Principiantes

El desarrollo en la vida espiritual, comparado con el de la vida corporal, ha permitido distinguir fases, momentos, situaciones y etapas de crecimiento en sentido parecido a la niñez, adolescencia, juventud, madurez, etc. La equiparación más clásica y tradicional ha sido la de principiantes,  aprovechados y perfectos o sus equivalentes:  vía purificativa, iluminativa y unitiva.

J. de la Cruz asumió la división tripartita como instrumento pedagógico, pero sin sentirse esclavo del mismo. Existen para él otros referentes más claros y mejor caracterizantes del progreso espiritual, como las formas oracionales y las fases catárticas o “noches”.

La importancia relativa que tienen para él las reparticiones tradicionales queda patente al comprobar que nunca las adopta como esquema básico para exponer su doctrina. Las acomoda a ésta, de tanto en tanto, para que se comprenda mejor por quienes están habituados a usar el barómetro de los tres estados o vías. Da por buena la equivalencia de los dos términos, estados y vías (CB, argumento). Lo que tradicionalmente presentan los autores como estado de perfectos, lo designa él como estado de  unión-perfección o de  matrimonio espiritual.

Pone su empeño en conducir a las almas lo más rápidamente posible a esa meta, a la que todas están llamadas. Ello le obliga a señalar un camino seguro y a recordar las etapas del mismo. Una de las mejor descritas por él es la que corresponde a la niñez espiritual, la que suele llamarse “estado de principiantes”.

En la pluma sanjuanista “principiantes” no son cristianos del montón, creyentes sin preocupación alguna por su elevación espiritual. Son profesionales de la vida espiritual con vocación y compromiso suficientemente clarificados. Los “principiantes” sanjuanistas alcanzan niveles que actualmente se consideran casi ideales. Por ello parece excesiva la dureza con que, a primera vista, los trata el Santo. No es porque los desprecie o los margine; al contrario, le merecen estima y compasión. Lamenta profundamente que hayan trabajado con denuedo y mantengan intactas ilusiones de alcanzar la perfección, pero, a la vez, se pierdan en niñerías y no ataquen de raíz sus defectos.

Su gran preocupación es precisamente desenmascarar engaños y hacer ver a los principiantes que en el camino espiritual no valen las apariencias, como ellos creen, sino la virtud sólida. Mantener las posturas y situaciones propias de principiantes significa, según él, renunciar a la santidad. Lo que el Santo pretende es ofrecer estímulos y razones para que los principiantes no queden estancados definitivamente.

No se propuso nunca un estudio sistemático y específico de ese estado espiritual, pero abundó en consideraciones sobre él y lo caracterizó con rasgos penetrantes y certeros. Sus descripciones quieren dejar patente la urgencia que tiene todo espiritual de superar la vida de sentido, si quiere ir adelante hasta la meta de la santidad. La vida del sentido es la típica de los principiantes

I. Caracterización de los principiantes

J. de la Cruz suele dibujar el primer estadio de la vida espiritual en visión retrospectiva desde el punto más alto o avanzado. Se ve, así como en contraste, a base de comparación o confrontación de situaciones. Puntos fundamentales de confrontación son precisamente los extremos del itinerario: el estado de principiantes y el de los perfectos. Al margen de esta comparación están las páginas dedicadas directamente a los defectos de los principiantes en S y N, como se verá más adelante.

Para abarcar el mundo espiritual en que coloca J. de la Cruz a los principiantes hay que tener en cuenta que ese estado espiritual se corresponde en su pluma con otras categorías. Las principales son las siguientes: vía purgativa, vía del discurso y la meditación, ejercicio de mortificación y virtudes, vida de sentido, etc. Al caracterizar este período espiritual señala los rasgos más salientes a nivel psicológico, moral y experiencial, tanto en el plano negativo de defectos, como en el positivo de logros y conquistas.

