Juan de la Cruz habla con frecuencia de “revelación”, “revelaciones”. De las 63 veces, 56 lo hace en Subida (S 2,27,7) y las otras 7 en Cántico (18,1). Usa el verbo “revelar” otras 45 veces, en sus diversos tiempos y con el significado de aparecer, comunicar, demostrar, descubrir, infundir, manifestar, mostrar, vislumbrar. De las 45 presencias del verbo “revelar”, 38 pertenecen a la Subida, y 7 al Cántico Espiritual. La temática por él desarrollada alude a la noción y división, a los criterios de discernimiento, a la postura ante las revelaciones y al valor que deben atribuírseles en la vida espiritual. Se puede constatar con cierta facilidad que su doctrina, sus criterios y sus posturas espirituales, ante todo lo que es excepcional en la vida del espíritu y excede la razón humana y la experiencia mística ordinaria de la gracia y de las virtudes cristianas, coinciden respecto a toda la fenomenología mística extraordinaria, ya se trate de locuciones, revelaciones, visiones, sentimientos espirituales.
I. Noción y división
Al trazar el programa de la Subida del Monte Carmelo señala J. de la Cruz las distintas “aprehensiones e inteligencias” que pueden llegar al entendimiento, distinguiendo las de proveniencia natural y las de origen sobrenatural. Estas pueden ser corporales o espirituales según lleguen por vía de los sentidos o no (S 2,10). Entre las que no provienen de los sentidos corporales enumera “cuatro aprehensiones del entendimiento puramente espirituales … que son visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales. A las cuales llamamos puramente espirituales, porque no, como las corporales imaginarias, se comunican al entendimiento por vía de los sentidos corporales, sino, sin algún medio de algún sentido corporal exterior o interior, se ofrecen al entendimiento por vía sobrenatural pasivamente, que es sin poner el alma algún acto u obra de su parte, a lo menos activo” (S 2,23,1). Por tratarse de noticias puramente espirituales, no necesitan de los sentidos corporales, ya sean externos ya internos. Se ofrecen al entendimiento clara y distintamente, pero por vía pasiva, sin acto alguno por parte del alma. Son sobrenaturales y son pasivas. Evidentemente la doctrina escolástica del tiempo está presente. En ella había sido formado el Santo. En este cuadro coloca J. de la Cruz las “revelaciones”.
En sentido amplio revelación es para él “lo que recibe como aprehendiendo y entendiendo cosas nuevas, así como el oído oyendo cosas no oídas, llamamos revelación” (S 2,23,3). Propone una definición más descriptiva (S 2,25) al estudiar los diversos tipos de revelación (S 2, 25 y 27) adoptando la analogía entre sentidos corporales y las capacidades espirituales. Siguiendo la doctrina tomista, incluye las revelaciones en el espíritu de profecía: “las cuales propiamente pertenecen al espíritu de profecía” (S 2,25,1).
Distingue el Santo dos clases de revelaciones: “Podemos decir que hay dos maneras de revelaciones: unas, que son descubrimiento de verdades del entendimiento, que propiamente se llaman noticias intelectuales o inteligencias; otras, que son manifestación de secretos, y éstas se llaman propiamente, y más que estotras, revelaciones. Porque las primeras no se pueden llamar en rigor revelaciones, porque aquellas consisten en hacer Dios entender al alma verdades desnudas, no sólo acerca de las cosas temporales, sino también de las espirituales, mostrándoselas clara y manifiestamente. De las cuales he querido tratar debajo de nombre de revelaciones; lo uno, por tener mucha vecindad y alianza con ellas; lo otro, por no multiplicar muchos nombres de distinciones. Pues, según esto, bien podemos distinguir ahora las revelaciones en dos géneros de aprehensiones. Al uno llamaremos noticias espirituales, y al otro, manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios” (S 2,25,2-3. cf. también S 3,7 y CB 14 y 15). Consagra sendos capítulos a cada uno de los dos géneros.
