sus páginas. Puede organizarse en torno a los puntos siguientes: definición descriptiva, momento espiritual, valoración y superación.
1. DEFINICIÓN DESCRIPTIVA. Para él “la meditación es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras, fabricadas e imaginadas por los sentidos”, en concreto, por la fantasía y la imaginativa, sentidos interiores que, en el fondo, pueden reducirse a uno y para el caso “lo mismo es tratar del uno que del otro” (S 2,12,3). Para comprender el sentido de esta definición conviene recordar que el Santo asume la teoría escolástica sobre el conocimiento, basada sobre la abstracción intelectual de lo que se recibe a través de los sentidos exteriores e interiores.
Ilustra su definición con los siguientes ejemplos: “Así como imaginar a Cristo crucificado, o en la columna, o en otro paso, o a Dios con grande majestad en un trono; o considerar e imaginar la gloria como una hermosísima luz, etc., y, por el semejante, otras cualesquier cosas, ahora divinas, ahora humanas, que pueden caer en la imaginativa” (ib.). Lo propio y específico de la meditación es el discurrir, por eso puede llamarse “meditación discursiva imaginaria” (S 2,13,1), o “discurso meditativo”.
De ahí otra forma de definirla como actividad “mediante la cual obra el alma discurriendo con las potencias sensitivas”. Llevando las cosas al extremo, el Santo defiende que es un ejercicio “totalmente sensible” (S 2,13,7; 14,1) o “discursivo” (ib. tít.).
En cuanto ejercicio discursivo, la meditación coincide con la “consideración” (S 2,12,6; CB 4,1.4; 5,1). Practicar habitualmente el discurso meditativo equivale a seguir la “vía de meditación y discurso y formas naturales” (S 2,14,6.7; 15,1; N 1,10,2; LlB 3,53). Una alusión fugaz parece sugerir que el ejercicio de la meditación en la pedagogía sanjuanista iba acompañado de la lectura, según práctica habitual. Denunciando a quienes ejercitándose en oración piensan “que todo el negocio de ella está en hallar gusto y devoción sensible”, diagnostica que “todo se les va a éstos en buscar gusto y consuelo de espíritu, y por esto nunca se hartan de leer libros, y ahora toman una meditación, ahora otra, andando a caza de este gusto con las cosas de Dios” (N 1,6,6). Puede aludir a la “lección”, como parte del método oracional anterior a la meditación, o a la lectura de libros espirituales, independientemente de la oración. En cualquier caso, establece claramente lazo entre lectura y meditación.
2. “ESTADO DE MEDITACIÓN”: ESTADO DE PRINCIPIANTES. Antes de abordar el tema de la meditación-contemplación, J. de la Cruz ya había hablado explícitamente del “estado de meditación” (S 2,11,10). Quería indicar que un determinado estadio de la vida espiritual se caracteriza por el ejercicio normal y habitual de la meditación, como forma dominante de oración. De manera más completa lo designa como “estado de meditación y de sentido” (S 2,13,5). En el conjunto de su magisterio está bien delimitada la fase del desarrollo espiritual caracterizada como “vida del sentido”, en comparación con la “vía o vida del espíritu”.
Es fija y constante la identificación de la vida del sentido con el estado de principiantes, en el sentido que el Santo da a este término. En consecuencia, el “estado de meditación” resulta propio de este peculiar momento de la vida espiritual. El acto de meditar asiduamente se convierte en ejercicio característico de principiantes. Meditación y mortificación son los dos pilares sobre los que se asienta la vida espiritual en esta etapa (CB 3,1.4; 22,3). La equivalencia está afirmada de manera explícita: “Estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual” (N 1,1,1). Más incisivo aún: “El estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LlB 3,32).
Consecuente con esta idea básica habla insistentemente de meditación como “estado” o “vía” el mismo sentido de “vía purgativa”, estado de principiantes, aprovechados, etc. La primera etapa de la vida espiritual es “vía de meditación y discurso” (S 2,14,1.6.7; 15,1), “vía de meditación sensible” (ib. 14,1), “vía imaginaria y de la meditación que es totalmente sensible” (ib. 13,7), “vía del sentido” (N 1,10,1), “camino de meditación y discurso” (ib. 10,2). Equiparando principiantes y vida del sentido, escribe que “las vías del sentido son las del discurso y meditación discursiva” (S 2,17,5).