1. EL ARRANQUE: COMPUNCIÓN DEL CORAZÓN Y CONVERSIÓN. El principiante a quien J. de la Cruz toma de la mano, no es el ignorante o el despreocupado de su vida espiritual. Ha dado ya pasos muy importantes; el de mayor alcance es el de la compunción y conversión a Dios, una vez tomada conciencia de los beneficios de él recibidos y de la propia miseria (CB 1,1). El reconocimiento de las misericordias de Dios (CB 33,2) y de la deuda con él contraída (CB 1,1) provoca la compunción del corazón (CB 33,1) e impulsa la conversión con propósito y decisión de darse a Dios (CB 1,1).

Es entonces cuando comienza de veras la vida espiritual y la diferencia de “los hombres comunes” que no trabajan por “ir a Dios” (S 3,28,8). En sintonía con  S. Teresa y su “determinada determinación”, J. de la Cruz coloca el comienzo auténtico del itinerario espiritual “después que el alma determinadamente se convierte a servir a Dios” (N 1,1,2). Ahí comienza para él la etapa de los principiantes. Su duración y término están fijados en estas señales: cuando Dios los va sacando de la meditación y “comienzan a entrar en la noche oscura” (N 1,1,1). Es el recorrido que va de la meditación a la contemplación, del dominio del sentido al del espíritu.

2. RASGOS POSITIVOS. El principiante no es persona despreocupada de su vida religiosa y espiritual, ya que abriga serios deseos de virtud y pone empeño en practicarla. Pospone incluso intereses puramente humanos al ideal superior que le ofrece la fe. Su afán sincero de perfección se expresa en actos concretos y en posturas inconfundibles.

J. de la Cruz, siguiendo categorías culturales de su tiempo, señala los siguientes rasgos de los principiantes: evitar pasatiempos, placeres, ocupaciones peligrosas o contrarias al compromiso cristiano; asumir responsablemente las obligaciones del propio estado y las exigencias del mismo; practicar las obras de piedad y caridad, procurando por todos los medios mantener el fervor; fomentar el servicio divino a través de las prácticas religiosas, como el culto, los sacramentos, la lectura espiritual, las devociones y la liturgia (S 3,37-45). Traducido todo esto al lenguaje moderno podría decirse que los principiantes sanjuanistas tratan de encauzar su compromiso humano en una visión religiosa de la vida, cultivando la dimensión espiritual de manera concreta y con empeño.

Un conocido texto sanjuanista compendia esta visión positiva de los principiantes: “Su deleite es pasarse grandes ratos en oración, y por ventura las noches enteras; sus gustos son las penitencias, sus contentos los ayunos; y sus consuelos usar de los sacramentos y comunicar en las cosas divinas, de las cuales cosas, aunque con grande eficacia y porfía, asisten a ellas y las usan y tratan con grande cuidado los espirituales, hablando espiritualmente, comúnmente se han muy flaca e imperfectamente en ellas” (N 1,1,3).

Dentro de la tónica general, existen diferencias. No todos “se han flaca e imperfectamente” en las cosas espirituales. Los hay que proceden con mayor “perfección”, gracias, ante todo, a la sinceridad que los contradistingue: “Se aprovechan y edifican mucho con la humildad, no sólo teniendo a sus propias cosas en nada, más con muy poca satisfacción de sí. A todos los demás tienen por muy mejores, y les suelen tener en santa envidia, con ganas de servir a Dios como ellos … Tanto más conocen lo mucho que Dios merece y lo poco que es todo cuanto hacen por él; y así, cuanto más hacen, tanto menos se satisfacen … teniéndose en poco, tienen gana también que los demás los tengan en poco y que los deshagan y desestimen sus cosas” (N 1,2,6).

Van más allá: “Tienen gran deseo que les enseñe cualquiera que les pueda aprovechar; están muy lejos de querer ser maestros de nadie; están muy prontos de caminar y echar por otro camino del que llevan, si se lo mandaren, porque nunca piensan que aciertan en nada; de que alaben a los demás se gozan, sólo tienen pena de que no sirven a Dios como ellos” (ib. n. 7). Hasta “darán estos la sangre de su corazón a quien sirve a Dios, y ayudarán cuanto está en sí a que le sirvan” (ib. 8).

