Poesía sanjuanista

La poesía de Juan de la Cruz es una de las más sublimes, pero también una de las más misteriosas de la literatura española. Incluso buena parte de los poemas “menores” del Santo comparten algo de esta originalísima opacidad verbal que caracteriza sus obras más importantes, cuya novedad literaria es tal que el poeta se ve precisado a comentarlas en prosa: el Cántico espiritual, la Noche oscura y la Llama de amor viva. La producción del excelso poeta se reduce a cinco poemas (estos tres, más el del Pastorcico y de la Fonte), a una serie de composiciones, llamadas “menores”, distribuidas en coplas o glosas (Vivo sin vivir, Entréme donde no supe, Tras un amoroso lance, Sin arrimo y con arrimo, Por toda la hermosura) y romances (ocho sobre los misterios de la creación, encarnación y redención, y uno sobre el salmo “Super flumina Babylonis”).

I. Valoración de la crítica

Los críticos han ido sumando sus quejas frente al radical enigma de la poesía más representativa del Santo, que le parece a Marcelino Menéndez Pelayo tan “angélica, celestial y divina” que siente “religioso terror al tocarla” (Estudios de crítica literaria, Madrid, 1915, 55-56). Lo secunda Dámaso Alonso: “Es el mismo espanto que yo … había sentido siempre … No sólo eran las palabras de Menéndez Pelayo lo que producía mi inicial terror, sino un conocimiento elemental de los problemas que entraña la poesía de san Juan de la Cruz. Hoy puedo afirmar rotundamente que son los más dificultosos de la literatura española” (La poesía de san Juan de la Cruz. Desde esta ladera, Aguilar, Madrid, 1966, 18).

Esta “protesta” de los estudiosos frente al arte inclasificable y “atemorizante” del Santo se inicia desde muy temprano. Antonio de Capmany, ya en 1787, siente que los versos a menudo ininteligibles del Reformador le resultan descuidados, y lo secunda Francisco Pi y Margall (1853), quien encuentra a san Juan “incorrecto” pero “sublime” y “completamente nuevo” (cf. Cristóbal Cuevas García, San Juan de la Cruz. Cántico espiritual, Poesías. Alhambra, México, 1985, 80). Azorín se siente perplejo frente a la “oscuridad” y las “transgresiones gramaticales” de la obra del Santo (“Juan de Yepes”, en Los clásicos redivivos. Los clásicos futuros, Espasa Calpe, Madrid, 1973, 48), de seguro porque tampoco acababa de entender estos versos delirantes. José Coll y Vehí aconseja leer a san Juan “con el corazón, más que con los ojos” (cf. C. Cuevas García, 80). Julio Cejador, por su parte, no tiene más remedio que repetir el aserto de Menéndez Pelayo casi al pie de la letra: la poesía del Santo “no parece cosa de hombres, sino de bienaventurados” (Historia de la lengua y la literatura castellana: Época de Felipe II, t. III, Impr. De Galo Sáez, Madrid, 1930, 95-96). Roger Duvivier se une al estupor general: la obra de San Juan le parece “oeuvre inclassable” (La genèse du ‘Cantique spirituel’ de Saint Jean de la Croix, Les Belles Lettres, Paris, 1971, 285). Hasta los poetas críticos (san Juan siempre ha sido poeta de poetas) Paul Valéry y Jorge Guillén han quedado hermanados en una misma queja: los misterios de la poesía del Santo parecen excesivos. Y, curiosamente, por ello mismo se identifican con los misteriosos versos sanjuanísticos, cuyos delirios poéticos parecerían de algún modo “anticipar” las novedades literarias del simbolismo y del surrealismo.

Parecería que la poesía de san Juan, cuando aún estaba manuscrita, llenó de asombro también a sus primeros destinatarios, las monjas y frailes del Carmelo descalzo, (y aún a damas laicas como  Ana de Peñalosa) pues piden al Santo les declare aquellas liras que no acababan de comprender. La edición accidentada de las obras del Santo, por otra parte, habla por sí misma de lo difícil que fue su inclusión en el corpus literario español: el “Cántico” ve la luz primero en Francia, y en versión francesa (1622), y es omitido de las primeras ediciones españolas de 1618 y 1619. No es hasta 1627 que al fin la literatura española acoge como suyo el magistral poema y se anima a editarlo en Bruselas.

