Es constante y relevante la concurrencia de la mujer en la vida de los santos. También aquí rige el oráculo divino: “No conviene al hombre estar solo” (Gén. 2, 18). Gran relevancia tuvo la mujer en el mismo Jesucristo, y con qué delicadeza y alta distinción la honró en su dignidad el Hijo de María. Es asimismo muy acusada y permanente la presencia de la mujer en Juan de la Cruz, hasta el punto de que en su vida y actividad prevalece la comparecencia femenina sobre la masculina.
Podríamos distinguir en él a la mujer en abstracto, como la media porción del género humano; y a las mujeres en concreto y que giraron en torno a su persona y su obra. Hasta 311 nombres de mujeres registramos en torno a J. de la Cruz. Pero anotemos ya de entrada con Suzanne Bréssard que “nunca hubo tantas llamas juntas y nunca menos riesgo de incendios”.
Respecto a la mujer en teoría, no hay diferencia ni discriminación en la apreciación de J. de la Cruz respecto al hombre. Para este maestro espiritual, sobre hombres y mujeres, había almas; había personas, indistintamente llamadas a la perfección de vida a través de la oración, a quienes él orientó hacia la intimidad divina hasta llegar a la unión con Dios. Esa era la meta de J. de la Cruz tanto para los hombres como para las mujeres espirituales.
De ahí que la mujer simplemente como tal no desempeñe gran papel ni en su palabra ni en su pluma. Tan solo se registran 20 frecuencias para la voz mujer, en las que sólo hallamos estas referencias entre negativas y positivas: las mujeres que lloraban a Adonis (S 1,9,5-6), la mujer babilónica (S 3,22,4), la mujer de Lot (Ct 9), la mujer de Pilato (S 16,3), la samaritana (S 3,39, 2), las mujeres en el sepulcro (S 3,31, 8), la advertencia paulina de que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran (S 1,11,8; 3,18, 6) y la mujer que encontró la dracma perdida (CB 22,1).
I. Las dos madres
En el ambiente familiar de Juan de Yepes destacan tres mujeres: Catalina Álvarez, su madre; Ana Izquierdo, su cuñada (esposa de su hermano Francisco) y Bernarda, su sobrina (luego religiosa cisterciense).
Su madre Catalina fue la mentora y la sombra de Juan hasta bien corrida su existencia de religioso. Ella cuidó de su educación y estudios, ella le alentó en sus afanes de consagrarse a Dios, ante ella cantó fray Juan en Medina del Campo la primera misa en 1567; a su madre la llevó para que atendiese a los frailes descalzos en Duruelo y tuvo el consuelo de que al morir ella en 1580 la hubieran enterrado con honor en las carmelitas descalzas de Medina “como una santa”.
Otra mujer y otra madre decisiva para J. de la Cruz fue Teresa de Jesús. Ella marcó el rumbo carmelitano de fray Juan asociándole como pieza fundamental en su tarea de la renovación del Carmelo. Esto fue en septiembre de 1567, y en 28 de noviembre de 1568, Juan de la Cruz inauguró en Duruelo la experiencia de los carmelitas descalzos. Teresa de Jesús fue madre e hija espiritual del Santo y maestra y discípula del doctor. Son ahora los dos, inseparablemente, los grandes Santos del Carmelo y Doctores de la Iglesia.
II. Hijas espirituales
Por la Madre Teresa, una pléyade de religiosas carmelitas entran en la órbita espiritual del Santo. Primero en el monasterio de la Encarnación de Ávila, como confesor y director espiritual de una numerosa comunidad de carmelitas (1572-1577). Puesto allí de asiento con esa misión y con morada fija en el entorno del monasterio, J. de la Cruz hizo una labor espiritual muy positiva entre aquellas mujeres necesitadas de luces y estímulos para la perfección de vida. Juntando luz de doctrina y ejemplo de vida el buen director hizo labor de encaje en aquellos espíritus, muy a satisfacción de la Madre Teresa. Más adelante prosiguió fray Juan su tarea de confesor y director espiritual de las carmelitas descalzas, especialmente en los monasterios de Beas de Segura (Jaén), Granada y Segovia.
