Mundo

El mundo tiene una significación variada en los escritos de Juan de la Cruz. Hay que tenerlo en cuenta para una recta interpretación. Empecemos por este análisis del término. Lo presenta, en línea con la tradición, como uno de los tres enemigos del alma. Así en Cautelas, encabezando la triada, le dedica tres “cautelas” (5-9). Es al que más espacio le dedica. También en los primeros compases del Cántico nos encontramos con los “tres enemigos”, y también el mundo ocupa el primer lugar (3,5). Pero, como veremos, sería injusto quedarse con esta imagen.

I. “Espacio de todas las criaturas”

El mundo “contiene todas las cosas que él (Dios) hizo” (CB 14,27). La creación es obra de solo Dios: “nunca la hizo ni hace por otra (mano) que por la suya propia” (CB 4,3); “en ellas dejó algún rastro de quien él era” (CB 5,1), son “un rastro del paso de Dios” (CB 5,3), “dotándolas de innumerables gracias y virtudes” (ib. 1), “muchas gracias y dones” (ib. 4), “abundancia de gracias y virtudes y hermosura” (CB 6,1). “Mil gracias derramando/ pasó …” (CB 5). “Pasó”, pero permanentemente se quedó en ellas, pues “la vida de todas las cosas criadas radical y naturalmente está en Dios” (CB 8,3).

Y aunque son todas las criaturas “las obras menores de Dios” (CB 5,3), “las más bajas obras de Dios” (CB 7,2), la persona contemplativa puede “recibir el sentido espiritual sonorosísimamente en el espíritu, de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (ib. 15,26) y “lo que ellas tienen en sí cada una recibido de Dios”; y ve que cada una en su manera engrandece a Dios, “teniendo en sí a Dios según su capacidad” (CB 14,27). Es una “armonía de música subidísima” de la “voz de lo que en ella es Dios” (ib. 25).

El mundo de las criaturas irracionales es “palacio para la esposa” (R 4, 103). Es lo que el creyente y contemplativo Juan percibe de la creación, en cada criatura y en su conjunto. La humanidad es la “esposa” del Hijo de Dios encarnado en María Virgen. De la creación destacará siempre la referencia a Dios: las criaturas “dan al alma señas de su Amado, mostrándole en sí rastro de su hermosura y excelencia” (CB 6,2); dan “en sí testimonio de la grandeza y excelencia de Dios” (CB 5,1). Las criaturas le remiten a Dios, son “voz infinita”, “voz inmensa de Dios” (CB 14,11). Entre las criaturas visibles son las racionales por las que la persona “más al vivo conoce a Dios” (CB 7,6), pues le dan “a entender admirables cosas de gracia y misericordia” (ib. 7). Dios “lo hizo todo por… el Verbo, su unigénito Hijo” (CB 5,1), “con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas…, haciéndolas mucho buenas”. Por él, también, “las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural” (ib. 4).

Todas las criaturas “son las obras menores de Dios”. Las “mayores, en que más se mostró y en que más él reparaba, eran las de la Encarnación del Verbo” (CB 5,3).

Esta noticia de Dios que dan todas las criaturas genera amor. Será estribillo en los escritos del Santo: “de ti me van mil gracias refiriendo, / y todas más me llagan”. Y aclara: “de ti me enamoran” (CB 7,8). Y termina la estrofa: “y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo”. Tanto el amor que enciende y alimenta esta noticia de Dios, como este “no sé qué” que confiesa que “me mata” (Ib. 9), y que le asoma al Dios “escondido”, trascendente, acelera su “salida” hacia la Persona misma: “salí de todas las cosas según la afección…, siéndole todas las cosas como si no fuesen” (CB 1,6; cf. LlB 1,32; Av 92). Porque “el alma enamorada, que estima a su Amado más que a todas las cosas” (CB 3,8), “no empereza hacer cuanto puede” para hallarle (ib. 1). Hasta pedirle: “apaga mis enojos” (CB 10) y “descubre tu presencia” (CB 11). Es la expresión de esa sed y hambre de Persona que desata el amor de Dios, pues él solo satisface y llena las capacidades profundas con que la creó.