Dada su extrañeza y novedad artística, los textos sanjuanísticos fueron, como era de esperar, los grandes ausentes de las poéticas y de los tratados críticos del Siglo de Oro. Ni siquiera en los círculos religiosos afines al Santo, donde la obra circulaba ampliamente, parece que encontró verdadera aceptación literaria.  Agustín Antolínez testimonia indirectamente el desconcierto que su poesía y su técnica de comentario causarían entre los espirituales del Carmelo cuando “rearregla” las enigmáticas glosas a los poemas principales de San Juan, para hacerlas más inteligibles y más “aceptables” a este público eclesiástico, que las habría de preferir en un principio a las mismas del Santo. Otro tanto sucede con los imitadores del poeta, desde Sor Cecilia del Nacimiento hasta la Madre Castillo: a nadie se le ocurre trasvasar a sus propios versos el misterio y la frecuente ilogicidad verbal que caracteriza la obra del Reformador.

San Juan ha sido considerado como un escritor al margen de las corrientes de su tiempo. Pi y Margall admite que no ha hallado en san Juan “una sola reminiscencia” de otros poetas (apud Cuevas García, op. cit., 15), mientras que el P. Silverio de santa Teresa asegura sin más que “no tiene afinidades ni huellas de autor alguno” (Obras de san Juan de la Cruz. Edición y notas del P. Silverio de Santa Teresa, El Monte Carmelo, Burgos, 1931, t. I, 170). Incluso Eulogio Pacho se hace eco de esta aureola de singularidad artística que rodea al Santo: “San Juan de la Cruz se yergue como isla solitaria en la literatura religiosa del siglo XVI. Como si fuera impermeable a las corrientes y movimientos que le rodean” (San Juan de la Cruz y sus escritos. Editorial Cristiandad, Madrid, 1969, 17).

II. Conciencia poética del autor

El propio san Juan ofrece, sin embargo, algunas de las claves –y aún de las fuentes más importantes– de su innovadora poética. Asegura que es el primero en advertir el misterio de sus versos oníricos, y que su oscuridad verbal no es casual sino inherente al sentido más profundo de su obra literaria mística. En ese breve, pero importante tratado de poética que es el prólogo al Cántico, el Santo admite que sus liras más parecen “dislates que dichos puestos en razón”, y adelanta que no podrán ser comprendidos cabalmente por él ni por sus lectores. El enigma poético de sus obras principales es pues consciente y volitivo, ya que el poeta se lanza a la aventura de comunicar una experiencia espiritual literalmente inenarrable: su encuentro con el Infinito.

El Santo sabe muy bien que “lo que Dios comunica al alma … es indecible” (CB 26,4). No sólo Dios no se puede decir, sino que ni siquiera se puede entender: “Dios, … excede al … entendimiento, … y, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando” (LlB 3,48). Lo que no se entiende a través de la razón y los sentidos, no puede, naturalmente, comunicarse a través de ellos. El lenguaje del místico, como insistiría siglos más tarde Jorge Guillén, es un lenguaje “insuficiente” (Lenguaje y poesía, Alianza Editorial, Madrid, 1969, 73111), y el Santo entiende que tiene que urdir un lenguaje poético nuevo si quiere comunicar algo de su experiencia abisal, necesariamente intransferible.

En su esfuerzo por comunicar de alguna manera su experiencia mística infinita, el Santo destruye la lengua unívoca y limitada de sus contemporáneos europeos y maneja una palabra que tiene que flexibilizar y ensanchar para capacitarla para la inmensa traducción que le exige. Como resultado, crea una poesía tan misteriosa y revolucionaria que no es comprendida ni por sus coetáneos ni por sus supuestos seguidores, para quienes permanece impenetrable su oscuridad poética.

Pero el propio Santo alivia el enigma de sus versos, admitiendo que el precedente de su misterio verbal es el Cantar de los Cantares bíblico, ese poema cuya hermosura arcana ha preocupado a los lectores desde antiguo. El exégeta Saadia ponderaba ya desde el siglo X que “el Cantar es un candado, cuya llave hemos perdido” (cf. Morris Jastrow, The Song of Songs. Being a Collection of Love Lyrics from Ancient Palestine, Philadelphia/London, 1921, 84). Y en el epitalamio bíblico fue precisamente –y por admisión propia– donde J. de la Cruz aprendió su “estética del delirio”. Imitó el “misterio” que rebosa el epitalamio, por entender que trataba precisamente de la unión inefable con Dios que se experimenta más allá de todo lenguaje.