Entre sus hijas espirituales descuellan las descalzas Ana de Jesús (Lobera), Ana de San Bartolomé, Ana de San Alberto, Catalina de Cristo, Magdalena del Espíritu Santo, Catalina de Jesús, María de Jesús, Beatriz de San Miguel, María de la Cruz, Leonor de San Gabriel, etc. Estas y otras muchas religiosas fueron después testigos excepcionales de la santidad de fray Juan en los procesos de beatificación y canonización del Santo. A ellas hay que agregar otras mujeres seglares y del mundo que gozaron también de su dirección espiritual, como Ana de Peñalosa, Juana de Pedraza, María de Soto, etc.
La impronta e irradiación de Juan de la Cruz sobre la mujer se ha hecho notar así mismo después de su muerte y son incontables las mujeres sobre las que sigue ejerciendo poderoso influjo el místico Doctor. Merecen nombrarse las figuras más relevantes: las carmelitas Cecilia del Nacimiento, María de san Alberto, santa Teresa del Niño Jesús, beata Isabel de la Trinidad, S. Teresa Benedicta (Edith Stein), santa Teresa de los Andes, Madre Maravillas de Jesús, etc.
Fuera del Carmelo son también muchas las mujeres sanjuanistas en espíritu: Santa Juana Francisca de Chantal, Condesa de Bornos, Margarita Mª López de Maturana, Cristina de Arteaga, Mª Josefa Segovia, María Teresa de San Juan de la Cruz (benedictina), Francisca Javiera del Valle, Chiara Lubich, etc.
III. Mujeres estudiosas de S. Juan de la Cruz
Son legión las mujeres estudiosas del sanjuanismo en las más variadas facetas de la investigación: biografías, filología, literatura, filosofía, espiritualidad, mística, etc. Por las mujeres y para ellas principalmente escribió J. de la Cruz. Ellas fueron las primeras destinatarias de sus libros y ellas han sido también las más eficaces transmisoras de sus escritos.
Hay nombres femeninos consagrados en los anales del sanjuanismo moderno, que merece la pena registrarlos aquí, al menos los más ilustres y conocidos: Carolina Peralta, Gesualda del Espíritu Santo, María del Sacramento, Juana de la Cruz, Marie-Dominique Poinsenet, OP, Eulalia Galvarriato, Gabriela Cunninghame Graham, Irene Behn, María Teresa Hubert, Jule Galofaro, Susana Bréssard, Hilda Charlotte Graef, Josefina Alvarez de Cánovas, Rosalinda Murray, Jane Ellen Ackerman, María Rosa Lida, Fernanda Pépin, Margaret Wilson, Rosa María de Icaza, Luce López-Baralt, María Jesús Mancho Duque, Carré Chataignier, Carolina Valencia, Carmen Conde, Pilar Paz Pasamar, Hikdegard Ward, Rosa Rossi, Adela Medina Cuesta, Oda Schneider, Barbara Dent, Claire M. Gaudreau, Eva Cervantes, Hildegard Waach, Marilyn May Mallory, María Jesús Fernández Leborans, Yvonne Pellé-Douel, Raissa Maritain, Angeles Cardona Castro, Paola Elía, Catherine Swietlicki, Catalina Buezo, Irene Vallejo, Encarnación García Valladares, Charo Domínguez López, María Ángeles López García, Emilia Montaner, Mercedes Navarro Puerto, Aurora Egido, María del Sagrario Rollán, etc.
En las modernas bibliografías del Santo podrán verificarse fácilmente las aportaciones sanjuanistas de éstas y otras mujeres, que aquí no reseñamos individualmente por exigencias de brevedad.
IV. Juan de la Cruz y el feminismo
En nuestro tiempo hierve por doquier el feminismo y arrecia fuerte el movimiento feminista. J. de la Cruz no necesitó campañas de proselitismo en favor de la mujer para haberse respecto a ella con la máxima consideración, el mayor respeto, la sincera estima y la más delicada amistad. No fue nada insensible ante la mujer ni física ni psicológica ni espiritualmente. La asumió con naturalidad como ella es, la aceptó en su compleja personalidad y la condujo a las vetas más altas de la perfección.