II. El mundo, un modo de ser y obrar

El mundo no es un espacio, un lugar en el que vivimos. O en el que siguen su vocación cristiana la mayoría de los creyentes, mientras que otros, una inmensa minoría, la viven “fuera” del mundo, en los claustros religiosos. El mundo es un sistema de valores, de objetivos, de relaciones, de criterios de comportamiento. Una “filosofía” de la vida que da un estilo de persona o de sociedad, o del mismo mundo. S. Teresa acertó plenamente cuando hablando de “las leyes del mundo” (V 16,8), escribió con desenfado y brío de quienes entran en la vida religiosa “pensando que se van a servir al Señor y a apartar de los peligros del mundo, se hallan en diez mundos juntos” (V 7,4).

Empezamos el discurso por donde menos se podría esperar para trazar el perfil de la persona de mundo que creamos los humanos, y del cual no están exentos “los espirituales”, y, según J., “no pocos”. Después de su apretada exposición sobre Jesús y su palabra sobre la negación, sobre la muerte “sensitiva y espiritual” a todo para llegar a la unión con Dios, escribe: “No me quiero alargar más en esto, aunque no quisiera acabar de hablar en ello, porque veo es muy poco conocido Cristo de los que se tienen por sus amigos”. Y sintetiza el razonamiento hecho poco antes: “Pues los vemos andar buscando en él sus gustos y consolaciones, amándose mucho a sí, mas no sus amarguras y muertes, amándole mucho a él”. Estamos ante una afirmación extremadamente grave, fuerte que nos pone en el camino para indagar realizaciones concretas de la misma según el Doctor místico. Líneas más abajo continúa aludiendo a otro grupo: los que “viven allá a lo lejos, apartados de él, grandes letrados y potentes, y otros cualesquiera que viven allá con el mundo en el cuidado de sus pretensiones y mayorías, que podemos decir que no conocen a Cristo” (S 2,7,12). Evidentemente se trata de personas que profesan la fe cristiana.

Reconociendo que J. establece una gradación entre los dos grupos –»los que se tienen por amigos” de Cristo, y “los que no le conocen”–, sin embargo, los dos están unidos en una misma postura: “se aman mucho a sí”. Unos y otros “buscan su acomodamiento y consuelo, o en Dios o fuera de él” (Ct 16). La línea divisoria entre los auténticos seguidores de Cristo y del mundo está marcada con precisión: mientras que los que conocen a Cristo, “amándole mucho”, buscan la participación en “sus amarguras y muertes”, los que no le conocen –y éstos serían los del mundo–, “amándose mucho así”, buscan “en él sus gustos y consolaciones”.

En esta misma línea va el segundo de los Avisos a un religioso para alcanzar perfección cuando escribe que “es totalmente necesario” para la perfección, y que “si no lo ejercita … ni sabe buscar a Cristo, sino a sí mismo” (4). En el número siguiente contrapone el estar atenazado por “el respeto de mundo” a vivir “solamente por Dios”. Concluye: “Nunca ponga los ojos en el gusto o disgusto que se le pone en la obra … sino a la razón que hay para hacerla por Dios. Y así, ha de obrar todas las cosas, sabrosas o desabridas, con este solo fin de servir a Dios con ellas” (5). El número tres lo había terminado con estas palabras dirigidas al religioso que carece de una actitud teologal, de buscador infatigable de Dios: “No había para qué venir a la Religión, sino estarse en el mundo buscando su consuelo, honra y crédito y sus anchuras”. Pienso que con estas palabras deja bien claro el Santo lo que entiende por “mundo”.

En esta misma perspectiva lanza su diatriba contra el confesor que “tratando un alma jamás la deja salir de su poder, allá por los respetos e intentos vanos que él se sabe” (LlB 3,57); y le increpa: “Y tú de tal manera tiranizas las almas…” y te comportas con ellas “con las contiendas de celos que tienen entre sí los casados”, “los cuales… son celos de soberbia y presunción o de otro imperfecto motivo tuyo” (ib. 59). Y aun se refiere a otra manera “más pestífera”, por la que cierran el camino a las almas que sienten el llamamiento a la vida religiosa “allá con unas razones humanas o respetos harto contrarios a la doctrina de Cristo” (ib. 62). Éstos tienen “el espíritu poco devoto, muy vestido del mundo” (ib. 62; cf S 1,13,8; CB 10,3). La conversión a Cristo la expresa en términos de “pérdida” “de los tratos y pasatiempos que solía tener en el mundo”, ofreciéndonos una buena definición del “mundo” con estas palabras: “El ejido” es el mundo” “donde los humanos tienen sus pasatiempos y tratos y apacientan los ganados de sus apetitos” (CB 29,6). Habla también del “traje vano del mundo” en algunas prácticas de piedad, con las que algunos “canonizan sus vanidades” (S 3,35,4).