No estamos ante una imitación superficial del ambiente bucólico o de la temática amorosa del carmen bíblico: Juan aclimata a su castellano precisamente los elementos del Cantar que son inherentes a la lengua hebrea y que otros imitadores europeos evaden. Como es natural, una poesía tan derivada de cánones estéticos desconocidos como el del epitalamio palestino habría de resultar incompatible con las poéticas al uso, que lo que tomaban en cuenta era a Aristóteles, a Píndaro, a Horacio. Existe, pues, un precedente para uno de los mayores problemas estéticos de Juan –su misterio verbal– que tanto ha preocupado a sus lectores occidentales. Sólo que el precedente literario no es occidental sino semítico.

III. Técnica poética original

Al acercarnos a la poesía sanjuanista, una de las primeras cosas que llama la atención es su frecuente ilogicidad verbal. El lector se siente perplejo ante versos como “mi Amado las montañas”; “el aire del almena”; y la extraña lira con la que cierra el Cántico: “Que nadie lo miraba / Aminadab tampoco parecía / y el cerco sosegaba / y la caballería / a vista de las aguas descendía”. La frecuente falta de ilación lógica entre muchas de las estrofas del célebre poema es palmaria, situación que se agrava si se tiene en mente que el Santo las cambió de lugar cuando redactó la segunda versión del mismo.

Los espacios del Cántico –el poema más extremadamente misterioso del Santo– giran vertiginosamente ante nuestros ojos como en rápido caleidoscopio: nos desplazamos, muy lejos de la bucólica occidental, tan consistente como espacio retórico, por un paisaje alucinado de montañas, bodegas interiores, fuentes, lechos floridos rodeados de cuevas de leones, extrañas cavernas “de la piedra”. Los espacios se disuelven súbitamente, de la misma manera que se disuelve el tiempo narrativo, que zigzaguea entre un pasado, un presente y un futuro permanentemente indeterminados. Colin Peter Thompson observa que esta técnica, “completamente foránea en el contexto del canon poético clásico y renacentista”, parecería asociable a la técnica cinematográfica moderna (The Poet and the Mystic. A Study of the “Cántico espiritual”, Oxford University Press, 1977, 86-87).

Algunas escenas de la Noche son igualmente alucinadas: la hembra enamorada sale en las tinieblas nocturnas a buscar a su Amado, pero la guía que la conduce en su camino es una “luz” que lleva ardiendo en su propio corazón. El lector comprende no sin asombro que el camino que traza la hembra enamorada es pues circular e inexistente, porque la conduce hacia ella misma. Sólo que precisamente en ese sagrado “allí” es donde encontrará a quien más ama. El extraño locus místico de la espiritualidad interior de la protagonista está oreado por un misterioso “ventalle de cedros”, mientras que “el aire del almena” le prodiga las caricias que su Amado dormido ya no puede darle.

La identidad de los protagonistas poéticos de la Llama es igualmente proteica. El poema comienza con una nota de abstracción pura, en la que el emisor de los versos se declara incendiado por el “toque delicado” de una llama y de unas inusitadas “lámparas de fuego” que iluminan las “cavernas” más profundas de su alma. Pero al final transmuta su voz poética por la de una hembra que ha quedado enamorada por el “aspirar sabroso” de su corpóreo Amado, que despierta en lo interior de su ser.

Las identidades de los protagonistas del Cántico resultan igualmente vacilantes: al principio del poema parecen personajes de carne y hueso; luego se transmutan en paloma y en ciervo; más adelante reaparecen en su antigua corporeidad humana (la amada se tiende sobre los “dulces brazos del Amado”); para finalmente adquirir ambos identidad de palomas que vuelan a su nido de amor transformante en lo alto de los acantilados ( “las cavernas de la piedra”), donde liban un enigmático y embriagante “mosto de granadas”.