Es el nivel máximo en estado de principiantes. Son pocas las personas que “al principio caminan con esta manera de perfección”; son “las menos”. Lo corriente es que los principiantes obren, “como flacos, flacamente”, incluso en las cosas espirituales. Su vida está llena de contrastes: por un lado, empeño serio en lo espiritual; por otro, abuso de niñerías en lugar de actitudes maduras.

3. RASGOS NEGATIVOS. Aplicando el viejo proverbio de que el obrar sigue al ser, J. de la Cruz asegura que “cada uno obra conforme al hábito de perfección que tiene” (N 1,1,3). El hombre dominado por el sentido se deja arrastrar por gustos y afectos inmediatos, incluso en la práctica de las cosas espirituales, sin excluir la penitencia (N 1,6,2). Dejando a un lado defectos particulares, como los referidos a los vicios capitales (N 1,2-7), la precariedad espiritual de los principiantes se manifiesta en actitudes y situaciones generales, como las siguientes.

a) Dominio del gusto y “jugo sensible”. Es lo que caracteriza el período que precede a la purificación radical del sentido. Hasta que la noche pasiva no realiza su labor, la vida espiritual está dominada por el sabor y jugo que se experimenta en las cosas, incluidas las espirituales. Los principiantes “son movidos a estas cosas y ejercicios espirituales por el consuelo y gusto que allí hallan” (N 1,1,3). “Ordinariamente les da la fuerza para obrar el sabor sensitivo y por él se mueven” (CB 25,10). De hecho, “el estilo que llevan los principiantes en el camino de Dios es bajo y frisa mucho en su propio amor y gusto” (N 1,8,3). Hasta en la penitencia corporal, de por sí necesaria en la vida espiritual (S 2,20,2; 3,25,8), algunos principiantes proceden indiscretamente guiados por la apariencia y el gusto (N 1,1,3), no sujetándose a la obediencia, en lo que demuestran que son imperfectísimos, gente sin razón. Practican penitencia de bestias, mientras la de obediencia es “penitencia de la razón y discreción” (N 1,6,1-2).

b) Infantilismo espiritual. Es diagnóstico típicamente sanjuanista, ya que los principiantes, por lo general, proceden flaca e imperfectamente, “como flacos niños”. La figura del niño criado a los pechos de la madre es símil favorito del Santo para describir gráficamente la vida del principiante. A medida que el niño va creciendo, la madre le va quitando el regalo, poniendo el “amargo acíbar en el dulce pecho y, abajándole de los brazos le hace caminar por su pie” (N 1,1,2). Es lo que hace Dios con los principiantes: “Por cuanto aún no tienen destetado y desarrimado el paladar de las cosas del siglo”, Dios los lleva “como al niño, que desembarazándole la mano de una cosa, se la ocupan con otra, porque no llore, dejándole las manos vacías” (S 3,31,1).

c) Volubilidad e inconstancia. Es consecuencia natural de la curiosidad e insaciabilidad del sentido, siempre ansioso de novedad. Frente a la firmeza de la motivación teologal, los principiantes se dejan llevar por el fervor sensible, más aparente que real. Los trazos apuntados por el Santo son de gran realismo: “Estos son los que nunca perseveran en un lugar, ni a veces en un estado, sino que ahora los veréis en un lugar, ahora en otro; ahora tomar una ermita, ahora otra; ahora componer un oratorio, ahora otro … Y de estos son también aquellos que se les acaba la vida en mudanzas de estados y modos de vivir … y como se movieron por aquel gusto sensible, de aquí es que presto buscan otra cosa, porque el gusto sensible es inconstante, porque falta muy de presto” (S 3,41,2).

Los efectos negativos son manifiestos, como “el no acomodarse a orar en todos los lugares, sino en los que son a su gusto; y así, muchas veces falta –el principiante– a la  oración, pues, como dicen, no está hecho más que al libro de su aldea” (ib. n. 1).

d) Egoísmo sutil. Es lo que sintetiza, en el fondo, todas las demás imperfecciones y deficiencias del principiante, cuyo estilo peculiar de obrar “frisa mucho en amor propio” (N 1,8,3). El refinamiento del egoísmo lleva a convertir a veces la voluntad de Dios en el propio querer. Las pinceladas de J. de la Cruz a este propósito son magistrales. “Y muchas veces de éstos querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios … midiendo a Dios consigo, y no a sí mismo con Dios, siendo muy al contrario de lo que él mismo enseñó en el Evangelio” (N 1,7,3).