El mundo es, pues, una “ley”, un modo de ser y de vivir que caracteriza a un determinado tipo de personas, prescindiendo “dónde” vivan y lo que concretamente hagan. Puede tratarse hasta de una persona muy “piadosa”. Este modo de ser conduce a la persona a una degradación progresiva hasta la negación absoluta de Dios, “no curando de cumplir su ley por no faltar a las cosas y bienes del mundo” (S 3,19,7). De éstos dice que “en lo Dios no son nada y en lo del mundo lo son todo” (ib.). Y así se forman dos grupos de personas sin posible camino de encuentro, sin puentes de comunicación. Escribe: “Por lo cual los sabios de Dios y los sabios del mundo, los unos son insipientes para los otros, porque los unos no pueden percibir la sabiduría de Dios y ciencia, ni los otros la del mundo” (CB 26,13). Por aquí entramos en el pensamiento con el que vamos a concluir la presentación del término “mundo”: la dimensión teologal de la persona que se relaciona con el mundo, y, en el fondo, de toda criatura, “rastro” y “huella” de Dios.

III. “Donde no se sabe a Dios, no se sabe nada”

Estas palabras del Doctor místico están en el contexto inmediato de las que acabo de citar.

Del ser ontológico de las cosas ya hemos hecho referencia al principio. A J., porque lo da por sabido y porque no entra en su perspectiva, no le interesa tratar. Le importa la relación de la persona con Dios, pues “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él” (Av 34). O de otra manera: “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque a solo Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios, se le hurtamos” (Av 115). El hombre, “criado para estas grandezas” de la comunión más íntima con Dios (CB 39,7), pretendiendo “natural y sobrenaturalmente” “igualdad de amor con Dios”, sabe también el Santo que “es grande la rudeza y ceguera del alma que está sin su gracia” (CB 32,8), pues llega a “no caer en la cuenta” de las “innumerables mercedes…, que de Dios ha recibido y a cada paso recibe” (ib. 9). En el mundo, en las criaturas contempla la capacidad de potenciar o frenar, de encaminar o desviar a la persona en el logro o frustración de su vocación fundamental, única. En esta sola perspectiva las considera en sus escritos, y desde ella las valora o dice que “son nada”. Para él ésta es la verdad del mundo, de los “bienes del mundo”.

Las criaturas no son “su manjar” (S 1,6,6). Por eso advierte: “Cata que tu carne es flaca y que ninguna cosa del mundo puede dar fortaleza a tu espíritu ni consuelo; porque lo que nace del mundo, mundo es” (Av 42). El manjar que “echan menos… es Dios” (LlB 3,18). En este campo puede orientarnos el siguiente “fundamento” que sostiene su discurso sobre la purificación de la voluntad: “La voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios, y que la mayor honra que le podemos dar es servirle según la perfección evangélica; y lo que es fuera de esto, es de ningún valor y provecho para el hombre” (S 3,17,2).

Así las cosas “son vanas y engañosas” (CB 1,1), “son nada”. “El ser de las criaturas, comparado con el infinito ser de Dios, es nada” (S 1,4,4), y la hermosura y la bondad y la sabiduría (ib.). Puesto que “Dios es de otro ser que sus criaturas” (S 3,12,2), “ninguna criatura … le puede servir (a la persona) de próximo medio para la divina unión” (S 2,8 tit). Si no sirven de medio próximo, habrá que sobrepasarlas, transcenderlas, servirse sólo de ellas como y mientras son motivos para ir a Dios (S 3, 24, 4), evitando convertirlas en “fin”. Esto, además de ser un atentado gravísimo contra la persona, porque la degrada a una forma inferior de vida, la impide totalmente realizar su vocación divina.