En el Cántico abundan estas escenas oníricas más que en ningún otro poema del Santo: los amantes hacen guirnaldas de flores y esmeraldas que entretejen en un solo cabello de la amada; la  Esposa se desplaza, como si no tuviera cuerpo, a través de fuertes, fronteras y de ínsulas extrañas, que el lector va mirando desde un privilegiado punto de mira aéreo, exactamente como mira al Cristo del célebre grabado sanjuanístico; alguien conjura, a nombre de las “amenas liras”, a los ciervos y los  gamos saltadores, junto a los “miedos” y “ardores”, para que cesen sus “iras”, en una escena que parecería una miniatura persa delirante. La Esposa, en otro escenario de sobre tonos sonámbulos, se mira en una fuente cristalina y advierte que ha perdido su identidad: sólo ve reflejados los “ojos deseados” del Amado. Ella los mira sobre las aguas y ellos la miran desde lo hondo y resulta imposible distinguir a quién pertenece esta mirada auto-contemplativa. En el momento de la  unión extática todo se con-funde: “Mi Amado las montañas / los valles solitarios nemorosos / las ínsulas extrañas / los ríos sonorosos / el silbo de los aires amorosos”.

El Cántico se había abierto con una pregunta espacial: “¿Adónde te escondiste, Amado…?”. Y de repente, el lector advierte que el Amado ha quedado equiparado a los espacios mismos: a las montañas, valles, ínsulas, noches, en una metaforización completamente desconocida en el Siglo de Oro, que Carlos Bousoño denomina como “visionaria” o “contemporánea” (“San Juan de la Cruz, poeta ‘contemporáneo’”, en Teoría de la expresión poética, Gredos, Madrid, 1970). Lo que se asocia en la imagen son las sensaciones que producen los elementos emparentados: para la Esposa –nos dice el Santo en sus glosas– el Amado es como las montañas, porque la impresión que le producen éstas (altura, majestuosiad, buen olor) son semejantes a las que le produce el Amado. Lo mismo sucede con el misterio que sugieren las “ínsulas extrañas”, o la intimidad solitaria de los “valles nemorosos”: son las sensaciones que le va produciendo Dios al alma. Estas asociaciones metafóricas se logran, pues, por vía de sensaciones arracionales, y, por más extrañeza, se establecen mediante frases nominales, omitiendo el verbo “ser”. No dice el poeta “Mi Amado es las montañas” sino “Mi Amado las montañas”. No cabe duda de que el castellano nunca se manejó así en la Edad Aurea.

Advirtamos de paso las claves místicas inesperadas que nos da aquí el poeta visionario: la Esposa se pregunta por el espacio donde se ha perdido el Amado, para luego descubrir que Él es los espacios mismos, y que esta identidad inesperada se completa en la apreciación de ella, en ella: “Mi Amado es las montañas para mí”. Lo que ella buscaba está en ella misma, es ella misma. De ahí, en parte, la intuición de san Juan de omitir el verbo ser en todas las liras de la unión: no hay nada que separe ya la identidad transformada –“por participación”– de los misteriosos, místicos amantes.

IV. Antecedentes literarios

Pero todos estos deliquios se cantan en liras italianizantes y se encuentran entreverados de préstamos frecuentes de las tradiciones europeas más conocidas: la lírica cancioneril, la poesía italiana renacentista, el romancero, así como algunos de los antecesores inmediatos del Santo (Garcilaso,  Boscán y Herrera). Todo ello añade más misterio y más tensión poética a los poemas principales del poeta Carmelita. No es de extrañar que la belleza onírica de sus enigmas verbales haya parecido inclasificable, incluso a la crítica extranjera. Es que el Santo, a pesar de conocer bien sus clásicos y sus maestros españoles, en lo fundamental cierra filas con un poema y con una teoría poética tan foránea como exótica. Entiende su fecunda incoherencia verbal desde el modelo artístico del Cantar de los Cantares, donde admite haber aprendido su “poética del delirio”.

San Juan muestra una aguda sensibilidad justamente para ciertos elementos del Cantar que son inherentes a la lengua hebrea y que otros imitadores europeos evaden: la frecuente incoherencia verbal; el fragmentarismo borroso de un argumento que nunca acabamos de comprender; los cambios abruptos de espacio; la incongruencia de los tiempos verbales y los desplazamientos temporales injustificados; las imágenes desconcertantes; la fuerte ambientación oriental; el erotismo encendido de los amantes que se celebran mutuamente con unas libertades eróticas que hubieran dejado perplejos a los neoplatónicos Petrarca o Garcilaso. La dislocación de los versículos, que carecen de ilación lógica que los una, es típica de la poesía semítica, hasta el punto que Gustave von Grünebaum (Kritik und Dichtkunst. Studien zur arabischen Literaturgeschichte, Otto Harrassowits, Wiesbaden, 1955) y Wolfhart Heinrichs (Arabische Dichtung und grigische Poetik, Beirut, 1969) han denominado como “concepción molecular de la poesía” a este fenómeno propio de la poesía hebrea y árabe, en el que se presta atención a la belleza aislada de las estrofas a despecho del conjunto.