El amor propio juega tan malas partidas que llega a confundir el bien con el mal y a invertir los términos: “Se engañan teniendo por mejores las cosas y obras de que ellos gustan que aquellas de que no gustan, y alaban y estiman las unas y desestiman las otras … Lo que de sus obras es malo, dicen ellos que es bueno. Lo cual les nace de poner ellos el gusto en sus obras, y no en sólo dar gusto a Dios” (S 3,28,8). Tal deformación alcanza hasta las cosas espirituales que contradicen al gusto sensible, “en no hallando sabor en ellas las fastidian … Si una vez no hallaron en la oración la satisfacción que pedía su gusto … no querrían volver a ella, o a veces la dejan, o van de mala gana” (N 1,2,7).

El amor propio, el gusto sensible y los vicios capitales explican las imperfecciones típicas de los principiantes, que siempre tienen “algún ganadillo de apetitos y gustillos y otras imperfecciones … procurando apacentarlos en seguirlos y cumplirlos” (CB 26,18). Hasta que la noche purificadora no cumple su misión, se percibe “cuán faltos van estos principiantes en las virtudes acerca de lo que con el dicho gusto con facilidad obran”; queda patente “cuán de niños es el obrar que éstos obran” (N 1,1,3).

II. Peculiaridades del estado

La actividad espiritual en la fase de principiantes está dominada por el sentido, en cuanto éste se contrapone al espíritu, tanto en el plano del conocimiento como del afecto J. de la Cruz arranca de una correspondencia sustancial entre vida del sentido-meditación y vida del espíritu-contemplación (S 2,13,5; N 1,8,3; 1,10,1, etc.). En esta óptica, la contraposición se expresa también como “vida exterior-interior”, o “inferior-superior”.

El predominio de una de las partes no se refiere, naturalmente, al plano humano y psicológico, ya que actúan siempre conjuntamente. Atañe a la dimensión espiritual, en cuanto los impulsos y las motivaciones en el obrar proceden de lo que afecta inmediatamente al sentido o del espíritu. Si el hombre se deja dominar por el primero, se vuelve “sensual”; si se ajusta al segundo, se convierte en “espiritual”.

a) Meditación discursiva. Desde esta perspectiva, el hombre, en su comunicación personal con Dios, se sirve de la meditación discursiva o de la contemplación intuitiva. El Santo distingue la vida o estado de meditación y el estado de contemplación; con otra expresión: “los que meditan” y los “contemplativos”. Señala también grados o niveles en el estado contemplativo, mientras los desconoce en el ámbito de la meditación.

Para J. de la Cruz es casi un axioma que el primer estadio de la vida espiritual comprometida se caracteriza por el ejercicio de la meditación: “Es de saber que el estado y ejercicio de principiantes es de meditar y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación. En este estado es necesario al alma que se le dé materia para que medite y discurra, y le conviene que de suyo haga actos interiores y se aproveche del sabor y jugo sensitivo en las cosas espirituales” (LlB 3,32).

El advenimiento de la  “advertencia amorosa” o contemplación corresponde precisamente al paso a un estado superior, el de los  aprovechados: “En esta noche oscura –de contemplación– comienzan a entrar las almas cuando Dios las va sacando de estado de principiantes, que es de los que meditan en el camino espiritual, y las comienza a poner en el de los aprovechantes, que es ya el de los contemplativos, para que pasando de aquí, lleguen al estado de los perfectos” (N 1,1,1). Las expresiones dejan bastante claro que el paso de un estado a otro no es repentino, sino progresivo y casi imperceptible. Por este motivo, J. de la Cruz juzgó conveniente establecer criterios de discernimiento al tratar del tránsito de la meditación a la contemplación (S 2,12-15) y de principiantes a aprovechados (N 1,9). Son fundamentalmente los mismos, lo que confirma su identificación entre ejercicio de meditación y principiantes.

b) Mortificación y ejercicio de virtudes. En J. de la Cruz, lo mismo que en otros maestros de su tiempo, meditación y mortificación son los dos pilares sobre los que se asienta la vida espiritual en sus primeras etapas. Son como dos caras de la misma realidad; una implica y exige la otra. Por eso, el principiante es el que se ejercita “en los trabajos de la mortificación y en la meditación de las cosas espirituales” (CB 22,3). Es la llamada vía ascética, un camino de buscar a Dios “obrando el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,4).