El razonamiento de J. de la Cruz es sencillo y serio: “Es necesario al alma, para llegar a la divina unión de Dios, pasar esta noche oscura de mortificación de apetitos y negación de los gustos en todas las cosas” (S 1,4,1). “Dos contrarios… no pueden caber en un sujeto” (ib. 2). Y contrarios son la unión con Dios y la afección de criaturas. “La afición y asimiento”, el amor “iguala y hace semejante” y “sujeta al amante a lo que ama”. Quien ama criatura “tan bajo se queda como aquella criatura”. Por eso se hace “incapaz de la pura unión con Dios”. “De manera que todas las criaturas en esta manera nada son, y las aficiones de ellas son impedimento y privación de la transformación en Dios…, así no podrá comprehender a Dios el alma que en criaturas pone su afición” (ib. 3).

Hay que llamar la atención sobre las expresiones del Santo: “poner el corazón en los bienes del mundo” (S 1,4,4.6), “el alma que en criaturas pone su afición” (ib. 3; 5,1), los que “ponen su corazón y afición en cualquiera cosa del mundo” (ib. 4,8). Habla de poner “el gusto” o “la afición” en las criaturas. Por lo tanto, de la “mortificación de apetitos y negación de los gustos” (S 1,4,1). El acento no se pone sobre las cosas sino sobre la voluntad de la persona que convierte las cosas del mundo en fin de sí misma, y de este modo las convierte en dios, las “empareja con Dios”, o les reconoce una entidad mediadora que no tienen. En cualquiera de los dos casos se da un falseamiento de su verdad. Y también de la verdad de la persona que “no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1). El manjar de la persona es Dios. A los dos extremos abre el Santo su consideración: cuando el corazón no está vacío y purificado “no siente el gran vacío de su profunda capacidad”. Y cuando lo está “es intolerable la sed y hambre y ansia del sentido espiritual…, porque el manjar que echa de menos también es profundo, que, como digo, es Dios” (LlB 3,18). Cuando la persona “se engolfa” en las cosas del mundo se produce “un gran olvido y torpeza” con relación a Dios (S 3,19,7).

Las criaturas, el mundo al que se refiere J., no son sólo las cosas materiales. Es todo lo que, no siendo Dios, la persona se lo apropia, pone en ello su corazón, se ase a ello. Por ejemplo, cuando se trata de gracias sobrenaturales a las que se apega “no mirando que también en éstas hallará el alma su propiedad, y asimiento y embarazo, como en las cosas del mundo, si no las sabe renunciar como a ellas” (S 2,16,14). “Porque siempre habemos de llevar este presupuesto, que cuanto el alma más presa hace en alguna aprehensión natural o sobrenatural…, menos capacidad y disposición tiene en sí para entrar en el abismo de la fe”, en la comunión personal con Dios (S 3,7,2); o “se distrae del sumo recogimiento, que consiste en poner toda el alma… en solo Dios incomprenhensible y quitarla de todas las cosas aprehensibles” (S 3, 4,2). Éste es el mundo “enemigo” de la persona. “El menos dificultoso” de los tres (Ca 2). La cautela contra él se toma desde la opción teologal, es decir, desde la voluntad de vivir la propia innata vocación (ib. 5), urgido, además, por la voluntad de “llegar en breve al santo recogimiento, silencio espiritual, desnudez y pobreza de espíritu” (ib. 1 y 9); por lo tanto, con el propósito de “templar la demasía del apetito” (Ct del 18.11.1586). En las tres Cautelas dedicadas al mundo, el Santo quiere ayudarnos a educar el sector afectivo en la relación con las personas y las cosas, con las criaturas. Lo que pretende con más detenimiento en Subida 3,1826, capítulos en los que habla de la actitud frente a los bienes “temporales”, “naturales” y “sensuales”. Su lectura, además de favorecer la comprensión de Cautelas, nos servirá mucho para una recta inteligencia del pensamiento del Santo sobre nuestra relación con el mundo.

BIBL. — JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “‘Mil gracias derramando’. La hermosura de Dios en la naturaleza, en Vida Religiosa 68/6 (1990) 448-455; ISABEL AISA, “La nada en san Juan de la Cruz, en Pensamiento 45 (1989) 257-277; LUCINIO RUANO DE LA IGLESIA, “Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. ¿Dos conceptos de Dios, del mundo y del hombre?” en MteCarm 97 (1989) 315-376.

Maximiliano Herráiz