Juan de la Cruz no es masoquista, ni tiene nada de sombrío. Es el místico enamorado de Dios que, madurado en el amor teologal, quiere compartir su experiencia luminosa de Dios para acompañar a otros por el camino espiritual. Pero es un hombre realista, y sabe bien que el camino del amor conlleva también su dosis de cruz, tanto para Dios como para el hombre. Y el amor no se reduce al mero gozar, sino que incluye también, siempre, el padecer. Anverso y reverso de una experiencia y una realidad que él nos invita a vivir plenamente, en todas sus facetas.
En el Santo “padecer” tiene dos connotaciones diversas, aunque generalmente unidas: por un lado “padecer” se opone a “gozar”, y tiene ahí su connotación dolorosa; por otro, “padecer” se opone a “hacer”, y ahí manifiesta una connotación más cercana a la pasividad. Juan está seguro de que, en esto de ir a Dios, “el camino de padecer es más seguro y aun más provechoso que el de gozar y hacer” (N 2,16,9). Dos son las razones: se le añaden al hombre fuerzas de Dios sobre la propia debilidad, y, además, se va purificando, adquiriendo virtudes y sabiduría.
El “padecer” es la experiencia sensible más intensa del largo y trabajoso proceso de la “noche oscura” que, necesariamente, ha de atravesar el hombre para llegar a la plena comunión con Dios. Y al hablar de la experiencia de la “noche” es cuando el Santo más echa mano del verbo “padecer” para expresar la vivencia espiritual (N 1,10,1; 1,11,2; 2,3,2; 2,5,4; 2,6,1-5; 2,2,9; 2,10,7; 2,11,6-7; CB 14,19; 14,30; 16,6; LlB 1,19-23; 3,3.68, etc.). Alguna vez explicita el Santo cómo “la causa de padecer el alma tanto a este tiempo por él es que como se va juntando más a Dios, siente en sí más el vacío de Dios y gravísimas tinieblas en su alma, con fuego espiritual que la seca y purga” (CB 13,1). En medio de la “noche” el más intenso padecer quizá le venga de la sospecha de si ha perdido a Dios para siempre, o si está ya dejada de Dios (N 1,10,1; 2,13,5; LlB 1,20). En el Cántico espiritual esto mismo se traduce, desde la intensidad creciente del amor, en un vivo padecer por la “ausencia” del Amado (CB 1,2; 1,16; 2,6; 17,1).
Con todo, para J. de la Cruz uno de los signos más evidentes de la autenticidad de la propia experiencia de Dios es si el alma no rehuye los padecimientos, sino que más bien queda como “animada” a padecer por aquel a quien ama de veras (S 2,26,7; CB 2,5; 11,7; 25,7). Pero el padecer no es condición permanente para el alma, ya que terminada la purificación cesan los padecimientos: “purificada, no padece” (LlB 2,24). Aunque durante el “desposorio espiritual”, los padecimientos pueden ser aún abundantes (cf. CB 14,30; 16,6; 17,1; 18,1-2; 19,1; 20,10; etc.), concluida la fase catártica, el sufrimiento, incluso físico, tiene otra dimensión diferente: se vuelve oblativo y redentor. Las canciones 36 y 37 del Cántico describen cómo el camino que conduce a la gozosa experiencia de Dios, llena de sabiduría e inteligencia espirituales, pasa necesariamente por “la espesura” del padecer, donde el alma se aquilata y se capacita para esta gracia, de manera que conforme a lo que padece así también goza (cf. también N 2,23,10; LlB 3,18; Av 6,5; Ct a Catalina de Jesús: 6.7.1581). El comentario al verso “y toda deuda paga” constituye el elogio más cabal al fruto espiritual del padecer por Dios. Este nunca queda en deuda; todo lo recompensa con creces, aun en esta vida (LlB 1,23-31).
Arranca de esta visión el Santo al recomendar sin titubeos el “gozo en el padecer” (Av 3,6). Recordará en su dirección espiritual que el padecer es la mejor forma de imitar a Cristo (cf. S 2,7,5; S 2,29,9; Av 1,14; Ct a las Carmelitas de Beas: 18.11.1586; Ct a María de Jesús: 18.7.1589; Ct a Ana de Jesús: 6.7.1591). Detrás de todo podemos vislumbrar una profunda comprensión de la dinámica pascual (muerte/ vida) de la vida cristiana que, expresada de una forma o de otra, reaparece siempre en toda la historia de la espiritualidad como eje fundamental que debe articular el proceso espiritual y el desarrollo pleno de la vida de la gracia en nosotros. Cruz, dolor, pena, sufrimiento.
Alfonso Baldeón-Santiago