La  mortificación tiene doble vertiente: la lucha contra los  apetitos o afectos desordenados y la práctica de las  virtudes. Ambas cosas exigen esfuerzo, por tanto, mortificación. El servir a Dios consiste precisamente en ir “ejercitándose en las virtudes y mortificaciones, en la vida activa y contemplativa” (CB 3,1). Insiste el Santo en que no se pueden adquirir las virtudes sino a través de “las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales” (CB 3,4). Para buscar a Dios de día y hallarle no hay otro camino que “el ejercicio y obras de las virtudes” (ib. 3).

c) Abnegación y humildad. No abunda J. de la Cruz en recetarios penitenciales, como tantos maestros que se dan prisa en “mortificar luego a sus discípulos de cualquier apetito” (S 1,12,6). Más que la variedad y multiplicidad de las penitencias exteriores le interesa la disposición interior y la motivación teologal. Lo fundamental para él es la “mortificación viva” (N 2,24,4), que está siempre animada por la humildad y la caridad (S 2,29,5.9).

Cualquier mortificación exterior tiene que ir precedida y alimentada por la abnegación interior, que equivale a la desnudez espiritual. En caso contrario, no existe verdadera  negación de sí mismo, sino “golosina de espíritu” (S 2,7,5; 3,23,4). La verdadera mortificación ha de ordenarse al dominio de las  pasiones y a construir profunda armonía entre los sentidos y el espíritu (S 3,16-27; N 1,13.15). Lo fundamental es mortificar las inclinaciones radicales de las que proceden los apetitos desordenados: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida (S 1,13,8).

La supremacía de la abnegación interior sobre la penitencia exterior está insistentemente reiterada por J. de la Cruz con especial vigor: “Y así querría yo persuadir a los espirituales cómo este camino de Dios no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos…, sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo, porque, ejercitándose en esto, todo esotro y más que ello se obra y se halla en ello” (S 2,7,8).

Reconoce que las consideraciones, modos y maneras apuntadas, “en su manera, son necesarias a los principiantes” (ib.), pero lamenta que se considere fundamental lo que es muy secundario: “Es harto de llorar la ignorancia de algunos que se cargan de extraordinarias penitencias y de otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y esotro … si con diligencia ello no procuran negar sus apetitos. Los cuales si tuviesen cuidado de poner la mitad de aquel trabajo en esto, aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años” (S 1,8,4).

d) Motivación teologal. Son necesarias la discreción y la obediencia para que las mortificaciones no se conviertan en penitencia de bestias (N 1,6,1-2). Más decisivo es que estén siempre motivadas y orientadas teologalmente, es decir, por la caridad. Es bien conocida la importancia de este punto en el magisterio sanjuanista. Entre las reiteradas afirmaciones a este propósito bastará recordar la siguiente amonestación: “Ha de advertir el cristiano que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas, penitencias, oraciones, etc. que no se funda tanto en la cantidad y cualidad de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas” (S 2,27,5; cf. S 2,7,8).

e) Imitación-ejemplaridad de Cristo. El saberse negar por Cristo no es simple ejercicio de ascesis. Es, ante todo, empeño de imitación y reproducción de actitudes básicas. Todo cuanto pueden hacerse para purificarse activamente, que es lo específico de principiantes, lo sintetiza J. de la Cruz en un par de avisos: “Lo primero, traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él. Lo segundo, para poder bien hacer esto, cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para honra y gloria de Dios, renúncielo y quédese vacío de él por amor de Jesucristo, el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que hacer la voluntad de su Padre, lo cual llamaba (Jn 4,34) él su comida y manjar” (S 1,13,3-4; cf. 2,7).