Dedica el capítulo 26 a las noticias espirituales, a las que llama de hecho “inteligencia de verdades desnudas en el entendimiento”, y el capítulo 27 a “la manifestación de secretos y misterios ocultos de Dios”, en el que habla propiamente de las que son para el Santo las que verdaderamente se pueden llamar “revelaciones”. En este capítulo 27 de S 2, ya en el título nos resume perfectamente cuál es su intención y su contenido: “En que se trata del segundo género de revelaciones, que es descubrimiento de secretos [y misterios] ocultos. Dice la manera en que pueden servir para la unión de Dios y en qué estorbar, y cómo el demonio puede engañar mucho en esta parte”. Esta manifestación de secretos y misterios ocultos “puede ser en dos maneras: La primera, acerca de lo que es Dios en sí, y en ésta se incluye la revelación del misterio de la Santísima Trinidad y unidad de Dios. La segunda es acerca de lo que es Dios en sus obras, y en ésta se incluyen los demás artículos de nuestra fe católica y las proposiciones que explícitamente acerca de ellas puede haber de verdades…” (S 2,27,1).
Estas revelaciones no sólo se dan de palabra, sino que se pueden percibir de otras muchas maneras, “porque las hace Dios de muchos modos y maneras” (S 2,27,1). Como ejemplo de esta última afirmación cita particularmente el Apocalipsis, “donde no solamente se hallan todos los géneros de revelaciones que habemos dicho, mas también los modos y maneras que aquí decimos” (ib.). Estas revelaciones, “que se incluyen en la segunda manera
[acerca de las obras de Dios]
, todavía las hace Dios en este tiempo a quien quiere” (ib.). En esta segunda manera de revelación se incluye también todo lo referente a los artículos de la fe. Pero puntualiza el Santo diciendo que “esto no se llama propiamente revelación, por cuanto ya está revelado, antes es manifestación o declaración de lo ya revelado (ib.).
En este género de revelaciones, como en toda clase de las mismas, “puede el demonio mucho meter la mano, porque, como las revelaciones de este género ordinariamente son por palabras, figuras y semejanza, etc., puede el demonio muy bien fingir otro tanto, mucho más que cuando las revelaciones [no] son en espíritu solo” (S 2,27,3). Y, si es verdad que es necesario no hacer caso de las revelaciones en torno a las verdades de fe, ¿cuánto más necesario no será cerrar los ojos a las verdades que no son de fe? (cf. S 2,27,5-6). De ahí la urgencia de contar con criterios seguros de discernimiento.
II. Criterios de discernimiento
El Santo tiene claro que hay graves riesgos en cuanto a la apreciación de las revelaciones y de cualquier otro fenómeno místico, pues aunque sean verdaderas, no siempre lo son en sus causas ni en el modo de entenderlas por parte de la criatura humana: “Y aquí está un grande engaño, porque las revelaciones o locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí. Y, así, no se han de asegurar en ellas ni creerlas a carga cerrada, aunque sepan que son revelaciones o respuestas o dichos de Dios. Porque, aunque ellas sean ciertas y verdaderas en sí, no lo son siempre en sus causas y en nuestra manera de entender” (S 2,18,9; cf. S 2,22,13). El capítulo 19 le dedica a estudiar en detalle estas afirmaciones, aplicadas en particular a las visiones y locuciones de Dios (S 2,19), comenzando por las revelaciones (S 2,19,1). Llega a afirmar J. de la Cruz que, “como Dios es inmenso y profundo, suele llevar en sus profecías, locuciones y revelaciones, otras vías, conceptos e inteligencias muy diferentes de aquel propósito y modo a que comúnmente se pueden entender en nosotros, siendo ellas tanto más verdaderas y ciertas cuanto a nosotros nos parece que no” (S 2,19,1). En los números siguientes de este mismo capítulo explica el Santo las muchas y variadas maneras cómo puede uno engañarse “acerca de las locuciones y revelaciones de parte de Dios, por tomar la inteligencia de ellas a la letra y corteza”. Siempre es difícil entender el espíritu. Y cita a san Pablo, 2 Cor 3,6, donde se afirma que “la letra mata y el espíritu da vida” (S 2,19,5). Por lo tanto, aunque las revelaciones sean de Dios, no nos podemos asegurar en ellas (S 2,19,10).