3. VALOR Y LIMITACIONES. La permanente asociación de la meditación con los principiantes, pudiera sugerir cierto desprecio o minusvaloración de la misma por parte de J. de la Cruz. Esa primera impresión no responde a la realidad. Conviene, ante todo, no perder de vista el nivel espiritual que el Santo atribuye a los principiantes, muy superior, sin duda, a lo que se piensa corrientemente en nuestros días.
Para ese estadio espiritual la meditación, no sólo es útil y provechosa; resulta necesaria e imprescindible en el aprovechamiento espiritual y para sentar las bases de etapas superiores. Su virtualidad y eficacia responde además al “fin y estilo que Dios tiene en comunicar al alma”, que primero perfecciona lo más sensible y externo “con consideraciones, meditaciones y discursos santos”, para luego instruir al espíritu (S 2,17,4).
“A los principiantes –escribe el Santo– son necesarias estas consideraciones y formas y modos de meditaciones para ir enamorando y cebando el alma por el sentido” (S 2,12,5) Más aún: “Es necesario no dejar la dicha meditación imaginaria antes de tiempo para no volver atrás” (S 2,13,1). “Mientras en ella se encuentre provecho o se saque jugo, no se ha de dejar” (ib. 13,2). Durante la etapa de principiantes, “necesario le es al alma que se le dé materia para que medite y discurra, y le conviene que de suyo haga actos interiores y se aproveche del sabor y jugo sensitivo de las cosas espirituales, porque cebando el apetito con sabor de las cosas espirituales, se desarraigue el sabor de las cosas sensuales y desfallezca a las cosas del siglo” (LlB 3,32; cf. S 2,13,2).
Esta es, en el fondo, la eficacia de la meditación: “ir enamorando y cebando el alma por el sentido”, o “sacar noticia y amor de Dios” (S 2,12,5; 2,14,2; 2,17,1.7). Llega, sin embargo, un momento en la vida espiritual en que desaparece esa función o eficacia, porque ya no es posible la meditación sensible ni discurrir, porque ya se ha conseguido todo lo que podía conseguirse por “vía de meditación y discurso” (S 2,14,1) y porque “ya el alma en este tiempo tiene el espíritu de la meditación en sustancia y hábito” (ib. n. 2). Comienza a introducirse en el alma otra manera de comunicarse con Dios: la noticia amorosa o contemplación. “Es necesaria esta noticia para haber de dejar la vía de meditación y discurso” (S 2,14,7).
4. SUPERACIÓN Y ALTERNANCIA. En la pedagogía sanjuanista la meditación mantiene su valor mientras no es obstáculo para el progreso ulterior, lo que quiere decir que no es ni fin a sí misma ni término del crecimiento espiritual. Tampoco acepta el Santo que el paso o tránsito a la contemplación suponga un abandono definitivo de la meditación. Superación no equivale a definitiva desaparición. Lo que sí tiene claro J. de la Cruz es que para llegar a la unión con Dios o perfección es necesario superar las formas imaginarias naturales instalándose en otro modo de comunicarse con Dios.
Sus afirmaciones al respecto son reiterativas: “Yerran mucho muchos espirituales, los cuales, habiendo ellos ejercitádose en llegarse a Dios por imágenes y formas y meditaciones, cual conviene a los principiantes, queriéndolos Dios recoger a bienes más espirituales, interiores e invisibles, quitándoles ya el gusto de la meditación discursiva, ellos no acaban, ni se atreven, ni saben desasirse de aquellos modos palpables a que están acostumbrados; y así, todavía trabajan por tenerlos, queriendo ir por consideración y meditación de formas, como antes, pensando que siempre ha de ser así. En lo cual trabajan ya mucho y hallan poco jugo o nada” (S 2,12,6; cf. 2,13,5; 2,14,1-2; LlB 3,32-33, etc.).