Por otra parte, el hombre Juan no fue nada ajeno a la seducción de los encantos femeniles. Sólo que pudo y supo elevarse de los sentidos al espíritu, de la carne a la gracia, de la criatura a Dios. J. de la Cruz era ante todo un hombre, no un ángel; de carne y hueso, con todas sus pasiones. Supo bien que “la mujer babilónica” brinda a los humanos el embriagador néctar que enerva los sentidos y no perdona ni al “supremo e ínclito santuario y divino sacerdocio que no le dé a beber el vino de este cáliz de vano gozo, pues tan pocos se hallarán que por santos que hayan sido, no los haya embelesado y trastornado algo esta bebida del gozo y gusto de la hermosura y gracia naturales” (S 3,22,4).
Lo probó por experiencia propia fray Juan, pues fue tentado en varias ocasiones por hermosas mujeres que le sorprendieron en su mismo aposento. A su vista, el descalzo en años de juventud, sintió el ramalazo de la pasión y percibió en sí la más grande tentación de su vida. Pero reaccionó pronto y ganó para el amor de Dios el alma de la gentil tentadora.
Estos rasgos revelan que tampoco para las mujeres era fray Juan un ser indiferente; antes bien, que ejercía cierto hechizo en el sexo débil. Una de ellas dice que siendo el padre Juan “un hombre no hermoso” y pequeño y sin las partes que en el mundo llevan los ojos, “con todo eso, no sé qué traslucía en él que llevaba los ojos tras de sí para mirarle como para oírle” (María de san Pedro, BMC 14, 183).
Juan de la Cruz, como santo, las animó para practicar las virtudes y escalar el arduo camino de la perfección. Como doctor, iluminó sus mentes con luces del cielo para adentrarse en la vida de oración y, pasando las noches oscuras, lograr la meta de la unión con Dios. A mujeres dedicó los libros más altos de la más sublime mística: Cántico Espiritual (Ana de Jesús) y Llama de amor viva (Ana de Peñalosa). Como poeta, J. de la Cruz supo encandilar el alma de las mujeres por la vía de la hermosura y por la llama del amor. En pos de la belleza increada y en aras de la caridad divina, fray Juan hizo filigranas en el alma sensible y susceptible de toda mujer.
Así fue J. de la Cruz para la mujer, en plena sintonía con la actitud de Jesucristo para con ella: las acogió con bondad, las ayudó con sacrificio, las ilustró con su elevada doctrina, las sirvió con caridad, las defendió con energía, las honró con libros, cartas y versos, las consoló en sus penas, las perdonó en sus debilidades, las alabó con sincero reconocimiento de sus méritos. A J. de la Cruz caben en gran medida la letra y el espíritu de la exhortación apostólica “Mulieris dignitatem” (AAS 80, 1988, 1653-1729).
V. Una sobre todas
En el entorno existencial e histórico femenino de J. de la Cruz hay una mujer que supera a todas en verdad, bondad y belleza. Porque hubo sobre todas una Mujer en fray Juan que fue el amor de su vida, tan profundo y secreto, que lo adoró silente a todas horas en el altar iluminado e incandescente de su corazón. Apenas osó pronunciar su nombre para no turbar la atención de su contemplación absorta. Abrazó su Orden, profesó su Regla, llevó su veste, adoptó su nombre, habitó en su casa e imitó su vida de oyente, orante y oferente. María fue el aliento de su Subida, luna llena de su Noche oscura, melodía de su Cántico, ardor de su Llama. En la peregrinación de fray Juan por la tierra no pudo haber más bello itinerario: de mujer a Mujer, de madre a Madre, de virgen a Virgen, de hermana a Hermana, de señora a Señora. De María a Dios. Y el gozo final fue la posesión de tal prenda, que colmó de gloria su corazón de hombre: “¡Y la Madre de Dios es mía, porque Cristo es mío. Y todo es para mí!” (Oración de alma enamorada).
BIBL. — ISMAEL BENGOECHEA, San Juan de la Cruz y la mujer, Sevilla 1986; Id. “San Juan de la Cruz y el Eterno Femenino”, en SJC 13 (1997) 119133.
Ismael Bengoechea