Tampoco se ha de pensar que, aunque sean de Dios, han de acontecer infaliblemente tal y como suenan: “Y así, no hay que pensar que, porque sean los dichos y revelaciones de parte de Dios, han infaliblemente de acaecer como suenan, mayormente cuando están asidos a causas humanas, que pueden variar, o mudarse o alterarse” (S 2,20,4). La razón es porque Dios solo sabe cuándo el hombre está pendiente de estas causas. Dios hace la revelación y, unas veces calla la condición y otras, dice tal condición (S 2,20).
III. Postura sanjuanista
A la luz de estas constataciones es comprensible la postura de rechazo total postulada por el Santo: “Por tanto, el alma pura, cauta, y sencilla y humilde, con tanta fuerza y cuidado ha de resistir [y desechar] las revelaciones y otras visiones, como las muy peligrosas tentaciones; porque no hay necesidad de quererlas, sino de no quererlas para ir a la unión de amor” (S 2,27,6). La razón fundamental de todo esto es porque ninguna de las aprehensiones, sean del orden que sean, “pueden ser medio para la unión, pues que ninguna proporción tienen con Dios” (ib.). El demonio puede servirse de estos medios místicos extraordinarios para sustituir la fe, cuando se andan buscando o se van admitiendo sin más. Se sitúa el Santo en el mismo plano que los grandes maestros de la tradición espiritual cristiana, entre ellos S. Teresa de Jesús, al relacionar estos fenómenos de las revelaciones –y otros– con las comunicaciones espirituales de la vida espiritual entre Dios y la persona humana. La norma de oro sanjuanista será: “tenga cuidado de no admitir, si no fuere algo con algún raro parecer (y entonces, no con gana ninguna de ello)” (S 2,11,13). Nunca nos podemos asegurar de ellas (S 2, 19,10).
J. de la Cruz es tan receloso de todo esto que, “aunque sean por parte de Dios, no las ha el alma de querer admitir” (S 2,17,7). Ya había afirmado anteriormente: “Y así, no ha de querer el alma admitir las dichas revelaciones, para ir creciendo, aunque Dios se las ofrezca” (S 2,17,6). El demonio es muy sagaz para hacer creer muchas cosas que no son verdad. Por eso hasta Dios mismo se enoja con quien admite cualquier clase de revelación o de otro fenómeno místico extraordinario. Lo mejor es huir, para no ser engañados, y evitar cualquier peligro, presunción, curiosidad, vanagloria (S 2,21,11).
IV. Valoración teológica
El Santo es absolutamente contrario a todo lo que sea querer saber o conocer cosas de modo sobrenatural, pues hay una razón natural y una ley evangélica para regirse el hombre suficientemente y poder solucionar las dificultades que pudieran aparecer: “Aunque querer saber cosas por vía sobrenatural, por muy peor lo tengo que querer otros gustos espirituales en el sentido. Porque yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar por lo menos venialmente, aunque más buenos fines tenga y más puesta esté en perfección, y quien se lo mandase y consintiese también. Porque no hay necesidad de nada de eso, pues hay razón natural y doctrina evangélica, por donde muy bastantemente se pueden regir, y no hay dificultad ni necesidad que no se pueda desatar y remediar por estos medios muy a gusto de Dios y provecho de las almas. Y tanto nos habremos de aprovechar de la razón y doctrina evangélica, que, aunque ahora queriendo nosotros, ahora no queriendo, se nos dijesen algunas cosas sobrenaturales, sólo habemos de recibir aquello que cae en mucha razón y ley evangélica. Y entonces recibirlo, no porque es revelación, sino porque es razón, dejando a parte todo sentido de revelación; y aun entonces conviene mirar y examinar aquella razón mucho más que si no hubiese revelación sobre ella, por cuanto el demonio dice muchas cosas verdaderas y por venir, y conforme a razón, para engañar” (S 2,21,4).