III. Valoración y orientaciones pedagógicas

El diagnóstico severo sobre los principiantes no significa que J. de la Cruz considere inútil o superflua esa situación espiritual. La acepta y asume como algo natural y obligado en el camino hacia la perfección; como tal la estima y pondera. Dado que el hombre se pone en contacto con la realidad que le circunda a través del sentido, no hay posibilidad de evadirse de esa ley de vida ni siquiera en el ámbito espiritual. El sentido puede orientarse y disciplinarse, pero no destruirse (S 1,3,4). El dominio de sus tendencias no consiste en carecer de las cosas que le son naturales, sino “en la desnudez del gusto y apetito de ellas” (ib.). A este objetivo ha de tender el esfuerzo de los principiantes, por cuanto dominados por la vida del sentido. J. de la Cruz reconoce sin dificultad que “en su manera” les son necesarios los medios de que se sirve el sentido para caminar hacia Dios (S 2,7,8).

El sentido, por otra parte, es incapaz de penetrar en la sustancia y valor real de las cosas; no pasa de la corteza, de lo exterior y accidental. Hay que superarlo para alcanzar la sustancia del espíritu (S 3,20,2). En estas constataciones se apoya J. de la Cruz para valorar en su justa medida la situación de los principiantes y para impartir orientaciones pedagógicas encaminadas a superar esta etapa primeriza.

Conviene, ante todo, tomar conciencia de que no es una situación ideal, ni mucho menos una meta en la que el espiritual auténtico pueda sentirse satisfecho. Es algo transitorio que reclama superación (S 2,12,5). Aunque previa a otras etapas posteriores, la fase de principiantes dista mucho de la meta definitiva; es ciertamente indispensable, pero medio remoto para la unión, según J. de la Cruz (S 2,12,5; 1,13,1, etc.). Mientras el hombre se sienta dominado por sus apetitos y gustos sensibles, dista mucho de la verdadera vida del espíritu, sin la cual no es posible la unión con Dios. Conjugar el ineludible recurso al sentido con su transcendencia espiritual exige una pedagogía sabia y equilibrada. Entre las normas apuntadas por el Santo destacan las siguientes.

Lo primero es respetar la pedagogía divina que mueve y guía a cada alma “ordenada y suavemente y al modo de la misma alma” (S 2,17,3). Las diferencias son muchas, pero como criterio general ha de servir el siguiente: “Ordinariamente va Dios criando en espíritu y regalando al modo que la amorosa madre hace al niño” (S 2,14,3; 2,17,6-7; 3,28,8; cf. E. Pacho, Símiles de la pedagogía sanjuanista: el “niño tierno” en los brazos de Dios, en ES II, 127-140).

En consonancia con esta condescendencia divina, “a los principiantes bien se les permite, y aun les conviene, tener algún gusto y jugo sensible acerca de las imágenes, oratorios y otras cosas devotas visibles”, ya que obran como niños (S 3,39,1). El Santo va más allá con una norma general: los principiantes pueden servirse de las cosas sensibles siempre que favorezcan el verdadero espíritu: “No sólo no se han de evitar las tales mociones –sensibles– cuando causan devoción y oración, mas se pueden aprovechar de ellas, y aun deben, para tan santo ejercicio; porque hay almas que se mueven mucho en Dios por objetos sensibles” (S 3,24,4).

El gusto sensible, sea en la oración, sea en otras prácticas espirituales, tiene una finalidad muy concreta: ir enamorando y cebando al alma para que de lo sensible pase natural y progresivamente a lo espiritual, de la corteza, a la sustancia (S 2,12,4; LlB 3,32). Conseguido el objetivo y el límite de su eficacia, debe dejar paso a lo interior (ib. 2,13).

