No podemos decir que la predicación figure entre los temas socorridos de la espiritualidad sanjuanista, más bien lo toca de pasada, pero con pinceladas tan magistrales que valen por un tratado. Sitúa Juan de la Cruz en el capítulo 45 del libro 3º de la Subida la predicación y a los predicadores, entre los bienes “provocativos”, que provocan o persuaden a servir a Dios, y en los que pueden gozarse vanamente tanto el predicador como sus oyentes, aunque acaba centrando el asunto en el predicador. Y así fijándose en el mismo establece lo primero que la predicación ha de ser un “ejercicio más espiritual que vocal” (S 3,45,2), que es como decir que vale más la unción que la elocuencia, añadiendo una razón clara: si bien se ejercita por el arte, su fuerza proviene del espíritu interior que la suscita, si bien –dirá después para no ser mal interpretado– no sólo no condena, sino que alaba el “buen estilo, retórica y buen término” que “hace mucho al caso” (ib. 5). Podríamos decir que la cuidada preparación, amén de útil, es necesaria y provechosa. Pero enseguida advierte el Santo que por más esmerada que sea la retórica y subido el estilo y la elocuencia del que predica, y aún alta la doctrina (ib. 2), el fruto que causa es proporcionado al espíritu del que predica.
Y por si no hubiera sido suficientemente clara su doctrina, sigue insistiendo el Santo en la relación directa que existe entre la vida del predicador y el fruto o provecho de lo que predica, señalando que “cuanto el predicador es de mejor vida, mayor es el fruto que hace por bajo que sea su estilo y poca su retórica y su doctrina común” (ib. 4), pues predica con el ejemplo y eso es lo estimulante. Lo dice con precisión al afirmar que “del espíritu vivo se pega el calor”. Más aún, señala el Santo, recurriendo como de costumbre a la Escritura, que Dios tiene “ojeriza” a los predicadores que predican una cosa y luego ellos no la cumplen. De donde se deduce que esa sería la primera cualidad que ha de tener el predicador: la de cumplir cuanto predica.
Queriendo remachar bien el tema insiste de nuevo todavía el Santo en la utilidad y provecho del buen estilo y buen lenguaje, que también tienen su poder persuasivo cuando se añaden al buen espíritu (ib. 4). Este es siempre lo principal, de modo que, sin ese espíritu, por más gusto que dé al sentido y al entendimiento el sermón, no queda encendida ni motivada la voluntad para obrar lo que se sugiere, quedándose más bien “tan floja y remisa” –dice el Santo– como antes de escuchar el sermón. Para mejor darse a entender, compara un sermón elocuente, en el que el predicador haya dicho “maravillosas cosas maravillosamente dichas”, pero sin espíritu, a un concierto armonioso o música de campanas, que es algo que ciertamente recrea y deleita al oído, pero no tiene ninguna influencia para provocar más allá del deleite un cambio de vida. Un sermón así, lleva al oyente a quedarse en la superficie de alabar su elocuencia, sin buscar para sí la enmienda que necesita (ib. 5).
Y dicha esta palabra substancial acerca de la predicación apenas si vuelve el Santo sobre ella en sus escritos. Sólo en la glosa a la estrofa 29 del Cántico, apunta una nueva señal de alerta, cuando dice que alcanzado el estado de unión de amor, el alma debe dejar de lado otros ejercicios aún provechosos, como el de la predicación. Es lo que hizo María Magdalena, que se retiró al desierto, a pesar del fruto que podría haber hecho su predicación en la Iglesia primitiva. A renglón seguido, con un texto que se ha hecho famoso, llama la atención de los predicadores “que piensan ceñir el mundo con sus predicaciones”, advirtiéndoles que harían más provecho a sí mismos y a la Iglesia si gastasen siquiera la mitad del tiempo en oración … pues de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño” (CB 29,2-3).
Alfonso Ruíz