J. de la Cruz establece distinción clara entre lo que convenía en el A. Testamento y lo que conviene en el N. Testamento respecto a preguntar a Dios determinadas cosas: Sí convenía que los profetas y sacerdotes quisieran revelaciones y demás aprehensiones sobrenaturales y que preguntasen a Dios y que Dios respondiese de muchas maneras y con muchas significaciones. Pero no así ahora, pues el que esto hiciera, “no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios” (S 2,22,5). La razón que da es hondamente teológica: “Porque tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él lo ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación … Y así, haría mucho agravio a mi amado Hijo, porque no sólo en aquello le faltaría en la fe, mas le obligaba otra vez a encarnar y pasar por la vida y la muerte primera. No hallarás qué pedirme ni qué desear de revelaciones o visiones de mi parte. Míralo tú bien, que ahí lo hallarás ya hecho y dado todo eso, y mucho más, en él” (S 2,22,5). “Y si también quisieses otras visiones y revelaciones divinas o corporales, mírale a él también humanado, y hallarás en eso más que piensas; porque también dice el Apóstol (Col 2,9)
… En Cristo mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (S 2, 22,6). Todo esto ha de tenerse presente en el Santo como doctrina fundamental respecto a lo que son noticias sobrenaturales o aprehensiones místicas extraordinarias. La fe no necesita apoyarse en ellas. El creyente tiene en Cristo todo lo que necesita para su fe y para el seguimiento de Cristo. Lo más seguro y certero en todo esto es rechazarlo, pues poco va en que se tenga o no, aunque sean claras incluso (S 2, 22,16).
J. de la Cruz valora muy poco esto de las noticias sobrenaturales, aunque sean efectivamente medios para la purificación del alma y para la unión con Dios, que valen menos que un acto de humildad (S 3, 9,4). Delante de Dios es más precioso cualquier acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas noticias sobrenaturales se pueden tener del cielo, ya que éstas no son mérito ni demérito, pues son siempre gracias de Dios, que concede a quien quiere y cuando quiere.
V. Pautas de dirección espiritual
La primera línea de atención ha de prestarse a quienes tienen voluntad de admitir revelaciones y se inclinan a ellas. Sin excluir a los mismos confesores y directores espirituales. El demonio siente gran satisfacción ante tales circunstancias y con esas personas que así piensan y pueden por consiguiente actuar: “Y así el demonio gusta mucho cuando un alma quiere admitir revelaciones y la ve inclinada a ellas, porque tiene él entonces mucha ocasión y mano para ingerir errores y derogar en lo que pudiere a la fe; porque como he dicho, grande rudeza se pone en el alma que las quiere acerca de ella, y aun a veces hartas tentaciones e impertinencia” (S 2,11,12).
Hasta el padre espiritual, si es inclinado a estas revelaciones, podrá hacer gran daño al discípulo, si persevera con él, pues se comunican la estima por ellas, siendo peligroso: “Si el padre espiritual es inclinado a espíritu de revelaciones, de manera que le hagan algún caso, o lleno, o gusto en el alma, no podrá dejar, aunque él no lo entienda, de imprimir en el espíritu del discípulo aquel jugo y término, si el discípulo no está más adelante que él. Y, aunque lo esté, le podrá hacer harto daño si con él persevera, porque, de aquella inclinación que el padre espiritual tiene y gusto en tales visiones [en este caso equivale a revelaciones, de las que está hablando], le nace cierta manera de estimativa…” (S 2,18,6).