La insistencia con que el Santo vuelve sobre este argumento, es prueba de la importancia que le concede. Llega a decir que llegado el momento “totalmente se ha de llevar el alma por modo contrario al primero, que si antes le daban materia para meditar y meditaba, que ahora se la quiten y que no medite, porque no podrá aunque quiera, y, en vez de recogerse, se distraerá … Y por eso en este estado en ninguna manera le han de imponer que medite ni se ejercite en actos, ni procure sabor ni fervor, porque sería poner obstáculo al principal agente”, que es Dios, el cual “oculta y quietamente anda poniendo en el alma sabiduría y noticia amorosa sin especificación de actos”. En consecuencia, lo que importa es “andar sólo con advertencia amorosa a Dios” (LlB 3,33; cf. CA 28,10; LlB 3,34-35, etc.).
Estaba muy seguro de la bondad de su propuesta J. de la Cruz para atreverse a proponerla de forma tan decidida en el ambiente cargado de alumbradismo que le rodeaba. Defiende decidido su postura frente a directores espirituales, que consideraban estas enseñanzas un fomentar el ocio espiritual, alumbramientos y cosas de bausanes (LlB 3,43, cf. 53-58).
Su consejo es siempre el mismo: “Aprenda el espiritual a estarse con advertencia amorosa en Dios, con sosiego de entendimiento, cuando no puede meditar, aunque le parezca que no hace nada. Porque así, poco a poco y muy presto, se infundirá en su alma el divino sosiego y paz con admirables y subidas noticias de Dios, envueltas en divino amor” (S 2,15,5).
El punto más práctico y mejor conocido de la pedagogía sanjuanista sobre este punto es de los criterios o “señales” que han de tenerse en cuanta para saber cuándo conviene dejar la meditación y pasar a la contemplación. Los tres criterios establecidos en la Subida (2,13) se repiten sustancialmente, aunque con algunas modificaciones, en la Noche (1,9,2-8). Bastará aquí su enunciado según la primera formulación: No poder “meditar ni discurrir con la imaginación, ni gustar de ello como antes” (n. 2); no sentir “ninguna gana de poner la imaginación ni el sentido en otras cosas particulares, exteriores ni interiores” (n. 3); experimentar gusto “de estarse a solas con atención amorosa en Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso” (n. 4).
Una vez razonadas y justificadas estas señales (S 2,13-14), el Santo se siente obligado a mitigar posibles entusiasmos injustificados. No queda sepultada para siempre la meditación. A quienes comienzan a gustar de la noticia amorosa “les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de las potencias naturales”. Aunque parezca que están ya sacados “de la vida del sentido al espíritu” (N 1,10,2), les es necesario retomar en ocasiones el ejercicio de la meditación, sobre todo “a los principios que van aprovechando”, ya que no “están tan remotos de la meditación” que pueda el alma estar “empleada en aquel sosiego y noticia”. Hasta que no adquieran el “hábito en alguna manera perfecto” de la misma “habrán menester aprovecharse del discurso” (S 2,15,1). Muchas veces “habrá menester ayudarse blanda y moderadamente del discurso para ponerse en ella” (ib. n. 2).
Las diferencias entre ambas situaciones o formas de comunicación con Dios justifican la preferencia sanjuanista por la contemplación. La relación entre meditar y contemplar es la que hay “entre ir obrando y gozar de la obra hecha, o la que hay entre el trabajo de ir caminando y el descanso y quietud que hay en el término …; como estar guisando la comida o estar comiéndola y gustándola ya guisada y masticada”; como “entre ir recibiendo y aprovechándose de lo recibido” (S 2,14,7). Las ventajas son manifiestas.
BIBL. — BUENAVENTURA DE JESÚS, “La meditación en san Juan de la Cruz”, en Vida Sobrenatural 4 (1943) 76-286; AMATUS VAN DE HEILIGE FAMILIE, “La méditation chez saint Jean de la Croix”, en EphCarm 9 (1960) 176-196; P. L., “La méditation selon saint Jean de la Croix”, en Carmel 43 (1960) 11-26.
Eulogio Pacho