Acaso por entender a fondo esta estética poética particular fue que san Juan celebró en su lecho de muerte la hermosura independiente de las “preciosas margaritas” del Cantar. Hasta las misteriosas frases nominales del poeta, con su escamoteo del verbo ser, provienen del epitalamio: es usual en las lenguas semíticas, como el hebreo o el árabe, omitir este verbo. Así, cuando fray Luis de León traduce del hebreo algún pasaje del Cantar, como “nuestro lecho florido”, adjunta entre corchetes el verbo “está”, porque realmente es espúreo al texto original. J. de la Cruz, en cambio, deja la equivalencia escueta, sometiendo su castellano a una súbita, inesperada hebraización sintáctica: “nuestro lecho florido, / de cuevas de leones enlazado, / en púrpura tendido, / de paz edificado, / de mil escudos de oro coronado”.

Otro tanto sucede con la metáfora a base de sensaciones a-racionales: son las usuales en el epitalamio. Como otrora el Santo con el verso “mi Amado las montañas”, la Esposa del Cantar celebra la belleza de su Amado: “El tu semblante [como el del] Líbano” (Cant 5,15). Y es que, para ella, la sensación de altura y majestuosidad que le produce el monte Líbano, lleno de cedros olorosos, es la misma que le produce el rostro incitante de su consorte.

La metaforización novedosa de J. de la Cruz, que Bousoño llama “contemporánea”, acaso habría que llamarla, más adecuadamente, “semítica”. Como “semítica” es también su usurpación de la protagonista femenina que canta los amores en el poema: el Santo se hace eco de la venerable tradición del Cantar, de las jarchas, de la poesía árabe popular. El poeta es, sin embargo, perfectamente consciente de la tradición en la que inscribe su arte poético. El antecedente principal de su propio enigma verbal no es otro que esas “extrañas figuras y semejanzas” –la frase es del prólogo al Cántico– con las que los versículos salomónicos traducen, según entiende Juan, el misterio de la transformación en Dios.

Otro de los arcanos más importantes de la poesía sanjuanista es su particular simbología mística, que no siempre parece tener claros antecedentes europeos. El Santo parecería hacer suyas las claves secretas de la poesía mística sufí que lo antecedió por siglos: la noche oscura pero luminosa es la estación de la proximidad (al-qurb) a la vía unitiva; la azucena es la flor emblemática del dejamiento espiritual; el  “pájaro solitario” no tiene determinado color porque implica el desasimiento de toda atadura material; las lámparas de fuego que iluminan al alma extática representan los atributos de Dios; el mosto de granadas de cuyos granos rojos se exprime un licor embriagante es alegoría de la unidad de Dios que subyace a la diversidad de lo creado; las “raposas” que el místico debe cazar son la sensualidad del alma aún no pacificada; el canto del ruiseñor (la “dulce  filomena”) es alborozado himno extático del todo ajeno a la miserabile carmen de Virgilo; las esmeraldas que el contemplativo recoge en los albores de la iluminatio matutina son los heraldos de la gnosis mística iluminativa (‘ilm israqi). Miguel Asín Palacios comenzó a estudiar esta simbología hermética sanjuanística que corresponde tan de cerca al trobar clus de los místicos del Islam, y que posiblemente el Santo recibe como una tradición poética ya lexicalizada y cristianizada después de muchos siglos de uso.

Salta a la vista que el conocimiento de estas contextualidades literarias semíticas –tanto el Cantar hebreo como la lírica sufí– ayudan a aliviar algunos de los enigmas más significativos de la poesía y sobre todo de la teoría poética del Santo, tan novedosa en el contexto del Siglo de Oro español. Si bien poemas como el “Pastorcico” o el “Romance sobre el Evangelio In principio erat Verbum acerca de la Santísima Trinidad” obedecen mayormente a filiaciones renacentistas y tradicionales españolas claramente reconocibles, la obra lírica más importante, más original y más característica de J. de la Cruz –el Cántico espiritual, la Llama de amor viva y la Noche oscura– implica una riqueza extraordinaria en lo que a la diversidad de sus deudas literarias se refiere.

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Luce López-Baralt