El Santo trata con dureza a los confesores y directores espirituales, que no cumplen debidamente su responsable y alta misión. Les atribuye un papel decisivo en la orientación que han de dar a las almas ante la presencia de fenómenos extraordinarios (S 2,19-22). El criterio a seguir es para él el siguiente: “Encamínenlas en la fe [los directores espirituales y los confesores], enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y el espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones [y revelaciones] y comunicaciones pueden tener del cielo, pues éstas ni son mérito ni demérito; y cómo muchas almas, no teniendo cosas de éstas, están sin comparación mucho más adelante que otras que tienen muchas” (S 2,22,19).
Se podría muy bien decir que hace aquí el Doctor místico una síntesis de su doctrina y de sus criterios seguros y tajantes respecto a todo el proceso de purificación del alma para llegar a la unión con Dios, sin hacer distinción entre lo activo y lo pasivo, lo sensitivo y lo espiritual, lo natural y lo sobrenatural. Son los verdaderos efectos de las auténticas revelaciones divinas sobrenaturales, que van directamente contra aquellos soberbios de corazón que, al sentir cualquiera de estos sentimientos suaves de Dios y algunas aprehensiones devotas, ya se satisfacen y piensan que están muy cerca de Dios y que los que no los tienen están muy bajos espiritualmente y los desestiman, como hizo el fariseo con el publicano. La mejor medicina contra esto es saber que la virtud no consiste en estas aprehensiones y en estos sentimientos de Dios, y que la humildad es más valiosa que todo ello (cf. S 3,9,1-4). Son los peligros de caer en propia estimación y vana presunción.
Aplicaciones conclusivas
Entendiendo por revelación el “descubrimiento de alguna verdad oculta o manifestación de algún secreto o misterio”, J. de la Cruz distingue dos tipos: manifestación de secretos (revelaciones en sentido estricto) y noticias intelectuales, que no son propiamente revelaciones pero sí muy semejantes a ellas. La doctrina sanjuanista acerca de las revelaciones, como acerca de los demás fenómenos místicos extraordinarios, es clara en dos puntos fundamentales: en que no pueden ser medios para la purificación del alma y para la unión con Dios; en que no son necesarias para el progreso en el camino de la perfección evangélica. En lo que al discernimiento se refiere insiste el Santo en que hay que estar siempre muy en guardia, porque pueden ser falsas, engañosas y peligrosas, tanto por parte del demonio como de la propia sugestión o imaginación. Aun siendo de Dios, no siempre son interpretadas por parte del hombre correctamente, pues no siempre coincide su interpretación con la finalidad que Dios tiene y sus proyectos.
J. de la Cruz es totalmente contrario a admitir revelaciones y a quienes se inclinan a ellas. El demonio se goza en tales circunstancias. Ninguna de las aprehensiones sobrenaturales son medio necesario para la unión con Dios. Ni tampoco es más perfecto quien se ve agraciado con tales dones. Por eso, y por los riesgos que conllevan, no se han de pedir ni admitir. Nunca nos podemos asegurar de las revelaciones, como de ninguna otra aprehensión sobrenatural. Incluso aunque sean de Dios. Insiste el Santo en que no hay necesidad de nada que suene a fenómeno místico extraordinario, pues existen la razón natural y la ley evangélica, que son suficientes para solucionar cualquier tipo de problemas y para guiar en el amor a Dios y al prójimo. La fe no necesita apoyarse en ninguna de las aprehensiones o noticias sobrenaturales para su certeza y seguridad.
Los confesores y directores espirituales juegan papel muy importante en todo este mundo de los fenómenos místicos extraordinarios y en su discernimiento. Es fundamental que ellos mismos no sean inclinados a estimar estos hechos y manifestaciones extraordinarias. Puede ser un riesgo para los discípulos de tales directores y confesores. Delante de Dios es más provechoso cualquier acto de voluntad hecho en caridad que todas las gracias místicas extraordinarias, como es más valiosa la humildad que todas las visiones, revelaciones y sentimientos del cielo.
Mauricio Martín del Blanco