En ningún caso se ha de perder de vista el límite de las posibilidades humanas: “Por más que el principiante se ejercite en mortificar en sí todas sus acciones y pasiones, nunca del todo ni con mucho puede –purificarse– hasta que Dios lo hace pasivamente por medio de la purgación de la noche” (N 1,7,5). El esfuerzo ascético personal es insuficiente para romper todos los lazos que atan normalmente el sentido a sus tendencias naturales. Según J. de la Cruz, es imprescindible la acción divina para superar la fase de principiantes, de tal forma que Dios, “destetándolos de los pechos de estos gustos y sabores en puras sequedades y tinieblas interiores, les quita todas las impertinencias y niñerías, y hace ganar las virtudes por medios diferentes” (ib.).

El esfuerzo personal del principiante en arrancar vicios y dominar apetitos es, sin embargo, condición indispensable para la intervención divina. Debe orientarse a combatir la “propiedad de corazón y el asimiento al modo, multitud y curiosidad de las cosas”. Ha de afianzar “la pobreza de espíritu, que sólo mira en la sustancia de la devoción” (N 1,3,1). La disposición a la acción divina exige, ante todo, no oponer resistencia a la misma; dejarse llevar de la mano de Dios “sin patear como el niño”, empeñado “en ir por su pie” (S pról. 3).

Tiene importancia decisiva el discernir cuándo está superado el momento de apoyarse en el gusto de lo sensible, dando lugar a la acción del Espíritu.

J. de la Cruz invita a los principiantes a secundarla sin temor: “Dejad vuestras operaciones que si antes os ayudaban para negar el mundo y a vosotros mismos que érades principiantes, ahora que os hace Dios merced de ser obrero, os serán obstáculo grande y embarazo” (LlB 3,65).

No existe, naturalmente, regla fija y universal para determinar el cómo y el cuándo puede considerarse superada la situación de principiantes. Es algo personal y complejo, y no se produce de forma instantánea. En la visión sanjuanista, el cambio progresivo se produce cuando Dios comienza a probar la seriedad y fidelidad de quienes se han ejercitado prolongadamente como principiantes en la mortificación y en la oración. Sintetiza bien su pensamiento el texto siguiente: “Queriendo Dios llevarlos –a los principiantes– delante y sacarlos de este bajo modo de amor a más alto grado de amor y librarlos del bajo ejercicio de sentido y discurso … ya que se han ejercitado algún tiempo en el camino de la virtud, perseverando en meditación y oración, en que con el sabor del gusto que allí han hallado se han desaficionado de las cosas del mundo y cobrado algunas fuerzas espirituales en Dios, con que podrán sufrir por Dios un poco de carga y sequedad sin volver atrás, con que tienen refrenados los apetitos de las criaturas, al mejor tiempo, cuanto más a su sabor y gusto andan en estos ejercicios espirituales, y cuando más claro a su parecer les luce el sol de los divinos favores, oscuréceles Dios toda esta luz y ciérrales la puerta y manantial de la dulce agua espiritual que andan gustando en Dios todas las veces y todo el tiempo que ellos querían … y los deja a oscuras” (N 1,8,3). Esta especie de apagón señala el comienzo de la noche pasiva del sentido. Por lo regular dura mucho tiempo, hasta que consigue “reformar los apetitos” (ib. 4).

Los textos y las reflexiones que preceden dibujan con suficiente precisión la figura del principiante contemplado por J. de la Cruz. No es ningún creyente ambiguo; tampoco un descuidado o indeciso en la vida espiritual. Con ese nombre se designa a personas seriamente comprometidas con su vocación cristiana, aunque todavía apegadas a formas y expresiones poco profundas y eficaces.

BIBL. — ALFONSO TORRES, “El Doctor de la perfecta abnegación”, en Manresa 14 (1942) 193201; VENARD F. POSLUSNEY, “The Beginner in the Spiritual Life according to St. John of the Cross”, en Cross and Crown 13 (1961) 22-37; GIOVANNA DELLA CROCE, “Cristo crocefisso e l’ascesi cristiana in S. Giovanni della Croce”, en Presenza del Carmelo, n. 18 (1979) 41-50; Jordan Aumann, “Ascetical Teaching of St. John of the Cross”, en Angelicum 68 (1991) 339-350.

Eulogio Pacho